La circularidad de la ruina

Fetichismo y catástrofe en Madre de D. Aronofsky

Por Juan Diego González Rúa

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Doctor en Filosofía (Universidad de Buenos Aires, Argentina), filósofo (Universidad de Antioquia, Colombia), magíster en Historia (Universidad Nacional de Colombia) y en Filosofía (Universidad de Franche-Comté, Francia). Ha sido docente en la Universidad de Antioquia y en la Universidad Nacional (Medellín). Trabaja temas de teoría crítica e historia latinoamericana.


 
Resumen:

Madre, de D. Aronofsky, plantea una crítica del presente que apunta contra el fetichismo como núcleo de estructuración de lo social. En lo que, en principio, parece ser una historia de pareja, se expresa alegóricamente una continuidad entre las formas históricas y las formas contemporáneas que asume la opresión social. Negando todo horizonte de tipo escatológico, en ella se plantea el imperativo de reorientar el curso del presente, una exigencia impuesta en la necesidad de evitar la catástrofe. Dicha reorientación pasa por la disrupción política frente a todo tipo de fetichismo social desde el que se justifiquen la dominación social, y el sufrimiento que de allí emana, como necesarios.

 
 

“Cada época no sólo sueña la siguiente, sino que se encamina soñando hacia el despertar”

W. Benjamin.

I

El conjunto de la obra del director estadounidense Darren Aronofsky está atravesado por una crítica radical del mundo contemporáneo. Desde su aclamada Réquiem por un sueño (2000), en donde se disuelve el mito de la autonomía y realización ofrecidas al individuo dentro de la sociedad de consumo, a través de la exposición de los más profundos y terribles mecanismos desde los que se asegura la perpetuación de la dominación y se perenniza la infelicidad, hasta su Cisne negro (2010), en donde la represión del cuerpo y las pasiones exigidas por un mundo en el que impera la delirante competencia racionalizada desemboca en el trágico y autodestructivo devenir esquizoide de una bailarina de ballet -sin dejar de lado Pi (1998), su opera prima, crítica feroz del sujeto y de la fría impersonalidad del sistema económico, y El luchador (2008), que pone sobre la mesa la forma en que el circuito comercial instrumentaliza al individuo, hasta el punto de desecharlo, sumiéndolo en la frustración y la marginalidad-, el cine de Aronofsky proyecta los fantasmas más oscuros y enfermizos sobre los que se apuntala nuestra cotidianidad. Madre (2017), su última película, no es la excepción. En ella, acudiendo a una historia aparentemente íntima, Aronofsky nos sitúa ante la opresión social en su nivel más grotesco, desgarrador y profundo.

II

En Madre, el rostro alegórico del presente resulta expuesto a través de una historia que se centra en la tensa relación de pareja que mantienen Él (Javier Bardem), un poeta en crisis que busca reconstruir la gloria perdida luego de una tragedia que marcó su vida, y Madre (Jennifer Lawrence), su musa inspiradora, una mujer dispuesta incondicionalmente para satisfacer al literato en su labor creativa. Luego de un intrigante comienzo en el que por un momento se muestra a una mujer envuelta en llamas, se nos emplaza en la casa en donde vive la pareja (único espacio en el que se desarrolla la trama), anteriormente devastada por un incendio que destruyó también la vida del escritor. La llegada de Madre había significado la reconstrucción desde las cenizas, tanto de la edificación, como de la vida del autor. Pocos minutos después del inicio de la película, la soledad de la pareja en la casa se ve interrumpida por un desconocido quien llega en busca de alojamiento. Se trata de un médico, con quien inmediatamente el poeta inicia una espontánea y cálida relación de camaradería. Durante la noche, el extraño hombre, que se confiesa profundo admirador del escritor, es invitado por éste para que sea su huésped, ante la resistencia desconfiada de Madre. A partir de allí, comenzarán a llegar a la casa una serie de extraños y desconocidos personajes, recibidos con beneplácito por el poeta. La desaforada esposa del médico (de quien se descubre padece de una enfermedad terminal) y sus dos hijos entran uno tras otro en escena desatando un conflicto familiar que poco a poco termina por alcanzar proporciones descomunales. El paso de los minutos nos permite darnos cuenta de que aquello que tenemos ante los ojos no es la simple historia de la pareja y los intrusos. La dimensión narrativa de la obra adopta la forma de una proyección del mito judeo-cristiano, el cual es reactualizado a través de una sucesión de acontecimientos cada vez más imbricados. Los extraños personajes representan a Adán y Eva, Caín y Abel, y se encargan de revivir en su esencia, y con toda su carga trágica, el mito lapsario.

