El cine chileno a principios de los noventa encaró una situación contradictoria, pese a la precariedad del medio se reimpulsó una producción fílmica nacional que durante dictadura fue mínima, con traicioneros créditos estatales de financiamiento, el resurgimiento del Festival de Cine de Viña, la vuelta del exilio de varios autores del Nuevo Cine Chileno, la continuidad de los realizadores que debutaron en los ochenta y la novedad de una camada de directores jóvenes. En esos años, la democracia que retornará en 1990 fue percibida por el cine chileno con sospecha e intentó reflexionar el contexto de la postdictadura en formas diversas.
Una de las preocupaciones importantes durante los noventa tiene relación con el dolor de las víctimas de la dictadura y su batalla por la memoria. Mientras que el oficialismo discurría en favor del olvido y la “vuelta de página”, se le oponía una insistencia por establecer verdad y justicia, pero al operar la complicidad tácita del poder político concertacionista con las fuerzas que sustentaron la dictadura, se vieron frustradas las condiciones para conseguirlo. Desde la esquina del arte y la cultura, problematizando una respuesta, el cine chileno elaboró una opción que contradijera la amnesia sostenida por la verdad oficial, la espectacularización televisiva y las censuras y autocensuras practicadas en lo público y privado.
Durante la década, especialmente en la primera mitad, aparece una tendencia del cine de ficción que buscó expresar de forma diferida lo que se había acallado en dictadura, algo que también hizo, en sus propios términos, el documental. Un ciclo de filmes que ya forman parte importante de la historia del cine chileno. En concreto nos referimos a cinco títulos: Imagen latente (Pablo Perelman, 1988-90) 1Para efecto operativo para nuestra lectura optamos por un esquema que no respeta el decenio 90, ya que considera como punto de partida esta película realizada a fines de los 80, que por motivos de censura se pudo estrenar en 1990, cuando ya se había instalado el régimen democrático, La frontera (Ricardo Larraín, 1991), Archipiélago (Pablo Perelman, 1992), Los náufragos (Miguel Littin, 1994) y Amnesia (Gonzalo Justiniano, 1994)2Si bien se produjeron cintas similares a lo largo de ese decenio, algunas tuvieron estreno prácticamente un lustro después. Por ese y otros motivos no consideraremos: Cicatriz (Sebastián Alarcón, 1997) realizada en Rusia, estrenada en Chile en 2002; No tan lejos de Andrómeda (Juan Vicente Araya, 1999), filmada a mediados de la década; ni El vecino (Juan Carlos Bustamante, 2000), filmada en algún punto de los 90 que no hemos podido determinar, pero que tuvo estreno en el cambio de siglo.
Un ciclo sobre la memoria
A prácticamente treinta años de sus estrenos, y a 50 años de la interrupción de la democracia con el violento término del gobierno de Salvador Allende, el grupo de películas que aquí revisaremos tal vez dejaron de interpelar al público mayoritario y puede que sólo interesen a los historiadores de cine y algún cinéfilo ocasional (si me disculpan el soslayo retórico). Sometidas con el tiempo a su propio desplazamiento memorial, puede ser extraño considerarlas hoy para re-pensar momentos álgidos de nuestro pasado, como el Golpe, el fin de la dictadura o el primer gobierno concertacionista, sin embargo, me parece significativo que, apenas vuelta la democracia, desde un principio se hayan constituido como artefactos de memoria postdictatorial. Son películas que buscaban lidiar en tiempo presente con el pasado inmediato, en disputa con un tejido social que, premunido de una memoria amnésica, abrazó la nueva libertad de la nación con vergüenza por el pasado y encomio por el éxito económico.
