[Frase muletilla de Don Francisco en su programa Sábados Gigantes.]
Por años ha existido la idea de que el acto de asistir al cine es un acto social. Compartimos el espacio de la sala con otros espectadores -sean cuantos sean- y con ellos nos dejamos envolver por la película en cuestión. Ciertos aspectos de cortesía y etiqueta están involucrados, sobre todo relativos al ruido: la contradictoria lógica de esa etiqueta es ‘aceptamos estar todos juntos en esta sala exponiéndonos a esta pantalla iluminada, pero comportémonos como si de hecho no estuviéramos aquí’.
Lo interesante es que la mayoría de los cinéfilos devotos que conozco aborrecen la idea de una sala llena y prefieren dejarse caer en los multicines en horarios intempestivos. ‘Fui a la función de las 11.30 de la mañana un viernes y no había nadie, fue increíble’, es una frase de rigor.
Más allá del esnobismo implícito -o explícito- en tal aseveración, es curioso que el acto social del cine haya sido alguna vez tan alabado por críticos y directores cuando en el fondo es un accidente, un escollo extra-cinematográfico del cual tarde o temprano el medio va a librarse.
Porque lo es, de hecho: crecimos viendo películas en celuloide proyectadas en salas para quinientas personas no por un tema artístico, sino de costos. La maquinaria puesta en marcha es demasiado onerosa para que se justifique la existencia de salas privadas (salvo que sean microcines estatales o la legendaria sala subterránea de la mansión Kubrick).
El espectador de cine es un personaje siempre solitario. La supuesta comunión con los otros espectadores es un simple efecto colateral, como podría serlo la solidaridad entre los pasajeros del Transantiago o el patriotismo compartido de quienes asisten a la Parada Militar.
Para complicar más las cosas, mi generación de cinéfilos (yo nací en 1974) creció a caballo entre dos vías opuestas a la hora de ver películas: por un lado, las viejas salas hoy casi desaparecidas, donde rotaban los estrenos del mes junto al ocasional clásico y uno que otro producto softcore. Por el otro lado, la formación mutante que implicaba exponerse a horas y horas de películas dobladas, mal coloreadas y en formato 4:3 en la pantalla de un televisor.
El francés Serge Daney fue uno de los pocos críticos de su tiempo en darle un par de vueltas a la experiencia misma de mirar una película de cine en televisión y sacar conclusiones de ahí, en vez de demonizar el medio como ‘basura’ o ‘la muerte del cine’.
Como muchos otros -como la gran mayoría de mis compatriotas cinéfilos, me atrevería a decir- leí gran cantidad de textos y libros sobre películas clásicas años antes de tener acceso a ellas. Mi primera experiencia como espectador del cine de Hawks, Hitchcock, Welles y etc. fue en el extraño formato del VHS, donde los rojos y azules se reventaban y los ejércitos romanos de Anthony Mann metían apenas un poco más de ruido que los bañistas asustados de Tiburón (Steven Spielberg, 1975).
El auge de las multisalas, el cable y el DVD provocó varios fenómenos curiosos. Primero, escuchar por primera vez ciertas películas en una versión más cercana a la que pensaran sus directores: en el cable y el DVD habían versiones con audio original. Segundo, permitió poner a prueba (a veces con catastróficos resultados) las opiniones cuasi-sagradas de revistas como la Enfoque, cuyos artículos fueran tan atesorados en esa época pre-Internet. La Enfoque solía hablar maravillas de clásicos no disponibles en Chile o que pasaban fugazmente por la cartelera capitalina, como el caso de La soga (Alfred Hitchcock, 1948) en 1990.
Toparse por fin con esos títulos en el cable a fines de los noventa -y comprobar que en Chile, como en todos lados, la exageración bienintencionada puede ser una peste- fue en algunos casos un alivio. En otros un shock: ¿era en verdad Perdidos en la noche (John Schlesinger, 1969) esa peliculita de cuarto enjuague que nos hacía bostezar en Cinemax? ¿Ese era el imperdible clásico sesentero del que tanto hablaban?
