Los debates sobre estética y política durante el siglo XX han atravesado todas las disciplinas artísticas y, dentro de éstas, los distintos movimientos y corrientes del quehacer de estas ramas: cine, literatura, artes plásticas, teatro, por no mencionar a los nuevos híbridos que surgen con la introducción de las tecnologías digitales, como el arte interactivo, por ejemplo. Estos debates, como sostiene Toby Clark, -en su libro Arte y propaganda en el siglo XX. La imagen política en la era de la cultura de masas-, se han centrado en cuestiones que siguen siendo relevantes en la actualidad: “¿el uso del arte para la propaganda política implica la subordinación de la calidad estética al mensaje? Por otra parte, ¿pueden separarse de los valores ideológicos los criterios para juzgar la calidad estética? Si el objetivo del arte político es convencer, ¿cómo lo hace y hasta qué punto lo logra?” (2000, p. 10). Preguntas que, evidentemente, no pueden dejar de tener respuestas ambiguas, contradictorias, específicas de cada movimiento artístico y de cada coyuntura histórica en particular.
El presente trabajo intentará volver a hacer presentes estas preguntas, que se actualizan al tratar la problemática del vínculo entre arte y política, en el marco de los grupos contemporáneos de cine y video militante argentino. Y dado el vínculo que existe entre este cine y aquellos colectivos audiovisuales de intervención política de los años sesenta y setenta, nos referiremos también a la manera específica en que se relacionaban cine y política en las producciones de estos últimos. Tomaré para esto diversos materiales de entrevistas realizadas a documentalistas, críticos, investigadores e integrantes de los grupos de cine militante de hoy y del pasado, que fueran efectuadas en el marco de mi tesina de grado de la Carrera de Ciencias de la Comunicación: El compañero que lleva la cámara – cine militante argentino contemporáneo, realizada en coautoría con Pablo Russo.
A lo largo del trabajo, señalaremos que los grupos actuales de cine y video de intervención política consideran la relación entre arte y política de manera análoga, en un sentido amplio, a como la pensaban aquellos grupos de cine militante de los años sesenta y setenta, en tanto estos últimos se constituyen como referentes explícitos de los primeros, ya que las mismas prácticas de producción y difusión de los colectivos actuales pueden pensarse como una continuidad de las del cine político de aquellos años. Seguidores de una cierta tradición militante en el cine, lo cual implica entre otras cosas una forma particular de aprehender esta relación siempre equívoca entre cine y política, vínculo, por definición propia, opaco, inasible, difícil de encasillar y subsumir en una óptica ortodoxa, bajo un dogma fijo y que nunca ha brindado fórmulas preestablecidas que garanticen resultados eficaces.
El cine militante: ensayo de una definición
Se vuelve necesario en este trabajo, que ha mencionado y que seguirá nombrando en repetidas oportunidades el término “cine militante”, intentar una definición de este término, -siguiendo las teorizaciones de Octavio Getino-, para dar cuenta de la manera en que será pensado a lo largo de este trabajo. Ya que, si bien es posible señalar que todo cine es político, hay un tipo de cine que además de político es militante: aquel que hace explícito sus objetivos de contrainformación, cambio social y toma de conciencia.
El cine militante es entonces aquel en el que predomina la instrumentalización. Es decir que el rasgo fundamental de una película militante es que mute en un film-acto: todo film militante debe convertirse en un hecho político, transformándose así en una excusa para la acción de los espectadores. El film tiene sentido sólo en base a la acción que logra desencadenar. Es un lugar de debate y de ahí se deriva la acción. De esta manera, la instancia de difusión y exhibición asume una importancia central: en el cine militante, tanto en el del pasado como en el del presente: “es el concepto de película lo que se ha modificado, a partir de haberse asumido a la exhibición como parte necesaria del proceso” (De Carli, 2005, p. 75). Las proyecciones suelen incluir debates respecto a los cuales las obras actúan como motivadores. En este sentido, se busca contribuir a un cambio de conciencia en el espectador, difundir una lucha o mostrar otro punto de vista sobre un aspecto de la misma. Es por eso que sus películas funcionan como denuncia, memoria y registro de las actividades y de las luchas de los movimientos sociales, y abarcan temáticas diversas, vinculadas a problemáticas sobre los derechos humanos, la memoria histórica, la cultura popular, la lucha de clases, etc. La exhibición para el cine militante resulta ser el lugar fundamental en el que se realiza el cine como tal, donde un discurso fílmico se encuentra con sus actores-espectadores.