Si bien las pensamos como un ciclo, al que llamamos “películas de melancolía postdictatorial”, ya que en ellas se tematiza el trauma y el duelo, nos interesa interpretarlas como títulos que alegorizan el malestar de la memoria respecto a su tiempo3El diagnóstico melancólico del cine chileno de la época ya ha sido identificado en términos generales en estudios que analizan un contexto amplio, como Huérfanos y perdidos: el cine chileno de la transición (Cavallo, Douzet, Rodríguez, 1999) o por Luz, Cámara, Transición. El rollo del cine chileno de 1993 al 2003 (Antonella Estévez, 2005). Por su parte, con más especificidad, Carolina Larraín (2017) destaca una combinación entre representación sintomática del trauma y la apuesta por un lenguaje cinematográfico dislocado, propio de la modernidad fílmica, mientras que Pablo Aravena (2017) contextualiza ese cine desde un determinado “fin de la historia”, y encuentra su causalidad en un “régimen de historicidad presentista” (99) relacionado con el factor cultural de una época que se vive vaciada de sentido histórico. No entraremos en discusión con dichas posturas que provienen desde la disciplina histórica del cine, que nos parecen bastante atendibles, ya que nuestro enfoque es diferente, el alegórico. En tanto alegorías, estas películas no pretenden ser experimentadas desde la positividad, es decir, suponiendo una posteridad reconciliada con su pasado, algo que otorgue un mensaje consolador y feliz, lo que Nelly Richard (2001) designa una “memoria de mercado” 4En esos años, en vez de mirar al pasado de forma crítica y terapéutica, el discurso oficial se centra en entregarse al presente en forma de consumo. Su intento de memoria es despolitizado en favor de una memoria vintage, de deshistorización posmoderna (Jameson, 1989). En un doble proceso de desaparición institucionalizado por la política y concretamente efectiva en el campo de la discusión pública, las víctimas no encuentran justicia y se le niega el duelo: primero se las mata y luego se invisibiliza su recuerdo. Al contrario del eslogan “Chile, la alegría ya viene” que protagonizó la franja electoral del Plebiscito de 19885Recordemos que algunos de los realizadores de estas películas, Perelman y Larraín, trabajaron en la franja, estás películas se niegan a abandonar el pasado, por lo que se definen a partir de lo que la misma Richard llama la “memoria como resto” 6“multiplicación de los actos simbólicos del acordarse que re-definen el recuerdo contra la indefinición de la muerte sin certeza. Por eso la voluntad de actualización de la memoria contra la desmemoria de la actualidad” (Richard: 42), ya que asumen la complejidad y la opacidad para transmitir el relato de memoria, el recuerdo y sus posibilidades de enunciación.
Para definir ese desajuste de la comunicabilidad de la memoria desde una perspectiva alegórica, trasladaremos para cine un concepto que Idelber Avelar (2011) trabajó en literatura, a saber, estas películas las interpretaremos como “alegorías postdictatoriales”, es decir, artefactos estéticos que reflejan el aspecto conflictivo de la memoria de nuestro pasado que estuvo en auge durante esos años. Cuando consideramos las películas en conjunto dicho desajuste se evidencia: no se definen como relatos de memorias dispuestas con afán de objetividad. No pretenden ensayar un discurso ordenado y legible para el espectador sobre los conflictos de la memoria, el pasado violento y la dificultad para dar con la verdad de las víctimas.
Pero explorarlas en conjunto tampoco consiste en un simple emparejamiento temático, en el que todas las películas expongan lo mismo. Lo interesante a constatar es que, al no mantener una homogeneidad, sino que, al contrario, por tratarse de un grupo heterogéneo, podemos hallar correspondencias entre ellas. Establecen un diálogo articulado en el tipo de operaciones temáticas, estilísticas y narrativas variables, que son similares, pero no idénticas, como si se fueran comentando y superponiendo unas con otras. Esta opción nos permite apreciarlas sin tener que recurrir a un ordenamiento cronológico, ya que no se observa una gradualidad que avance hacia un fin o completitud.
Alegoría, melancolía y melodrama
-Anoche tuve un sueño…
-Eso se llama memoria.
