Cuando el destino nos alcance

Notas sobre El increíble hombre menguante, de Jack Arnold

Por Felipe Blanco

 
 

1. Génesis y pertenencia

Las más atractivas revelaciones sobre esta pequeña película de ciencia ficción aparecen con mayor claridad hoy –a más de cincuenta años de su estreno comercial–, cuando es posible mirar con menos credulidad el progreso económico e ideológico en el país y también al interior de la industria de cine que convirtió a este género en uno de los más poderosos vehículos para el anticomunismo de la era Eisenhower.

Ya en el momento de su ingreso a las salas, en abril de 1957, tanto la modestia de recursos como la perfección narrativa y formal de El increíble hombre menguante (Jack Arnold), además de la considerable distancia establecida en torno al resto de las cintas de su tipo, hacían intuir que una lectura inmediatamente política parecía menos adecuada para esta cinta.

Incluso más. Apreciada con la distancia actual, la cinta sobre un hombre común y corriente quien, luego de exponerse por error a una nube radiactiva, comienza a encogerse hasta el punto que los más diminutos e inofensivos elementos de la vida cotidiana se convierten en enemigos letales, incubaba elementos suficientes para ir en contra de la ideología oficialista impuesta durante la Guerra Fría.

Desde el punto de vista de sus hallazgos formales, no es en ningún caso una cinta particularmente original en sus concepción global. Más bien adopta el patrón clásico de la narrativa fílmica norteamericana e incluso, comparándola con otras películas hechas en ese momento por el mismo estudio Universal -como Sombras del mal (1958), de Welles, sin buscar más lejos-, parecería una obra anodina y conservadora. Pero por sobre tales consideraciones esta obra posee un sentido del realismo poco habitual para una cinta de anticipación, que está asociado, más que con su argumento, al perfecto uso de recursos probadísimos por parte de la Serie B (como la sobreimpresión de imágenes y la arcaica pero eficacísima perspectiva forzada) y también a la sencilla y clara disposición de los elementos dramáticos en juego.

En sus nexos con la amplia producción de bajo presupuesto sobresale la voluntad de veracidad que se extiende por buena parte de la puesta en escena de Jack Arnold –rasgo que ya había manejado, aunque con menos libertad, en los ambientes pantanosos del Amazonas en El monstruo de la laguna negra (1955) y también en los cuarteles militares y desiertos en los que se sitúa Tarántula (1954)–, y que le confiere a esta película una densidad diferente al de otras similares.

Aquí, la ilusión verista sigue siendo asombrosa en muchos pasajes del filme y es independiente del hecho de haber sido rodado casi enteramente en estudio, ya que se cobija fundamentalmente en la intimidad de la puesta en cámara. Los momentos de interacción de su disminuido protagonista con su mujer o su hermano están resueltos sin la complicidad del montaje y en esa decisión no sólo influye la necesidad de solucionar problemas de continuidad de orden práctico, sino también de naturaleza dramática, como es la relación simbólica del personaje principal respecto de la figura femenina.

Perspectiva forzada: Lou (Randy Stuart) y Scott (Grant Williams) comparten el mismo plano pero no la misma altura.

Al respecto hay que conceder que parte del acierto de este y otros productos del período está en la consolidada estructura de producción de un estudio pequeño y multifacético como aún lo era Universal, que poseía un desarrollado nivel de eficiencia en la generación de productos de bajo presupuesto, especialmente gracias a su experimentado equipo de realización televisiva 1.

Pero más allá de las similitudes de confección y factura, El increíble hombre menguante, a pesar de ser fruto del trabajo colectivo de un estudio, se alinea sólo en apariencia con un recurrente tópico del género en los cincuenta: el temor a los potenciales peligros en el uso de la energía atómica 2, que animó títulos como Tarántula (1955) o La humanidad en peligro (1954), de Gordon Douglas, cintas que en su discurso manifiesto se referían más a los probables riesgos de esa fuente energética que a un cuestionamiento profundo sobre su existencia misma. En este caso la nube radioactiva que afecta al protagonista no procede de un origen determinado y, más aún, su peligrosidad se concreta sólo cuando el personaje es alcanzado por un pesticida, lo que en términos dramáticos minimiza la importancia de la fuente del mal y se concentra en las consecuencias que tendrá sobre la vida del personaje.

Despojada de su hermandad con el resto del género, de sus aristas políticas más conservadoras y de su bienpensante asimilación de la militancia pacifista, no es ilícito preguntarse dónde radica la coherencia ideológica (la autoría, a fin de cuentas) de este producto surgido en el crisol de la maquinaria anticomunista.

2. Problemas de autoría

En atención a sus temas inmediatos (la autonomía, la sobrevivencia y la presencia de un enemigo superior en tamaño y fuerza), en primera instancia parecería más aconsejable vincular la paternidad al guionista, el escritor Richard Matheson 3. Desde ese solo punto de vista, que alude exclusivamente a sus énfasis temáticos, El increíble hombre menguante comparte mayor territorialidad con El hombre omega (1971), de Boris Sagal y la excelente El duelo (1971), de Steven Spielberg –otras dos cintas basadas en textos de Matheson– que con Vinieron del espacio exterior (Jack Arnold, 1953), con las ya citadas Tarántula y El monstruo de la laguna negra, o cualquiera de las cintas que Arnold realizara en el período.