De esta manera, siguiendo el análisis que Octavio Getino y Susana Velleggia desarrollan en El cine de las historias de la revolución, podemos señalar que los tres rasgos fundamentales que diferencian al cine político con respecto a los otros tipos de cine, son: una línea divisoria dada por el objetivo político que el filme persigue respecto a la realidad extracinematográfica; la intencionalidad política de los realizadores; y la relación discurso fílmico-realidad-espectador, en la que prevalece la mediación de la institución política sobre la cinematográfica.
El pasado, antecedentes
El cine militante no es un fenómeno que surgió en la Argentina en los años sesenta y setenta, con grupos como Cine Liberación y Cine de la Base, sino que, por el contrario, las experiencias de estos colectivos son herederas de una larga tradición de cine de intervención, aquí y en otras partes del mundo.
Las primeras prácticas de exhibición popular más organizadas corrieron por cuenta de los soviéticos en los primeros años de la revolución. Agit-prop es la abreviatura rusa de “agitación y propaganda”. Con este nombre se conocía a toda actividad artística y militante (teatro, cine, artes plásticas, espectáculos populares callejeros, etc.) en los albores de la revolución. En cine, los agitki eran películas cortas cuyo objetivo era apoyar directamente una campaña de incitación política o social. Entre 1918 y 1921 se produjeron unos sesenta agitki, que se difundieron fundamentalmente en los trenes y los barcos de propaganda, como Los trenes Lenin (1918), o el barco Estrella roja (1919).
Entre 1930 y 1934, el cineasta soviético Alexander Medvedkine, junto a otros treinta montadores, técnicos y actores, rescataron y resucitaron el Agitrop al convertir un tren en una unidad móvil de filmación, montaje, proyección y debate popular. El tren partió de Moscú en enero de 1932 y atravesó el país durante casi trescientos días, llevando a cabo más de cincuenta películas sobre los éxitos y desafíos de la construcción del socialismo, mostrando estos filmes casi al mismo tiempo a la población filmada (es decir, a campesinos, obreros, ferroviarios, etc).
Algunas décadas más tarde, durante el año 1967, -de manera contemporánea al surgimiento de los grupos de Gleyzer y Solanas- dio comienzo una gran huelga en una fábrica de Lyon, Francia, en la que miles de trabajadores interrumpieron la cadena de montaje por varias semanas. Varios realizadores y técnicos de cine viajaron de París a Lyon en apoyo a esa lucha. Entre ellos, Antoine Bonfanti, Michéle Bouder y Chris Marker, quienes narraron a los obreros en huelga las aventuras de Medvedkine y su cine-tren. Surgieron entonces los “grupos Medvedkine de cine-acción”, integrados por obreros y cineastas, quienes durante años se dedicaron a hacer películas autorrepresentativas de sus luchas.
Cine de la Base y Cine Liberación, dos formas de pensar el vínculo cine y política
Cine de la Base surge como grupo con Los traidores (1973), una película de Raymundo Gleyzer y Álvaro Melián. Gleyzer y su grupo formaban el brazo cinematográfico del PRT-ERP, (Partido Revolucionario de los Trabajadores – Ejército Revolucionario del Pueblo). Habían filmado dos de sus comunicados: uno sobre el asalto al Banco Nacional del Desarrollo, y otro sobre el secuestro de un cónsul británico. Después de esos trabajos, en 1973 el grupo, -especialmente Gleyzer-, decide realizar una película con un alcance más amplio, en un lenguaje narrativo clásico. Cine de la Base nace en 1973, Los traidores empieza a circular en ese momento, y ya prácticamente en los dos años siguientes es muy difícil seguir proyectando debido a las condiciones políticas. El grupo termina dispersándose por la represión. La mayoría de sus integrantes se exilian y Raymundo es desaparecido por el gobierno militar.
