‘¿Pueden las computadoras ser creativas?’: Una pregunta mal planteada.
Mientras que los investigadores de IA convencionales entierran sus cabezas en una arena virtual que no será de uso alguno una vez que se eleve el nivel del mar, mucho de lo que se hace pasar por arte realizado por IA, sobre todo aquel que se encuentra auspiciado por la industria, no pasa de ser bastante superficial, aún cuando sea visualmente llamativo. Los proyectos que atraen la mayor parte de la atención pública son aquellos que integran a la IA de manera más bien instrumental, con una estética reducida a que las cosas se vean ‘bellas’, es decir, simétricas, hipnóticas, estridentes, y, por sobre todo, similares a lo que ya existe. Incluso algunos de los más comprometidos con el lado creativo de una IA tienden a entender el arte – ya sea música, pintura o literatura – principalmente en términos de estructuras y patrones, donde los subsecuentes desvíos del código y el canon establecido son tratados como intervenciones creativas. El entendimiento más crítico del arte en términos de creación de nuevas formas de expresión con un punto de vista para decir algo diferente acerca del mundo, o intervenirlo efectivamente, es ignorado a favor de lo que podríamos llamar ‘belleza de colaboración abierta’, una versión renovada de ‘yo sé lo que me gusta’. La creatividad, otro término usado regularmente para encasillar este tipo de obras y declarar su éxito, queda aquí reducida a la repetición de lo mismo. Este mecanismo queda relevado de manera más explícita en el público e, inevitablemente, la fascinación curatorial con lo que podemos llamar ‘trabajo imitativo de la IA’, también conocido como ‘transferencia de estilo’. Este modo de producción artística se aleja de la conceptualización clásica del arte en términos de mímesis, es decir, la imitación de la naturaleza en su representación. Para Aristóteles, todo arte era mimético, pero la mímesis, procediendo mediante la adición y no mediante la simple repetición, implicaba lo que hoy en día llamaríamos una ‘remediación’ (Bolter y Grusin 2002) de la naturaleza. Era, por consiguiente, una forma de compromiso creativo, aunque uno que aún no se encontraba vinculado con las nociones humanistas de originalidad y genio. A diferencia de la mímesis, la ‘transferencia de estilo’ es pura imitación: una similitud insistente que es al mismo tiempo una farsa. Dentro del contexto de la industria de la IA, donde se está produciendo mucha de esta imitación, debemos preguntarnos: ¿sobre qué se basan esos esfuerzos y por qué cosa exactamente se están intentando hacer pasar?
En el 2016, un proyecto llamado The Next Rembrandt, liderado por Microsoft en colaboración con instituciones públicas y privadas, acaparó una cantidad importante de atención a nivel mundial (Fig 1). Una pintura que pareciera haber salido de la brocha del maestro holandés fue presentada en Amsterdam. En ella se veía a un caballero blanco con vello facial, vistiendo ropas oscuras con un collar blanco y un sombrero, apostado contra un fondo oscuro, y era el resultado de un algoritmo de deep learning que analizó más de 300 obras escaneadas de entre el catálogo existente de Rembrandt, e identificó sus características más representativas. Los datos obtenidos luego fueron transformados en una nueva imagen que fue impresa en 3D con una tinta que simulaba ser pintura al óleo, para ofrecer una textura y profundidad que parecieran reales. Acertando en todas las claves del registro retórico del arte IA, Microsoft declaró con orgullo: ‘es una visualización de datos realizada de una manera hermosamente creativa. Es una demostración poderosa de cómo los datos pueden ser, “… usados para hacer de la vida misma algo más hermoso”’ 1Esto fue parte de un anuncio publicado en el sitio web de Microsoft, con la cita incrustada proviniendo del director de Microsoft, Ron Augustus, https://news.microsoft. com/europe/features/next-rembrandt/. La pregunta de si ‘¿Es capaz de pasar por un Rembrandt?’, planteada en relación al arte basado en IA que se encuentra modelado en base a cánones históricos existentes, géneros y estilos de artistas individuales, recibe un montón de atención por parte del público y los medios por una serie de razones. Primero, representa a las convenciones de lógicas de mercado y mecenazgo basadas en el aura de la maestría y (usualmente) su unicidad como manufactura. El artista Joseph Rabie ha sugerido en un mensaje enviado a la lista de correos de NetTime que ‘una computadora que pinta Rembrandts no es más que un algoritmo diseñado por programadores talentosos que lo han habilitado para “enseñarse a sí mismo” las reglas que le permiten imitar al pintor. Esto no es arte, sino la ciencia empírica de la percepción siendo modelada y aplicada a un nivel más elevado’2Publicado por Joseph Rabie el 21 de enero, 2018, a las 14:17, a una lista de correos moderada para críticas en red. Asunto: No saben lo que hacen. Sin embargo, esta supuesta noción científica de la percepción, amarrada como lo está a la idea del experto sobre qué es el arte, es precisamente lo que tiende a irritar al público general. El arte imitativo, entonces, promueve el desdén populista hacia los expertos, quienes pueden terminar siendo ‘pillados’ por un van Gogh o un Bacon artificialmente generados. Por último, pero no menos importante, este tipo de incertezas respecto a la proveniencia de una pieza generada por IA se le aparece a muchos como una buena diversión, un punto al que volveré más adelante.
