Arturo Ripstein es un nombre ineludible de la historia del cine latinoamericano, cineasta en plena actividad por lo demás. Prolífico como él solo y con más de cuarenta películas a su haber, su obra se encuentra profundamente comprometida con la cultura mexicana y latinoamericana, vinculada en parte también a la llamada “literatura del boom”.
Invitado por el pasado Festival Internacional de Viña del Mar, el día 5 de septiembre realizó esta conversación pública en compañía de Edgar Doll (Investigador, docente y realizador, director del festival, y de la Escuela de cine de Valparaíso) e Iván Pinto (Editor de laFuga). En ella se repasó parte importante de su biografía como son sus inicios en el cine y el lugar que ocupa Luis Buñuel, así como aspectos relevantes de su obra cinematográfica, en relación al melodrama, la literatura y su trabajo con la guionista Paz Garciadiego. Agradecemos a Edgar Doll por autorizar su reproducción.
Los inicios
Edgar Doll: Arturo muchas gracias por estar con nosotros. Una de las preguntas que quiero hacerte tiene que ver con la situación de México cuando tu cine comienza, en los años sesenta, su relación con la época de oro del cine mexicano.
Arturo Ripstein: Bueno, yo comienzo a filmar a mediados de los sesenta, pero desde un rato antes yo ya estaba metido en el quehacer cinematográfico. Yo soy hijo de un productor cinematográfico 1NdE: Su padre, Alfredo Ripstein, es un productor importante dentro de la época de oro del cine mexicano, comenzó trabajando en Financiera Industrial Cinematográfica de Simon Wishnack (Filmex) para luego crear su propia productora, Alameda Films, S.A. Entre otros directores, trabajó con Joaquín Pardavé, René Cardona, Alejandro Galindo, Alberto Isaac, Jorge Fons, Carlos Carrera, Chano Urueta, Fernando Méndez, concentrando su producción entre la década del cuarenta y el sesenta, por lo que mi vida entera pasó, transcurrió dentro de los estudios. Cuando yo nací, a fines del 1943, estábamos en la IIª Guerra Mundial y el auge del cine nacional, yo siempre me lo he explicado en que, como los gringos estaban metidos en el esfuerzo bélico, el cine estaba un poco a un lado, y había una serie de nacionalismos interesantes que se produjeron gracias a que el cine se hablaba en nuestro idioma. En México no se doblaban las películas, o se hacía muy poco, las películas en inglés llegaban con subtítulos y, bueno, con públicos no alfabetos que veían películas en su idioma porque lo entendían. Además, se tocaban temas muy importantes.
Había tres países productores de películas en español, que eran España, Argentina y México. En México, lo que se hizo fue esposar una realidad a la que queríamos aspirar: un México más o menos idílico, donde había orden, paz, concierto y muchas canciones y muchas risas. El público fue más o menos por ese lado.
El cine se financiaba de una manera peculiar. No había producción estatal en ese momento, la producción estatal en México entró muchos años después. El cine lo hacían productores y el cine se financiaba en torno a anticipos de distribución. Es decir, un productor decía “voy a hacer una película con Jorge Negrete o Pedro Infante o María Félix”, actores de enorme renombre y los distribuidores en América Latina, le mandaban dinero para hacer una película. Lo que compraban eran los derechos de explotación. Así se hizo durante muchos años.
Tras la guerra, el cine en inglés vuelve a ser preeminente, y entonces empieza a reducirse no sólo la cantidad de producción sino la calidad, indiscutiblemente. Se empieza a volver muy vulgar y muy rastrera. Y además, con una serie de crisis económicas en América Latina, empieza a explotar la posibilidad de hacer películas, se vuelve dificilísimo.
Y ahí viene la generación a la que yo pertenezco, una generación muy iconoclasta y contestataria, en el sentido más vigoroso del término. Lo que habíamos visto era muy poco convincente: estaba el cine de la época de oro, con muchas menos películas buenas de las que tiende la leyenda a soportar. Habían cuatro, cinco o seis buenos directores y muchísimos directores horrorosos. Entonces tampoco, el cine de la época oro no era como para sostener una nación.
México es un país lleno de fracturas, desde la época colonial. Entonces, México es un país que ha tenido que inventar, al menos desde mi percepción, su tradición siempre. No es que se continúe un camino específico más o menos previsible para lograr lo que es una tradición, sino que México ha tenido que inventar su tradición. Todos nosotros nos inventamos la tradición de “vamos a hacer el mejor cine posible”, en oposición del horrible cine que se hizo durante los cincuentas y casi todos los sesentas. Entonces, la generación a la que yo pertenezco, se opuso vigorosamente a lo que se hacía. Luego, una serie de circunstancias que ocurrieron aceleraron un poco la posición de los jóvenes cineastas que debutaban por ese año, en el ‘65, que determinó más o menos la cara que iba a tener un cierto cine mexicano -no todo, por cierto-, pero un cierto cine mexicano, que es el que le iba a dar un renombre mayor. Eso es más o menos, esquemáticamente, como fueron las cosas.