Fernando Pino Solanas, por su parte, reseñó la historia de Cine Liberación, en un seminario realizado en San Antonio de los Baños, Cuba. En el relato recogido por la Escuela Internacional de Cine y TV, editado en Así de simple 1, Solanas dice: “un grupo de cineastas empezamos a juntarnos, motivados por la idea de hacer un cine que fuera un instrumento útil y válido para el proceso político liberador que estábamos viviendo, para la resistencia que hacíamos, pues acababa de nacer la dictadura de (Juan Carlos) Onganía, y que, al mismo tiempo, fuera un aporte a lo cinematográfico. Claro que no se necesitaba hacer cine para ser un militante o para hacer un aporte militante. Bastaba con hacerlo en cualquier organización o rama de la política. Pero también era importante llevar al cine el compromiso de revolucionar las formas y los lenguajes, de cuestionarlos o liberarlos. Entonces, ahí empiezan a surgir las primeras propuestas de Cine Liberación” (1995, p. 146).
Cine Liberación se crea con La hora de los hornos (de Fernando Solanas y Octavio Getino, 1968). El primer manifiesto del grupo es de mayo de 1968, inmediatamente anterior al estreno del film. En 1972, el grupo funda una revista, Cine y iberación, que sale en un solo número. En agosto de ese año, el editorial de Octavio Getino plantea que, puesto que está por llegar la legalización “del pueblo”, hay que pensar en la legalización del cine, marcando la vinculación del grupo con el peronismo triunfante en las elecciones del año siguiente. No obstante, el fin de Cine Liberación tiene que ver también con la represión, (a partir de la irrupción del golpe militar de 1976 y del consiguiente terrorismo de Estado), que afecta a los principales referentes del grupo, empujándolos al exilio.
Ambas experiencias plantean problemáticas muy interesantes en lo que se refiere a la manera específica en que estos grupos pensaban la articulación entre cine y política. Según Mariano Mestman, en el caso de Cine de la Base, la opción de Los traidores por la ficción y una estructura narrativa de inspiración clásica, se justificaba porque los integrantes del grupo “percibían cierto límite en el documental (contra)informativo para interpelar a un público popular habituado al consumo del cine de ficción y priorizaban, entonces, un modelo narrativo eficaz para atraer a ese público; restando importancia a consideraciones sobre la necesaria identidad entre nuevos contenidos y nuevos lenguajes que permitiese romper los límites de expresión impuestos por el modelo narrativo clásico, fuertemente denunciado en esos años en su versión genérica hollywoodense” (2001, p. 16). Una preocupación que ocupaba un lugar central en Cine Liberación, que le otorgaba un espacio importante al problema del lenguaje, en la medida en que, para los cineastas de este grupo, la revolución debía estar tanto en el contenido como en la forma. En La hora de los hornos, la principal película de Cine Liberación, se impone la idea de revelar el artificio de la puesta en escena. De lo que se trata, en términos formales, es de dejar al descubierto los efectos manipuladores de las ilusiones que brindaba la puesta en escena clásica, ejemplificada en las películas de Hollywood. La película cuenta con un montaje vertiginoso, evidenciado, que no oculta su condición manipuladora de “lo real”, con un ritmo percusivo insistente en la banda sonora. Desde el punto de vista de la representación documental, hay elementos del modo de representación reflexivo, en el sentido en que lo señala Bill Nichols en su libro La representación de la realidad, especialmente cuando aparecen los propios realizadores dando cuenta de las condiciones de producción de la película y con la convocatoria al diálogo que ellos mismos abren.
Volviendo a la disputa en torno a la opción tomada por Cine de la Base, lo que estaba en juego en esta discusión era entonces el tipo de cine político que expresaba Los traidores y fundamentalmente, más allá de este caso particular, las diversas opciones sobre el problema del lenguaje apropiado para el film militante. En ese sentido, la posición del grupo es muy clara. Gleyzer afirma en esa época que: “hay que comenzar replanteándose las cosas simples porque además queremos hablar así, muy sencillo: no somos teóricos” (Mestman, 2001, p. 17); y a propósito del problema de “cómo llegar a la base”: “de teoría podríamos hablar aquí varios días, el problema es cómo llegar a un hombre concreto” (2001, p. 17). Jorge Giannoni, cineasta y miembro del grupo, defiende el cine contrainformativo, en tanto instrumento de información para la Base; y es aún más explícito: “es difícil para nosotros (latinoamericanos) entrar en la discusión que hay en estos momentos en Europa con respecto a las estructuras o al lenguaje, porque estos problemas están supeditados a nuestra situación coyuntural de toma del poder. Después puede ser que discutamos sobre problemas de estilo o de construcción” (2001, p. 17). En ese marco, siguiendo a Mariano Mestman, es importante destacar algunas afirmaciones de Gleyzer:
Actualmente está casi finalizado el proyecto (…) de una fotonovela que se llama Los traidores, en la que en unas 50 fotos se sintetizan las distintas partes del film (…) Pensamos venderlo, por medio de los militantes de la corriente clasista, en las puertas de las fábricas y a 50 pesos, que es un precio insignificante. ¿Por qué hacemos esto? Veo las caras de horror de algunos compañeros al ver que nos valemos de los instrumentos de la colonización cultural una vez más. Porque al valernos de una degeneración del pensamiento humano, cual es la fotonovela, pensamos que lo que hasta hoy ha sido instrumento de dominación de la burguesía puede ser utilizado por el pueblo para liberarse. Basta hacer un recorrido por los barrios populares para observar la eficacia de un instrumento así ¿Cuántas mujeres vemos en sus casas leyendo fotonovelas?, ¿y cuántos obreros las leen camino al trabajo? Pues bien que lean `Los traidores’, que como cuesta barato y es una historia amena y bien contada, se transforma en un modo para hacer entrar en la vida cotidiana la ideología en juego (Mestman, 2001, p. 18).
