La octava película de Pablo Larraín, transcurre en un Valparaíso de anti-postal, lejano a la imaginería clásica de los ascensores y los cerros pintorescos, y más cercano al neón. En esta ciudad B, la protagonista es Ema (Mariana Di Girólamo), una bailarina joven que sufre las consecuencias emocionales de haber devuelto a su hijo adoptivo, Polo, al SENAME. Su esposo Gastón, interpretado por Gael García es para Ema un “chancho estéril” en el que recae la culpa. Para él, la culpa es de ella: “tú lo tiraste por ahí”. Con diálogos hirientes premeditados, la película va dando cuenta del rebalse de una relación, y de la disolución de una familia. SENAME y divorcio claramente podrían ser sinónimo de un drama cinematográfico situado en Chile, pero Ema se va desmarcando de esto con sus particularidades visuales y sonoras: con la anti-moda de una protagonista de look sport teñida rubia; con la cadencia de un reggaetón estilizado (el neoperreo de Tomasa del Real mediado por la electrónica de Nicolás Jaar); con las coreografías de una pandilla de bailarinas-peluqueras; con el erotismo bisexual; y con el aparecer constante del fuego.
La película, desde el inicio, funciona por dosis. El guion, co-escrito por Larraín y los dramaturgos Guillermo Calderón y Alejandro Moreno, va desmadejando la información paulatinamente (Polo es un niño de 7 años, es colombiano, quemó la cara de la hermana de Ema, fue adoptado por otra familia), para acabar soltando el nudo: Ema, de acuerdo a un plan maquiavélico respaldado por las bailarinas, quiere recuperar a su hijo, acercándose emocional y sexualmente a sus nuevos padres adoptivos, interpretados por Santiago Cabrera y Paola Giannini. De paso, Ema busca una nueva familia.
Si retrocedemos un poco en la filmografía de Larraín, El Club (2015) daba una seña de cómo se conforma, se afiata y se tensa una familia no biológica, en ese caso constituida por un conjunto definido de curas criminales. En Ema, la familia también tiene un sentido múltiple y la película instala una pregunta por su constitución, y por la posibilidad de extenderla, de sacarla de lo sanguíneo, de sexualizarla, de destruirla, y de sacarla de la ley. Luego de la ruptura con Ema, Gastón, coreógrafo mexicano, dirige un ensayo en un gimnasio en donde un padre y su hijo chinchinero presentan su baile tradicional. Las tensiones son evidentes, y para destensar el momento de pelea y renuncia de bailarinas, Gastón recurre de forma explícita a la noción de familia: somos una pero, agrega, disfuncional. La compañía de bailarines es entonces entendida como tal, y se presenta orgánica desde el inicio de la película, en la coreografía de estilo contemporáneo que presentan. El baile, de esta forma, se entiende como lazo: en los chinchineros –un hijo que por osmosis aprende el oficio del padre–; en la compañía de Gastón, y también, en la nueva familia de baile reggaetonero que Ema forma con algunas de sus compañeras. Aquí, además, se agrega el factor del apoyo: “Si necesitai que cometamos un crimen, nos llamai”. Este gesto de unión femenina, eso sí, ya se había delineado antes, cuando la madre de Ema, le recuerda que, luego de que el padre las abandonara ella les prometió –a Ema y a sus otras 2 hijas– que nunca se separarían.
Si por un lado, el baile funciona como hilo conductor de una dinámica femenina familiar, en la medida que avanza la película, esta familia se va erotizando con encuentros sexuales entre las amigas. Por otro lado, el sexo es también la estrategia de Ema para acercarse a su hijo abandonado, por medio de las relaciones que va estableciendo con los nuevos padres, quienes son presentados como una versión bastante clásica de una familia chilena, con una madre abogada, un padre bombero, y un hastío frente a lo rutinario que se intuye.
El padre es bombero, y con su oficio se retoma el tema del fuego, presente desde el inicio de la película con Ema observando cómo se incendia un semáforo que quemó con un lanzallamas, y también en el inicio, con la presencia de una bola de fuego gigante que es la escenografía que acompaña la coreografía de apertura. La película, de esta forma, aunque de manera más errática, toma el fuego como otro hilo conductor, y a través de esta figura se va construyendo otra familia: una madre pirómana que quema por ocio de acuerdo a un claro perfil psicológico destructivo; un hijo adoptivo que, sin la mediación de la biología, hereda el trastorno llevándolo al límite de quemar a su tía; y un padre bombero, el que apaga.
En uno de los diálogos entre Ema y Gastón, ella le dice “Nunca me vas a dar un hijo de verdad”. El hijo verdadero, en cambio, se lo da el bombero. Aquí es cuando la película, y ya hacia el final, lleva al extremo la idea de la constitución de una neo-familia contemporánea chilena, con dos insólitas escenas finales: una reunión entre Ema embarazada y toda la familia extendida (su madre y hermanas, las amigas bailarinas, su esposo Gastón, los nuevos padres de Polo) contándoles sin ningún tipo de remordimiento cuál era el plan, cómo lo llevó a cabo y cómo fue exitoso. La otra escena es la de una especie de happy end familiar en torno a un desayuno, con Polo, sus madres, sus padres, y su nuevo hermano. El niño del SENAME encuentra una familia, y aquí es cuando vuelve a presentarte la tonalidad neutra con que la película se aproxima a una de las temáticas más sensibles de Chile, antes abordada con cierto tono humorístico en las intervenciones de Catalina Saavedra, aunque de todas formas se acusa la corrupción del organismo estatal. En este sentido, el tono más lúdico, pop, sexual, blondon y de neón de Ema, la distancia definitivamente de películas más crudas de Larraín (la trilogía política y El club, principalmente), mostrando a un director que, sobre todo desde No, pareciera reinventarse en cada entrega.
Vergara, X. (2020). Ema, laFuga, 23. [Fecha de consulta: 2024-11-12] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/ema/965