Iván Pinto: Dices que tuviste la suerte de acceder a ver y leer un cierto tipo de cine, pero también a la trastienda, desde muy joven. Conociste también a muchos directores importantes, incluso a cineastas de la época clásica. ¿Cómo fue tu relación con ese mundo del cine, primero como espectador de la trastienda y segundo como cinéfilo?
A.R.: Bueno, a mí la cinefilia no me fue creciendo… de pronto, ocurrió. No había duda en eso. En los primeros años acompañaba a mi papá a los estudios cinematográficos, ya sentado viendo cómo se hacían las cosas. Era fascinante para un niño ver ese mundo, con reflectores, sillas de directores, camarotas y cables por todos lados. ¡Era prodigioso! Y para el mí el mundo, era únicamente eso. Cuando tenía 7 años, me preguntaban “¿tú sabes cómo es un avión?” y yo decía “Yo nunca he ido a un avión, pero sé perfectamente como es: es un aparato grande, con una sala grande ahí adentro, que tiene una sala ahí adentro, con montón de cables adentro, con reflectores, cámaras, sillas de directores…” (risas).
Una vez afirmada la vocación, algunos años después, gracias a un accidente beneficioso que fue ver una película concreta, decidí que quería ir por ese camino. Yo sabía que no quería salirme del cine pero no sabía lo quería hacer: camarógrafo, o sonidista, o técnico… Actor sabía que no, porque era muy tímido y pésimo actor. Lo intenté varias veces, inútilmente. Y decidí de pronto “yo lo que quiero es ser director, como Luis Buñuel”.
No había en ese momento escuela de cine en México. Había una serie de cursillos que yo tomaba en la Universidad, pero eran unos conferencistas que hablaban de su quehacer dentro de ciertas áreas del cine, pero no había una escuela de cine. Entonces, la manera de aprender a hacerlo era ver películas, es decir, ir al cine. De una manera totalmente distinta de lo que es ahora, en donde se consigue cualquier película y se ve una, dos o cinco veces, se echa para atrás, se revisan escenas concretas… Había que ir al cine. Yo iba todos los días. Había una oferta mayor a la que hay hoy en México. El cine de principios de los sesentas, exhibía no solo lo último de Hollywood, sino también todo lo de la Nueva ola francesa, todo el cine del post-neorrealismo italiano… Se veía de igual manera a Hitchcock y Bergman, lo que era muy estimulante. Entonces, iba al cine, escogía las películas gracias a haber leído lo que era la historia del cine, que era algo que nos importaba muchísimo, y tenía el privilegio, por haber estado dentro de los estudios, de pedirle permiso a ciertos directores para poder entrar a ver lo que hacían. Y yo entraba con mi cámara -este material fotográfico que había que revelar después- y una libretita donde iba anotando todo lo que les iba a preguntando, que algunos contestaban y otros no. Y con eso iba aprendiendo más o menos lo que se hacía, sin ningún sistema, sin ningún método. Lo mismo los directores que me lo decían: desde Chano Urueta, que es mi verdadero maestro (un director atroz), hasta Luis Buñuel, que es el que me han inventado del que yo fui asistente, lo que me hubiera encantado, pero eso es falso (risas). Y ellos tampoco aprendieron sistemáticamente cómo se hacía el cine, fueron inventándolo a medida que lo hacían y así lo hice yo. Entonces, cuando me dicen “¿por qué no das clases” yo digo, “no sé cómo se hace para aprender”, porque yo fui rigurosamente autodidacta en prácticamente todo… y mal autodidacta.
Tocar la puerta a Buñuel
I.P.: Mencionaste una película que te marcó ¿podrías comentarla? Y segundo, yo sé que no fuiste asistente de Buñuel, pero sí fuiste a uno de sus rodajes. ¿Puedes contarnos un poco de eso?
A.R.: Yo iba al cine con mis papás todos los fines de semana. Un día, cuando yo tenía como 14 o 15 años, mi papá me llevó a ver Nazarín (1958), una película de Buñuel muy hermosa, y que me dejó absolutamente sorprendido de que había esta opción de un cine que era distinto al que yo veía. Yo de pronto decía que estas películas que se hacen normalmente, son las que mi papá comete, que era un cine francamente horroso, y no cabía preguntarse si había opciones alternativas. Mi papá usaba después de rasurarse, agua de lavanda y yo decía “es que no hay más que eso”. Y de repente me enteré de que había 4.000 opciones distintas. Y de pronto descubrir a Buñuel, fue una revelación y ahí se me abrieron puertas… Fui a ver a Buñuel, que era amigo de mi papá: a los dos les gustaba disparar en el campo de tiro juntos. Le toqué la puerta y le dije “me gustaría ser director como usted” y me cerró la puerta en la cara. Yo quedé muy sorprendido, pero ahí me abrió la puerta una vez más y me dijo “pasa”.