Diálogo en Los naufragos
Idelber Avelar (2011) postula un uso contraintuitivo de la alegoría, esta aparece en un momento cuando se supone hay libertad para referirse al pasado dictatorial sin dificultades. Esto se explica si se atiende a que la alegoría funciona mediante sinécdoque, un fragmento contiguo al resto para figurar la realidad, y no como sustitución de algo por otro (metáfora); en ese aspecto funciona por yuxtaposición, montaje que da cuenta de un todo.
Para el caso de la representación postdictatorial, la alegoría se relaciona al duelo por el trauma generado por la violencia de los gobiernos dictatoriales, duelo que no puede darse por concluido únicamente porque se fueron los militares y volvió la democracia, ya que los efectos del trauma continúan. En ese sentido Avelar entiende que el melancólico funciona alegorizando su entorno, es decir, en tanto una parte significa al todo, cualquier objeto puede ser la alegoría de la dictadura. En tanto subjetividad deprimida, fúnebre, la melancolía consiste en leer/ver todo como ruina. Algo pasó, un evento traumático (dictatorial), que trastocó tanto a la subjetividad como a la realidad, lo que se condice en un desajuste del lenguaje, es decir, para la representación del mundo.
El traumático problema personal y político que enfrentan las víctimas se traduce en una crisis respecto a la narrabilidad del recuerdo (Richard, 2001: 78). Se trata de una crisis del lenguaje y su poder significante que se traduce en un quiebre de la representación (Avelar: 287), es decir, conforma un desajuste en la enunciabilidad del mismo trauma; por lo tanto la memoria solo se puede referir oblicuamente al pasado, de ahí el uso preferencial de la alegoría. En lo que refiere al cine que nos convoca, el énfasis alegórico con que asumió la representación de la fractura histórica dictatorial se traspasa al propio dispositivo de representación, a saber, una “crisis representacional”, trabajada en cuatro aspectos: como dualidad de la construcción de personajes, barroquismo de la puesta en escena, montaje anacrónico y uso de archivo documental dentro de la ficción.
Por otra parte, asociamos la propuesta de alegórica de Avelar con una característica que Fredric Jameson (1989) adjudica a la “alegoría nacional”, en tanto ésta no refleja sin mediación un carácter nacional determinado como algo inmanente, sino que el contexto objeto de una alegoría puede ser negado o revisado (32). Pensamos que, vistas como alegorías, estas películas plantean preguntas sobre la representación del pasado, pero no en una apuesta de valor histórico, es decir, considerable en tanto documentación histórica, como puede ser el cine documental y su aspiración (siempre discutible) a la cuestión de la verdad. No nos interesa establecer sentidos de verosimilitud histórica para estas películas ni preguntarnos por una “correcta” representación del pasado, sino, por sobre todo, buscamos centrarnos en aspectos excéntricos de las mismas, las que escapan a la “objetividad”. Nos interesan cuando se despegan de una estrategia de construcción o reconstrucción del discurso histórico y, en cambio, pasan a elaborar un discurso paralelo a la historia, insuflado de subjetividad e incapaz de dar cuenta de una totalidad pasada que se le escapa.
Si la estrategia usada para constituir estas películas es la alegoría, el ánimo que las dispone es la melancolía. La memoria no es un dato objetivo que opere de manera independiente, hay un sujeto que establece un duelo, pero las condiciones postdictatoriales condicionaron un dilema para la memoria. Tras el fin de la dictadura la memoria no se apacigua. En los años noventa, “la memoria de mercado” está asociada al olvido institucionalizado, por lo que el duelo de las víctimas recrudece. Según Nelly Richard (2001), esta nueva situación genera un dilema melancólico entre dos opciones de llevar el duelo, a las que corresponden dos formas de expresarlo. Así, asimilar (recordar), por un lado, y expulsar (olvidar), por el otro, se representan en estrategias narrativas divididas entre el enmudecimiento (estupor) y la sobreexcitación (compulsividad) (37). Es una especie de síndrome bipolar maniaco-depresivo con raíz en el pasado culposo no asumido, vale decir, el sujeto melancólico de esos años enfrenta un conflicto entre la petrificación de una memoria revictimizante y el escape hacia un presente consumista (neoliberal) que implica olvido.
