Kiltro se sitúa en el campo de la mera entretención, apelando a los deseos y emociones del espectador, asumiendo o ajustando los modelos extranjeros –norteamericanos, orientales y pastiches intermedios- para re crear, a través de imágenes importadas, manipuladas, idealizadas, un retrato de nuestro entorno y nuestro subjetivo imaginario. Desde esa perspectiva, la primera película de artes marciales chilena es un relato donde los códigos del género –proceso de aprendizaje del héroe, escenas de acción- conviven con el melodrama, la comedia romántica y un humor autoconciente que constantemente subvierte las convenciones de la narración. Es decir, un híbrido como el mismo nombre nos advierte.
Sin intentar buscar complejidades narrativas o estéticas, porque no va al caso hacerlo, Kiltro se instala en el mercado nacional como una empresa que pretende divertir –y dependiendo de la disposición del público, lo logra- que se toma lo suficientemente en serio como para reírse de sí misma, que se ocupa de los pequeños detalles: que las escenas de lucha sean al mismo tiempo espectaculares y verosímiles, que la banda sonora comente sobre las acciones de los personajes llevando nuestra atención de la mano, que las locaciones sean acordes a los estados de ánimo, a través de una correcta fotografía y puesta en escena.
Sin las ruidosas estrategias de marketing de Fuga (la película), ni con el conjunto de premios obtenidos en el circuito de festivales de La sagrada familia, Kiltro se hace presente desde un perfil bajo y logra consolidarse apelando a un mercado que parece ser más amplio que lo que se pudiera prever a simple vista (lo usuales espectadores de un cine de artes marciales). Y lo hace de un modo ambicioso, desmarcándose de todos lo trabajos cinematográficos locales del último par de años. Y es que el punto de partida de este logro está en la honestidad, en un proceso de observación donde todo lo observado está a la vista, no intenta engañarnos, no aparenta, simplemente reconstruye las fórmulas de otros cines y géneros, y de paso, recrea a esa sociedad mixta que habita Santiago dentro y fuera de la comuna de Recoleta, proponiendo estéticas propias, colores locales; apropiándose de una ciudad y un desierto desconocidos de esta forma por nuestro cine hasta ahora.
Filmada en un Patronato contaminado y cubierto de graffitis, la historia se centra en un héroe de andar tontorrón, Marko Zaror (el doble de ‘La Roca’ y productor de la película) y una bella colegiala mitad árabe y mitad coreana. Entre atardeceres rojizos el héroe debe emprender un viaje de transformación y aprendizaje, mientras los que se quedan, van armando una historia que toma ribetes de amor, venganza y muerte en manos se personajes secundarios (ahí entran Luis Alarcón, Alejandro Castillo, Ximena Rivas). Es un camino que aunque a ratos se aletarga, se torna demasiado evidente e ingenuo en sus explicaciones y gestos, luego y sin aviso nos sacude gracias a pequeños sarcasmos, golpes de humor.
Reciclando argumentos y fórmulas de veintenas de otras cintas (resuenan sobre todo Bruce Lee, Tarantino y el spaguetti Western de Leone), el producto final es una mixtura de lugares comunes, facturas y técnicas cuyo resultado es –citando a un probablemente disgustado Bazin- una mayonesa que cuaja: Las prácticas erráticas de nuestro héroe van constituyendo una obra que evidencia sus orígenes cinéfilos (cinefilia que toma sus orígenes en un cine b) y los inserta, con destreza, en espacios propiamente chilenos.
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Urrutia, C. (2005). Kiltro , laFuga, 1. [Fecha de consulta: 2024-10-11] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/kiltro/141