Pese a estas declaraciones, en el cortometraje de Cine de la Base: Me matan si no trabajo y si trabajo me matan (1974), filmado en la clandestinidad, en épocas de la Triple A, puede observarse una gran preocupación por el lenguaje cinematográfico, destacándose en particular una secuencia en la que, para explicar el origen de la plusvalía, se recurre a la animación tradicional.
Así, en torno a este debate, una pregunta se impone: ¿se puede trabajar al margen de las convenciones clásicas y seguir atrayendo al gran público? Un interrogante que toca un punto clave, en tanto todo cine político necesariamente adquiere sentido en función de su contacto con las masas, y por lo tanto de su posible eficacia política en el “mensaje” que logra transmitir a la mayor cantidad posible de público. Pese a esto, no creemos que sea necesario establecer una falsa dicotomía entre el lenguaje clásico y el vanguardista, aunque sí es cierto que para aquellos que han trabajado con el audiovisual de intervención, ha estado siempre en el ojo de la tormenta la dicotomía entre revolucionar las formas, llegando a una minoría selecta, o de aspirar a que se transmita un contenido político desde un lenguaje clásico, con el fin acceder al gran público, presuntamente más afecto a los géneros populares, como señalaba Gleyzer.
El cine y video de intervención actual
En la actualidad, no son pocos los investigadores y los teóricos del arte que hablan de hibridez en las nuevas realizaciones del arte contemporáneo. Una mixtura que se refiere tanto a la instancia de producción como a la de exhibición, en la medida en que “mutan los espacios canónicos del arte: fábricas abandonadas, hangares, plazas, estaciones, edificios públicos, etc. Todo puede convertirse en lugar apropiado para una exposición, o para el transcurrir de una performance”, (Arfuch, 2004, p. 111), o, en nuestro caso, para la exhibición de un documental audiovisual de intervención política. El arte contemporáneo estaría entonces caracterizado por la hibridez y la mezcla. Así, como sostiene Arfuch, asistimos a una “nueva articulación entre arte y política, entre el arte y los traumáticos avatares de nuestra realidad” (2004, p. 114). Articulación dada por la proliferación de nuevos grupos o colectivos de artistas en todas las disciplinas, que desarrollan sus prácticas en espacios no convencionales y que toman el espacio público como su terreno habitual.
De esta manera, para el arte político, como sostiene Arfuch, “ya no cuenta tanto la obra en sí misma como la idea y el gesto que la instaura” (2004, p. 112). Esto puede pensarse también para los grupos de cine militante, en tanto el gesto político, su impronta, es algo que está siempre por delante de la obra propiamente dicha. Para algunos grupos, incluso, el gesto político es la obra en sí misma. Sin la instancia de exhibición, sin los debates y la participación activa de los espectadores, una vez finalizada la película, e incluso, en algunos casos, sin la intervención de los actores protagonistas de las luchas sociales durante la instancia misma de realización del film, las producciones de estos grupos carecerían de sentido, en la medida en que su objetivo central es la concientización y la transformación radical de la sociedad.