Ser hijo de productor en ese momento, era ser un vividor, un buscavidas y un imbécil (risas). Buñuel estaba absolutamente convencido de que yo era las tres cosas, a pesar de que yo había hecho esfuerzos para mostrar que no. Ahí me metió a la casa, generosamente, seguramente por la amistad con mi papá. Me sentó en su sala, tenía un proyectorcito, quitó lo que estaba mirando, sacó un rollito de un cajón pequeñito, es decir, una película cortita y era El perro andaluz (1929). No sé si ustedes la han visto, pero es escalofriante. Empieza con un jovencito que le corta un ojo a una mujer por la mitad. Yo tenía 15 años, viendo eso y dije “de aquí no me salgo nunca más en mi vida”.
Así, con el pasar de los años, luego de que con Buñuel se consolidó una cierta amistad -digo, no amistad en realidad: yo tenía 18 años cuando él hizo El ángel exterminador (1962), igual que a muchos otros directores de cine, le pido si me deja entrar y estuve cerca del rodaje… Y cerca de él, porque le debe haber dado vergüenza la vez que me cerró la puerta en la cara, me permitía que le cargara el portafolio, ahí iba el guión de la película, un instrumento para encuadrar, y un sandwich o un plátano. Y entonces me iba diciendo “dame el guión” y se lo pasaba o “dame el plátano” y se lo daba. Y como andaba con el plátano y el portafolio, me permitía hacerle ciertas preguntas que, ocasionalmente, me contestaba Buñuel. Otras veces, ya me tocaba llevarlo a su casa de vuelta del rodaje o pasar a buscarlo en la mañana…
Yo en ese tiempo estudiaba derecho, porque cuando le dije a mi papá que yo quería ser director de cine, se tiró al piso, echó espuma por la boca, se rasgó las vestiduras, habló mal de mi madre, que era su mujer… (risas) Y me dijo que me volviera una persona decente, y me metió a estudiar derecho. Que era muy bueno, porque empezaba a las siete de la mañana y se acababa a las nueve, porque todos los estudiantes de derecho eran jóvenes pasantes que iban a trabajar a meter maleantes a la cárcel, y yo no toleraba eso, pero mi papá quería que yo fuera una persona… Mi papá siempre estuvo convencido que yo era un idiota, hasta el día que se murió y muchísimos años después y creo que no ha estado del todo descaminado (risas).
Bueno, mi cercanía con Buñuel me abrió muchísimas opciones de qué es lo que yo quiero hacer y por dónde. Buñuel fue sumamente generoso conmigo, me dejó seguir visitándolo y estuve con él… No éramos amigos por la diferencia de edad: él tenía sus amigos, refugiados españoles o amigos mexicanos de clases intelectuales importantes, y era fascinante verlo en esas circunstancias. A Buñuel lo visité, no obstante, hasta un par de semanas antes de que muriera, nos veíamos sistemáticamente.
Las formas del melodrama
E.D.: Dentro de esta dimensión de cine clásico que precede a tu generación, uno de los fundamentos en términos de género es el melodrama, el cuál cruza la frontera de los sesenta y en tu cine es uno de los modos que tú construyes y trabajas. ¿Cómo lo asumes?
A.R.: Bueno, el melodrama es una instancia importante en la narrativa. Analizándolo con minuciosidad, es de los primeros relatos que se tienen en la humanidad que son normalmente nociones de fantasía o fantásticas. Posteriormente, cuando se tienen narrativas, el melodrama asoma la cabeza lentamente, se transforma… En los libros de caballería hay montones de escenas completas que tienden a ser un melodrama. Y consolida por ahí del XIX, con los grandes escritores ingleses, con Dickens, Jane Austen, Bronte… Y los rusos: Dostoievsky anda indiscutiblemente por ese lado. El melodrama del cine mexicano, que es un melodrama más o menos familiar, se dedica a la exaltación de una serie de valores muy concretos: la familia, el estado y la religión…. Es un país laico, pero los mexicanos somos absolutamente guadalupanos, hasta los judíos somos guadalupanos en México. Es un muy importante factor.
Ahora, el melodrama en México yo calculo que podría explicarse gracias a que tuvimos un régimen político durante muchísimos años… Un país de un solo partido, en realidad, y una continuidad política en esos términos. Entonces, la palabra nos la robó el partido. El ágora, la palabra pública, se tuvo que transformar a una palabra intramuros. Dentro de las casas, dentro de las familias, es donde se podían decir las cosas que por fuera habían llegado a una perversión absoluta y hasta su perversión. Entonces, el melodrama se convierte en una cosa íntima e intramuros. Y en eso consiste muchísimo del cine mexicano, y que al mexicano le gusta mucho, que toca una serie de fibras sentimentales a las que se responde en América Latina completa. No solo México: puso a cantar a América Latina. Todavía hay gente que me pregunta si yo conocí a Jorge Negrete o a Pedro Infante, ahora, muertos hace tantísimos años… pero siguen siendo muy importantes.