En las películas este doble condicionamiento de la melancolía es portado por unos personajes que tienen dificultades para comunicarse y establecer relaciones con otros, pese a estar urgidos de contacto y reconocimiento; los protagonistas de estas son melancólicos empedernidos. Eso sí, ellas no buscan hacer un diagnóstico como si fuera una enfermedad, ni dar profundidad psicológica a los personajes, la melancolía manifiesta su legibilidad en otros términos. Un rasgo llamativo en relación al tratamiento de la melancolía tiene relación con formas contemporáneas de representar la sensibilidad, me refiero a un tipo especial de violencia representacional, el “realismo melodramático” (Català, 2009), el cual funciona alegóricamente, donde un elemento fragmentario subjetivo acaba por invocar la totalidad ausente. Bajo esta rúbrica, el melodrama no tiene que ver con la suscripción genérica, sino con la forma de representar un sentimiento que desborda una subjetividad. Lo que es propio del melodrama, las pasiones, se exterioriza en lo representado y la manera de representarlo. En consonancia, lo que termina por alegorizar con este tipo de realismo subjetivo es el ánimo melancólico que piensa su realidad como ruinas, donde cualquier cosa puede llevar a recordar el pasado: ya sea lo perdido o la violencia dictatorial.
En el caso de algunas de estas películas eso ocurre de una manera barroca, tanto en el tratamiento de la puesta en escena como en el plano narrativo, lo que impone un desafío a la verosimilitud en dos niveles. Por un lado, se trata de un descentramiento de la subjetividad, manifestado en la relación del personaje con su ambiente, algo que termina por traspasarse al dispositivo fílmico. Este puede manifestar alteraciones que lo evidencian ante el espectador, pero no con un fin distanciador, sino como efecto dramático de lo que ocurre al interior de la imagen. El eje representacional puesto en crisis aquí es de tipo espacial. Por otro lado, en el personaje se produce la interiorización de algo ausente, lo que lleva a que la narración adopte una enunciación subjetiva. Se puede pasar sin solución de continuidad de un espacio vacío a uno lleno, lo mismo que se puede alterar la temporalidad como efecto de raccord. En este caso el eje que entra en crisis es temporo-espacial.
En resumen, la violencia traumática o la sensibilidad melancólica de los personajes que las padecen son expuestas en frente de la imagen (puesta en escena) o entre una imagen y otra (montaje), expresando la radicalidad contradictoria del estupor y la compulsividad melancólicos. Así, mediante la aplicación de tales estrategias formales para representar el desajuste del trauma y la melancolía (algo que va más allá de una elección temática o de simplemente explicitarse en diálogos), es que estas películas se convierten en alegorías que manifiestan de forma diferida lo que para las víctimas había acallado la dictadura.
Duplicidad de unas conciencias desdichadas
En todas las películas del ciclo se genera una dimensión doble en los personajes protagónicos y algunos secundarios7Esto se traslada a los actores, los protagónicos de Bastián Bodenhofer y Héctor Noguera se repiten en roles secundarios,mientras otros actores y actrices se repiten con papeles menores en las películas, como Elsa Poblete, Gregory Cohen, Patricio Bunster, Myriam Palacios. Los náufragos trae de vuelta a Marcelo Romo, protagonista de Ya no basta con rezar o Queridos compañeros, films emblemáticos del Nuevo cine chileno y del exilio. Sabemos que el campo laboral de la actuación de cine en Chile es reducido, seguramente mucho menor en aquellos años, por lo que la recurrencia de rostros provenga de ahí. La dualidad memoria/olvido que los confronta y pone en perspectiva su realidad y sus subjetividades está relacionada con un objeto concreto: el duelo por la desaparición o ausencia de alguien. Si tenemos en cuenta que “en la melancolía la identificación con el objeto perdido llega a un extremo en el cual el mismo yo es envuelto y convertido en parte de la pérdida” (Avelar, 2011: 18-19), identificación que funciona mediante introyección, en este ciclo de films eso se define como proyección del vínculo del sujeto con el objeto. Así se da el caso de protagonistas enlazados a un otro, ya sea alguien con un hermano detenido desaparecido (Imagen latente 8No olvidemos el componente autobiográfico de la película, el hermano del director Pablo Perelman es un detenido desaparecido, Los náufragos), un ex conscripto con un militar de rango superior (Amnesia), un relegado separado de su esposa e hijo (La frontera), o un muerto desdoblado en dos vidas paralelas (Archipiélago).