Estos experimentos de imitación con IA abren, entonces, un debate interesante en torno los parámetros de autoría, originalidad, expertise y gusto que aceptamos convencionalmente. New Scientist ha propuesto una reflexión filosófica importante respecto a trabajos de simulación tales como The Next Rembrandt y sus semejantes: ‘Si es tan fácil desglosar el estilo de algunos de los compositores más originales del mundo en un código computacional, eso quiere decir que algunos de los mejores artistas humanos son más maquinales de lo que quisiéramos pensar’ (2017). Una línea de pensamiento similar es la que ofreció el filósofo de la tecnología Vilém Flusser, quien sostiene que los humanos en la sociedad industrial existen en una relación estrechamente unida con sus aparatos, los cuales abarcan más que las simples herramientas de antaño tales como el martillo, la hoz o los pinceles que operan en sobre la materia. En cambio, los aparatos contemporáneos consisten en maquinas, tanto el software que las opera como sus infraestructuras más amplias, con sus operaciones multiniveles ejecutando transformaciones tanto simbólicas como materiales.
La relación del humano con la tecnología no es una de esclavitud, aún cuando Flusser sí eleva preguntas serias sobre la noción humanista de agencia. Sin embargo, también reconoce que el entrelazamiento con las máquinas facilita nuevos tipos de acción, los que a sus ojos son colaboraciones. Llega incluso al punto de sugerir que ‘Esta es una nueva forma de función en la cual los seres humanos no son ni la constante ni la variable, sino en la que los seres humanos y los aparatos se funden en una unidad’ (Flusser 2000, 27). Flusser se refiere a los fotógrafos, evocando a la cámara como uno de los arquetipos del aparato moderno que lleva la labor humana más allá de la esfera del trabajo tedioso hacia lo que podríamos denominar co-creación lúdica; sin embargo, su argumento se extiende plausiblemente hacia otras formas de la creación humana. La actividad creativa de los humanos es entendida por Flusser como una ejecución de la programación de la máquina que implica hacer una selección a partir del rango de opciones determinado por el algoritmo de la máquina. Podríamos sugerir que esta relación algorítmica de la que dependen los humanos no solo es actualizada en la sociedad post-industrial, aunque sí toma una forma y un giro particulares en este momento de la historia, sino más bien que ha sido fundacional para la constitución del humano como ser técnico – que ha puesto en marcha esa humanidad en relación con objetos técnicos tales como el fuego, los palos y las piedras (véase Simondon 2016, Stiegler 1998). La funcionalidad de la cotidianeidad humana depende también de la ejecución de una programación: una secuencia de posibilidades habilitadas por varios pares de adeninas, citosinas, guaninas y timinas, es decir, del ADN. Tal como sugerí en otro lado 3El argumento presentado en esta sección ha sido parcialmente tomado y desarrollado desde mi libro Nonhuman Photography (2017, 77), esta proposición no debiese ser tomada como la postulación de un determinismo biológico o tecnológico irreflexivo que privaría a los humanos de cualquier posibilidad de acción como artistas, críticos o espectadores – junto con cualquier responsabilidad por las acciones que cometemos. Aún así, aceptar nuestra afinidad con otros seres vivos dentro del espectro evolucionario y reconocer que nuestras vidas humanas están sujetas a reacciones bioquímicas que no se encuentran plenamente bajo nuestro control debilita los parámetros humanistas del debate sobre la creatividad, el arte y la IA. El concepto de Flusser de una ‘libertad programada’ tiene su premisa en el reconocimiento de que, mientras ‘el aparato opera como una función de la intención del fotógrafo, esta intención en sí misma opera como una función de la programación de la cámara’ (2002, 35).
