Con cuarenta y cuatro años y con una veintena de films que van, según dicen, de películas pornográficas de bajo presupuesto (que los franceses denominan ««roman porno») hasta policiales de serie B con yakuzas en patines (Ojos de araña), reformulaciones originales del serial-killer (Cura), farsas socio-políticas de corte abstracto (Yo solo me basto: El héroe) y películas netamente autorales (Apto para la vida, Charisma), Kiyoshi Kurosawa aparece en el panorama del cine “independiente” como uno de los autores más renovadores de su generación. Renovación que viene sobre todo, y antes que nada, en este caso, de una rara comprensión de las reglas genéricas de las películas hollywoodenses de los años ’’70 (Don Siegel, Sam Peckinpah, Richard Fleischer… tres autores de un árbol genealógico que el mismo Kurosawa reconoce) en fusión, según la intención declarada, con la “cotidianeidad” japonesa.
Este principio de fusión, entendido como contaminación entre mundos, parece expresarse en Kurosawa también en el nivel de su concepción general del cine, en tanto que declara en un reportaje, tal vez inconscientemente, que las películas de autor se ubicarían, dentro de sus producciones, como un género más sin límites precisos. Así, su primera “película de autor”, Apto para la vida, se construye, en parte, con la iconografía del western: el rancho, el caballo, etc. Y tal vez, este principio de contaminación podamos extenderlo, como un rasgo de su poética, a todos sus films en diferentes niveles y matices: el árbol de Charisma que se traga el bosque, la palabra espitual que inunda la ciudad en Cura, la irrupción de la matemática en el mundo de los yakuzas en El camino de la serpiente…
Luego de haber visto una serie kiyoshiana de ocho películas -adjetivamos el nombre por razones de sonoridad, pero también para distinguirlo de Akira- sorprende que este autor haya estrenado cinco películas en el año ‘97 a razón de cuatro semanas de realización por película, con excepción de Cura, que le llevó ocho. Realizador prolífico entonces, que, además, trabaja con una velocidad casi “irresponsable” para un autor de este calibre. Pero, podemos tal vez especular, justamente por este mismo imperativo, que el universo de Kiyoshi Kurosawa está obligado a constituirse aún con mayor coherencia, y con obligadas remisiones a la repetición de ciertos motivos, que si tuviera que trabajar con mayor planificación y presupuesto.
El mismo Kurosawa explica que sus “estilemas”, por ejemplo su gusto por los planos secuencia, responden a exigencias del presupuesto. Pero, de todas maneras, este universo de rápida -o de apurada- constitución, muchas veces precario (con respecto a la producción, se entiende) en cuanto a la puesta en escena, implica una poderosa apuesta mental o cerebral en su despliegue de las imágenes, aunque el mismo Kiyoshi Kurosawa diga más o menos lo contrario, tanto desde el punto de vista del encuadre (obsesivo) como de su encadenamiento (tenazmente lineal).
Quizás el rasgo que más sorprende al espectador desprevenido sea la concepción de la violencia que despliegan los films de Kurosawa, una violencia seca, apagada, inesperada y muchas veces sin demora que elide mayormente las agonías in-útiles -desde el punto de vista de la economía del relato-, presentando muertes rápidas sin vacilaciones ni culpas, casi siempre en campo, como ocupando el centro de la escena cada vez que aparece. En fin, en este sentido parece haber en Kurosawa un gusto por filmar la muerte de frente, sin obliteraciones, ni escamoteos metafóricos. Y metafóricamente hablando podríamos decir que la violencia, en los films de Kiyoshi Kurosawa, se da como geometrizada, regulada por cálculos secretos que se traslucen generalmente en el rostro imperturbable de su actor “fetiche” Shoh Aikawa: tanto en las dos Venganzas (Una visita del destino, La cicatriz que no desaparece) como en El camino de la serpiente y Ojos de araña, los personajes interpretados por este actor, en sus rostros, no vehiculan estados de ánimo alguno, sólo traslucen un oscuro cálculo (de venganza) que los otros personajes no llegan a comprender ni descifrar -es en esta senda que en El camino de la serpiente el rostro pensativo de Aikawa parece explicitarse en el espacio mediante fórmulas, recordemos sobre todo los dos flash-backs (los únicos en las ocho películas exhibidas) donde se muestran las fórmulas matemáticas en el piso de un parque y que solamente son comprendidas por el protagonista y su alumna precoz.
