El joven cuerpo de Myriem Roussel es contemplado por un hombre, y una cámara. El hombre quiere al menos tocarlo, una vez aceptado el hecho de que no podrá penetrarlo. Al hombre le es natural el deseo de ir más allá de esa superficie rutilante, ese Templo de Piel. A la cámara le pasa algo parecido, pero diferente. “¿Qué quiere el cine? Todo ¿Qué puede? Algo”. Nunca una cámara habrá tocado un cuerpo, nunca habrá tocado la carne. Las cámaras solo tocan luz. El cine o la aventura de la luz, que de tocar, ella sí privilegiada, el cuerpo, pasa a quedar impresa en el celuloide, atrapada como las polillas de Stan Brakhage. Para ello, la cámara no penetra a Myriem, Myriem penetra la cámara. El cine, ese arte donde los hombres son penetrados por las mujeres.
Sabemos que un leve revés en la pre-producción de Adiós al lenguaje fue el descubrimiento de que Zoe Bruneau se había depilado el pubis 1Y al láser, encima. Lo cuenta la actriz en su diario de rodaje, En attendant Godard, Editions Maurice Nadeau, 2014, pp. 30-31, pero también Paulino Viota en Jean-Luc Godard. 60 años insumiso, Athenaica, 2022, p. 401. . El vello púbico será una de las diferencias entre las dos mujeres de la película, explicitada en uno de los diálogos. La mujer de la primera parte, “La naturaleza”, lo tiene, la de “La metáfora” no. “Ya no hay bosque”, dice el hombre. Estas palabras se vinculan a otras: «los antiguos apaches de la tribu de los chiricaua llamaban al mundo “el bosque”». O también: “Mostrar un bosque: fácil. Pero mostrar una habitación con un bosque cerca: difícil”.
Es célebre el sexo visible del cuerpo tendido de Myriem Roussel, la Virgen María, filmado por un Godard que deseaba penetrarlo tanto como José. Aunque de nuevo hay una diferencia: Godard ya lo había hecho, y sabía que nunca más volvería a hacerlo. Jean-Luc sabía mejor que José lo que esas imágenes no mostraban, lo que quedaría para siempre vedado. Sabía, con alta precisión, la envergadura de la prohibición sagrada, y, más que sagrada, cinematográfica: el cine, como la mirada, no puede penetrar los cuerpos. Arte de la mirada si acaso penetrada, nunca penetrante, arte de la superficie (aunque a qué nos abre todo arte, si no es a la profundidad de las superficies).
El vello púbico mismo de la Virgen nos recuerda esta prohibición. Pues en el mundo donde existe el vello púbico no puede decirse que veamos el sexo de la Virgen, por mucho que mil millones de católicos no puedan estar equivocados. Cualquier adolescente que viera pornografía en los viejos tiempos tenía bien claro que el vello púbico femenino se podía contemplar en muchas películas, pero el sexo, no. El vello púbico no es el sexo, es lo que lo oculta, protege, incluso. Es el bosque que no deja ver… no ya los árboles, sino el mundo, o el origen del mundo (y Godard diría más tarde que “en el amor lo importante es buscar el origen” 2Citado en Viota, 188. ). La erradicación generalizada del vello púbico en las últimas décadas podría tener, entre otras funciones, la de convertir a los cuerpos en evidente (es decir, visualmente) penetrables. Las razones pueden ser múltiples, de la proliferación del sexo oral que supongo haya tenido lugar en las últimas décadas (aunque esto acaso sea más bien síntoma… por cierto, Je vous salue, Marie concluye con una brutal e hiper-sexualizada boca abierta, órgano complejo devenido puro hueco), a lo que podríamos caracterizar como la mística heterosexual por excelencia: la infinita penetrabilidad del ser. Podríamos aventurar otra: una mirada que, incapaz de aceptar la propia y consustancial impotentia coeundi, resuelve una nueva estrategia: crear una exterioridad acorde a sus propios interiores, rellenar la imagen ajena con la nuestra, crear al fin un mundo que concuerde por completo con nuestros deseos.
