La primera consignación que habría que hacer al libro que Pablo Marín publicó en torno al Nuevo Cine Chileno es que logra sortear una dificultad esencial: levantar una nueva mirada a lo largo de uno de los períodos en la historia del audiovisual local del que más se ha escrito desde dentro y fuera de la academia.
Imaginémonos el Caos. Cine, cultura y revolución en Chile, 1967-1973, tiene su origen en la tesis de magíster del autor en torno a las consideraciones políticas y pragmáticas en torno a la redacción del Manifiesto de los Cineastas de la Unidad Popular, hacia fines de 1970. Las ideas en torno a ese manifiesto son el principal vector que organiza, si bien no específicamente la estructura global del texto, sí al menos su motivación esencial: indagar en las relaciones entre algunas de las películas chilenas de ficción realizadas en ese período y sus posibles alineamientos con algo parecido a un programa teórico-práctico para la producción cinematográfica en esos intensos y productivos años.
La primera conclusión que ya empieza a imponerse en las primeras páginas del texto el desencuentro perceptible entre los filmes analizados en el período y las ideas y consignas que movilizaron la acción política de la Unidad Popular y de sus partidarios. En tanto propósito y pregunta, este objetivo funciona mejor como una sospecha inicial que permite desplegar otras coordenadas y aproximarse tanto a las premisas ideológicas alojadas en los filmes como a la coherencia de las distintas visiones políticas identificables en la órbita de la administración allendista.
Desde el punto de vista de sus necesidades de indagación, el texto de Pablo Marín logra desgajar las reflexiones en torno al proceso creativo del cine local durante los años de la Unidad Popular y situarlas en el contexto de una posible política cultural, permitiendo entender el proceso cinematográfico chileno como un trayecto de búsquedas, de contradicciones, de embotellamientos teóricos y de desfases persistentes respecto del caudaloso itinerario del proyecto político socialista. Es un recorrido zigzagueante que el autor organiza a partir duna veintena de entrevistas, de revisión de archivos, prensa de la época y, además, del análisis de un puñado de filmes que parecen ser claves para la comprensión de esos años.
El libro está dividido en cinco partes, las mismas aproximaciones temáticas y conceptuales con las que Marín atraviesa el período: los manifiestos, la juventud, la revolución, las distancias y cercanías en los proyectos cinematográficos de Ruiz y Littin y un epilogo que aborda experiencias individuales y cotidianas durante el período.
Aunque la estructura del libro no suscribe una progresión argumentativa que obligue a leerlo de manera lineal, el primer segmento establece una suerte de campo semántico que se irradia en los siguientes. En su retorno a las vicisitudes en la redacción del Manifiesto de los Cineastas de la Unidad Popular y en los desfases de sus versiones publicadas, el texto traza la aproximación analítica de los filmes hacia un fuera de campo ideológico para poner en tensión no sólo la pertinencia discursiva de ciertas películas, sino específicamente su virtual independencia de un proyecto político-ideológico aún difuso en sus delimitaciones y certezas.
Situado el origen en el contexto ansiosamente categórico de la moda de los manifiestos cinematográficos -que el texto evoca desde la ingenuidad de Ricciotto Canudo en 1911 y que recapitula a partir del incendiario Free Cinema de mediados de los cincuenta-, el libro aborda el texto redactado en 1970 como apoyo del sector a la candidatura de Salvador Allende a partir su incierta coyuntura, origen y propósito y, particularmente, a la luz de su valor real valor como marco de referencia posible para el cine realizado hasta el 11 de septiembre de 1973.
La pregunta por los eventuales lazos programáticos entre el proyecto ideológico de la Unidad Popular y la producción de los cineastas que en ese minuto adscribieron a la izquierda sobrevuela el resto del libro. Desde ahí Marín despliega una pesquisa que funciona como una interrogante persistente que, más que llevar a una respuesta, propone una manera de pensar las relaciones entre historia y cine, entre las necesidades coyunturales y los procesos creativos, entre la sumisión ideológica y las discrepancias individuales en torno a la cohesión del proyecto socialista levantado desde la UP.
En función del objetivo de sus propósitos, este no es un texto de análisis fílmico propiamente tal, en tanto su aproximación a las obras funciona mejor como un punto de partida, un guiño hacia asuntos que los filmes que comparecen en el texto parecieran inicialmente adscribir y, al mismo tiempo, desconocer y refutar, confirmando en su propia dialéctica su autonomía de cualquiera definición programática.
A través de las tensiones entre la base y la elite consignadas en Esperando a Godoy (1973-2024) -suerte de filme de egreso que comenzaron a filmar hacia fines de 1972 los jóvenes alumnos de la EAC Rodrigo González, Arturo Navarro y Cristián Sánchez-, el libro advierte en su presentación la clara conciencia cinematográfica de esos años sobre la distancia entre la cúpula intelectual de poetas al servicio del partido y la realidad práctica de la clase obrera como ente depositario.
