En una entrevista sobre Dawson, Isla 10, su director, Miguel Littin fue precavido al definir su película como “allendista, pero de reconciliación”, entregando una definición perfecta a una nueva entrega del cine de corte “concertacionista” o estrategia oficial de acuerdo a los dictámenes discursivos de la coalición gobernante encargada de representar en relatos de imágenes y sonidos la historia y actualidad de Chile. Para lograr tal cometido la película establece en su construcción parámetros historicistas que dan cuenta de sus logros, pero también de sus limitaciones en cuanto obra ficcional.
Partiendo del relato de memorias de Sergio Bitar, primera mediación entre los hechos relatados y la película estrenada, se plantea la primera problemática. ¿Estamos ante una transposición de un libro o una narración fílmica sobre la situación concreta de un campo de prisioneros para ministros de estado del gobierno de Allende? En los créditos de la película se reconoce su génesis en el libro de Bitar, pero la aparición de este no se configura como protagónica, su presencia en pantalla no es más prominente que la de otros personajes. Eso si, ambiguamente, se le confiere el carácter de narrador, la voz over de su intérprete (Bejamín Vicuña) focaliza la narración varios momentos sobre él. Los breves monólogos de este narrador verbalizan lo no dicho por las imágenes: la crisis de las convicciones políticas enfrentadas a su derrota. De esta forma la película confirma un lugar común sobre la caída del gobierno de la Unidad Popular mediante una formula de pregunta y respuesta: “¿Qué nos hizo fracasar?” “Nuestras propias diferencias”. Los breves monólogos del personaje Bitar no intentan rescatar la memoria escrita o el relato autobiográfico sino una conciencia atemorizada y meditabunda. Empero a esta voz over no se le saca mucho partido y queda como instancia para pequeños enunciados que van puntuando muy de vez en cuando el relato en imágenes. La reflexión política de Littin se encarna de otra manera, como veremos más adelante.
El eje central de Dawson, Isla 10 trasunta sobre la vida de los prisioneros. La reclusión, los maltratos, los interrogatorios, las situaciones cotidianas, la vigilancia de parte de los militares, la administración que estos hacen y sus pugnas de poder son las situaciones tópicas que hacen de la película una de prisioneros. Su impacto consiste en que más allá de las convenciones de género el trasfondo histórico realza el patetismo narrativo. Y por lo demás el género se especializa en exhibir casos basados en hechos reales, reforzando su impacto testimonial. De ahí la impronta épica (nada ajena en el cine de Littin), ficticia e histórica, que tan bien se presta para acaparar la sensibilidad del espectador. De Pontecorvo a Spielberg nos encontramos con el relato humanista que tanto hace llorar a públicos y tantos premios otorga. Pero además nos encontramos con una problemática que divide aguas a nivel de la crítica: la abyección de representar el padecimiento, el horror y la muerte. ¿Es ético representar mediante una ficción hechos históricos y personas en peligro de muerte? ¿El fin es recordar, crear una suerte de monumento o se trata de una especie de espectáculo pornográfico? Adorno, Rivette, Daney y otros han sido tajantes, la representación tiene que ser suceptible de una moral explicita a la hora de representar tales cuestiones. La estética debe ceder a la ética. Nada de planos bonitos, solo imágenes justas.
Dawson, Isla 10 no se plantea un problema tan grande, la representación busca conmover en todos sus sentidos. Busca la compasión por los prisioneros, el juicio critico sobre los captores, la identificación con las víctimas (sean civiles o militares, como demuestra el episodio del izamiento de la bandera), la simpatía (el cabo Soto, el capitan Malacueva), la solemnidad (Jose Tohá), incluso el humor. La simplificación del cautiverio mediante la sucesión de eventos que van sucediendo del dramatismo a la normalización configura una épica del sobreviviente traspasada al grupo de prisioneros. La película se aprovecha del aura de los nombres reales (Almeyda, Tohá, Puccio, Letelier, Bitar, etc) para presentar grandes nombres en personajes despersonalizados y funcionales (con la excepción del homenaje a Tohá). Como ya están introducidos extradiegeticamente, los personajes significan menos que las acciones, pudiendo incluso llegar a ser intercambiables en cada situación. Así como en la realidad los renombrados prisioneros fueron re-nombrados (isla 1, isla 2…), la película puede designarlos y hacerlos actuar según conveniencias de guión. La ficción toma pleno poder sobre la autenticidad histórica.
Junto con este desplazamiento narrativo, hay otro que le viene a hacer juego. Si los protagonistas se basan en personas reales, los antagonistas no. Los militares son inventados por la ficción, son amalgamas de militares verdaderos, llegando incluso a carecer de nombre. Otra vez las potencias de lo falso alejan la película de su referente histórico. No hay un ajuste de cuentas con los victimarios. Sus razones para actuar se dan por conocidas: derrocaron al gobierno de Allende y a sus integrantes los victimizaron. Las motivaciones concretas e ideológicas quedan reducidas a su mayor grado de legibilidad y simplismo: “estamos en la guerra fría”, “hay que acabar con el marxismo”.
Tremenda falta de fundamentos y supresión de caracterización histórica en favor de ficcionalidad redunda en una épica vacua. Para quien no este informado de la veracidad del trasfondo esta podría ser una película realmente poco interesante. Si bien la película explicita el gran referente real, las mediaciones que hemos señalado permiten que la narración diluya los referentes que conferirían realismo histórico, o al menos más cercanos al texto de Bitar, por ficticios verosímiles cinematográficos.