Pero en tercer lugar, el fenómeno más complejo (al menos para mí) fue el relativo al formato de pantalla. Por razones obvias, las versiones para televisión de todas las películas de cine posteriores a los años 50 estaban ‘croppeadas’, como dicen los gringos. Se les habían cortado importantes secciones del plano para encajarlas en el formato casi cuadrado de la televisión. En ese formato mutilado vimos 2001: Odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), Superman (Richard Donner, 1978), La pandilla salvaje (Sam Peckimpah, 1968), los westerns de Leone, Atrapado sin salida (Milos Forman, 1975) e incluso -horror- Ben Hur (William Wyler, 1959).
Por razones que sólo entendí tiempo después, al ver las primeras versiones ‘corregidas’ de esos clásicos los sentí más fríos, más distantes. No me ‘emocionaban’ como la primera vez. ¿Me había hecho cínico tan rápido? No. Sólo era que el fullscreen televisivo, con su obvio énfasis en los primeros planos, el rostro humano y el nulo interés por la profundidad de campo, tendía a convertir incluso a la Metrópolis (1927) de Fritz Lang en un culebrón de media tarde.
Y por si eso fuera poco, cuando ya pensaba que las sorpresas que me aguardaban sólo estarían del otro lado de la pantalla, a principios del 2000 entré a trabajar en un sitio web de arriendo y venta de películas llamado Bazuca.com.
Como parte del equipo de redactores de la página, mi trabajo incluía editar los comentarios de los usuarios. En una acertada elección, se decidió seguir el esquema de Amazon.com y publicar tanto comentarios negativos como positivos, siempre y cuando siguieran reglas mínimas de ortografía y decoro (faltaban años para el blog, los mensajes de texto y su amor por la barbarie gramatical).
De todos los trabajos relativos a las películas que me han caído en el regazo en esta década, ninguno me ha deparado tantas sorpresas como el de la corrección de comentarios en el sitio. Al principio con los otros redactores leíamos los comentarios buscando a nuestros iguales. También identificábamos al ‘enemigo’: el mismo que había rayado con Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994), para luego aplaudir Casi famosos (Cameron Crowe, 2000), para después prenderle velas a Perdidos en Tokio (Sofia Coppola, 2003).
En ese tiempo -ese breve lapso antes que la descarga de películas y la importación de Zona 1 se hicieran masivas- todavía existía entre los cinéfilos que comentaban en el sitio (y también entre los usuarios regulares) la idea de que la exclusividad era deseable: una película que pocos habían visto era mucho más apetecible que una superproducción disponible en todas las comunas. La lógica Enfoque pervivía aún, sobre todo porque quienes escribíamos de este y del otro lado del web éramos en general personas formadas en la lectura de esa clase de revistas.
En menos de ocho años, las cosas cambiaron: nuestra generación de cinéfilos se batió en retirada (mi teoría es que se casaron, tuvieron hijos y perdieron todo interés en sentarse a ver películas que no fueran infantiles) y la mayoría de los comentaristas del sitio cambiaron de tono, moral y gustos.
De pronto Tarantino era un clásico, Scorsese y Kubrick los padres de la creación y Tarkovski un nombre esotérico que convenía citar, pero que en verdad nadie veía. Películas que yo consideraba mediocres o apenas tolerables, como el Drácula (1992) de Coppola, Vida de solteros (Cameron Crowe, 1992) o Cabo de miedo (Martin Scorsese, 1991) eran comentadas como obras maestras y joyas de un tiempo perdido. ¿Por qué? Porque habían sido estrenadas en la época en que esta nueva generación de cinéfilos comenzaba a asistir al cine.
Lo que pasaba, desde luego, era el tiempo. Como todo ser humano, yo siempre había tenido conciencia de que mi edad aumentaba y mi vejez se acercaba, pero, como todo cinéfilo, siempre había tenido la esperanza absurda de que los gustos de mi generación se mantendrían intocados: Tarantino nunca dejaría de ser un chanta ingeniosillo, en vez de convertirse en el gurú chatarra en que le han convertido la internet y YouTube.