Podemos hacer un alto e intentar aquí una crítica posible al cine militante actual, en lo que se refiere a la búsqueda de nuevos lenguajes, a la necesidad de redescubrir nuevas formas en pos de obtener una mayor libertad creativa en sus realizaciones: como sostiene Arfuch, en algunas de sus obras se hace sentir la falta de una “tensión hacia el destinatario”, esto es, implicar al espectador con el fin de generar en él “el esfuerzo de la interpretación” en vez de que las películas del cine militante se agoten en “una mera complacencia receptiva” del espectador. Con muchas de las producciones de los grupos de documentalistas actuales sucede lo que señala el crítico y cineasta Sergio Wolf: “Hay un problema de base: ¿para qué y para quién se está haciendo ese cine? Ése es el primer problema. Si es un cine que se hace para convencer a los que están previamente convencidos, es un cine que no tiene ningún sentido. Los que lo ven son los que ya están convencidos o predispuestos a dejarse convencer” (de la Puente & Russo, 2004, p. 55). Desde esta mirada, podríamos pensar que las producciones de estos grupos no proponen absolutamente nada nuevo desde lo estrictamente cinematográfico, ni logran involucrar crítica y activamente al espectador. Sus realizaciones no propondrían entonces “otras maneras de “hacer-ver” (Arfuch, 2004, p. 113). Una observación crítica que les cabe con mucha justicia a varias de las realizaciones de los grupos, pero que, en el caso de las producciones más elaboradas de los últimos años, -menos atadas a la urgencia de la situación social y económica del país, debido a que la coyuntura del 2001-2002 ha cambiado-, no deja de ser falaz. Esto es así, por ejemplo, en el caso de las últimas producciones del grupo Cine Insurgente, en donde la reflexión sobre el lenguaje y la forma ocupan un lugar importante, con la incorporación de secuencias de animación, gráfica y fotografía fija en sus últimos largometrajes.
De lo que se trata es de ver, como sostiene Arfuch, “de qué manera el arte permite realizar una elaboración conceptual perdurable” (2004, p. 115). Lo que está en juego aquí es si esos materiales “pueden transformarse en objeto artístico o abonar simplemente el terreno de la repetición y el estereotipo” (2004, p. 118). Los modos de ocuparse de la contemporáneo oscilan entre la literalidad más absoluta o la inmediatez testimonial, y la lenta elaboración estética y conceptual, entre la autojustificación de la intervención artística en virtud de las “buenas causas” -que suspenderían el juicio estético- y la validación de la obra en virtud de ese juicio, independientemente de su temática o del carácter, político o social, de su concepción (2004, p. 119). La relación entre arte y política fluctúa siempre en torno a esta tensión, resolviéndose en la mayoría de los casos en favor de la política, y sólo en contadas oportunidades la balanza parece inclinarse para el lado del descubrimiento de nuevos lenguajes y de una real experimentación con la forma. Retomando la perspectiva crítica reseñada líneas arriba, Sergio Wolf sostiene que en las películas de los grupos de documentalistas el problema no es de orden político, sino más bien estético: “¿Qué tipo de discurso cinematográfico tienen? Yo creo que no tienen ninguno. Veo muy poco cine ahí” (de la Puente & Russo, 2004, p. 56).
Vinculado a lo que venimos tratando, Arfuch se pregunta si puede hablarse de experiencia estética en la crisis o de la crisis (2004, p. 114). En ese sentido, los grupos de cine militante existen sólo en tanto y en cuanto la crisis no sólo se hace presente, sino que muestra su rostro más feroz de la mano de las políticas neoliberales, teniendo en cuenta que, como dice Fernando Birri, una de las condiciones del presente es “su estado extremo de necesidad” (de la Puente & Russo, 2004, p. 125). Y de esta manera se constituyen como experiencias estéticas desde la crisis, y “gracias” a ella, podríamos decir. La mayoría de estos grupos surgieron luego de los sucesos de diciembre del 2001 y son impensables sin ella: puede pensarse que son entonces “hijos” de la crisis. Así, este cine, en tanto fenómeno social y político surgido al calor de esa crisis, intenta dar cuenta de “las vivencias de quienes la sufren”, “y de las áreas radicalizadas de pobreza y marginalidad” (Arfuch, 2004, p. 117).