Godard, siguiendo a Brecht dijo que hay que hacer políticamente películas políticas. Dawson, Isla 10, según lo que hemos señalado, parecería ser un filme despolitizado. Sin embargo, ha faltado trazar el otro eje de la película, el que le da no solo el tono político, sino que además amplía el factor épico por sobre el histórico, nuevamente mediante la representación de un hecho histórico. Trasfondo de todos los hechos verídicos y ficticios ocurridos en la isla-prisión. Se trata nada menos que el ataque a La Moneda, los últimos minutos de vida de Salvador Allende y su muerte. Pero ¿por qué se representa a Allende? La recreación del golpe de estado desde dentro nos presenta a su doble, de manera distinta a la duplicación del relato de Bitar. A medio camino entre la representación de sucesos televisiva y la prolija superproducción histórica la representación desde dentro del bombardeo se concibe mediante la mixtura de imágenes de archivo y recreaciones. El golpe, hecho histórico por antonomasia, acto violento que bifurca la historia del país fue registrado por cámaras televisivas desde el exterior. La destrucción del edificio es una de las visiones más impactantes y monumentales del archivo audiovisual chileno. La casa de gobierno, signo del poder habitado por un gobierno izquierdista cae en manos del ataque militar. La imagen deja en claro que nadie puede salir vivo de ahí, la aniquilación no solo es la de una persona, el presidente Allende, ni la del proyecto de vía chilena al socialismo, es la de un estado que se vuelve contra sí mismo. Trauma o shock pregnante sobre una sociedad a la vez que gesto fundacional. El capital aliado con el fascismo implantando un nuevo orden, eminente económico: la sociedad de libre mercado. Para partir de cero hay que destruirlo todo antes.
La imagen exterior del ataque que abarca todo el interior del quiebre de una nación es dado vuelta como un guante por Littin. Será el derrotero final de Allende, su figuración, la que dote de verdadero aspecto épico a la película. Para calzar con las imágenes documentales Littin opta por filmar en blanco y negro, apareciendo Allende entre penumbras, esquivo, impotente, aunque magnánimo. Armado con una escopeta da la pelea de forma solitaria, sabiendo que su derrota es inevitable. La imagen del golpe de estado en Dawson, Isla 10 intercalada con el relato de los prisioneros viene a sellar la interrogante sobre el fracaso del gobierno de la UP. La muerte de Allende dignifica la captura de los prisioneros, pero no presenta pruebas sobre los motivos del golpe. La película deja rastros del héroe perdedor, victima de circunstancias que lo sobrepasan, infundiendo temor al espectador. Nuevamente la ficción opta por una estrategia narrativa por sobre una más fehaciente coartada histórica.
La imagen de un Allende solitario y final evidencia la metáfora propuesta por Littin. Allende no se suicida sino que es asesinado por un fusil desconocido. El asesinato a nivel connotativo quiere decir que el suicidio fue meramente circunstancial, porque no le quedaba otra salida, al mismo tiempo que su proyecto político era desintegrado por fuerzas imparables. Tal es la propuesta política de la película. De esta forma se apuntala en la lista de filmes y libros que intentan retratar al fallecido presidente. Resulta que Allende no esta completamente definido en cuanto imagen. Durante años fue un culto tabú y aún falta una discusión abierta acerca de su personalidad y legado. Pese a que el último tiempo se ha vivido cierto revival de Allende, a partir de la celebración de treinta años de su muerte, con su consiguiente reificación, se podría señalar que no hay un solo Allende, hay varios. Allende según la izquierda, según la derecha, según el oficialismo, también un Allende antisemita y un Allende cómico (véase el video del golpe según el ya viejo programa televisivo Plan Z). En definitiva, se podría decir que el ex presidente es una creación discursiva de acuerdo a diversos puntos de vista contradictorios entre sí.
El Allende asesinado que muestra la película es sin duda polémico, pero se alinea con el discurso oficialista de la concertación. Al Allende asesinado se le debe sumar aquella imagen del militar compartiendo pan con un prisionero. El presidente tuvo que sacrificarse (de ahí su sentido cristico) para que el bando derrotado tuviera que conformarse y reconciliarse con el mundo militar. Aunque sea solo un momento ese plano, al igual que el de la muerte de Allende resulta bastante complejo. En medio de las precarias condiciones el prisionero puede fraternizar con su captor, al mismo tiempo que este se muestra generoso con él. Se trata del capitán “malacueva”, personaje respetuoso de las apariencias, porque al final son lo único que cuenta, lo único que permite que las instituciones funcionen y la vida se normalice. A la hora de trabajar, deja que los prisioneros hagan como que trabajan cuando pasan los superiores jerárquicos y deja que el más débil descanse. También se muestra respetuoso de la condición de clase de los prisioneros. El militar sin duda proviene de las clases populares, al contrario de los prisioneros. Su caracterización cómica (comic relief) permite a los prisioneros colocarse por encima, entonces en el cristiano momento de compartir el pan, lo que de verdad esta haciendo el capitán es servir a su señor. La reconciliación entendida como el nuevo pacto con el ambiente militar, que vuelve a someterse a la institución democrática habla de un país donde todos fueron responsables, las victimas y victimarios se amnistían mutuamente de más profundas culpabilizaciones.
Dawson, Isla 10 no es la película sin perdón ni olvido que pudo haber sido, sino que representa un punto más del cine concertacionista de talante Boeninger-Aylwin que busca “en la medida de lo posible” dar cuenta de la reconciliación sin entrar en complejidades respecto al pasado. Dejando que la fuerza de las ficciones se encarnen como representaciones de discursos institucionales y naturalizados, permitiendo que la historia política entre a los puestos de mercado, como antes pasó con la exitosa Machuca. De esta forma se ganan premios internacionales y se queda bien con la crítica europea.
García M., Á. (2009). Dawson, Isla 10, laFuga, 10. [Fecha de consulta: 2024-12-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/dawson-isla-10/359