Desde sus créditos iniciales el King Kong (2005) de Peter Jackson se muestra como lo que realmente es. No es un remake que busca lucrar con los ojos “no iniciados” de la gran masa consumidora adolescente (como lo son toda la ola de nuevas películas de terror basadas en éxitos de los setenta y anteriores), ni una “reformulación” ( re-imagining le llaman los anglos) de alguna historia clásica con nuevos bríos dudosos como lo es el nefasto Planeta de los simios (2001) de Tim Burton, ni tampoco una simple puesta al día innecesaria de alguna vaca sagrada, como la onanista Psicosis (1998) de Gus Van Sant. No, Peter Jackson está simplemente redactando una carísima y vistosa carta de amor a todo el cine que despertó en él las más irracionales fantasías cuando era un niño, y lo que para él representa el visionado del King Kong (1933) de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack.
Pensar en el impacto que esta obra pudo causar en su tiempo (no digamos a los ojos de un niño) es algo a lo que sólo podemos acceder mediante la especulación: Imaginemos una época sin revistas especializadas, sin estratégicas campañas publicitarias, sin Internet, sin televisión por cable, sin “making of”s rotando las veinticuatro horas del día no sólo en nuestros televisores sino también en los omnipresentes monitores de malls, paseos peatonales, multicines y hasta el metro. Las luces se apagan en la sala de cine y llegamos a una isla donde habita una criatura única, indescriptible y procedente de un mundo que no es el nuestro. Sus movimientos son extraños, poco naturales pero completos. No es un hombre disfrazado, no es un muñeco al que se le puedan ver los hilos. Es simplemente una creación que nos pone los pelos de punta y nos hace hundirnos en el asiento esperando que la pobre rubia no sucumba bajo el peso de sus fauces monstruosas. Lo que hoy conocemos familiarmente como técnica de animación cuadro a cuadro ( stop-motion animation ) en ese entonces no era más que una ocurrencia arriesgada por parte de artesanos visionarios, que sin querer, inauguraron con su esfuerzo colectivo un cine que explotaba cabalmente sus virtudes en favor del libertino espectáculo y la despreocupada fantasía, y que como Méliès un par de décadas antes, apelaba a aquella zona más ingenua y niña dentro de los espectadores, aquella más sensible al alevoso estímulo de la pantalla grande, la impoluta capacidad de asombro.
Hoy el King Kong animado arranca carcajadas arrogantes por parte de los espectadores (mal) acostumbrados al hiper realismo. Los gritos de horror de la desamparada Fay Wray son acompañados por dedos burlescos que apuntan a los evidentes recortes de la composición, y toda esa fantasía inocente que alguna vez bombardeó al globo ocular colectivo se transforma en un invencible (e inexplicable) orgullo por la superioridad técnica de la era digital. Sin embargo, ese asombro inicial permanece intacto en la memoria de Peter Jackson, y su cinta busca sin duda apelar a esa fantasía ingenua, a ese goce infantil y desinformado que no pinta nada con prejuicios ni lo filtra con excesiva contemplación hacia lo que se está viendo… Y quien argumente que la estampida de dinosaurios se ve “falsa”, que el ataque de los insectos gigantes fue “musho”, o que la elipsis (en que se omite el cómo sacaron al simio de la isla) es una “estafa”, bueno, simplemente no entendió el chiste.
Si la película está ambientada en ese dorado y luminoso 1933 es por algo. La voz narradora de Peter Jackson busca los oídos vírgenes de espectadores detenidos en el tiempo. Sus enormes secuencias de acción parecen diseñadas por un niño de nueve años que acumula juguetes en el patio trasero y que se las ingenia para incluirlos todos en la misma aventura: los dinosaurios, la barbie, el tanque, las arañas gigantes, el barco, el mono y el caos. Su aventura se niega a rendirle pleitesía a los más de setenta años de desarrollo del guión cinematográfico y a lo que por madurez (¿cansancio, aburrimiento?) se considera hoy inaceptable. Peter Jackson sabe que ese tipo de innovaciones matarían a King Kong más rápido que cualquier flota de biplanos, asesinato por lo demás ya perpetrado en la versión protagonizada por Jessica Lange ( King Kong, 1976, dirigida por John Guillermin ) , experiencia perturbadora por donde se la mire, ya sea por el exceso de explicaciones con la que se pobló una historia que debiera ser tan simple como un mito, o por la inserción de elementos temáticos propios a la época y las exigencias del mercado, incluyendo entre los agravios la desafortunada atracción sexual que el simio sentía por su rubia, o los aires de rebeldía hippie que se le dio al trasfondo, con avariciosos mercaderes petroleros echando a andar la trama y el ultra violento clímax en las torres gemelas.
Para Peter Jackson King Kong es una historia inmortal, tan simple en su arquitectura como un sueño, y sin ningún afán por proponer segundas lecturas. Es una isla llena de peligros sorprendentes, es el gorila y la rubia perdidos en New York, es una cámara imposible capaz de fluir en una realidad paralela a la nuestra como el aire; es, tal como ocurriera en 1933, la creación de un personaje único, capaz de jugar con nuestras emociones y de asombrarnos desde su intrínseca imposibilidad.
Quien acepte las reglas de este arbitrario juego sin duda se divertirá sin ningún reparo, con una sonrisa pegada a la cara y con ese pequeño niño saltando de emoción ante una pantalla que nunca fue más grande y más mágica. Quien se enfrente a la película esperando la sofisticación de la narrativa audiovisual actual se llevará una decepción mayúscula. Con los ojos bien abiertos se trata de una película imperfecta, en la que se percibe la urgencia por terminarla y la falta de reflexión en las decisiones. A este espectador la ingenuidad de la cinta le resultará dolorosa, los diálogos de matiné, los chistecitos y los cabos sueltos llamarán su atención más que cualquier otro detalle. Y finalmente sentirá, enfurecido, que todo lo que está en pantalla no es más que un caro, antojadizo y colorinche ejercicio de “más es más” y de “mira mamá lo que puedo hacer”.
¿Es el cine, medio masivo y costoso por excelencia, un conducto legítimo para este tipo de caprichos? ¿Es, digamos, moralmente aceptable que la maquinaria Hollywoodense obligue a todo el mundo a presenciar a este niño malcriado jugar con sus barbies y sus cachureos? (Nadie negará que el mercado y la cultura de consumo nos obliga, ¿verdad?) ¿Existe realmente una diferencia entre esta película y semejantes despliegues de “egoísmo estético” como la ya mencionada Psicosis de Gus Van Sant? Y finalmente ¿Existe alguna distinción entre la tozudez temática de Peter Jackson y la insistencia de otros cineastas, más “aceptables” y dignos de llamarse “autores” simplemente porque lo suyo denota un “contenido” de otra naturaleza? Es definitivamente materia para otro debate. Y uno eterno, por lo demás.
Por ahora baste enfatizar que dos tipos de espectadores entrarán a ver este nuevo King Kong … y sólo uno de ellos considerará que la película es un logro.
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Título: King Kong
Director: Peter Jackson
País: Estados Unidos - Nueva Zelanda
Año: 2005
Muñoz, D. (2005). King Kong, laFuga, 1. [Fecha de consulta: 2024-10-10] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/king-kong/150