La segunda parte del volumen se ancla de una discusión entre hijos y padres en Voto + fusil (1971), de Helvio Soto, para abordar un concepto transversal a la idea misma de revolución: el culto a la juventud como su esencialidad completa, como sinónimo y metonimia exacta de su potencial radicalidad de izquierda. La puesta en duda de la vía electoral en consonancia con el auge de la praxis política del MIR -movimiento juvenil por excelencia-, están en el centro de este razonamiento, pero también el hippismo reaccionario de Piedra Roja, que Carlos Flores retrató en Descomedidos y Chascones (1973) -además de Ruiz, brevemente, en Palomita Blanca-, otro de los filmes del que el texto se hace cargo.
A través de La tierra prometida (1973), proyecto épico que Miguel Littin alcanzó a terminar pero no a estrenar en Chile, el texto revisa los alcances y escollos de la vía revolucionaria chilena, partiendo por la idea de la toma del poder, la influencia del Che en ese cometido y, por cierto en el vuelco en el significado simbólico del filme -finalmente estrenado fuera de Chile-, que derivó desde la epopeya del alzamiento contra el opresor a la metáfora de la tragedia allendista luego del Golpe de Estado.
El análisis de este filme y de otros -como Queridos compañeros (1973-1977), de Pablo de la Barra-, permite poner en situación las tensiones internas de la UP, desgarrada entre un ala reformista y un ala revolucionaria radicalizada y, por cierto, la naturaleza del proceso autóctono en la construcción de una idea revolucionaria a lo largo de la historia de Chile.
Parte de esas diferencias de énfasis, de análisis político y de convencimiento sobre la conducción allendista del gobierno se sintetizan, concretamente, en el capítulo Littin/Ruiz: Vías Revolucionarias. No es sólo una puesta en situación, desde una perspectiva histórico-hermenéutica, de los modos opuestos con que ambos cineastas entendían el cine, sino de situarlos también en relación con los roles específicos que los dos tuvieron en las esferas del gobierno de la UP, el primero como primer presidente de Chile Films durante la administración de Allende, pero sin militancia concreta y, el segundo, con un perfil mucho más reservado en la estructura cupular del Partido Socialista.
El capítulo repasa las trayectorias políticas de Miguel Littin y Raúl Ruiz en un contrapunto sutil entre sus estilos y miradas cinematográficas virtualmente enfrentadas, desmitificando errores persistentes, como la eventual enemistad entre ambos, y retomando en ese recorrido trabajos como Compañero presidente (1971) y -desde otro orden- La tierra prometida, en el caso del primero, y de La colonia penal (1970), Ahora te vamos a llamar hermano (1971), Palomita blanca (1973-1992), El realismo socialista (1973-2023) y Diálogos de exiliados (1974), entre otras, en el caso del segundo.
En cierto modo, el corazón del libro está en esta puesta en relación de dos formas estéticas que son también vías de operar políticamente y de plegarse al proceso. El texto permite imbricar ambas líneas, dejando claro que sus trayectorias podían alejarse, cruzarse y sólo eventualmente coincidir. Una de las muchas cosas que este libro hace es precisamente reinsertar lo político en la materialidad constitutiva de la obra, sin ser exhaustivo tampoco en ese aspecto, pero sí advirtiendo la necesidad de un análisis que supere la más habitual aproximación formal o temática, aunque sea para evidenciar las reciprocidad inevitable entre la obra y su medio.
El propósito, en parte oculto, de tomar los filmes como reflejo (y también producto) de una época, adquiere una dimensión subjetiva y explícita en el último segmento del texto -Sobre usos y prácticas- que, por su autonomía, perfectamente podría ser parte de otro libro, porque en él su trayecto se desvía violentamente para insertar una serie de testimonios, medianamente anónimos, que intentan retratar la cotidianidad del Chile de Allende a partir del ejercicio de memoria de un día cualquiera, una fecha totalmente arbitraria pero concreta: 1 de agosto de 1971.
Las rutinas de desplazamiento, la relación con el trabajo, las influencias literarias y los gustos culturales, las marchas y la vida en la calle y las vicisitudes de la producción cinematográfica chilena aparecen acá como un refuerzo a esa dimensión histórica subjetiva que el texto busca enfatizar no sólo como búsqueda, sino también como metodología, asumiendo responsablemente su arbitrariedad y el eventual riesgo que ello implica como levantamiento de evidencia sobre el pasado.
Blanco, F. (2024). Imaginémonos el Caos. Cine, cultura y revolución en Chile, 1967-1973, laFuga, 28. [Fecha de consulta: 2025-02-19] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/imaginemonos-el-caos-cine-cultura-y-revolucion-en-chile-1967-1973/1231