El objeto introyectado pero ausente, conforma el ánimo mortuorio del sujeto melancólico, su duelo irresuelto lo carga de una culpabilidad relacionada con la memoria (Avelar: 19). La conciencia de los personajes se funda en una desdicha: conscientes del deber de no olvidar al que falta, en tanto su yo se funda en relación de un otro ausente, olvidarlo equivale a negarlo y negarse a sí mismo. Poseedores de un ánimo mortuorio, su condición melancólica les hace ver y sentir su presente y entorno como ruinas. Los personajes llevarán a cabo un proceso que pasa por reconocer esa pérdida, un estado depresivo que concluirá en parálisis. Terminan descubriendo sus propios límites morales y racionales, habiendo avanzado algo en el esclarecimiento de la verdad, pero sin obtener justicia o conformándose con una parodia de esta, por lo tanto sin condiciones para cerrar el duelo.
La cualidad dual del eje memoria/olvido también funciona en otros términos, que sirven para definir la relación de los protagonistas con los demás personajes, con su objeto perdido o incluso consigo mismos. Con esto se configuran otras dualidades de conflictividad u oposición que atraviesan a los protagonistas: vivo/muerto, víctima/victimario, perseguido/perseguidor, pasivo/activo, depresivo/cínico. Los tres individuos principales de Amnesia acabaran en una pantomima de reconciliación: el ex conscripto, su mujer y el detenido comiendo juntos, aunque sin haber conseguido justicia ni venganza, mientras que el ex sargento Zúñiga, luego de un tibio reconocimiento de culpa, tal vez fingido, acaba perdiendo definitivamente la razón y queda excluido en tanto comensal. Pedro de Imagen latente pervive en el duelo, aunque más comprometido políticamente; su historia es una de toma de partido, de agenciamiento político que se convierte en autorrespeto, aun así la historia queda incompleta, de final abierto, sin encontrar a su hermano, porque son muchos los familiares que no encuentran a sus muertos. Aaron, de Los náufragos, no da con los restos de su hermano, pero puede reconstruir su historia, descubre el enigma tras sus cartas y puede exorcizarlo en sus recuerdos (variados flashbacks). Pese a todo, con su madre mantiene una relación amnésica (ella lo toma por desconocido) y no puede dejar de sentirse extraño en un país que desconoce y que no lo reconoce. En Archipiélago la sensibilidad del arquitecto se va acrecentando a medida que se disipa el enigma y su conciencia se entrega a la muerte. La frontera concluye con una reafirmación del relegado Ramiro, su compromiso político se vuelve virtuoso. Cuando se ha cumplido su condena, con el trasfondo apocalíptico y de desolación producido por un maremoto, ocurre la casualidad de que lo entrevisten para la televisión, entonces él repite en vivo y en directo la denuncia por la que fue apresado al comienzo: un compañero del trabajo fue asesinado, crimen que recuerda al infame “caso degollados”, pero, irónicamente, la imagen final de Ramiro bien puede ser la de un futuro detenido desaparecido.
En definitiva, vemos cómo se alegoriza el carácter melancólico en que se identifican dualmente sujeto y objeto, correspondiente a las víctimas y sus familiares que con dificultad persisten en la búsqueda de justicia a la vez que mantienen la esperanza de que los desaparecidos puedan ser localizados. Al no haber esclarecimiento de los hechos ni reparación posible, parecen condenados a una parálisis que los mantiene atados a las demás víctimas y los muertos. Sin embargo, paradojalmente, la memoria y la melancolía también los movilizan.