En las más célebres obras de Matheson llevadas al cine prima la noción del hombre aislado y amenazado por un poder que desconoce totalmente. Son historias en las que la perspectiva social se desintegra en función del individuo o, si se prefiere, de la conciencia individual. Esa misma perspectiva, en la novela El hombre menguante (publicada en 1956), adquiere la noción y la cadencia de un relato épico, un texto escrito con la sinceridad y la lucidez del diario de vida.

Para Arnold, que tenía experiencia previa con las líneas argumentales que abordaba la novela, reforzó sin embargo una de sus aristas menos visibles para la conservadora sociedad estadounidense de los años cincuenta: la amplificación de las consideraciones sexuales (concretamente la degradación sexual del protagonista) como parte de su despojamiento paulatino (y regresivo) de sus atributos familiares y sociales.

Es ineludible no vincular la operación semejante con la que Arnold plagó de sugerencias eróticas toda la atmósfera de El monstruo de la laguna negra, con la sensualidad embrutecida del personaje de Julie Adams y de la atracción sexual que la criatura siente por ella.

Junto con las ricas connotaciones sexuales de la película, es probable que el mayor mérito de esta realización provenga de la constatación, cincuenta años después de su cándido estreno comercial, del su sorprendente poder predictivo sobre las insuficiencias de la economía capitalista 4 y de la debacle de la asignación de roles ente hombre y mujer que ella misma ha reforzado desde la postguerra hasta hoy.

Es sintomático que, al margen del género del que forma parte, la película se plantee como una reflexión no sólo muy poco alentadora sino hasta subversiva respecto de las posibilidades del sistema económico y social, del que Scott Carey figura como modelo ejemplar: se mueve en el entorno de una profesión privilegiada y ‘moderna’, la publicidad, asociada a la nueva prosperidad. Es un operario eficiente del sistema, un joven profesional que está en los primeros peldaños del éxito y que ese inminente ascenso en la escala de la prosperidad se vea interrumpido violentamente por el progresivo y veloz encogimiento afecta tanto su proyección económica como su confianza afectiva y sexual, en ese orden.

El ejecutivo publicitario convertido en cazador tribal en su lucha por mantenerse con vida.

3. La ‘destitución’ del modelo americano

El increíble hombre menguante se organiza a partir de un relato en off, la voz lejana del protagonista que cuenta su prehistoria. El primer momento de la cinta es revelador: Scott (Grant Williams) y su esposa Louise (Randy Stuart), con poco más de seis años de casados, toman sol en la cubierta del pequeño yate de su hermano. Ambos ya disfrutan de una comodidad socioeconómica que, aunque todavía no es la propia, esperan acariciar muy pronto. Arnold acentúa desde ese momento el aislamiento de la pareja al situarla casi inmediatamente en mar abierto, una suerte de suspensión en el tiempo social de la América más satisfecha. Allí, en medio de un oleaje tranquilo y luminoso, él y su mujer sostienen un distraído enfrentamiento por los roles de pareja (en términos de dominación) que adquiere el carácter de una ligera manipulación erótica y de un breve forcejeo verbal que se resuelve cuando ella parte al fondo del yate a buscar una cerveza para él.

En este punto, cuando no lleva más de un par de minutos, la cinta echa a andar la línea dramática esencial que infiltrará las motivaciones del género en el que se ha instalado: el despojamiento del rol masculino. Desde luego, la definición de ambos personajes es ajustadísima a ese propósito. Él es levemente arrogante, además de manipulador y autoritario. Ella es dócilmente sumisa.

Una vez que Scott es afectado por la radiación y comienza a encoger (a los cinco minutos del metraje), la narración avanza describiendo con gran economía la cotidianidad interna del hogar de los Carey –incluidos gatos y arañas– y la forma en que la paulatina pérdida de estatura comienza primero por horadar la noción de matrimonio, luego la función proveedora del marido y, por extensión, también su identidad sexual. “Amas a Scott Carey. Tiene un tamaño y un modo de pensar. Todo eso está cambiando”, le replica a su mujer luego de enterarse del mal que lo aqueja. Inmediatamente, ella intenta convencerlo diciéndole “mientras lleves el anillo de casado, seré tuya”. El plano siguiente es el anillo cayendo del dedo de Scott y a partir de ahí el derrumbe de su identidad será vertiginoso.

Scott: No me relacionaba con nadie excepto con mi esposa. Sabía que estaba alejando a Lou de mí. Pero quemándome por dentro, aumentando la presión general, ardía mi necesidad de ella.

La explicita reflexión sobre la ansiedad sexual del protagonista es seguida por una secuencia en que Scott se interna en un parque de diversiones, atraído por los fenómenos de circo y, en particular, por Clarice Bruce (April Kent) una chica de 93 centímetros que es parte de la cofradía.