Pero si bien los objetivos que persiguen estos colectivos son de naturaleza política, y son inseparables de la coyuntura económica-social del país, no deja de ser cierto que algunas experiencias desarrolladas por ellos plantean abordajes estéticos sumamente significativos e interesantes. En ese sentido, algunas realizaciones de ciertos grupos videoactivistas, como también se los denomina, se han elaborado directamente desde la coautoría, cediéndoles la cámara a los protagonistas mismos de las luchas sociales que ellos intentan retratar en sus películas. Un ejemplo claro de esto es la experiencia que el colectivo Indymedia Argentina realizó con un militante piquetero en el cortometraje Compañero cineasta piquetero (2002), un video documental de trece minutos de duración, realizado íntegramente por un piquetero de Lanús, quien, a través de un montaje en cámara, da cuenta en primera persona de una ocupación de tierras que realiza el Movimiento de Trabajadores Desocupados de Solano, desde enero de 2002. Su autor pidió prestada una cámara durante una hora para filmar su barrio y su historia, en primera persona.
De esta manera, vemos que la renovación formal, la libertad creativa, el cuestionamiento de una forma cinematográfica tradicional de narrar y representar el mundo es uno de los ejes de la discusión entre los integrantes de estos nuevos grupos. Por supuesto que encontramos posiciones encontradas al interior de los distintos colectivos, con respecto a este vínculo siempre conflictivo entre estética y política. Tomemos, por ejemplo, algunas voces:
Denis, de Ojo Obrero: “Nunca fue prioridad discutir sobre la estética del documental, sino si servía, su función, dónde intervenir con los materiales, una función de comunicación. Primero es que quien lo vea entienda lo que sucedió, tratar de ser didáctico” (De Carli, 2005, p. 74).
El colectivo Ojo Obrero, vinculado orgánicamente al Partido Obrero, es quizás uno de los grupos que sostiene una posición más reacia a las innovaciones formales, inclinando claramente la balanza hacia el lado de la política, en la relación tensa que ésta mantiene con la estética. Pero también hemos recogido testimonios diametralmente opuestos de parte de otros integrantes del mismo colectivo, lo que señala que no hay una postura unánime sobre esta problemática al interior de cada colectivo. En declaraciones como la que reproducimos a continuación, vemos claramente que algunos integrantes de estos grupos han reflexionado sobre las implicancias formales de sus producciones:
“Pocho”, de Ojo Obrero: “Tuvimos una discusión sobre el uso de lentes. Mientras el lente del melodrama es un teleobjetivo, con un primer plano, quizá el lente en el documental político es un gran angular, donde se muestre más el movimiento profundo de la gente y no la identificación particular con un protagonista o con una persona” (de la Puente & Russo, 2004, p. 76).
En este sentido es válido pensar que el videoactivismo, tomado como fenómeno social y político, representa la posibilidad de innovar, de experimentar con medios, utilizando las nuevas tecnologías como herramientas democratizadoras, dejando de lado aquella concepción empobrecedora que ve en el cine político algo carente de interés desde el punto de vista de la experimentación con el lenguaje, calificándolo por esa razón de “cine panfletario”.
Por su parte, algunos realizadores pertenecientes a generaciones previas, (ya insertos profesionalmente en la industria audiovisual), como Carmen Guarini, documentalista y productora, -fundadora a su vez de la productora y distribuidora Cine Ojo-, sostienen que “la urgencia no le tiene que ganar al lenguaje. Esa es la dificultad que tiene este producto” (De Carli, 2005, p. 74). En su caso, como en el de otros realizadores -entre los que podemos mencionar a Carlos Echeverría, Marcelo Céspedes, Tristán Bauer, Andrés Di Tella y Fernández Mouján- el péndulo se inclina claramente hacia el lado de la innovación formal. En el sentido de que existe, por parte de estos realizadores, una voluntad de expresar su discurso sociopolítico en un determinado contexto estético, y eso es justamente lo que los aleja del cine didáctico, puramente testimonial. Es lo que distingue a este grupo de documentalistas, y lo que los diferencia de algunos de los colectivos de cine militante contemporáneo, menos inclinados, como mencionábamos anteriormente, a preocupaciones de carácter formal.
A partir de la década del noventa, el cine documental argentino y latinoamericano en general -dentro del cual incluimos también al cine documental militante- ha evolucionado, se ha transformado desde el punto de vista conceptual, del lenguaje formal. Ha cambiado el enfoque de los temas, que ya no es tan cerrado. Hay matices, mensajes abiertos, se trabaja a un nivel más sugerente, se subrayan ciertas claves que provocan la participación del espectador, para que éste intente reinterpretar la propuesta y pueda llevarse una idea más abierta del mensaje que se quiere transmitir. También ha habido una transformación con respecto a los aspectos técnicos. Como señala Céspedes: “ha pasado la época del cine militante, imperfecto, donde todo era válido, porque lo único importante era el mensaje” (Toledo, 1995, p. 37).