Al desacreditar una división tan estricta entre humanos y robots, entre nuestro (supuesto) genio y la inteligencia artificial, una manera post-humana de entender al humano redefine la creatividad humana como si fuera en parte computacional. Una vez más, decir esto no es resignarnos a la pasividad tras concluir que los humanos son incapaces de crear nada, que no somos nada más que mecanismos de reloj respondiendo a impulsos. Solo lo hacemos para coincidir, junto a Flusser, en que, tal como la imaginación del aparato es superior a la de todos los artistas a lo largo de la historia4Esto es una paráfrasis, para el propósito de mi presente argumento, de la siguiente declaración: ‘la imaginación de la cámara es superior a la de cada uno de los fotógrafos y a la de todos los fotógrafos en conjunto’ (Flusser 2000, 30), la imaginación de ‘la programación llamada vida’ de la que participamos, y que es resultado de múltiples procesos ocurriendo a varias escalas en el universo, excede con creces a nuestra imaginación humana. Entender cómo pueden operar los humanos dentro de las limitaciones del aparato que es parte de nosotros se vuelve una nueva tarea urgente para una (muy necesitada) historia y teoría del arte post-humanista. Dentro de este nuevo paradigma para entender el arte, el ser humano sería concebido como parte de la máquina, dispositivo o sistema técnico – y no como su inventor, dueño o gobernante. Una historia del arte post-humanista vería, en cambio, a todas las obras de arte, desde las pinturas rupestres hasta las obras de los llamados Grandes Maestros y los experimentos contemporáneos con todo tipo de tecnologías, como producidas por artistas humanos en conjunto con una plétora de agentes no-humanos: móviles, impulsos, virus, drogas, sustancias varias y dispositivos tanto orgánicos como no-orgánicos, al igual que todos tipos de redes – desde el micelio hasta el Internet. La pregunta frecuentemente planteada, ‘¿Pueden las computadores ser creativas?’, que prometo abordar en este libro, se revela, entonces, como un tanto reduccionista, pues se basa en la premisa de una idea pre-tecnológica del ser humano como un sujeto de decisión y acción contenido en sí mismo. La ‘computadora’, ya sea en la forma de una máquina que procesa datos, un robot o un algoritmo, solo es vista aquí como una aproximación imperfecta de tal humano. Pero, a la luz del argumento aquí expuesto, deberíamos más bien preguntarnos, junto a Flusser, si es que el ser humano puede efectivamente ser creativo, o, más precisamente: ¿de qué manera puede ser creativo el ser humano?
La IA como Candy Crush
La edición del 2017 de Ars Electronica tuvo lugar bajo el slogan, ‘IA: Inteligencia Artificial / Das Andere Ich (El otro yo)’. En el catálogo que acompañaba al evento, el director de Ars, Gerfried Stocker, hablaba efusivamente en un tono que podría haber salido de una publicidad para inversionistas de Silicon Valley: ‘los últimos desarrollos en inteligencia artificial son realmente asombrosos y pronto estarán progresando exponencialmente. Nunca antes ha habido tanto capital de inversiones en busca de tecnologías exitosas e innovaciones prometedoras’ (Stocker 2017, 16). Puede que no sea accidental, entonces, que gran parte de la investigación artística en torno a la IA sea facilitada y esté auspiciada por los principales jugadores en lo que se conoce como ‘capitalismo de plataformas’: Google, Amazon, Facebook y Apple. Mucho del arte de IA es precisamente arte de plataformas: generando variaciones visuales y algorítmicas dentro de un sistema cerrado mientras tienta al público con la promesa de la novedad. A diferencia de la mayoría del arte robótico basado en instalaciones que comentamos anteriormente, este tipo de arte de IA, descrito con el término ‘generativo’, tiene lugar a través de las redes computacionales. Dicho amablemente, gran parte del arte generativo de IA celebra la novedad tecnológica de la visión computacional, la rapidez de la capacidad de procesamiento y algoritmos generadores de conexiones, agasajándonos con un espectáculo deslumbrante de colores y contrastes en conjunto al volumen mismo de los datos. Dicho de manera no tan amable, se convierte en una versión glorificada de Candy Crush que mella seductivamente nuestros cuerpos y cerebros al punto de la sumisión y la aquiescencia. El arte que echa mano al deep learning y a grandes baterías de big data para hacer que los computadores generen algo supuestamente interesante con las imágenes, a menudo no termina ofreciendo nada más que un océano psicodélico de garabatos y risas, sin mucho más de por medio. Es realmente el arte como espectáculo.