Consumada la muerte de Abel a manos de su hermano, el poeta ofrece su casa, lugar en el que ocurrió el fratricidio, como sede del velorio. Un sinnúmero de impertinentes visitantes llega a la cita apropiándose arbitrariamente de cada rincón. A medida que se desarrollan los sucesos, el poeta, embelesado por la compañía de una multitud que no para de admirarlo, olvida la angustia ocasionada por la incapacidad de culminar su obra, y Madre, impotente ante la creciente y agresiva soberbia de los invasores, se paraliza sin comprender en absoluto lo que ocurre a su alrededor. Los ánimos se caldean cada vez más entre los visitantes. Estos comienzan a irrespetar y violentar cada espacio de la casa. Cuando todo parece indicar que la situación se saldrá definitivamente de control, la arrogancia de los invitados desencadena su expulsión del lugar (expulsión que simboliza el castigo divino materializado en el Gran Diluvio).

III

Después del revuelo, la cotidianidad de la pareja retorna a su normalidad. Madre descubre que está embarazada. Él, haciendo más patente que nunca la relación instrumental que mantiene con ella, no hace otra cosa que impulsarse con la noticia para recobrar fuerzas y retomar su trabajo creativo. Los días pasan en una aparente calma, interrumpida nuevamente una vez que el poeta logra culminar su opus magnum. Es en ese momento que la película llega a su punto de quiebre definitivo, punto de quiebre que le permitirá a Aronofsky plantear la existencia de un claro elemento de afinidad entre las formas de violencia social pasadas y presentes. En medio de un paisaje que se hace cada vez más surreal, una multitud de admiradores del poeta, enterados de la terminación de la obra, comienza a aproximarse a las afueras de la casa. Con el correr del tiempo, lo que parecía un simple acto de espontánea admiración por parte del público y del periodismo frente al artista, se convierte en un desmedido e irracional acto de culto. La muchedumbre, presa de una excesiva idolatría por el bardo, se torna cada vez más eufórica, y termina por irrumpir furiosamente en la casa. Cada uno quiere ser tocado por el poeta, tener su parte de gloria, ser bendecido por su mano. El escritor se convierte en un Dios fanáticamente venerado, mientras que Madre, ya sin el interés de su esposo, y cada vez más aturdida y temerosa en medio de una multitud rabiosamente desbordada, termina dando a luz sola en una de las habitaciones.

La trama, que en un comienzo se desarrollaba en una dimensión íntima y alegórica, alcanza ahora un nivel universal y prosaico. La casa se convierte en el escenario que condensa la historia del mundo; una historia en cuyo seno se replican, tanto la continua entrega de los seres humanos al culto fetichista de fuerzas que los sobrepasan, como la persistente actualización de múltiples formas de opresión y sufrimiento. Embebidos en la adoración del fetiche, todo propósito y consideración humanos son dejados de lado por los intrusos, quienes enardecidos obran sin importar las consecuencias cada vez más grotescas y destructivas de sus actos. En medio del desenfreno cultual, la naturaleza, encarnada por Madre y la misma casa, se convierten en objeto de los más brutales y excesivos actos de violencia y vejación. La violencia y la opresión –de tintes claramente patriarcales– contra la naturaleza y los demás seres humanos aparecen como motores de la existencia de ese mundo social en miniatura que se condensa en la casa. Mientras que el hijo de Madre le será arrebatado por el poeta, entregándoselo a sus desquiciados seguidores, quienes lo sacrificarán, descuartizándolo y devorándolo (en una explícita reactualización del mito cristiano del sacrificio del hijo divino ofrecido a la humanidad), el espacio doméstico se irá transformando paulatinamente en menos que una ruina. Henchidos de gozo en medio de la destrucción, los seres humanos se entregan irrestrictos a sus impulsos más agresivos, superando cada vez más sus propios límites, convirtiendo la antes apacible existencia doméstica en un bélico y caótico infierno.

