José Luis Torres Leiva es un director que a lo largo de su carrera cinematográfica se ha movido constantemente entre el documental y la ficción. Con El viento sabe que vuelvo a casa ha optado por situarse y quedarse en aquel espacio intermedio, generando una ficción que se relaciona directamente con la realidad. El dispositivo que utiliza es simple, y debido a esa simpleza, afloran la belleza del azar y las coincidencias, logrando construir un relato cargado de emociones “genuinas” provenientes del trabajo con la ficción como herramienta de aproximación a una comunidad y una historia.
La película se presenta como un documental sobre el proceso de búsqueda e investigación de otra película. Un cineasta, interpretado por Ignacio Agüero – quien por cierto se interpreta a sí mismo - viaja a Meulín, una isla del archipiélago de Chiloé, en busca de indicios que lo lleven a descubrir los orígenes de una historia que escuchó alguna vez sobre la isla. Esta historia -casi mito- cuenta que hace muchos años, dos jóvenes, pertenecientes a dos partes distintas de la isla, se enamoraron. Sus familias no consentían esta relación, por lo cual la joven pareja se escapó y desapareció de la isla. Ignacio Agüero recorre ambos sectores de Meulín – por un lado el sector sur, llamado El tránsito, donde históricamente ha vivido la población mestiza, y el sector norte, llamado San Francisco, donde se ha asentado la población indígena, mapuche- conversando con los habitantes de esta isla para profundizar en las relaciones (de rivalidad) históricas entre ambas partes y realizando “castings” con jóvenes para realizar la ficción que contaría esta historia.
La película es una película de procesos, que utiliza estos para llegar a una obra en forma de boceto, inacabada, donde cada uno de estos esbozos y búsquedas de sentido terminan por constituir la esencia del film: enfrentar la ficción con la realidad en pos de una realidad fílmica que nos traslade a un terreno cargado de verdades; una realidad más allá de la realidad.
Los mismos castings en escuelas donde jóvenes realizan variados tipos de presentaciones (cantos, bailes, interpretaciones, recitaciones) se nos presentan como pequeños fragmentos de ensayos procesuales para una obra que nunca veremos finalizada. Pero es precisamente a través de estos ensayos que nos aproximamos a la historia de la isla y a la concepción de esta historia en voz de jóvenes y adultos que han sido tocados por el pasado de manera directa o indirecta.
La historia de ficción que proponen tanto Torres Leiva como Agüero, provoca a la realidad. La provoca haciendo vibrar los cuerpos que habitan esta historia y este territorio de conflictos raciales y étnicos. Al mismo tiempo que se comporta provocativamente, la ficción se desvanece, se diluye en la realidad, llevándonos a comprender que la co-presencia de realidad y ficción es la forma que ambos directores prefieren para enfrentarse de manera honesta y cercana a las realidades y mundos que les parecen lejanos e incluso incomprensibles.
De la misma manera en que la joven pareja de la historia desaparece físicamente del territorio y metafóricamente de la memoria de este pueblo, la ficción -el artefacto y mecanismo cinematográfico- deviene en pretexto, y desaparece en la realidad que se les abalanza encima a los realizadores.
El acto de filmar el acto de filmar – que podría malinterpretarse como una sobre-utilización de lo metalingüístico del cine- termina por reducirse al simple acto de dialogar.
Un diálogo compuesto siempre por dos polos: el diálogo entre Agüero y la gente, el diálogo entre el sector norte y el sector sur, entre indígenas y mestizos, entre generaciones, entre el pasado y el presente, entre realidad y ficción, entre José Luis Torres Leiva y su film; un film de conversaciones, y por tanto un film de procesos.
Una conversación, una relación entre personas, siempre será un proceso mantenido en el tiempo –sean minutos o décadas- el cuál va mutando a lo largo de ese tiempo.
Los jóvenes que acuden a los castings y con los cuales Agüero conversa, tienen nociones de las rivalidades que han llevado a que la isla se divida en dos partes, pero ven estas rivalidades como un diálogo que ha avanzado y que ha pesar de que perduran, no comparten.
El viento sabe que vuelvo a casa es un honesto tratado del quehacer cinematográfico, que comprende y manifiesta una forma de hacer cine donde debe existir un intercambio entre partes. El cineasta debe saber que la realidad existe sin el cine, y que el cine necesita de esta realidad para existir; pero al mismo tiempo debe confiar en la ilusión de que el cine tiene la capacidad de generar, provocar y hacer surgir una nueva realidad que se sitúa en un espacio intermedio, aquel lugar por donde las cosas transitan: el lugar del diálogo.
Baus, M. (2017). El viento sabe que vuelvo a casa, laFuga, 19. [Fecha de consulta: 2024-10-15] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/el-viento-sabe-que-vuelvo-a-casa/817