Es desde esta configuración mental crítica, picada por el bicho de la curiosidad y la fascinación, que me aproximo a muchos de los trabajos actuales basados en redes neuronales, códigos y algoritmos que son realizados por artistas tales como Gene Kogan, Mike Tyka, Memo Akten y Mario Klingemann. La Neural Synthesis de Kogan fue desarrollada para la ‘exhibición de creatividad’ durante la conferencia NIPS (Sistemas de Procesamiento de Información Neural) en el 2017. El video de 2’41” ofrece una transmogrificación 5NdE Transmogrificación: Transformación a una forma extraña./ Capacidad para cambiar de aspecto a cualquier forma ya sea animal, vegetal, mineral o humana. Ejemplo: La transmogrificación placentaria del pulmón es una lesión extremadamente infrecuente, asociada al enfisema bulloso gigante y considerada por algunos autores una variante histológica del enfisema bulloso gigante unilateral psicodélica de figuras, rostros y patrones abstractos de múltiples colores estridentes que emergían lentamente ante los ojos del espectador. La técnica de Kogan gira en torno a la optimización repetitiva de los pixeles de una imagen ‘para lograr algún estado deseado de activaciones dentro de una red neuronal circunvolucionada’ (Kogan e Ikkchung 2017) – es decir, una red de deep learning, consistente de muchas capas de neuronas artificiales, las cuales asumen los datos que se les alimentan, consistentes en imágenes. El ‘estado deseado’ puede terminar pareciéndose a un dálmata, a una estrella de mar o, en efecto, a un rostro humano. La última capa en la red ‘esencialmente toma una decisión sobre lo que muestra la imagen’ (Mordvintsev 2015). Una versión avanzada de esta técnica alcanzó reconocimiento en el 2015, cuando Google la estrenó en público bajo el nombre de DeepDream (fig. 2). En pocas palabras, DeepDream trabaja identificando y realzando los patrones en las imágenes, llevando al algoritmo a ‘encontrar’ ojos humanos o cachorros en cualquier fotografía normal. El programa fue desarrollado inicialmente ‘para ayudar a los científicos e ingenieros a ver qué es lo que ve una red neuronal profunda cuando observa una imagen dada’, pero rápidamente se le dio otra finalidad como herramienta creativa, la cual pasó subsecuentemente por varias iteraciones. Las obras que utilizaron el algoritmo DeepDream fueron descritas como ‘Incepcionismo’, cuyo nombre deriva del artículo Network in Network por Lin et al. en conjunto al famoso meme de internet “debemos ir más profundo” (Szgedy et al. 2014). Sin embargo, tanto artistas como público en general se aburrieron rápidamente de lo que un periodista de Wired describió como ‘la red neural lisérgica de Google, que mastica la realidad y escupe babosas, perros y ojos’ (Temperton 2015).