Búsqueda y parálisis
Si el estado melancólico se compone de desdicha y pasividad que tienden a la cancelación de la movilidad en favor de la quietud, además se manifiesta en ansiedad y desadaptación. En las películas vemos cómo la melancolía surge también como movimiento obsesivo y perpetuo, una forma de desajuste que muestra la otra cara de la parálisis melancólica. Parálisis y desplazamiento se relacionan en tanto definen la circularidad que somete al sujeto melancólico. Esto aparece en las películas en tres ejes: uno espacial, otro temporal y uno identitario.
Partiendo con este último, en las películas sucede una errancia sin destino, que tiene un objetivo claro pero carece de antecedentes que configuren una ruta, convirtiendo la búsqueda del objeto desaparecido en una especie de indagación detectivesca alimentada por una manía personal. Como antecedente, el desplazamiento viene dado de manera tópica: en la condición de foráneo (relegado, desexiliado, movilizado o investigador) que tiene el personaje principal. Eso les otorga un distanciamiento, pero que está imbuido del espíritu ruinoso propio del melancólico. La búsqueda de parte de los protagonistas, que se da en términos externos con sus desplazamientos, las locaciones por las que transitan y los personajes con los que se topan, tiene un cariz obsesivo que termina por convertirse en motor de autoconocimiento para los personajes. Eso sí, la búsqueda que se transforma en un viaje interior, como ya advertimos, no es tratada psicológicamente, en el sentido de que no estamos ante películas psicológicas, sino que esa errancia fundamenta la identidad melancólica de los personajes en términos arquetípicos 9Definir sus características tomaría mucho espacio, por lo que solo nos remitimos a la condición que los engloba: la melancolía. Tampoco cambian positivamente: más bien el ánimo mortuorio de la melancolía, en mayor o menor grado, se sostiene Al contrario de un tipo de relato heroico sacrificial, no se presenta una lucha ejemplar por la defensa de las víctimas o contra la dictadura (salvo en un grado secundario en La frontera e Imagen latente) y que califique para los personajes en términos de valentía o violencia redentora (nuevamente con excepción en esos casos, aunque con ironía), ya que presentan una inestabilidad que se los impide, y los define en términos irónicos, pasivos e impotentes.
Deformaciones espacio-temporales
En cuanto a los ejes espacial y temporal, estos se constituyen desde el evento traumático que uniforma el estado de los personajes.La localización de espacios extraños, alejados, telúricos y naturales configura la aparición de una alteridad que acosa su interioridad con fantasías, fantasmas, aparecidos o tipos esperpénticos. De pronto algunos lugares adquieren dimensiones alucinatorias sin dejar de estar anclados a su aspecto realista. Dejandose llevar por la veta más oscura de la melancolía, la que mira su tiempo como ruina, los personajes por momentos parecen atravesar un delirio, en el que comparten la tragedia de las víctimas de tortura en sus propios cuerpos, o bien acceden al recuerdo reprimido en la vigilia, como si fueran pesadillas. La deformación estilística -por angulaciones, encuadres, iluminación, decorado- hace indistinguible si es alucinación, recuerdo o exceso de la imagen. El trabajo barroco de la visualidad y puesta en escena cobra relevancia en este sentido, a veces con cita al género (terror, absurdo, esperpento) como forma de exteriorizar el estado interior del personaje melancólico bajo una forma exagerada, melodramática, que termina por develar, es decir, por leer alegóricamente, la realidad como zona catastrófica, arruinada u ominosa.
En Imagen latente es la ciudad fría, invernal, impersonal por la que transita Pedro, quien, a veces se imagina a sí mismo como su hermano desaparecido y morbosamente vemos cómo se imagina las torturas; Archipiélago es la densidad boscosa y costera del sur de Chile que alucina un muerto en dos vidas temporalmente distintas (resonancias del cuento de Cortazar La noche boca a arriba); en La frontera la lluvia y la niebla junto con el mar terminan por convertir a los habitantes del caserío en refugiados de un maremoto; en Amnesia el recuerdo vuelve seco, duro, abierto: un alucinado desierto que contrasta con el presente urbano, nocturno, estrecho y vertical donde conviven otros sobrevivientes; mientras que en Los náufragos la imagen misma -el encuadre- se pone a temblar, derrumbando parte de la casona familiar. Con todo ello (barroco y melodramatización) queda desdibujado el registro realista y se termina por alegorizar un estado ominoso, siniestro, de la dictadura.