El melodrama, entonces, es muy exaltante en esos valores. Pero en los de mi generación se hacía lo mismo, pero al revés. Se conservaban las líneas narrativas del melodrama, pero en los míos era como quitarse un guante, para ponerlo del otro lado. Y eran más o menos las mismas instancias, pero un ataque completo, y si no un ataque, una destrucción sistemática (o lo más sistemática posible) de una serie de valores que antes se consideraban intocables.
I.P.: Una de tus películas más reconocidas, El castillo de la pureza (1973), esto del intramuros y este espacio por donde pasa la dimensión de la palabra está muy presente. Los personajes tienen nombres como Voluntad, Porvenir, Utopía… Y todo esto ocurre al interior de una casa donde hay dominio, donde las relaciones son tortuosas… La pregunta es ¿qué tan consciente eras en ese primer momento de estas estructuras del melodrama? ¿Cómo se fue formalizando esa relación directamente con el género? ¿Estaba presente en ese comienzo o se empezó a formalizar después?
A.R.: Yo calculo que sí, que después de haber visto las películas, sabía yo lo que hacía. Antes no tenía muy claro cómo ocurrían las cosas. En el caso de El castillo de la pureza, que es una historia de un hombre que encierra a su familia durante 18 años y no las deja salir nunca. Esto es basado en una historia real, ocurrió realmente en México y se hizo primero una novela y luego una obra de teatro, más o menos simultáneamente, sobre el mismo caso y a mí me llamaron para hacerla. En realidad llamaron a Buñuel para hacer la adaptación de la obra de teatro, de una obra de Sergio Magaña muy bonita que se llama Los motivos del lobo, y Buñuel dijo “no, que la haga este cuate mejor”, que era yo. Esa es una de las generosidades de Buñuel conmigo, que no era un hombre muy generoso (risas).
Finalmente, cuando me llamaron para hacer esta cosa, yo dije: “No quiero hacer una adaptación. Déjenme ir a la hemeroteca y entonces busco el caso preciso”. Entonces, trabajé con uno de los grandes escritores que ha habido en México, que es José Emilio Pacheco, y fuimos a la hemeroteca para buscar los datos precisos del caso, de cómo fue. No eran tres hijos, sino que eran seis en la realidad, pero los compactamos por motivos narrativos y de la ficción. Y se llamaban así, se llamaban rarísimo. Era un tipo que decía que era un librepensador, entre anarquista e hijo de puta (risas)… que se permitía una serie de cosas. Entonces, tenía hijos con nombres raros, y eso lo traspusimos a los que nosotros hacíamos. Le dimos estructura a la realidad que, como todos saben, no tiene estructura.
La realidad ocurre de una manera sorprendente y accidental. Y el arte, a lo que tiende al arte, es a dar estructura a esta realidad. Sin arte no entenderíamos qué es lo que está pasando, ni por qué estamos aquí, ni las nociones del futuro y pasado, ni nada de eso. Esto lo ha dado el arte, porque ha vuelto a estructurar lo que es la realidad. Nosotros pretendíamos dar una estructura a una serie de acontecimientos. Y al repetir la estructura de uno, es decir, a copiarse a uno mismo, se le llama después estilo… y eso es muy elegante (risas).
E.D.: En relación a tu primera película, del año 1965 Tiempo de morir, ¿tú crees que El castillo de la pureza es una película donde parte una manera de trabajar distinta, donde hay una suerte de madurez de un trabajo que ya venía haciéndose y formándose?
A.R.: Sin duda es una película importante, pero es igual de importante que la primera. Ahora, así un proceso de maduración… nunca lo tuve. Yo simplemente ocurría por ahí y de pronto, lo único que hice, fue aprender un poco el oficio e ir afinando el instrumento. Y suponer que hay obras de madurez pues, las mías son obras de vejez. Yo fui envejeciendo como yo solamente lo sé hacer. Fui haciendo cosas con un poco más de conocimiento del oficio y con muchísimo más miedo de enfrentarme al asunto.
Ahora, El castillo de la pureza es una película mucho más redonda que las anteriores, que sí son producto de la inexperiencia total. Ya en la siguiente, más o menos sabía que A + B me daba C. Antes yo ni siquiera que había A ni B. Entonces, fui conociendo esto. Ahora, siempre hice lo que pude, nunca lo que quise, ¡como todo el mundo! Uno quiere hacer lo que quiera hacer, pero hace lo que hace. Son cosas distintas.
Yo siempre he dicho que el genio de un director de cine consiste en rodearse de la mejor gente posible y dejarlos hacer lo que saben hacer. Tener a la mejor gente posible y dejarles hacer… Y tú sabes que los resultados, cuando el fotógrafo es bueno, cuando los actores son buenos, cuando el guionista es bueno, pues van a estar ahí, presentes. Salvo que uno ahí, tienda a echarlos a perder por completo y yo trato de que no sea así.