Otro de los elementos evidentes es el escamoteo en los cuerpos de la pulsión sexual (sin que se borren los pequeños aspectos visibles de represión, por ejemplo en La Venganza: La cicatriz que no desaparece, el personaje principal interpretado por Aikawa, para no quedarse sólo con su joven vecina en su cuarto, la lleva a una especie de parque público para que le tome las medidas con el fin de que le confeccione un traje). Este aparente vaciamiento parece llevar hacia un predominio de la idea sobre el cuerpo que pone en movimiento, principalmente, a los personajes interpretados por Shoh Aikawa. A este anatema, a esta reticencia, corresponde, casi como una consecuencia lógica, en el universo kiyoshiano, una tendencia hacia la abstracción del espacio en la construcción de la puesta en escena, que casi paradójicamente parece equivaler al registro de “lugares naturales” sin decorado (sean éstos de espacios interiores de ciudades o espacios abiertos de las afueras). De ahí que el encuadre y la utilización de los planos secuencia tomen un lugar pre ponderante entre sus “estilemas” (en este sentido da la impresión de que Kurosawa casi no trabaja con el espacio profílmico). Además, estos bloques de espacios con tendencia a la abstracción son ubicados en las historias de Kurosawa en un territorio que podríamos denominar de transición, que articula dos espacios fundamentalmente: la ciudad tecnológica y los paisajes naturales (al parecer, relacionado, en este caso, con la tradición pictórica). De hecho, en los espacios que habitan los yakuzas de La(s) Venganza(s), los desocupados de Yo solo me basto: El héroe y, sobre todo, el personaje “resucitado” de Apto para la vida, vemos proliferar y amontonarse un montón de cajas (huella indeleble del consumo tecnológico), periódicos como restos de actualidad (recordemos La venganza: La cicatriz que no desaparece, en donde el personaje de Aikawa imbuido en la idea de venganza escarba en los amontonamientos de periódicos buscando los rastros del asesino de su esposa), viejas heladeras, restos de desechos industriales (relacionados “accidentalmente” con la segunda muerte del “resucitado” de Apto para la vida), etc. Ubicados en este espacio de transición, en estos suburbios, de donde se observa cada tanto la gran ciudad en tomas con profundidad de campo sin que se pierda el marco de su lugar de anclaje que contrasta con ella (Apto para la vida), los personajes experimentan un impulso de viaje de liberación hacia la naturaleza.
(En este sentido, aunque la comparación parezca arbitraria, la concepción de la puesta en escena de Kiyoshi Kurosawa parece estar en las antípodas de un Takeshi Kitano -para nombrar un cineasta japonés en boga-. Si en este último el espacio recorrido por los personajes parece responder a un estado de ánimo -por lo general melancólico-, en Kiyoshi Kurosawa el espacio recorrido, como ya lo marcamos, parece tender hacia una cierta formalización y geometrización, salvo, quizás, cuando los personajes se pierden en sus deseos de fuga hacia la naturaleza. Una de las marcas más visibles de este aspecto reside en que los espacios habitados son todos “espacios cualquiera”, muchas veces sin nombre. Es como si las reglas genéricas fueran elevadas a su máxima pureza. Este aspecto se refuerza con la repetición de espacios característicos, por ejemplo los galpones abandonados, que son lugares en que por lo general se llevan a cabo muertes y raras ceremonias que responden a cálculos, muchas veces, de los personajes de Aikawa. Este gusto por las ceremonias, por las muertes truculentas, en lugares abandonados y en ruinas, parece corresponder no sólo a reglas genéricas, es decir, a una historia cinefílica, sino también a una historia psicológica del Japón moderno y de su proceso de modernización: recordemos a este respecto la matanza final de El camino de la serpiente en una fábrica abandonada, la muerte del “resucitado” de Apto para la vida aplastado por heladeras viejas en un lugar a punto de ser abandonado, la muerte del asesino amnésico en Cura en una especie hospicio en ruinas.)
Ahora bien, si con la serie de La venganza, junto a Ojos de araña y El camino de la serpiente, Kurosawa parece llevar a cabo una estricta purificación de las películas de género llegando a un grado de abstracción expresado en fórmulas matemáticas (en este sentido El camino de la serpiente aparece, podríamos decir, como la culminación de la abstracción genérica de las películas de yakuzas), con Cura Kurosawa parece renovarse a sí mismo, renovando un género; nos referimos a las películas de asesinos seriales.
Como subraya Thierry Jousse, la originalidad de Cura viene por el lado de la hipnosis, pero debemos agregar también enseguida, la amnesia. Mamiya, el responsable de las muertes, es un amnésico que induce, mediante la hipnosis, a sus víctimas a cometer crímenes. Él es el elemento faltante, el lugar vacío, de la cadena de crímenes que si no fuera por las marcas en el cuello que se repiten en cada cuerpo muerto, no tendrían ninguna relación entre sí. Entonces, Cura es una larga reconstrucción de la serie que tiene como centro un lugar vacío -como liberador de las represiones- que el inspector Takabe debe llenar. Y este lugar vacío lejos de ser un inductor de conciencias que utiliza altas tecnologías para manipular a las masas -como sucede en la ilustre e iniciática serie langiana del Doctor Mabuse, que luego paranoicamente desarrolla el cine americano (el prototipo más cabal podría ser Videodromo de Cronenberg o Matrix de los Wachowski)- aquí sólo se utiliza como elemento técnico la palabra (y un encendedor o un vaso de agua ad hoc) para controlar a las víctimas. Es decir, los muertos en este film son víctimas de víctimas, remiten, por así decir, a un tipo lógico del tertium datur, y su responsable es un maestro de ceremonias que ejerce una especie de mayéutica negativa en forma personalizada (cercano a una sesión de psicoanálisis, la estrategia de Mamiya es la de un “conspirador artesanal”, que se distingue de los “conspiradores industriales” del tipo hollywoodense) que descubre impulsos ocultos y reprimidos por la vida social del Japón.