Por su parte, el tratamiento narrativo lineal de La frontera e Imagen latente se ve socavado en los otros casos por una manera violenta de romper la continuidad temporal. Mediante flashbacks que van y vienen o en la indeterminación del orden de la narración producto de un montaje alternado se construye una temporalidad asociada a una memoria subjetiva que sugiere lo histórico en términos de una alegoría de la catástrofe. Dicha forma cancela el sentido cronológico en favor de un régimen subjetivo del tiempo, que puede ser entendido desde el trauma que disloca el sentido temporal de la conciencia desdichada, lo que para el caso de Amnesia funciona en base al esperpento, pero que en Los náufragos y, sobre todo, en Archipiélago adquiere alcances apocalípticos.
A nivel subjetivo la temporalidad es sentida por todos los personajes con el hálito de la derrota, en momentos su discurso se hace explícito respecto a cómo viven el tiempo. El caso más evidente es el monólogo que abre y cierra Imagen latente, y que empieza mientras observa imágenes del pasado, archivos fílmicos de Allende y la Unidad Popular, proyectadas en su cuarto. Su reflexión de pérdida del pasado y del futuro en favor de un presente oscuro enmarca la película, la que no termina con cierre dramático definido, sino que en su indefinición es un final abierto, al igual que el tiempo presente vivido durante dictadura (recordemos que la película está hecha antes de la salida de Pinochet del gobierno). Entonces la temporalidad se define como anacrónica: los tiempos (pasado-futuro) se reflejan pero falta reconocer qué se hace con el presente desde donde se les mira. En ese sentido anticipa los saltos de Archipiélago. Se trata de un texto ambiguo, lleno de melancolía10Parte diciendo: “Hay que cuidar los recuerdos, que no se los ensucien a uno, pelear por ellos. El futuro es pasado visto en el espejo del presente, el presente es un espejo”, y concluye: “Porque el futuro es un reflejo del pasado, por eso que nunca es tan distinto. La gente es la misma”, que al estar montado como comentario off sobre imágenes de archivo pasa a ser también un discurso sobre la imagen del pasado.
En relación a lo último, el uso de archivos, encontramos indicios de reflexividad por parte de las películas. Algunas veces, mediante corte directo, se pasa de la diégesis ficcional al archivo, en un intento por hacer pasar el cambio de registro como parte de la realidad de los personajes. Pero, ya que la diferencia entre ambos registros es evidente (por ej: el tono sepia o blanco y negro de los archivos versus el color de la ficción), su yuxtaposición funciona a la vez como dato que distancia del realismo y como efecto emotivo. Este tipo de montaje que mezcla registros y cronologías, al igual que en otras estrategias que hemos comentado, hace entrar en crisis el registro representativo ficcional, y melodramatiza al fragmento documental incluido. En otras palabras, por un lado se las resalta como “citas del pasado” por su aspecto documental (en cuanto son “registro objetivo”), y por otro, se las reconoce como objeto fragmentario, fetiches memoriales de un pasado enterrado, imágenes a las que se les superpone la mirada melancólica de los personajes. Tal vez el ejemplo más notable de esto sea la escena de Los náufragos en que Aaron va en el auto conducido por Luis Alarcón y el paisaje se convierte en imágenes de archivo de la UP proyectadas sobre ellos, un delirio etílico en el que viajan en el tiempo y por la imagen
Conclusión
“Ya no hay nada que se pueda mirar
Ya no hay nadie para poder hablar”
-Los Tres, Flores secas