Un científico de Google llamado Mike Tyka, autor de algunas de las primeras obras de arte a gran escala realizadas con DeepDream, llevó su IA generativa unos pasos más allá. Su Portraits of Imaginary People (fig. 2), presentada en el Ars 2017 y producida mediante redes neurales generativas, contiene imágenes fotorrealistas y al mismo tiempo un tanto ‘como pintadas al óleo’ de seres humanos de diferentes sexos, etnias y edades. Para crearlas, el artista alimentó a un tipo de programa de machine-learning llamado Red Generativa Adversativa (GAN, por su sigla en inglés Generative Adversarial Network) con miles de imágenes de rostros. Las GAN utilizan dos redes neuronales, donde una red neuronal es básicamente un algoritmo que está diseñado de pies a cabeza, de forma tal que (supuestamente) imite la manera en que opera el cerebro humano. Las dos redes neuronales de la GAN están dispuestas en una relación adversativa, en la que una tiene la tarea de generar un input correcto y convincente, mientras la otra tiene la tarea de controlar y mejorar este input, siguiendo un criterio tipo verdadero/falso. La interacción sostenida hace que ambas redes mejoren con el tiempo, aprendiendo la una de la otra e intentando al mismo tiempo superarse entre ellas a la hora de obtener ‘buenos’ resultados. Puesto que requieren mucho mayor conocimiento en programación que el necesario para usar la interface de DeepDream, los GANs son hoy en día una herramienta frecuente dentro del arsenal de varios artistas de IA, sobre todo aquellos que provienen del área de las ciencias y la ingeniería. Dado el material de origen utilizado para entrenar la visión de la máquina, quizás no sea sorprendente que el lienzo para tales experimentos sea proporcionado frecuentemente por rostros humanos. En una línea similar a los experimentos de Tyka, Memo Akten también explora el retrato humano. Su Learning to See: Hello World! es una ‘red neuronal profunda abriendo los ojos por primera vez e intentando entender lo que ve’ (Akten 2017). Es una red a la que todavía no se la ha alimentado con nada. Al presentársele una imagen escaneada, mediante una cámara de seguridad, de una persona parada en frente de su servidor computacional, la red intenta dilucidar lo que está viendo mediante la identificación de patrones en la información recibida. Al enfrentarse a un exceso de información, la red, al igual que su contraparte humana, supuestamente también ‘olvidaría’. Como producto artístico, se le presenta a los espectadores humanos un set de rostros transmogrifados, que asemejan un poco estar pintados.
Pero es el trabajo de Mario Klingemann – quien se autoproclama ‘un escéptico con una mente curiosa’, al trabajar con redes neuronales, códigos y algoritmos – que amerita ser revisado en mayor detalle, en parte dado a la atención que ha recibido, pero también porque hay algo realmente intrigante que ocurre en (y en torno a) sus obras. Otro expositor más en Ars Electronica 2017, ha sido también artista en residencia en Google Arts & Culture: una plataforma online administrada por el gigante de Silicon Valley y que contiene colecciones curadas de obras de arte y otros artefactos culturales. La obra de Klingemann está elaborada a partir de códigos fuentes escritos por ingenieros y compartidos por otros que quieren experimentar con varias aplicaciones de IA, los cuales él luego modifica para sus propios propósitos artísticos. Al alimentar una computadora de alta potencia con grandes baterías de datos obtenidos de colecciones disponibles públicamente, tales como la Biblioteca Británica o el Internet Archive, Klingemann busca establecer encuentros y conexiones inusuales entre imágenes y puntos de datos, presentándolos al mismo tiempo de una manera interesante – con el artista humano decidiendo en última instancia si el resultado es interesante o no. Su objetivo es ‘crear algoritmos que sean capaces de sorprender y de mostrar un comportamiento creativo casi autónomo’ (Klingemann) con un penoso ‘casi’ que oscurece lo que en última instancia no es más que un inmenso proceso mecánico, si bien ejecutado a una velocidad e intensidad que excede la de cualquier lector humano de datos. Como resultado, tenemos proyectos tales como Superficial Beauty, que consta de retratos que han sido generados y mejorados por redes neutrales generativas adversativas (GANs), o Neural Face, una colección de imágenes de rostros humanos tomados de varios repositorios en línea, programada para ‘evolucionar’ en nuevos rostros. Al utilizar las redes neuronales que entregan datos biométricos que permiten interpretar a qué se parece un rostro humano, el artista entrena a la red neuronal en la creación de nuevos rostros – que terminan pareciendo más fotorrealistas si se entrena a la red con fotos, o más ‘artísticos’ si se usan grabados o pinturas como batería de entrenamiento. También experimenta con una aproximación menos lineal, en cuanto que no solo deriva los rostros de los marcadores faciales con que alimenta a la red neuronal, sino también los deriva a partir de imágenes de rostros y, finalmente, se produce una alimentación cruzada entre los datos y el ‘ruido’ de ambos modelos para ver qué ocurre. Klingemann luego combina los resultados obtenidos en videos donde aparecen múltiples rostros sin rasgos que se transforman continua y oníricamente de unos en otros (aunque aún hay en ellos algunos rasgos relativamente reconocibles, pertenecientes a unas hermosas chicas blancas), con la exacerbación ocasional de algún rasgo, ya sea un ojo o el labio, que aparecen ligeramente fuera de lugar.