Cura es entonces un film de horror, sórdido, cuya característica se subraya ante todo en la ausencia de énfasis musical como efecto sonoro, y en cuyo lugar parece emerger la palabra de Mamiya que induce al crimen. Esta epidemia espiritual tiene un nombre en Cura, y viene de Occidente: el mesmerismo [Como indica Mario Carlón en el trabajo Crímenes seriales: ¿cadáveres, obras o discursos? la gran novedad de las películas de los crímenes seriales consiste en la renovación del “sub-discurso” que funcionan como una especie de motivación y fundamento de los asesinos implicados en estos films. En este sentido Cura, aunque propone “novedades” importantes como la amnecia y la hipnosis, no escaparía a esta regla.]. Es el límite del enigma, es el contenido del vaciamiento de Mamiya que de su pasado sólo parece recordar la técnica de hipnosis del maestro austríaco.
Y el mesmerismo toma en Cura varios aspectos: un aspecto práctico (Mamiya), un aspecto teórico (los libros de Mesmer), pero también un aspecto de registro histórico (el cortometraje de un caso de hipnosis registrado a principio de siglo) y finalmente el film en sí como lugar ficcional que los alberga a todos. Y estos son los tres matices del horror que Takabe (interpretado por Koji Yakusho) tiene que atravesar: como potencia latente (los libros), como efectividad (Mamiya), como huella indicial (el cortometraje) y tal vez debiéramos agregar como símbolo, el mono disecado. Y, principalmente, estos elementos se reflejan o toman expresión, esta vez, en el rostro del que indaga. Vale decir, si en los films anteriores de Kurosawa el enigma se centraba en los personajes interpretados por Aikawa (La venganza, Ojos de araña y El camino de la serpiente) y sólo tendían a expresar en su rostro una idea, Takabe frente al enigma se convierte en el lugar de las afecciones, agravado esta vez por la relación, casi de evolución paralela con los crímenes, con su esposa amnésica.
Ahora bien, en Cura esta afección toma un estatuto muy particular, ya que a diferencia de los films de horror hollywoodense donde abundan los efectos sonoros y ópticos directos sobre el público, en este film, la ausencia de efectos sonoros y ópticos directos hacen de la afección un elemento mediado siempre por la figura de Takabe (casi no existen ni música o sonidos extradiegéticos, ni tampoco efectos ópticos). Esta constante mediación del afecto convierte a Cura en un film ubicado más allá de las tecnologías del miedo que despliega Hollywood, y que intenta recuperar el relato en tanto que relato y el horror en tanto que horror. En este sentido, aunque el público sea el único testigo privilegiado de las tres primeras muertes, podríamos decir, que Cura no produce miedo, un miedo directo, sino que se limita a presentarlo como tal. Este miedo como presentación, intransferible de alguna manera, parece constituir, también, una de las originalidades de Cura.
En todos los films de Kurosawa, como un estigma utópico de salvación personal, está el indefectible deseo de viaje, de fuga, que unas veces conduce a la pesca cerca del mar (Ojos de araña), otras veces a un bosque cerca de la carretera (La venganza), al África (Apto para la vida), etc. El inspector Takabe también quisiera viajar, ir de vacaciones con su esposa. Sólo que en Cura, los dos únicos viajes que hace Takabe, en un autobús con rasgos fantásticos, lo llevan al hospital psiquiátrico donde interna a su esposa y al hospicio abandonado en donde se enfrenta a Mamiya, el asesino amnésico. De tal modo, este horizonte de reserva parece cerrarse en un círculo (ya en Ojos de araña, como si fuera el signo de una clausura, la violencia de ciudad de los yakuzas baña los paisajes naturales). Y así, al final, vence la paranoia, la indeterminación, la amnesia, y la contaminación se extiende silenciosamente.
La aparente salida de este círculo pesimista, Kurosawa parece encontrarla en Charisma, esta vez ubicando al protagonista Yabuike (Koji Yakusho), que parece una continuación del personaje de Cura, en un territorio natural, pero éste sólo encuentra caos y hombres en pugna alrededor de un árbol devastador. Esto parece ser una vuelta a un posible desenlace del itinerario de Kurosawa que avanza clausurando círculos: del espacio periférico, donde se acumulan los restos de la modernización, a la naturaleza. Al final del film se anuncia un retorno a la ciudad tecnólogica con luces y helicópteros. Habrá que esperar su obra siguiente, Vana ilusión , para constatar una nueva mutación de su complejo recorrido.
Choi, D. (2008). El autor como género, una poética de la contaminación , laFuga, 6. [Fecha de consulta: 2024-10-15] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/el-autor-como-genero-una-poetica-de-la-contaminacion/26