Colaboraciones literarias
I.P.: Hablando de esta dimensión colaborativa que comentabas ahora, creo que has sabido asociarte con gente con mucho talento y específicamente con escritores. Desde tu primera película, la cual fue guionizada por Gabriel García-Márquez, hasta las relaciones fructíferas con escritores de la talla de Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco… ¡incluso Manuel Puig! ¡Puros tiburones de la escritura literaria! Hay varias cosas para comentar ahí. ¿Cómo funciona esa transposición del lenguaje literario al tema del guión? ¿Y luego al filmarlo? Muchos de estos escritores tienen un lenguaje, como en el caso de Carlos Fuentes, muy barroco en su estilo…. ¿cómo funcionan esas relaciones?
A.R.: Yo siempre fui muy muy listo. Saberme rodear de escritores y haber logrado de que trabajaran en guiones conmigo, es uno de mis aciertos en el cine. A mí me parecía infinitamente mejor rodearme de escritores que de guionistas. Lo guionistas siempre estaban llenos de manías y de cosas preestablecidas de poca flexibilidad. En cambio, el escritor te daba lo que tenía y yo me metía, más o menos, en los aspectos técnicos y les decía “pon esto por aquí o pon esto por acá para que ocurran tales cosas”. Yo tenía una noción aproximada de cómo hacer una película… ¡y yo les dejaba hacer! Ya, a final de cuentas, si la película iba a ser un desastre, siempre tenía la posibilidad de decir “fue García-Márquez el que la fastidió” (risas).
Bueno, pero era muy bueno el apoyo de estos. Yo siempre he tenido una buena cercanía con la literatura. Siempre he sido un lector gustoso, no voraz como mis amigos escritores, como sí un espectador voraz del cine. Yo leo por puro placer, por lo que mi relación con la literatura siempre ha sido por el lado de lo grato, de lo placentero, de lo sabroso… Y los convencía y venían y trabajaban en cosas conmigo y era no sólo un aprendizaje, sino que una gloria estar con estos tipos que son, normalmente, fascinantes.
I.P.: Bueno, ahora que estamos abordando estas relaciones, me gustaría saber cómo llegas a filmar El lugar sin límites (1977) y a conocer a José Donoso en particular. ¿Cuál fue tu primera impresión al leer la novela? ¿Por qué creías que en esa novela en específico podría haber una adaptación cinematográfica? ¿Y por qué te interesaba en relación al mundo que venías desarrollando en tu poética?
A.R.: Yo a Donoso lo conocía bien porque… bueno, Carlos Fuentes tenía una casa muy linda en México, más o menos grande. Al fondo del jardín, tenía una casa de huéspedes donde llegaban muchas personas. Ahí conocí a William Styron, a Susan Sontag y Pepe Donoso. Y nos hicimos amigos, porque era una especie de centro de reunión.
Y nos hicimos amigos con Donoso. Él estaba con su mujer y tenía un jardincito donde escribía. Y conversábamos, nos tomábamos un trago o un café y un día me dice “lee esto”, y me dio el manuscrito de El lugar sin límites. Lo leí muy rápidamente, lo llamé por teléfono y le dije “Pepe, dámela porque está lindísima para hacer una película”. Y ahí él me dice “No, no te doy nada porque esta la quiere hacer Buñuel”. Buñuel siempre fue un obstáculo en mi vida (risas).
Entonces, en efecto, la quería hacer Buñuel. Yo conversé con él y me contó: “sí, está muy bien. Hay un personaje muy lindo que se llama la Manuela y tengo yo un actor perfecto para hacer la película”. Yo, lo único que quería era que se muriera este viejo cabrón (risas)… Y Buñuel se fue a buscar este actor fascinante que él tenía, un viejo estrella de vodevil en España de los ‘30 o ‘40. Y pues, ¡había muerto 47 años atrás! Y cuando volvió, dijo “yo sin este actor no lo puedo hacer, dile a Pepe que te lo de a ti”.
Ahí fui a hablar con Pepe para decirle que no tenía más remedio que dármela. Ahí empecé a hacer la película. La primera adaptación la hizo Manuel Puig, que no quedó como yo quería. Ahí trabajé con José Emilio Pacheco y otros dos. A final de cuentas, quedo una adaptación sin firma, sin autoría… Y yo soy, en los créditos de la película, el autor del guión, lo que no es así, pero es un problema de producción.
El hacer la película fue muy complicado. Yo había terminado de hacer una película más o menos grande en producción y entonces, por alguna extraña razón, una vez que eres muy privilegiado en una cosa, en la siguiente te castigan y te dicen “bueno, este infeliz ya hizo una película grandota, ahora que la haga chiquita”. Por lo mismo, El lugar sin límites era una película minúscula.