Godard y Daney llamaron a esta estrategia: “audiovisual”. Y en la redirección de su trabajo tras la ruptura con la política (más o menos) activa, establecerán la misión del cine como la de resistir a su envite salvaje 3Aunque Godard nos recordará, en este mismo siglo, que «decimos que los hechos hablan por sí mismos, pero Céline dijo: “ay, no por mucho tiempo”. Y lo decía ya en 1936. Porque ya el campo del texto había recubierto el campo de la visión» (Nôtre musique, 2004). . El cine custodio de la realidad, guardián, protector, guardaespaldas, niñera. El cine se hace con las cosas, se hace con las manos; el audiovisual devora, deglute y sustituye mediante un acto que se diría inmaterial. El cine es la mirada amante que hace de la distancia caricia, del silencio oro; el audiovisual es la penetración que quizás supo retratar como nadie Fellini en Roma (1972): esas pinturas ocultas que el aire borra, esas imágenes que el tiempo devolvió a la virginidad y que se esfuman para siempre al re-emerger a lo visible, la invisibilidad conditio sine qua non de la imagen. El cine es el arte que muestra lo visible en lo invisible y lo invisible en lo visible. El principio del cine: ir hacia la luz, y dirigirla hacia nuestra noche. Pero no para iluminarla. El arte existe a condición de este maridaje imposible: la luz y la noche deben encontrarse, brillar juntos, unidos, a su manera única e imposible tanto de intercambiar como de mezclar.
No es raro así el matrimonio de Godard con Mao Tse-Tung (en efigie, claro está: Gorin), siempre y cuando no olvidemos que “el antagonismo es una forma, pero no la única, de la lucha de los contrarios” 4Mao Tse-Tung, Escritos filosóficos, Jucar, 1977, p. 65. y que una imagen solo puede ser fuerte a condición de que “la solidaridad de las ideas sea lejana y justa” 5Pierre Reverdy citado por Viota, La herencia del cine, Ediciones Asimétricas, 2019, p. 159. La dialéctica materialista, que no solo es pensamiento sino también forma, un ejercicio de montaje, una estructura, un ritmo, una cadencia, inaugura la auto-conciencia del signo godardiano: nunca una unidad entre significante y significado, antes bien espacio imantado, magnético, generado por la distancia justa entre ambos (justa, es decir: adecuada para establecer una identidad e insuficiente para asegurarla; es por eso que Godard es un cineasta más metafórico que metonímico, como demuestra su despreocupación por la función denotativa de la forma).
En todo caso, para el Godard de los años Mao la imagen es un peligro a conjurar. El cineasta más famoso y explosivo del mundo, el poeta de la juventud, de la invención constante y salvaje, de los mil peldaños de las mil escaleras, renunciaba a la belleza, a la poesía, a la magia de las imágenes en favor de un adelgazamiento, un aplanamiento de estas tan heredero como enemigo de Bresson, ligado a una intensificación de la banda de sonido, la palabra destacadamente. El cine se vuelve hacia su propia opacidad (la realidad del reflejo) y configura y limita sus poderes en torno a los de un discurso que permita regular el peligroso canto de la sirena de la representación y seducción cinematográficas.
Este modo de relación será distinto cuando la palabra maoísta (el pensamiento que forma, claro que a condición de ser él mismo forma) se sustituya por la severa y amante interrogación de Anne-Marie Miéville. Desde ese momento, el silencio de la imagen, esa ilimitada capacidad de proliferación aparentemente libre pero mercenaria del mejor postor, esa imagen necesitada de intensiva doma textual, discursiva, teórica, para dominar su irresistible poder seductor, esa impotencia de la imagen para la significación, renacerá como su mayor potencia. Entonces, el Godard que entendía que la imagen de un sexo era o aburrida o criminal pasa a ser el que entiende que el cine puede mostrar de verdad un sexo a condición de mostrar la dimensión en que este es radicalmente impenetrable.
