Crystal Fairy and the Magical Cactus

El cine jubiloso

Por Juan Esteban Carlos Plaza

 
 

A Sebastián Silva en su familia le dicen ‘caballo’ y este sobrenombre, aparecido posiblemente en un juego de hermanos, tiene mucho de asertividad crítica: qué es sino una carrera de caballos seis películas en siete años, sin contar una sitcom, decenas de dibujos, pinturas y un disco en inglés. Hago esta precisión para reparar en que Crystal Fairy, película que ya no está en cartelera pero que ganó el premio a la mejor dirección en la sección oficial del World Cinema Dramatic del festival de Sundance, no es la película de un especialista en cine (para bien o para mal, según se quiera) sino un experimento que no por su salvajismo deja de echar mano a ciertas formas de hacer ya conocidas: convenciones, las del cine disidente y de la contracultura juvenil de los años sesenta y setenta, tomadas un poco a la ligera; lo que hace gravitar a los personajes y situaciones en un campo de distanciamiento irónico en el que vemos la carnavalización de los estereotipos de los jóvenes junkies. Crystal Fairy es una película del género pero su libertad le viene de no tomárselo en serio. Comparte con él la estética del desparpajo pero no se nos cuenta la utopía openminded de la libertad: vemos, en cambio, a unos engrupidos con las drogas y las filosofías new age en plena comedia. Se trata de una desmitificación, aunque el final haga dudar de este punto. (Crystal Fairy son tres películas superpuestas o yuxtapuestas, una de las cuales es el final: película o segmento que transforma la película que estábamos viendo hasta ese momento en otra, pero también es otras dos más.) No sólo con el género experimentamos alternativa y alternadamente identificación y extrañamiento: también se superponen las geografías del desierto del norte de Chile con el del sur de EEUU y la frontera mexicana del narcotráfico. Con pocas modificaciones (exagero, desde luego) el cactus del afiche es un sello MADE IN MEXICO.

La historia: Jamie (Michael Cera) está en Chile con la idea fija de probar el san pedro. Lo acompañan Champa (Juan Andrés Silva) y sus hermanos (José Miguel y Agustín Silva). Pero antes de partir de viaje Jamie conoce en una fiesta a Crystal Fairy (nombre escogido por el personaje de Gaby Hoffmann para sí mismo, gringa hippie abandonada a una palabrería vaporosa en torno al apocalipsis del 2012) y por accidente la invita a viajar con él y los hermanos. Pese a la antipatía de Jamie hacia Crystal Fairy, ambos tienen un carácter parecido, piensan casi las mismas cosas y uno podría figurarse que si mediaran otras circunstancias serían buenos amigos. Aunque las líneas gruesas de la historia preceden a la realización de la película (se filma para contar) preferiría no priorizarlas: creo que Crystal Fairy brilla en sus detalles, en la comunicación sui generis que emerge en las conversaciones llenas de malentendidos, en el ritmo acelerado con que se suceden las situaciones, y el arco narrativo pesa: el decurso de la película no se pensó on the road. Decía que Crystal Fairy son tres películas (su título original es Crystal Fairy and the magical cactus and 2012: la conjunción acusa una voluntad acumulativa y no excluyente): si la segunda corresponde más o menos a la historia que se acaba de esbozar, la primera, la más interesante, es primordialmente una puesta en escena de materiales sociales. Durante unos meses del 2011 Michael Cera estuvo en Santiago, viviendo en la casa de los hermanos Silva, frecuentando los círculos hipsters de los que él es un ícono, tropezando con su fama en la calle, con la agresividad de los impertinentes mendicantes de autógrafos (habría que imaginarse a Denis Hopper en el festival de Piedra Roja) y, sobre todo, acostumbrándose al habla retorcida, silenciosa y violenta de los chilenos, aunque en una variante particular: la de un grupo de hermanos, lenguaje esotérico de risas despiadadas y de juegos infantiles, de una imaginación grotesca disparada ad absurdum. Caca, gitanas tratando de robar en una plaza de provincia, prostitutas que babosean el inglés y piantes que apagan tele son el telón de fondo para juegos como el “qué prefieres” (por ejemplo, ¿qué prefieres, que un enano te siga a todos lados por siempre o que por toda tu vida te salga un hilito de mierda líquida por la oreja?) o ese otro en que la misma ingenuidad que en bromas exageraba la putrefacción y el incesto pregunta “¿cuál es tu mayor miedo?” El viaje a otras lenguas, en todo caso, es también inverso: esa habla tan chilena, tan intestina, transita con familiaridad al inglés en una suerte de melting pot lingüístico implantado. Crystal Fairy es también la contracara del viaje de Música campesina de Fuguet o una vuelta de tuercas a las versiones hispanas de los éxitos de Hollywood que se filmaban casi en paralelo al original, como aquel remake (¿o habría que llamarlo doblaje?) de Drácula, que, recuerda Cabrera Infante, protagonizó Carlos Villarías en el mismo papel que eternizó a Bela Lugosi. Esta vez la que hace inscripciones en la arena con la esperanza de que alguien en un helicóptero las lea no es la ninfa rebelde de Zabriskie Point sino Gaby Hoffmann con pelos en los sobacos y aprovechando la primera oportunidad que se le presenta para quitarse la ropa y frotarse contra los objetos circundantes. Peter Fonda es, según el caso, uno de los hermanos Silva o los tres al mismo tiempo y el carrete en la carretera y en la playa se imprime en imágenes que parecen sacadas de uno de los family portraits que Silva (el pintor, no el cineasta) toma de base para crear ominosos personajes de historieta que no podrían vivir en las viñetas donde, finalmente, todo sale bien. (¿Son los personajes de Crystal Fairy también ominosos personajes de historieta? Sea como sea, esta historia sí termina bien y hay que hablar de eso, de la tercera de las películas: el final.)