Yo trabaja en unos estudios importantes, y que eran técnicamente más aptos, y me mandaron a un estudio donde hacían las películas más abyectas posibles y me dieron una cámara sin lentes… ¡una cosa escalofriante! En esa película la cámara no se mueve nunca. ¡Porque no había manera de moverla! Y se volvió una opción estética, porque no había cómo forma para pasarla de aquí para allá y en fin, se convirtió en una peli fordiana, donde no se mueve nada.
Y bueno, la película abraza el tema, y a la muy destacada actuación de Roberto Cobo, un actor horrible, que había trabajado con Buñuel en Los olvidados (1950) y en cien películas más. Y fue muy interesante, porque fue en México la primera película con una temática homosexual realizada por un director no-homosexual, que era yo. Mis amigos, dos o tres directores homosexuales no hicieron, no había forma de traspasar ese umbral. Y entonces, la primera fue la mía y formó unos jaleos muy singulares. Yo recuerdo que en el pase de la película en el festival San Sebastián (mi primera vez en ese festival), en un momento en que Pancho Vega y la Manuela se acercan muy muy lentamente para darse un beso, la sala empezó a pegar unos alaridos y unos gritos enloquecidos. Ahí yo me asusté y dije, “mejor vayámonos y arranquémonos de esto, que van a entrar las manos aquí”. Y no, al final la película ganó el segundo premio del festival y fue muy grato. Es una película a la que tengo en muy buen recuerdo, por supuesto.
Un ciclo con Paz Garciadiego…
I.P.: Quizás podríamos hablar del ciclo de las películas que empiezan con El imperio de la fortuna (1985) que es otro hito importante dentro de tu filmografía. Empiezas a trabajar con Paz Garciadiego que es tu actual… pareja…
A.R.: Guionista… (risas).
I.P.: … guionista y, bueno, quizás preguntarte en retrospectiva, ¿qué es lo que empieza en ese proceso con respecto a tu búsqueda cinematográfica?
A.R.: Con Paz fue todo muy peculiar, porque cuando la conocí y conversábamos, ella era muy minuciosa en sus relatos, en los relatos de lo que fuera. Me acuerdo que me contaba de su familia en Veracruz, y cómo en algún momento esta familia, que tenía de mascota un cocodrilo… Bueno, un día se escapó el cocodrilo y me contaba minuciosamente de qué tamaño era el cocodrilo, y de qué color, y cómo era la casa y a qué olía… Eso me parecía absolutamente fascinante.
Un día fui a ver a Juan Rulfo, uno de los grandes escritores en español del siglo, y le pedí que me diera los derechos de un cuento que se llama “El gallo de oro”, que es lo primero que adaptó García-Márquez al cine, cuando llegó a México, muchísimos años atrás, en el ‘63. Muchos años después, yo se lo pedí a Rulfo, me dio los derechos y le dije a Paz, “escríbelo tú”. Y me dijo “pero cómo se escribe un guión” y ahí le expliqué más o menos en unas clases… Ella había escrito guiones para televisión, pero las diferencias son notables. Bueno, ahí le expliqué y como buena alumna, entendió rapidísmo. Lo que le dije es que, a diferencia de los otros guiones que ya había hecho, ponle de qué tamaño era el cocodrilo y qué tipo de luz había en sala cuando el cocodrilo se estaba comiendo a las tías (risas).
La noveleta de Rulfo tenía como 75 páginas y el guión tenía como 476. Los guiones normalmente tienen 90-100 páginas, pero era tan minucioso lo que estaba, que hizo un guión gigantesco. Después le pedí que quitara todo… lo que sobraba y solamente se limitara a las 150 páginas, que al final fueron como 200. Pero ya con todas las descripciones y todo, sabía yo cuánto iba a tomar, cuánto tiempo se iba a tardar la película. Desde entonces, hemos hecho 13 o 14 películas juntos.
El trabajo de Paz no sólo tiene unos guiones lindísimos, ya que a diferencia de un guión “normal”, por decir algo, se leen como novelas con algunos diálogos insertados… Realmente es muy placentero leerlos. Y es muy minucioso para que todo el equipo se ahorre las malas sugerencias. En un guión normal, dice “Raúl de 26 años, conoce a María de 17. Están un café y él le dice…”. Los guiones de Paz dicen cómo van vestidos, qué piensan… Entonces no hay nadie que pueda dar ideas como “¿y qué pasa si Raúl es cojo?”, no, no es cojo. En este guión está la precisión: lo mismo sabe el director de fotografía que el director de arte y todos los que colaboran en la película. Saben exactamente lo que están haciendo. Este guión minucioso es mi última y secreta fórmula de controlar absolutamente todo (risas).
E.D.: Paz ayer mencionaba durante la conversación que quizás su película más importante era El evangelio de las maravillas (1998). Es una película que sabemos que se demoró y hoy es una de las más conocidas, se exhibió acá en Chile también…
A.R.: Cuando yo conocí a Paz, primero, me gustó mucho. Estaba francamente buena (risas). Entonces, lo primero que hicimos fue empezar a hablar de elegías milenaristas, que es una de las peores líneas de ligue posibles en la vida: ir con una mujer y tratar de levantarla hablando de elegías milenaristas, es muy extraño. Pero bueno, todo esto era curioso. Y ella respondió. E hicimos una amistad muy rápido, porque entendí yo que le gustaban las mismas cosas que a mí y más o menos de la misma forma. Eso era interesante.