Así, del Génesis al Diluvio, pasando por la Caída, de la llegada del Mesías a su sacrificio, cada momento dentro de la casa representa una reunión coral de guerras, excesos y miserias que desembocan en el ulterior advenimiento del Apocalipsis. No obstante, a diferencia de lo que ocurre en el mito judeo-cristiano, este apocalipsis no tiene tintes escatológicos. Aquí no hay Redención ni Juicio Final, ni ninguna recompensa o condena selectiva por parte de un Dios sojuzgador. La humanidad perece por su propia cuenta ante un Creador (el poeta, quien ahora se revela como el todopoderoso artesano cósmico) que, cegado por el onanismo estético, y desinteresado de la suerte del mundo, permanece impávido ante el frenesí destructivo, regocijándose vanidosamente ante él. Condenados ante el vacío que abre la ausencia de un horizonte ulterior de redención, y sin una segunda oportunidad, la humanidad termina inextricablemente condenada a su total desaparición, dejando sólo cenizas que serán nuevamente modeladas por el demiurgo como material para una nueva creación.

Más allá de expresar estéticamente la descomposición irreversible de toda obra humana en el tiempo, revelando finalmente la verdadera faz caduca y transitoria del mundo, Madre contiene una alta carga altamente política. Contra el dictum lapidario que hace tres décadas afirmaba “el fin de la historia”, anunciando la perenne continuidad del “mejor de los mundos posibles”, en cuyo seno el progreso estaría asegurado para toda la humanidad, la obra de Aronofsky insiste en el carácter profundamente destructivo que subyace a nuestras sociedades, lo cual no sólo amenaza nuestra supervivencia sino la del planeta en su conjunto. Sin embargo, el sentido más político que puede hallarse en la película no sólo radica en la denuncia de la degradación y devastación que los seres humanos le ocasionamos al mundo que habitamos, o de las injusticias y excesos que a diario nos infligimos recíprocamente. Más allá de esto, Madre nos cuestiona frente al sentido de lo político mismo al ponernos ante la imagen de una humanidad que, abandonada a su suerte, huérfana de cualquier plan providencial trascendente que conduzca las riendas de su destino, resulta incapaz de encontrarse consigo misma para lograr desviar colectivamente el curso de su historia, encaminándose raudamente hacia la catástrofe. Si la modernidad se encarga de afirmar la separación definitiva del mito, cuyo corolario es la posibilidad de realización de la autonomía política, la película de Aronofsky expone la continuidad del círculo mítico en la actualidad. Ella nos interroga acerca de la confianza social excesiva en el mundo cósico, un mundo de fetiches a los que los seres humanos se ofrecen en sacrificio bajo la esperanza de ser redimidos, y cuyo culto ciego remplaza el ejercicio de las propias capacidades de autodeterminación política.