La escena es que ambos flirtean en un café es particularmente perturbadora, no sólo porque la muchacha posee un atractivo erótico muchísimo mayor que el de su mujer (lo que amplifica las expectativas del espectador hacia una probable pareja ideal), sino por la cruel ironía del filme de asociar al personaje con la cualidad de engendro monstruoso, además de sellar definitivamente la posibilidad de una redención afectiva y sexual del protagonista.

El cambio de rumbo en su naturaleza se produce casi en la mitad del metraje, cuando Scott ha sido ya abandonado por su mujer, que lo cree muerto, y debe enfrentarse en un escenario reducido: el sótano de la desolada casa familiar. A partir de este momento el relato se vuelve más abstracto, reorientando la inclinación psicológica a una serie de proezas de supervivencia física, y el personaje (vestido con harapos que asemejan atuendos tribales) adquiere una suerte de lucidez sobre su destino y la necesidad de subsistir en un entorno donde quedaron atrás el capitalismo de post guerra y la sexualidad.

Scott: El suelo del sótano se extendía ante mí cono una vasta llanura desolada, carente de vida y llena de reliquias de una raza extinta. Jamás un náufrago se había enfrentado a un futuro tan aciago.

Desde aquí, la narración del personaje se abstendrá de nominar elementos de la civilización. Ahora el protagonista hablará de “fuente de agua” en vez de un radiador goteante, de “un lugar donde guarecerme” para referirse a una caja de fósforos; de una “fuente de alimentación”, no de pedazos de pastel o de queso, y de “trozos de metal” en vez de alfileres o clavos. Uno a uno, la cinta borra los rastros de civilización y sobre esos postulados sobreviene la célebre secuencia de la lucha con la araña, que adquiere también la forma de una toma de conciencia (de lucidez) y de una nueva asignación de roles luego de haber sido despojado de todos los anteriores.

Scott: Una extraña calma me poseyó. Pensé más claramente de lo que lo había hecho jamás. Como si una luz brillante inundase mi mente.

Toda la segunda mitad está puntuada en función de la antipatía hasta ese momento hemos sentido hacia el personaje, y que a partir de entonces sufre una bellísima transformación. En comparacón con la antigua forma de vivir la afectividad, la estructura matrimonial y la asignación de roles, Scott adquirió en la aceptación de su condición, en su extenuante lucha contra un insecto y en la odisea emprendida para conseguir comida, una lucidez desconocida y fundamental anclada en la razón de la existencia..

Aunque el epílogo sugiere el éxtasis de la comunión universal entre “lo infinitamente grande con lo infinitamente pequeño” –a partir de un monólogo que no estaba en el guión de Matheson y que fue escrito por el propio Arnold–, la película no pierde su sentido de demolición. Más que un descenso al primitivismo, lo que El increíble hombre menguante registra es la posibilidad de que la evolución del hombre se desplace a partir de la pulverización del modelo social y económico de Occidente desde donde se erigirá la epopeya del último hombre sobre la Tierra.

Bibliografía

Hobsbawm, E. (1999). Historia del siglo XX. Buenos Aires: Crítica.



Notas

1 No es gratuito entonces que en el filme hayan participado Alexander Golitzen y Robert Clatworthy, dos experimentados directores de arte a quienes Alfred Hitchcock utilizó un par de años más tarde para construir la inquietante atmósfera arquitectónica en Psicosis (1960).

2 Dentro de los tópicos más recurrentes del género, la advertencia sobre los potenciales peligros de la radiación puede ser vista hoy como la menos conservadora de sus opciones ideológicas, desde el punto de vista de que los dardos apuntaban directamente a Estados Unidos, el país que lideró el número de pruebas nucleares desde el final de la segunda guerra mundial hasta mediados de los años sesenta.

3 Richard Matheson nació en 1926 en New Jersey y está entre los guionistas más prolíficos en el género de terror y ciencia ficción. Con una fecunda experiencia televisiva en los años cincuenta y sesenta, trabajó en algunas de las célebres adaptaciones de obras de Poe para Roger Corman y participó episódicamente en las series Viaje a las estrellas, La dimensión desconocida y, ya en los ochenta, en la miniserie Crónicas marcianas, basada en la novela de Bradbury. Menos fecunda en número que su obra audiovisual está su carrera como escritor de relatos breves y de una veintena de novelas de ciencia ficción y terror. A él pertenecen obras disímiles como Soy leyenda, Más allá de los sueños y Pide al tiempo que vuelva, además de El hombre menguante, la tercera de sus obras y la primera llevada al cine. Matheson sigue siendo una de las personalidades más influyentes en el género.

4 Al respecto, un historiador como el inglés Eric Hobsbawm se encargó en su momento de cuestionar el supuesto esplendor de la economía americana y su poder al finalizar la Segunda Guerra Mundial. “Entre 1950 y 1973 los Estados Unidos crecieron más lentamente que ningún otro país industrializado con la excepción de Gran Bretaña y, lo que es más, su crecimiento no fue superior al de las etapas más dinámicas de su desarrollo” (Hobsbawm, 1999).

 

 
Como citar:
Blanco, F. (2010). Cuando el destino nos alcance, laFuga, 11. [Fecha de consulta: 2024-04-26] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/cuando-el-destino-nos-alcance/399