Sin embargo, una sola cosa no ha cambiado y es lo que me parece el nexo entre mi formación mutante entre la televisión y el VHS y los cientos de comentarios virtuales que me ha tocado editar en estos años. Esa cosa es la innata modestia (¿o vergüenza?) tan cara a nuestra cultura nacional. Uno de los primeros problemas que tuvimos con los comentarios en Bazuca fue con una larga lista de comentarios positivos que nos olían sospechosamente a copias de alguna solapa o texto publicitario. Por ejemplo:
“Es otro día en Metrópolis, pero un villano bajo la tierra ha puesto en marcha una maligna estrategia para arruinar….”
“Haciendo gala de su ya reconocido talento y estilo, De Niro vuelve aquí a ofrecer una actuación monumental, que le valiera el premio de la Academia…”
“El genio analítico de Woody Allen brilla de nuevo en esta magnífica comedia de enredos, donde un grupo de personajes de la Gran Manzana intentan…”
Etc, etc.
Con el tiempo descubrimos -más bien, nos rendimos ante la evidencia- que la mayoría de esos comentarios eran originales y no plagios. Al menos no en el sentido clásico. Eran mensajes a través de los cuales espectadores reales opinaban sobre películas que de verdad les gustaban.
Y lo hacían con ese tono y lenguaje copiado de la publicidad porque -y esto es muy interesante, pero excede mi capacidad de análisis- esa les parecía la retórica adecuada para convencer a otros. No el estilo de la academia, el sentido común o la crítica de cine, sino la publicidad.
Muy distintos, por otro lado, eran los comentarios negativos de esos mismos usuarios. Entonces surgía el ‘Yo pienso, yo creo, yo aborrezco…’. Se les iba a la cresta la gramática y el adjetivo. Su mala leche se hacía torrencial o lapidaria. A la hora de lanzar una piedra contra el objeto de sus odios no necesitaban echar mano de ningún estilo ajeno.
Siguen siendo los mejores comentarios, los que más recuerdo. También, dato bizarro, son la mayoría. La proporción en esa época entre negativos y positivos era de cinco a uno a favor de los primeros. Puede ser lógico: la gente molesta tiende a necesitar vehículos de expresión para su furia con más urgencia que quienes se sienten satisfechos.
¿Por qué hablo de modestia en relación a esta historia y por qué veo un lazo entre tardes de cine y estos cientos de comentarios virtuales? Porque pienso que los chilenos somos cinéfilos y espectadores apocados, en secreto avergonzados por gente como Jonathan Rosenbaum o David Bordwell, que pontifican con naturalidad sobre sutilezas de widescreen, sobre la calidad de una copia restaurada de True Colours (Herbert Ross, 1991), sobre cómo la nueva remezcla del DVD de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) arruinó el audio mono original.
Conocemos lo inestable de nuestros fundamentos, lo precario de nuestra formación. Salvo situaciones particulares (familia en el exilio, padre crítico de cine o ingresos millonarios) vimos más televisión que celuloide hasta hace pocos años y muchas películas se nos pusieron a tiro años después de sus estrenos mundiales. Chile, es decir, lejos, como escribiera Raúl Ruiz. Por eso a la hora de defender una preferencia pretendemos fingir objetividad, aunque sólo sea la objetividad bastarda y chillona del folleto de estrenos del mes.
Pero -y esto es lo que me emociona- a la hora de caerle con el hacha a una película que consideramos basura, tanta modestia no basta y se nos sale el carapintada justiciero. Y vociferamos y golpeamos la mesa y lo que nos falta en coherencia nos sobra en energía. Puede que no seamos grandes académicos y que no nos hayamos formado en ciclos de copias de 70 mm en un museo de Manhattan, ni leyendo a Godard en francés, pero nadie nos va a venir a meter el dedo en la boca. Ni con una camionada de Oscares ni con un premio ignoto del Festival de Cine Social de Turquía.
No, señor.
Villalobos, D. (2008). Entre el video-club y la sala VIP, laFuga, 8. [Fecha de consulta: 2024-12-02] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/entre-el-video-club-y-la-sala-vip/334