Había en ese tiempo en México el caso de una secta en México, muy extraña, con una clericalidad muy singular. Y decidimos hacer una adaptación de este caso, que fue muy interesante.
Nos tardamos pues, prácticamente diez años en hacer la película, e hicimos muchas otras en el intertanto… Porque no estábamos, ni ella ni yo, en condiciones de afrontar esta película. Ella fue escribiendo el guión muy lentamente, se rehizo muchas veces, en un proceso muy lento y muy largo. Además, era una película compleja y más cara que todas las que habíamos hecho antes, y había mucha gente metida en eso…
Una vez que ya estuvo el guión y que nosotros estábamos contentos con él y las posibilidades de ir para adelante para la película, empezamos a ver cómo se iba a hacer. Y gracias a mil subterfugios y maromas y acrobacias, logramos que se reuniera el dinero para hacerlo.
La película tiene para mí la enorme gracia de contar con Paco Rabal, que es el actor principal, que fue el actor que me deslumbró muchísimo haciendo de Nazarín, años atrás con Buñuel. Entonces, cuando hicimos esta película, que era de la apostasía muy curiosa, pues yo estaba seguro que era Nazarín después de la psicodelia, me daba para buenas cosas… Además, estaba Katy Jurado, que es una actriz formidable, haciendo una pareja muy deleitosa.
La película fue una dicha de filmar, una vez que se conjugaron todos los elementos. Es una de las películas que… me cuesta mucho decir que me gustan, porque las veo y solo encuentro errores. Pero hay unas que se quedan dentro de mi corazón y otras no, y esta es de las que están cerca de mi corazón.
Edgar Doll: Hay una película donde el color es fundamental ella es Profundo carmesí (1996). Que se construye además, desde una dimensión muy fuerte de lo que es la cultura de masas, la cultura popular. Cuando uno ve a Coral, ella está leyendo el folletín y se escucha el bolero… Y hay una dimensión de la cultura popular que se ve en este filme, en estos personajes tan especiales, tan singulares, que se van manifestando pero que están siempre en el no querer ser ellos mismos, en el querer estar en otro lugar…
A.R.: Profundo carmesí también está basada en un hecho real que ocurrió en EE.UU. en los ‘40. Es una pareja que se dedica al asesinato de mujeres viudas o solas, más o menos ricas. En EEUU esto es fácil de entender, porque son ciudades muy aisladas en términos de familia, no como Latinoamérica, en donde las familias son nucleares o eran nucleares, hasta no hace mucho.
A mi esa historia me pareció absolutamente fascinante, porque me gustan las historias de crímenes, porque están muy bien estructuradas. Hay un criminal que planea algo, lo comete y luego lo capturan o lo matan… Tiene una cerrazón muy precisa. A partir de este relato criminal, -me gustó mucho cuando lo leí de un libro de asesinatos- me interesó mucho hacerlo película. Y me enteré de que ya la estaban haciendo en EE.UU., con un director que se llama Leonard Castle, y que hizo una película francamente muy linda. 2NdE: The Honeymoon Killers (Leonard Castle, 1969)
Muchísimos años después, le conté a Paz de este asunto, porque vimos a una pareja de la vida real que eran parecidísimos a los personajes del caso, fotográficamente hablando. Ellos eran muy peculiares: una enfermera gorda, gorda, gorda con una cara de mala persona; y un español demencial y calvo, que le parecía monstruoso estar calvo.
Hicimos la transposición a México y dije “hay una película que hizo Leonard Castle, pero es una película ya olvidada, nadie se acuerda de ella”. Entonces, procedimos a hacer la película.
Y nos gustó muchísimos trasponer esa película a México. Tuvimos que buscar en el norte del país, cerca de la frontera con EE.UU., una cierta influencia de las mineras gringas, en donde las casas estaban aisladas, con espacios muy amplios… Es decir, no había una comunicación, donde no existe la defensa de la integridad física, en dónde uno ve que están matando al otro y uno pueda decir “bueno, no lo mate” (risas). En este espacio, se podría perpetrar la noción de que las casas estaban aisladas.
Entonces, fue muy fascinante filmarlo, en locaciones muy lindas, con actores francamente buenos. Y sí, en efecto, lo que trató Paz de incorporar fue esta cultura popular en donde, una vez más, gracias a revistas de artistas, de cine, etc… Se vivía una realidad posible, con vidas sucedáneas a las que se aspiraba. Y lo que sí tratamos de hacer en esa película, más allá de “lo que yo no quiero ser lo que soy, pero lo que no puedo evitar el amor loco”, el amor fou, que le llamaban los franceses de cierta época, en donde todo se hacía por amor.