Cuando ya la droga ha hecho efecto, Crystal Fairy se extravía y Jamie, recuperado de un mal viaje, se incorpora al estado de fascinación sensorial y a los juegos brutos de los hermanos, el único episodio que le hace justicia a las ideas que tenían ocupado a Jamie, encontradas en Las puertas de la percepción de Aldous Huxley y que había podido corroborar con una reproducción del Jardín de las delicias, en un baño, a punto de vomitar: reunión cósmica con los otros cuerpos, agonía jubilosa de un instante, ilusión de haber entendido algo fundamental e impreciso. Jamie se aleja del paraíso anfetamínico para encontrarse entre los papeles de Crystal Fairy una imagen que le llega como por milagro narrativo (¿no hay entre el reconocimiento y el deus ex machina apenas una diferencia de grado, la diferencia entre un plan larvado y uno que se hace explícito, que deja ver su fuerza interventora?): un retrato de él con pintura de brillos en los cabellos, y, junto al retrato, fotos de Crystal Fairy, la retratista, que la muestran vestida de cuero en el papel de dominatrix. No es esta la primera vez que la observación de una imagen por parte de Jamie da indicios de la ideología íntima de la película: sus concepciones acerca del sentido de las drogas para nosotros, en un tiempo en que la salida hacia una conexión fluida y disuelta con el cosmos no puede dejar de percibirse como una superchería y cuando, sin embargo, las drogas son la mejor alternativa para recluirse en los juegos del hogar y sustraerse al mundo serio del trabajo y la política. Y están también las concepciones narrativas y cinematográficas del film: la teoría del conflicto central. Como si fuera otro Jamie que el que conocíamos, este personaje se compadece de Crystal y entiende que su amabilidad estúpida se debe a traumas pasados. La resolución clásica culmina cuando la propia Crystal Fairy confiesa haber sido violada en una fiesta. El giro repentino hace volver sobre el asunto de las drogas que, hasta el momento en que el san pedro hace efecto, habían sido tratadas a la distancia, con ironía y desprecio, casi como un decorado: si las drogas produjeron que Jamie recapacitara, tiene atributos cuasi salvíficos. Esta hipótesis no excluye otra inflexión que podría sostenerse con independencia de la primera, y es que la droga queda en buena medida patologizada: los que acuden a ella son mujeres con un pasado sexual fragoso o jóvenes cínicos, neuróticos agresivos.

Necesitaría otro review para escribir a cabalidad del lugar que ocupa Crystal Fairy en la trayectoria proteica de su director. Sebastián Silva ha llevado las riendas de una de las filmografías más vitales y valiosas de las últimas generaciones de cineastas chilenos, y es de ellos el que ha trasgredido con más decisión los límites nacionales. Su debut, La vida me mata (en blanco y negro, su película más pictórica), fue el suspiro de la imaginación creadora en medio de un cine chileno entrampado en un realismo etnográfico o, en el mejor de los casos, preocupado de crear mitos heroicos y versiones maniqueas del proceso de democratización en Chile. (Después vendrían los mejores films de Pablo Larraín y José Luis Torres Leiva, y Piotr: una mala traducción, de Martín Seeger, a mi juicio la mejor película chilena de las últimas décadas.) Poco después, La nana (su película más política) sorprendería a todos con un melodrama ambientado en los infiernos del patronazgo y de las relaciones laborales entre los componentes de distintas clases, entre sujetos de poder y de servidumbre. Gatos viejos completa el primer ciclo de películas de Silva que me veo tentado a llamar Trilogía de la latencia. Hay artistas que tienden a destinar sus primeras obras a dar forma a los problemas que les preocupan desde su infancia o desde que aprenden la técnica; saldan cuentas imposibles de saldar con la latencia de un conflicto inagotable, psicológico o específicamente artístico. La vida me mata, La nana y Gatos viejos son las películas de la muerte, la servidumbre y la vejez, a las que habría que agregar una cuarta que sólo existe como guión (Second child), la historia del autoconocimiento de un niño homosexual, la película de la homosexualidad en una tetralogía posible. Las películas del nuevo ciclo; Crystal Fairy, Magic Magic (su película más cinematográfica) y Nasty baby; tienen puntos de arranque más arbitrarios y materializan el ideal romántico y vanguardista de hacer arte con bloques de vida vivida, sin mayores elaboraciones. Son también exploraciones formales (Crystal Fairy demuestra que se puede hacer una road movie en el norte y Magic Magic, película que recomiendo aún más que la primera, es un thriller à la Polanski en los bosques del sur). Muchas más cosas podrían decirse de este cine abierto a recoger los materiales más inesperados para fraguar un film. Silva amplifica como en un microscopio y con luces de neón de Broadway elementos de lo cotidiano que se dan por conocidos y superados. Que el júbilo de este cine exasperado y veloz, afectado con muecas de irreverencia, tedio y ternura, saque no sólo de la honestidad la fuerza para seguir borroneando los objetos que pasan por delante del ojo de la cámara.

 

 
Como citar:
Esteban, J. (2014). Crystal Fairy and the Magical Cactus, laFuga, 16. [Fecha de consulta: 2024-10-04] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/crystal-fairy-and-the-magical-cactus/686