El cuerpo, tan infinitamente apetecible como intocable, de María, mantiene la mirada casta de Godard aliada a la erótica. Y por supuesto a la religiosa, que quizás haya sido sobre-dimensionada, aunque no puede negarse su sincronía con el retorno de lo sagrado en la intelectualidad europea de ese tiempo, el primero de la historia humana en endosar el adjetivo “nuevo” a todo movimiento de retirada, rendición e incluso (y sobre todo) paso a las filas renegadas. Pero los triunfos godardianos siempre van aliados con fracasos. Pues lo dicho no convierte al cine sino en un acto de resistencia (la nueva palabra mágica); y la resistencia, por muy estupendos que queramos ponernos, es hija del fracaso. Y cuánto más esta, que no implica lucha alguna de retaguardia, como mucho algo de asistencia farmacéutica, y por la que la intelectualidad occidental se rindió antes incluso de ser derrotada para poder al fin dejar de pensar en el trabajo, en el dinero y en la organización colectiva y dedicarse a cosas más agradables como el Otro, el Acontecimiento, la Memoria y otros ángeles de la historia idóneos para los cuidados paliativos recetados por la “nueva” intelligentsia. Al contrario, siempre honesto, a la parte de Sauve qui peut (la vie) (1980) dedicada a sí mismo, Godard la titulará “el miedo”.
Cinco años más tarde, de José le interesa ante todo una pregunta: ¿Por qué no penetrar? ¿por qué no tocar? ¿por qué no? Hay que recordar la respuesta del siempre brutal San Gabriel: “¡Porque sí! ¡Porque es la ley!”. Imposible no observar en Je vous salue, Marie que la ley divina prohíbe incluso que la propia María penetre su cuerpo; imposible no advertir pues que la ley divina es otra ley masculina que aliena a la propia mujer de su propio cuerpo en favor de una maternidad absoluta que no es otra cosa que la reproducción del interior masculino en el femenino (María llega incluso a afirmar, en la cúspide de su muy físico delirio, que Dios es un vampiro); imposible no advertir asimismo que ningún interés, ninguna virtud encontrará más tarde la película en el ejercicio de la maternidad. No hay felicidad en la maternidad mariana, solo una profesional subyugación.
Zoe Bruneau nos habla del rodaje de un plano en que ella fuma, con el rostro sobre sus rodillas6En Bruneau, pp. 109-110, y Viota, Godard, p. 415. Al comentarlo, Viota, quizás por su insistencia en comparar Adiós al lenguaje con Prénom: Carmen (1983), olvida que existe uno muy parecido en Je vous salue, Marie (aunque en esta, vaya por Dios, las piernas están abiertas). Razones no faltan para el olvido: Adiós al lenguaje es en efecto el retorno al tema amoroso ausente desde Elogio del amor (2001), o al erótico desde bastante antes aún, pero los vínculos con Je vous salue, Marie son demasiado llamativos. En ambos se trata de la historia de una pareja, entreverada con constantes irrupciones de imágenes de la naturaleza, y una pregunta sobre la maternidad, respondida en la obra más reciente de una manera muy distinta: “un niño todavía no; si quieres, un perro”. Bien al contrario, el José de Je vous salue, Marie tiene desde el principio un perro como acompañante (a quien por supuesto el cineasta dedica un hermoso primer plano) que desaparecerá completamente una vez aceptada la ley divina, el cuerpo no mancillable de María y su paternidad, postiza amén de nada feliz. La pareja de Adiós al lenguaje también está asediada por una ley masculina, externa y trascendente: la del banquero alemán, esposo de la mujer; el amante de esta, por tanto, rompe la ley, y se mete donde no le llaman (no le llama, obviamente, el banquero, pero tampoco parece hacerlo la mujer a cuyo servicio él, sin embargo, se pone; de hecho, la más obvia correspondencia con Prénom: Carmen es la escena de la ducha donde ella rechaza el asalto sexual de él). La desnudez prohibida del film religioso deviene aquí constante: el animal no está desnudo porque está desnudo, nos dice una cita de Derrida7Para las referencias empleadas en la película, vid. Ted Fendt, “Adieu au langage -A Works Cited”https://mubi.com/es/notebook/posts/adieu-au-langage-goodbye-to-language-a-works-cited, y los humanos son presentados en igual condición, en un parcial, por tanto, “estado de naturaleza”.