En EE.UU., a la gorda tremebunda y al español loco, los capturaron y los mataron en Nueva York, con una silla eléctrica. Como en México no existe la pena de muerte, tuvimos que hacer una invención policíaca, que se daba con una figura horripilante, que es la “ley de fuga”. En esta ley los capturan y les dicen “ahora vete”, y les pegan un tiro “porque se estaban fugando”. Singularmente, este término de “ley fuga” no existe en inglés, ni alemán, ni en francés… Solamente en español. Es decir, somos los únicos que cometen esto. Pero gracias a esta singularidad, pudimos terminar la película. Lo que hace la protagonista, corriendo de la mano del galán de sus amores, dice “este es el día más feliz de mi vida” y es el día donde los matan, porque está la opción del amor fou, que es la eternización del amor. De Von Kleist para acá, de los románticos alemanes de mediados del siglo XIX, el amor loco solo es posible en la eternidad. Y eso intentábamos.
E.D.: Quiero preguntarte sobre tu forma de trabajo con los actores. Uno podría distinguir en el trabajo que tú realizas con los actores, ciertos elementos que se reiteran que podríamos definir como el estilo.
A.R.: Siempre he pretendido llevar a los mejores actores posibles. Cuando yo empecé a hacer cine, hace ya cincuenta años, había tres tipos de actores: los que hacían cine, los que hacían tele y los actores que hacían teatro. Y no se mezclaban… De pronto alguno de teatro accedía a alguna película o a la tele… En este momento, todos los actores son de telenovela, porque si no no tienen pan y mantequilla para poner en la mesa, así que todos son de telenovela. Y en las telenovelas, cuesta mucho trabajo distinguir cuál es un buen actor de uno malo, aunque sí se puede, porque en las telenovelas lo que se hace es a velocidad: se tienen que hacer, normalmente, de entre treinta y cuarenta minutos de tiempo efectivo al aire, que es como hacer un largometraje cada dos días. Es muy, muy complicado.
En las últimas películas ya con Paz, hago una primera lectura del guión, en donde está todo el reparto y Paz más o menos explica qué quería hacer. Y después yo ya trabajo con los actores, buscando lo que a mí me importa muchísimo, que es un tono unívoco, porque los actores pueden estar muy bajos algunos, otros muy altos. Entonces en los ensayos, que no toman mucho tiempo, pero sí un par de semanas antes del rodaje, se fija un tono en donde ningún actor de pronto se despegue del general que se pretende con la película, para que haya una especie homologación armónica de las voces y de manera de hacer actos. No hay movimiento en los ensayos, solamente voz y un conocimiento de una serie de elementos que van a después preguntar de qué se trata, por lo que se hace de una vez.
Cuando hacía película en cine, se tenía muy poquito material para hacerlo, y había muchos ensayos y cuando estos estaban más o menos fijos, se hacía la película. Ahora que ya, desde hace como 14 años, cambié de formato a digital, hay poquísimos ensayos. Se les dice a los actores más o menos los movimientos, se les da un par impresiones y se filma… Porque ya puedes filmar muchísimo. Antes, lo que tenía que hacer en dos o tres tomas, ahora lo puedo hacer en 17, 28 o 31, da igual. Si en el momento, ninguna sale, pues lo borras y lo vuelves a meter. No hay mayor problema en ese sentido, tiene uno mayor flexibilidad. Entonces, como ya no hay ensayos, las cosas empiezan a volverse otras. Porque muchísimas veces, en mi etapa análoga en algún ensayo quedaba la mejor actuación y que de pronto tratabas de que un actor lo volviera a hacer igual y no había manera.
I.P.: Bueno, para ir cerrando está el tema de la emoción. Esto lo has comentado en otras entrevistas y que es que buscas un tipo de emoción particular y esta tiene una relación con la distancia. ¿Cómo ves esto en tu cine? ¿Qué tipo de emoción te interesa producir? ¿Y cuál es la relación con la distancia y la cercanía?
A.R.: Yo nunca he filmado para convencer, siempre es para conmover. Si llego al encantamiento o a una distancia que haga que un personaje se fascine, que todo lo que sea su circunstancia en ese momento se abandone para determinarse por las circunstancias de la película que se está viendo… Para mí es lo que trato de lograr.
Me importa muchísimo más que el corazón y la cabeza palpiten locamente, que lograr unas series de nociones en donde, generalmente, ya estamos de acuerdo previamente y simplemente reitero o refuerzo. Y en la emoción nunca estamos de acuerdo anteriormente, salvo en el cine muy comercial y manipulador, que existe, sin duda.
En mi caso, consiste buscar una fibra que te olvides que estás siendo convencido y decidas que estás siendo conmovido. Prefiero un latido del corazón que el entendimiento en su última instancia. Voy por otras cosas.
Doll,, E. (2014). Conversación con Arturo Ripstein, laFuga, 16. [Fecha de consulta: 2024-12-13] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/conversacion-con-arturo-ripstein/724