De un tiempo a esta parte, el lugar de Raúl Ruiz dentro de nuestra escena cinematográfica local posee un especial status. Aunque en la práctica pareciera haber sido durante largo tiempo un misterio, su figura ha comenzado a aparecer en la medida en que sus películas se comienzan a exhibir en salas (las antiguas empiezan a ser rescatadas, las nuevas estrenadas) y que cada vez más, dentro de ciertos circuitos, sepamos más y sorprendentes noticias de su suerte en el extranjero. Sus venidas a Chile a presentar ciclos de cine (entre ellos el ocurrido la semana pasada, apasionadamente bien cubierto por el blog http://analizame.blogspot.com) han ido haciendo identificar para el público a un cineasta que afuera, y hace años, es validado como una figura esencial dentro del cine contemporáneo (aunque en palabras del propio Ruiz, él sea solo el más conocido de los desconocidos). Pero hablábamos del status . Una paradoja, por cierto, muy Ruiziana: externo , cuando se trata de sus películas, su presencia a nivel de salas, su vida en Francia, el poco conocimiento que se posee de su cine e incluso en la forma que se tiene de abordarlos. Sin embargo, y a su vez, interno : cuando se trata de empezar a ver qué cosas ocurren dentro de sus propias películas, qué ejes lo articulan, y sobre todo (y si pudiésemos señalar: desde ese increíble trabajo por encargo que fue Cofralandes ) su lento y pequeño retorno a Chile, como cuerpo, como imagen, como búsqueda cinematográfica. Pero siempre va a ser una ficción establecer diferencias internas de su producción, cuando apenas hemos visto algunas películas de las muchas que ha realizado en su exilio. Es posible que “Chile”, lo que sea que eso signifique, haya sido siempre un fantasma dentro de su propia cinematografía (recordar, por ejemplo, Las tres coronas del marinero y esa imagen retornada y laberíntica de Valparaíso) si no como entidad sí cómo un susurro que se ha ido haciendo cuerpo en ejercicios producidos localmente durante un tiempo, de forma casi clandestina. Pero es un hecho: Ruiz vuelve, casi tanto como para que le hayan otorgado un premio nacional de arte, que el gobierno le haya encargado su serie de documentales o que se haya estrenado en varias salas Días de campo, una “adaptación libre” de la obra de Federico Gana.
Decíamos lento retorno. Ruiz, cuerpo extraño, como quien vuelve luego de un largo viaje por el mundo, pareciera hablarnos al oído en un idioma cuyo sonido logramos identificar (el sonido de una canción que hemos oído, o el de un antiguo cuento que se nos contaba en la casa de los abuelos) pero que frase a frase, no podemos terminar de traducir, ni traspasar a una unidad de sentido. Ruiz en Días de campo nos retorna una imagen de Chile, traspasado por esa multiplicidad de fragmentos rotos: un espejo resquebrajado que dialoga en cada fragmento con otros fragmentos, reflejos infinitos dentro de una máquina de múltiples perspectivas y temporalidades, que pareciera ser el cine de Ruiz. Por eso nos parece casi imposible establecer su lugar histórico dentro de nuestra producción local [1] cuando son las nociones de espacio (que incluiría localidad) y tiempo (que implicaría sucesión) las que están puestas en juego dentro de la propia poética de Ruiz. Por el contrario, un cine como éste, obliga a pensar también los conceptos con los que se le suele nombrar y, por supuesto, las categorías base con que suele funcionar nuestro sistema de medios.
Concuerdo con algunas líneas de interpretación (en el mismo blog citado) dónde las nociones de hipertexto y multidimensionalidad son traídas a colación, pero agregaría al sentido expuesto algunas cosas:
- Imagen y transferencia: un cine, en primera instancia, del intertexto. Es decir, dónde la imagen refiere permanentemente a otras imágenes y cuya primera imagen es imposible de definir. Las múltiples dimensiones aparecen a nivel analógico y desde una operatividad cinematográfica que es capaz de pensarse en el límite de sus propias definiciones. Esto ocurre en tres niveles
1) En un nivel interno: operaciones de tensión y multiplicación de niveles adentro de la imagen: espejos, luces falsas, presencia de nuevos marcos dentro de la imagen
2) En un nivel externo e hilatorio de la imagen: los tiempos superpuestos en una narrativa de constante engaño sucesivo, dónde los tiempos tienden a confundirse: pasado/presente/futuro; realidad/fantasía; y desde el relato: narrador narrando/narrador narrado/narración narrada dentro del primer marco de narración y la confusión de estos tres niveles permanentemente.