En parte Dalí, en parte manga, en parte arte de protector de pantalla, estas imágenes más bien kitsch producidas por gente como Tyka, Kogan, Akten y Klingemann, especialmente en su variante en movimiento, buscan seducir a los espectadores con una transformación ligeramente fascinante del representacionalismo humanista bajo el estandarte de ‘Eh… ¿y ahora qué?’. Hay, por lo tanto, poca diferencia, tanto en términos estéticos como de creatividad, entre el DeepDream de Google, que ofrece imágenes surreales tras encontrar y mejorar patrones entre varios puntos de datos, y lo que Klingemann llama ‘neurofotografía sin cámara’, que produce imágenes fascinantes aunque un tanto espeluznantes creadas a partir de pedazos de otras imágenes. Al convertir la generación mecánica de imágenes en una forma de arte, el artista permanece aparentemente en desconocimiento de que su arte sirve como cobija para los ‘Sueños Profundos’ de emprendedores técnicos más bien perniciosos, si bien no por eso menos surreales. Sin embargo, tal como Hito Steyerl propone en Duty Free Art, ‘estas entidades están lejos de ser meras alucinaciones. Si son sueños, esos sueños pueden ser interpretados como condensaciones o desplazamientos de la disposición tecnológica actual. Revelan las operaciones en red de la creación computacional de imágenes, ciertas configuraciones previas de la visión maquinal y sus ideologías y preferencias programadas desde su fabricación’ (2017).
En efecto, el arte generativo de este tipo se basa en la premisa de la banalidad de la mirada, donde la percepción es entendida como un consumo visual y el arte es reducido a una mera prestidigitación. En consecuencia, sí hace algo más pernicioso que tan solo presentar una ‘nueva estética’: un tanto extraña, ya aburrida. ‘Instaurando una jerga cursi realmente terrorífica en los medios de producción’, representa lo que Steyerl llama ‘una versión de animismo corporativo en la que las mercancías no son tan solo fetiches sino que se transforman en quimeras franquiciadas’ (Steyerl 2017). En proyectos de este tipo, las metas del artista están claramente más alineadas con las trayectorias de desarrollo actuales de las IA financiadas por corporaciones, aún cuando hayan sido naturalizadas mediante el lenguaje de la evolución. El lenguaje de la evolución aparece prominentemente en el discurso de los chicos gen-art, pero la suya es una idea más bien normativa y linear de la evolución entendida como progresión linear en una trayectoria ascendente, no un proceso de partidas en falso, zigzags y repeticiones sin sentido. Es así como encaja perfectamente con la narrativa tecnoevolutiva de los ‘visionarios’ de Silicon Valley y los inversionistas, que están afilando sus dientes para el próximo supuesto salto tecnológico. Tanto mediante su arte como su discurso sobre el arte, Kogan, Tyka, Akten y Klingemann adoptan un instrumentalismo preocupantemente acrítico, donde la curiosidad aparentemente infantil se encuentra apuntalada por el modelo progresista de expansiones tecnológicas hacia alguna suerte de mejora – de exactitud, baterías de datos y, en última instancia, del arte tal como lo conocemos. Son, por ende, los niños símbolos del arte IA tal como lo ha respaldado Google en el modo en que encarnan las ideas mismas de progreso, innovación y trayectoria ascendente que mueve al progresismo entusiasta de la era de la IA 2.0. En sus experimentos que producen arte a partir de la introducción de datos y ruido a los bucles retroalimentativos de las redes neuronales, parecieran no estar dispuestos, amén de incapaces, de indagar en ninguna de las preguntas más serias presentadas por Steyerl en su denuncia del arte visual computacional: ‘¿Qué rostros aparecen en qué pantallas y por qué? … ¿Quién es “señal”, y quién es desechable como “ruido”?’ (Steyerl 2017). Steyerl destaca la dimensión fundamentalmente política de separar señal de ruido en cualquier tipo de batería de datos, cuyo patrón de reconocimiento resuena ‘con la pregunta más amplia de reconocimiento político’ (2017).