El Dios de Madre ocupa el lugar del frío e impasible fetiche (esa forma despersonalizada y espectral que aparenta tener una personalidad, y que puede expresarse bajo muchas formas: la religiosa, la económica, la científica, o la del líder político –esa figura humana convertida en objeto de fanática idolatría– que, revestido por la propia humanidad de entidad y omnipotencia, sólo se alimenta como un vampiro de toda vitalidad, sin interesarse en lo más mínimo por lo humano mismo. La obcecada confianza social en un supuesto direccionamiento progresivo que emanaría de alguna forma de fetiche al que todo tiene que sacrificarse, y que implica creer en una suerte de entidad meta-política, opuesta a la autarquía y la autonomía de los seres humanos, termina por mostrarse infructífera y fatal. En medio de ese mundo mítico, en el que lo político no puede realizarse, la humanidad pierde toda reflexividad, y sus acciones se convierten en un círculo de calamidades y sufrimientos detonados a través de reacciones irracionales y destructivas que al final terminan por socavar definitivamente la base material de su propia existencia.

En Madre, la historia resulta expuesta como una cadena de opresiones, como la “historia del sufrimiento del mundo” (Benjamin, 2006, p. 383). Ella nos pone ante una historia que hasta ahora es, como afirma Adorno, la de la opresión social y el sufrimiento (Adorno, 2004, p. 349). Aronofsky define el sufrimiento y la mortificación como elementos negativos que permiten vincular pasado y presente, elementos cuyo rescate precisamente habilita una crítica radical de la historia y de la sociedad. Rescatar ese elemento somático permite desmentir no sólo la dominación que tiene lugar en el capitalismo, sino en todo tipo de sociedad fundada en absolutos incuestionables que obligan a los seres humanos a plegarse a la identidad social como si se tratase de una segunda naturaleza. En efecto, Madre permite pensar –y aquí resuena el Marx de la crítica al fetichismo de la mercancía­­– que mientras exista contraposición de fuerzas externas y seres humanos, sacrificio de individuos a todo tipo de fetiches sociales (bajo su forma mágica o secular), la dominación y el sufrimiento como núcleos sociales se mantiene. 1La categoría marxiana de fetichismo de la mercancía constituye una forma de comprensión crítica inmanente al presente, que apunta al núcleo práctico sobre el que se soporta una realidad social que mistifica el dominio, ya no ejercido directamente entre seres humanos, sino a través de relaciones sociales cosificadas y abstractas que se imponen frente a quienes les dan lugar, pero que sin embargo, aparecen ante estos como si se tratase de relaciones objetivas y naturales entre iguales que intercambian autónomamente. En el capitalismo, como entre los primitivos, nos dice Marx, los seres humanos se mantienen atados a relaciones de dominación que aparecen por naturales (se han entregado a sus propias creaciones, que no son otra cosa que la forma que en cada caso asumen sus relaciones sociales). Con ello, Marx apunta a socavar la supuesta autonomía sobre la que se funda la modernidad capitalista. Sin embargo, manteniéndose en su inmanencia histórica, la crítica marxiana no sólo pretende exponer en su excepcionalidad la suerte de fetichismo que se gesta en el capitalismo. Ella señala hacia una continuidad (de ninguna manera teleológica ni ontológica) entre el presente y el pasado: aunque diferencialmente, tanto la modernidad capitalista como el pasado pre-moderno se constituyen como sociedades dominadas por fetiches, esto es, como sociedades basadas en la falta de autonomía. Según esto, ni ahora ni antes se ha realizado la autonomía humana, sea por la dominación directamente ejercida de unas personas contra otras (pre-modernidad), sea por las compulsiones sociales abstractas y alienadas entre los mismos seres humanos (modernidad capitalista). Reflexivamente, la crítica marxiana denuncia las relaciones de intercambio –comprendido en un sentido amplio como relaciones sociales– que se fundan en la desigualdad forzada (directa o abstractamente), cuya existencia se justifique a través de criterios que van más allá de lo humano mismo (principios pseudo-ontológicos y trascendentes). Plenamente auto-reflexiva de su lugar dentro de la inmanencia del presente moderno capitalista, la gcrítica de Marx apunta no sólo contra la dominación sistémica verificada en el presente, sino que supone una crítica de toda forma de dominación previa: de toda sociedad fetichista. Esta crítica supone pensar que la historia hasta ahora no ha sido sino la historia de los múltiples ropajes fetichistas que ha asumido la opresión social. Esto no quiere decir que su crítica explique los resortes de funcionamiento de cualquier tipo de fetichismo; ella sólo explica los resortes de funcionamiento del fetichismo capitalista. Sin embargo, simultáneamente, ella critica todo tipo de organización social (capitalista o no) estructurada a partir del sacrificio “necesario” (pseudo-natural) de los seres humanos, frente a modalidades de heteronomía social que se les imponen “objetivamente”. La crítica marxiana sienta pues las bases no sólo de la crítica de la dominación capitalista, sino de toda forma de organización social fundada en la opresión fetichista Es en ese nivel interpretativo que la película de Aronofsky puede comprenderse como una crítica frente a todo fundamento de lo social, que se diga ontológico y afirmativo, contra toda heteronomía impuesta contra los individuos, desde donde la opresión y el sufrimiento resulten justificados como necesarios.