Si la dictadura significó una ruptura epocal y de sentido, entonces ahí se funda la alegoría del cine melancólico de los noventa. Es en virtud de los manejos cinematográficos barrocos y anacrónicos del tiempo y espacio que se conforma el sentido alegórico de la memoria y la melancolía que define este ciclo de películas. Su condición de películas desajustadas, en crisis, se supone producto de la existencia de un quiebre patente, previo, que afecta tanto al trabajo representacional como a lo representado. Lo mismo pasa con sus personajes, sujetos dañados por esa misma ruptura que alegorizan (melodramáticamente) su entorno como ruinas. El Golpe de Estado resuena como un campo ciego que los ha condenado de antemano en su violencia simbólica y desestructurante, una crisis representacional que marca la temporalidad postdictatorial que los circunda. Mientras los personajes añoran un pasado perdido anterior a ella, la dictadura adquiere visos alegóricos de un recuerdo violento, carcelario, pesadillesco, real o imaginario, que puede tomar aspecto de “encierro al aire libre”. Por otro lado, la dolorosa realidad del presente -ya sea dictatorial o posterior- les tienta con un intento de fuga de aquello que perciben como una pulsión de muerte identificada con la dictadura y la violencia histórica (en Archipiélago se le suma la conquista española) o natural (Los náufragos, terremoto; La frontera, maremoto; Amnesia, el desierto). En otras palabras, la cautividad dentro de la que se desplazan los personajes y que se ha fijado en su memoria como trauma (que les tiene cautivos de sus recuerdos), es alegoría de la dictadura. Dentro de ella su deambular deviene circular, retornando la parálisis de la que en un principio buscaban salir. Así, finalmente, desplazamiento y parálisis subjetivas resultan ser fragmentos duales de una detención mayor, histórica. La memoria del desastre que pervive en el presente transita en medio de la ruina social: esa es la forma en que la conciencia melancólica y este ciclo de películas habitan los noventa.
En definitiva, lo que se alegoriza son estados de extrañamiento y melancolía de la memoria que las víctimas de la dictadura mantuvieron durante esos años (y posiblemente mantengan hoy), bajo una forma capaz de “expresar los tormentos de la memoria” (Richard, 2001: 30). Es en ese sentido que estas películas componen un ciclo alegórico del duelo postdictatorial no reconciliado, y si dicho ciclo melancólico no concluye es porque el duelo por la memoria no tuvo cierre en los noventa, ni se ha cerrado aún.
Para terminar, podemos señalar que el estado melancólico es reverso de las individualidades exitistas que marcan progresivamente los noventa, caracterizadas por un aumento de la despolitización, una desmovilización ejercida desde aparatos gubernamentales e instituciones cívicas que prefieren dirigir y apelar a una masa de consumidores no politizados por temor a la violencia y la confrontación de ideologías contrapuestas, resabio indeseable del “poder popular”, en favor de una desideologización que encubre la postura hedonista y capitalista global de esos años. De ahí que pueda pensarse que ambos, melancolía y exitismo, tomados como extremos, implican una ultrapolitización por parte de la subjetividad melancólica en conflicto con la despolitización del resto de la sociedad. Sin embargo, pensamos que al contrario, en un diagnóstico algo más fino, ambas comparten una desilusión política que se pliega a la desmovilización política bajo otra forma, relativa a lo político entendido como poder encarnado en los partidos políticos, los que durante los noventa se dedicaron (y todavía lo hacen) a hacer de la política un espectáculo. En este sentido, es la manera de entender la política -donde el pueblo que falta puede ser el síntoma- lo que está en juego. Pero no podemos decir que el cine chileno de ese tiempo no haya puesto atención a dicho fenómeno. Como contraparte a estas películas melancólicas, de las que pensamos hemos sentado elementos básicos para un análisis alegórico más detallado, hay un conjunto de películas que sostienen una visión crítica de ese otro Chile noventero: El entusiasmo, Caluga y menta, El hombre que imaginaba, Gringuito, Mi último hombre y algunas otras.
Bibliografía
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