El arte onírico de redes neuronales, como este, tiene, en última instancia, un efecto tranquilizante que nos anestesia en una percepción de igualdad banal que crea la ilusión de diversificación sin ser capaz de dar cuenta de las diferencias que importan – el porqué y dónde importan, cuándo y a quién. Se termina entonces imponiendo un modo de existencia que el filósofo Franco ‘Bifo’ Berardi ha llamado ‘neurototalitarismo’. El neurototalitarismo se manifiesta en la intensificación absoluta de la simulación semiótica (a lo que podríamos agregar, visual), que en última instancia termina resultando en la sensación de pánico dentro del neuro-sistema social – e individual. ‘En esta condición de pánico, la razón se torna incapaz de dominar el flujo de eventos o de procesar los semio-estímulos arrojados a la Info-esfera’ (Berardi 2017). ¿Sería ir un paso demasiado lejos sostener que el arte IA puede en efecto movilizarse, consciente o inconscientemente, al servicio del neurototalitarismo, utilizando gatitos cursis y tallarines con ojos para capturar no solo la atención, sino también la esfera cognitiva y neurológica del sujeto político moderno? Esta forma de arte impone lo que Berardi ha descrito como ‘subsunción mental’ (2017), mediante la cual la automatización de la visión y de la actividad cognitiva pavimenta el camino para el surgimiento de una subjetividad constantemente estimulada, empero pasiva. Esta opera, en última instancia, al servicio del neoliberalismo, una forma mutada de capitalismo que, según Byung-Chul Han, ‘ha descubierto a la psique como fuerza productiva’. Sin embargo, lo que aquí se produce es ‘optimización mental’ (Han 2017), para la cual el big data, los algoritmos y la IA sirven como conductores perfectos. Han denomina a este estado de cosas como una psicopolítica, que es su variación del concepto de Foucault, biopolítica, a través del cual el sujeto moviliza a las tecnologías del yo no para crear alguna forma de libertad, sino para sucumbir, ‘voluntaria – e incluso apasionadamente’ (2017) ante la auto-explotación (fig. 4). El cerebro, la mente, el ojo, el corazón, el dedo, la lengua – el aparato cortico-corpóreo por completo – todo se convierte en una plataforma para la actualización de esta nueva forma de psicopolítica, que moviliza al ‘capitalismo del “Me gusta”’ (Han 2017). Visión y percepción son constantemente estimuladas en el proceso, bajo la promesa de una caricia digital: están siendo controladas por el placer, en vez de por la coerción o la prohibición, como era el caso en el modelo disciplinario de la sociedad de Foucault.
El movimiento auto-cuantificador es un ejemplo donde el yo se encuentra en una auto-optimización constante, convirtiendo el principio del cuidado de uno mismo en una forma de trabajo, pero también en un objeto estético. El proceso de auto-optimización es incesante, no concluyente y se encuentra siempre en riesgo de perder contra alguien que tenga un puntaje mayor – pero al mismo tiempo se sostiene en estímulos constantes de positividad: los me gusta en Facebook o Instagram, los ping del Fitbit, los retweets. Para Han, ‘la psicopolítica neoliberal seduce al alma; la previene en lugar de oponerse a ella. Establece cuidadosamente protocolos del deseo, la necesidad y la voluntad, en vez de “desarticular sus patrones”’ (2017). Es poca la diferencia que hay en este modelo entre arte IA basado en deep learning y en redes neuronales, y la estética más amplia del Internet, con gifs, gatitos y el flujo constante de datos en los muros de Twitter o Facebook buscando ‘agradar y satisfacer, no reprimir’ – pero siendo al mismo tiempo capaz de ‘incluso leer los deseos que no sabemos que albergamos’ (Han 2017). El Internet nos convierte a todos en obras de arte, con nuestra propia auto-estetización mediante algoritmos que re-optimizan nuestro cuerpo y nuestro ser prostético en un objeto digital de exposición: totalmente transparente, siempre en exhibición. Han propone el ‘idiotismo’, el retirarse de la comunicación y velarse en el silencio, como la única respuesta saludable a este estado de cosas. Sin embargo, más que abrazar esta forma de ludismo filosófico, me siento más inspirada por el llamado de Berardi al surgimiento de nuevas habilidades cognitivas, o por la nueva morfo-génesis que busca. La idea aquí ‘es desmantelar y reprogramar la metamáquina, creando una conciencia en común y una plataforma técnica en común para los trabajadores cognitivos del mundo’ (Berardi 2017).
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