IV

Madre desnuda a una humanidad que, presa de un hechizo que la envuelve en un ciclo de ruinosas repeticiones, parece no aprender de su propia historia, dirigiéndose cada vez más hacia un horizonte de plena degradación; una humanidad que, incapaz de realizar sus potencialidades políticas, antes que a la libertad, se conduce indefectiblemente hacia un catastrófico final. No obstante, aunque anuncia la irreversible destrucción de todo rastro del mundo humano como fruto de su colosal soberbia, Madre no es una película unilateralmente pesimista. Ella va en contravía de tres fórmulas comunes en el cine post-apocalíptico contemporáneo que hacen pensar lo contrario. De un lado, a diferencia de lo que sucede en el caso del mainstream hollywoodense, aquello que amenaza la existencia humana no proviene de afuera (un agente externo, sea humano o no-humano), sino que resulta inmanente a nuestra propia forma de relacionamiento mutuo y con la naturaleza (lo que sucede con el mundo humano es un asunto exclusivamente humano, esto es, un asunto eminentemente político). En segundo lugar, la película rompe con la idea de una perpetuidad de la dominación y el sufrimiento en el mundo social, según la cual, luego de la ocurrencia de un cataclismo de escala global tendría lugar un retroceso hacia un estado pre-político que significaría la emergencia de nuevas e implacables formas de sojuzgamiento entre los seres humanos (las distopías tecno-científicas, los apocalipsis zombis o el renacimiento de las más crueles y tiránicas formas de dominación personal –Mad Max– son casos prototípicos). En Madre, la hecatombe no deja sobrevivientes, y la única que resulta redimida es la naturaleza, presta para iniciar un nuevo ciclo. Finalmente, la película rechaza la fórmula de una salvación para la humanidad procedente de un ser trascendente o externo, de un fetiche en cuyas manos estaría la posibilidad de nuestra continuidad en el mundo (una deidad, una potencia bélica o un superhéroe). La humanidad está sola para resolver sus problemas, si Dios existe, es un esteta amoral e indiferente ante la suerte de su obra. Este triple rechazo significa, primero, un rechazo a la inevitabilidad de la catástrofe. El destino de la humanidad no está indeleblemente inscrito en un curso de carácter regresivo que desembocaría finalmente en su aniquilación catastrófica. Segundo, esto implica que las posibilidades de torcer ese rumbo se encuentran exclusivamente en las manos de la propia humanidad, en su propia agencia, definida en la dimensión más humana de todas: la política.