3) Una última instancia de esta narrativa que utiliza la imagen como constante autorreflexión, podría ser dada por la noción de una algoritmia del guión y la puesta en escena, dónde las posibilidades de acercamiento (metodologías) son sometidas a cálculo y azar [2] mediante el ars combinatoria : el cine como proveedor de los múltiples mundos posibles, como ficción potencial, mentira autoconsciente, juego de roles en permanente conjugación. En este nivel del análisis, Días de campo se nos abre como una obra dónde el sistema de superficie construye sentidos que constantemente se nos desmienten, pero que, sin embargo, son capaces de hacer verosímil lo inverosímil. La magia de una retórica (ya señalada por Serge Daney a propósito de La ville des pirates ) hace de ella misma una esfera impenetrable en su fondo, máscara tras máscara, mentira tras mentira, se esconde solamente otro nivel más allá y dónde cualquier posibilidad de unificar lleva a otros caminos, siempre. Huellas de esto: en la utilización de una actuación engañosa, falsa; en los trucos de imagen dónde superficie y fondo se engañan y confunden; en las líneas de relato desmentidas. Las operaciones de Ruiz evaden el sistema unificador, la totalidad, o los principios constitutivos del nombre e incluso de la autoría. Mediante Ruiz hablan otros, y a su vez él mismo. El diálogo de Ruiz no sólo pareciera ser con el propio cine, si no que lo excede con creces e incorpora, por nombrar algunos “diálogos”:
- La literatura; su historiografía, sus corrientes, sus autores, sus métodos. Las referencias inmediatas acá son: la novela costumbrista, Marcel Proust. A su vez (y es algo extensible a su obra), la presencia de Borges y de la poesía chilena, pero sobre todo, su referencia al nivel biográfico del propio autor del cuento que adapta.
- La pintura, ya desde sus citas, pero también a modo de texto asimilado y visible en sus operaciones. La desnaturalización y descomposición en algunas imágenes recuerda a Cezánne y a la historia de la pintura moderna.
- La historia; desde el cuento de Gana, comentado por Ruiz, la constante presencia del contexto ya sea como estructura social- y los relatos que posibilita, por ejemplo, las relaciones internas dentro del fundo- o como enclave de posible lectura antropológica- ya presente desde sus filmes Realistas púdicos realizados durante los `70- los modos del habla, la mitología.
- Y, como nunca, ese cúmulo de cosas que podría ser Chile dentro de Chile.
Y acá me detengo un poco. Los personajes de Días de campo parecieran estar mirados a través de la imagen, ahí dónde casi es imposible retenerlos. Cabe algo acá: ¿es mera casualidad la presencia de Carlos Flores o Ignacio Agüero? ¿el protagonismo de Federico Gana, escritor? En la imagen, habitando, tras de sí, figuras del pasado y del presente: el cine como un lugar dónde no sólo es posible habitar la memoria, si no también la imaginación, la proyección, la fantasmagoría. Días de campo impresiona por su temporalidad y por su esfuerzo por querer retener imágenes de lo inasible, una muerte que circula por doquier: el cine pasa a visitar a Chile. Espejo quebrado, figura extraña, pero reconocible en un lugar completamente fuera de la Historia: se trata de un país que, en la sombra, habita como desvío de sentido. El vértigo de esa fantasmagoría histórica (cosa presente en Cofralandes pero también en Tres tristes tigres y Diálogos de exiliados ) es filmada y proyectada –paradojalmente- en una sala a obscuras casi vacía dentro de un complejo industrial de salas (en mi función habían 6 personas). Síntoma claro: Ruiz asume el cine en un período dónde su cine es también un desvío de sentido, y pareciera saber que aquello que hace presente es ese Y aparte con el cual doy título a este artículo. Quizás he ahí la fascinación que nos produce. Ruiz se sitúa en la posibilidad, nos habla un idioma extraño (como casi toda gran obra de nuestro tiempo), pero nos recuerda los mundos posibles dentro de un mundo que tiende a la unificación de los sabores, de los relatos, de las ficciones. La defensa de su cine da cuenta del lugar dónde las políticas del gusto y de las relaciones posibles entre el placer y la obra se sitúan de cara a la sociedad, ya no sólo como defensa ideológica si no como políticas del eros, del placer (y los placeres) posibles.
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[1] La sucesión de un supuesto relato lineal de nuestro cine costumbrista que Ruiz vendría a romper. Hago directa mención al comentario de René Naranjo aparecido en LUN la semana pasada.
[2] Esto último está muy bien desarrollado en “La poética del cine” en el capítulo “Por un cine chamánico”. Editorial Sudamericana.
Pinto Veas, I. (2005). Días de campo, laFuga, 1. [Fecha de consulta: 2024-12-12] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/dias-de-campo/158