Hay una preocupación por expresar algo más que el simple testimonio, la simple denuncia. Se deja de lado esta creencia por la cual, al hacer una película, sólo importaba la realidad que se estaba registrando, los personajes con los que se estaba trabajando. Se comienza a hacer hincapié en la representación de lo real, se pone énfasis en contar una historia, en querer modificar lo real a través del cine directo, imprimiéndole una visión personal, de autor. Es en esta época cuando se empieza a dar preponderancia a lo que se ha llamado el documental de creación, cuando se descubre que no hay una frontera tan rígida entre el documental y la ficción, que no están tan separados sino que se complementan.
Si bien hubo entonces en esta última década un salto cualitativo en las realizaciones de carácter documental, no deja de ser cierto que, para la mayoría de estos colectivos de documentalistas, se hace muy difícil salir de una “estética de la pobreza” (término acuñado por Claudio Remedi, uno de los fundadores e integrantes del colectivo Boedo Films), presos como están de una coyuntura económica, social y política que no da respiro. Ya que, pese a que las nuevas tecnologías encabezadas por la introducción del video y la edición digital implicaron un abaratamiento considerable de las realizaciones de estos grupos, -especialmente si se las compara con el carácter mucho más oneroso de las películas, realizadas en fílmico, del cine militante de los años sesenta y setenta- el valor de los equipos, y el mantenimiento de los mismos, entre otros aspectos, sigue siendo un escollo económico difícil de superar, en particular desde la devaluación monetaria sufrida en nuestro país.
En ese sentido, es posible rescatar el valor del fotodocumental, como una estrategia narrativa y formal surgida de la necesidad, utilizada en muchas de las producciones de estos nuevos colectivos. Un recurso estético presente ya en el cine de Fernando Birri. Si bien entonces, los grupos quedan sometidos a una estética sumamente restrictiva por cuestiones económicas, como comentábamos arriba, no han dejado por eso de desarrollar estrategias para hacerse fuertes desde esa misma debilidad. Han sabido “arreglarse con lo que hay”, potenciando el lenguaje formal, el discurso estético, desde y a pesar de esa misma carencia. Han rescatado entonces el valor del fotodocumental, entre otros recursos posibles, como tradición de una forma militante de hacer cine y video.
En lo que respecta al vínculo entre el cine militante de los años sesenta y setenta y los grupos actuales, es interesante traer a nuestra consideración lo que sostiene el crítico alemán Peter Bürger, al retomar Hal Foster el planteo desarrollado por Bürger en su libro Teoría de la vanguardia. Según Foster, Bürger piensa que “la repetición de la vanguardia histórica por la neovanguardia no hace sino convertir lo antiestético en artístico, lo transgresor en institucional” (2001, p. 12). En ese sentido es dable pensar que este mismo señalamiento puede ser pensado como una crítica posible para el cine militante contemporáneo, en tanto muchos teóricos, críticos e investigadores afirman que este cine y video de intervención no propone nada nuevo desde el punto de vista formal, no formula ninguna innovación significativa y perdurable desde el lenguaje audiovisual, sino que es sólo una repetición de las mismas estrategias narrativas y formales que aquellas que ya desarrollaran en décadas pasadas cineastas como Raymundo Gleyzer y Pino Solanas.
Por nuestra parte, creemos que esto es sólo una verdad a medias, teniendo en cuenta que, como decíamos líneas arriba, muchas de las nuevas producciones de estos grupos realmente incorporan innovaciones formales que ya forman parte del acervo audiovisual de la sociedad contemporánea, tales como secuencias realizadas con técnicas de animación 2D y 3D, un trabajo más exhaustivo con la gráfica y un uso de diversos procedimientos de narración subjetiva, entre otras posibilidades. Hasta qué punto el videoactivismo contemporáneo será un fenómeno estético y político que pueda llegar a trascender nuestra época es algo que no lo podemos saber ahora, faltos de distancia y perspectiva teórica, en la medida en que somos también nosotros sujetos de este tiempo. Por lo que sólo con el transcurso de las décadas se podrá percibir la real dimensión de las producciones de estos grupos, y su contribución o no a la transformación y al cambio social.
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