Aceptar la inminencia del colapso, y que el mundo subsistirá incluso sin nuestra presencia, puede ser considerado pues como un impulso ético y político, y no sólo un fatal golpe contra nuestro ego como especie. El silencio de Madre frente a lo político grita, su vacío clama por ser llenado. Es precisamente ese sujeto político, ese centro ausente de las sociedades capitalistas contemporáneas el que reclama aquí un lugar. Contra ese devastador pensamiento cínico y nihilista que se burla de la acción política para alimentar un narcisismo que termina por justificar todo sufrimiento e injusticia como necesarios (según el cual los seres humanos deben someterse a la tiranía abstracta del capital), Aronofsky nos pone frente a un horizonte en el que lo político exige ser reivindicado como centro de la sociedad. Es sólo en la capacidad política de los seres humanos en donde se encuentra la posibilidad de desviar aquello que parece su condena predestinada. No obstante, es justamente allí en donde Madre se dirige en contra de un mundo humano entregado al culto de las cosas, un mundo que no logra realizarse políticamente, y cuyo influjo debe ser conjurado a fines de reintroducir la imperante actualidad de lo político, que la película encuentra su propio límite, interpelándonos con mayor dureza. Al final de la película, y esto es lo realmente pesimista, no se nos presenta una disrupción radical frente a todo lo existente, sino la reinauguración de un mundo hechizado, cuyos contornos serán delineados nuevamente por el fetiche. Así, si de un lado Madre nos expone la férrea persistencia de una realidad cosificada desinteresada de los propios intereses humanos, que enclaustra a la humanidad a la inmanencia de una dimensión pre-política conduciéndola hacia un sombrío abismo (a la muerte real), del otro, ella señala hacia el vacío que oscurece la realización de lo político mismo expresado como muerte simbólica. Madre condensa la incapacidad en la que se encuentra la humanidad de imaginarse otro mundo posible (uno no regido por fetiches) antes que pensar en el advenimiento de la catástrofe final. Ese mundo clausurado y carente de afuera en el que se desarrolla la película expresa la cerrazón impuesta por una actualidad atravesada por un realismo capitalista que mutila y ofusca toda línea de fuga. Más importante que anunciar la desaparición del mundo encantado que habitamos, Madre nos emplaza en ese desierto de lo real contemporáneo, en el que la muerte simbólica parece acecharnos hasta acorralarnos contra un callejón sin salida, incapacitándonos para imaginar y emprender toda acción realmente transformadora. ¿Qué es aquello que nos presenta Madre, sino una invitación a pensar que la muerte real no constituye el límite insuperable del ser humano, sino la muerte simbólica? Es esta última la que debe ser más temida, pues es la que, cómplice del fetiche, finalmente termina conduciendo hacia la muerte real.

Madre nos sitúa pues ante la necesidad de pensar en la prefiguración de un mundo social propiamente humano, en horizontes futuros en los que los mismos seres humanos sean sujetos de su propia realización y no meros objetos sacrificiales de la historia, realizadores de los designios de un curso aparentemente exterior a ellos (como si la historia corriera “por encima de sus cabezas”), cuya marcha justifica todo padecimiento y sufrimiento como necesario para el normal funcionamiento social. Situándonos en el borde de un insondable abismo, desde el que sólo puede vislumbrarse un enorme vacío, la película de Aronofsky nos compele a cuestionarnos respecto de una necesaria disrupción del hechizo que interrumpa la circularidad de la ruina y la destrucción autoimpuestas, llamando a la necesidad de romper esa suerte de dialéctica de la mortificación sacrificial en la que se funda un presente que replica, aunque diferencialmente, la historia de la humanidad como catástrofe.

 

Bibliografía:

Adorno, T.W.(2004) Vol. 8: Escritos sociológicos I, Madrid: Akal.

Benjamin, Walter (2006) Obras completas, Vol. I, Madrid: Abada.

Fisher, Mark (2009) Capitalist realism. Is there’s no alternative?, Londres: Zero Books.  Marx, Karl (2012) El Capital. Crítica de la economía política, Tomo I, Vol. I., Buenos Aires: Siglo XXI.

 

 
Como citar:
González Rúa, J. (2020). La circularidad de la ruina, laFuga, 23. [Fecha de consulta: 2024-04-19] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/la-circularidad-de-la-ruina/968