Dios no aparece en Je vous salue, Marie. Uno no conoce a la CNN, solo a sus emisarios. Sí comparece la naturaleza, una serie entera de imágenes naturales culminantes en varios animales, uno de ellos el propio niño Jesús, ya nacido pero para crecer enseguida, tomar voz, quitar y dar nombres. Una aparición así de intensa, constante y autónoma de la naturaleza en el cine de Godard solo podemos encontrarla en, en efecto, Adiós al lenguaje. Pero los planos son muy diferentes: allí prístinos, inmóviles o abiertos a la movilidad del mundo, firmes, fijos, suntuosos; aquí, reina la movilidad, la imagen torcida del móvil o diminuta cámara digital en mano, la manipulación constante de colores, texturas y velocidades. Son un tipo de imágenes solo vistas antes en Film: Socialisme (2010), pero en el interior del trasatlántico, con un uso muy puntual, localizado y antagónico a las imágenes sólidas, también presentes, de la naturaleza. El cineasta de 1983 se había aliado a las Bellas Artes en su búsqueda de una imagen fuerte, abierta en la medida en que es cerrada, tanto más centrífuga cuanto más centrípeta. La movilidad de la cámara se reduce casi por completo, y por supuesto el temblor de la mano, el desequilibrio, están completamente ausentes, pulso prohibido. El cine custodio de la realidad precisa aliarse a una estética de la excepcionalidad, instaurar una diferencia, una distancia, un equilibrio, una imagen que guarde en su seno, intacto, el secreto del mundo.
Adiós al lenguaje es pura estética del mancillamiento. Film: Socialisme lo era, pero las imágenes de los móviles eran imágenes del infierno. Neta y claramente. Las de Adiós al lenguaje son otra cosa. La naturaleza es el reino de Roxy, Roxy que corretea por los caminos, se restriega sobre las plantas o el hielo en imágenes que, salvo por el color, podrían haber salido de un diario de Jonas Mekas (y mayor anatema nunca lo hubo en la obra godardiana). Roxy que muere cuando la atan a un embarcadero. Roxy que, por cierto, está entre medias de una pareja que discute como lo estaba la María de El libro de María, el cortometraje de Anne-Marie Miéville que antecede a Je vous salue, Marie. ¿No se pasa Godard media película intentando ver el mundo desde los ojos del perro? El cine no es el reino de las imágenes sino de lo que hacemos con ellas, como bien sabe Godard, ese teórico del montaje. Como ya se intuía en la rabiosa Film: Socialisme, la película donde el cineasta melancólico se da cuenta de que la Historia no ha terminado, la película donde vuelve a escuchar sonidos procedentes del futuro (obviamente, se trata de disparos) aunque aún no se desperece del ángel de la historia… como ya se intuía entonces, Godard encontró un modo de lanzarse al bosque del audiovisual. Las imágenes deformes, trastornadas, pobres, feas, ya no son el síntoma definitivo de la destrucción del mundo a manos del audiovisual (cosa que indudablemente son) sino la posibilidad de encontrar ojos nuevos, la vía para acceder a una percepción otra (cosa que indudablemente son). Como Marker hiciera con los de un gato, para ello Godard no se sube a los lomos del gran arte, no se sube a los de Dios: se sube a los de un perro. Y de pronto pareciera hacerse cargo de aquella célebre propuesta que un día hiciera Stan Brakhage:
«Imaginen un mundo anterior a “en el comienzo fue la palabra”».
García López, R. (2024). Impotencia del cine, laFuga, 28. [Fecha de consulta: 2025-02-19] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/impotencia-del-cine/1217