El cine de Maite Alberdi se destaca por disponer a personajes particulares en lugares contenidos, que se prestan para connotar simbolismo, puede ser una playa, una casa, un lugar de trabajo, un hogar de ancianos. Pese a una inclinación por la excentricidad, no hay una intención por representar la marginalidad estereotipada (la pobreza, la decrepitud, la disidencia de género, por ejemplo), se ha destacado por acercarse con extrañamiento a ciertos ambientes poco expuestos de nuestro tejido social con técnicas documentales cada vez más reconocibles en su operatividad; sin la irreverencia de unos Perut-Osnovikoff, más bien con permiso para dejar fluir la emoción, de ahí que se evidencie una estructura funcional que permite un traspaso afectivo que va del humor al drama. Esto queda ilustrado, por ejemplo, en El agente topo con el recurso al género policial junto a la evidencia del dispositivo.
Detrás de tales estrategias se puede adivinar una mirada que mantiene una pugna documental, que se concentra en el manejo de la puesta en escena, donde no haya espacio para el error, con encuadres que problematizan el fuera de campo, mientras se desarrolla el trabajo performativo en que se exponen el personaje y su historia. Este manejo del control y el alea nos permite suponer que subyace un replanteo de una de las cuestiones más interesantes del cine documental, a saber, que el descontrol se vuelva amenazante, que el peligro sea real, resultando en una imagen peligrosa, y no una imagen de peligro.
Todos esos elementos están presentes en La memoria infinita, una casa, una pareja, la condición que los involucra, la permanente noción de estar frente a una cámara aunque la naturalidad ante ella sea el motor emotivo. Lo que cambia es a quienes observamos. Paulina Urrutia y Augusto Góngora están disponibles para que seamos testigos del deterioro producido por el alzheimer en él y el sacrificio por cuidarlo que hace ella. El lapso temporal no abarca toda la enfermedad, no desde que esta empieza a manifestarse ni en el momento de su consecuencia fatal; se aprecia deterioro, pero también es evidente que hubo una selección -y respeto- por lo que se deja exhibir. La temporalidad, en cambio, está marcada por eventos externos, como el encierro producto de la pandemia covid.
La película deja en evidencia sutilmente la presencia del registro en tanto hay tiempo para fijarse en los usos del dispositivo: cámara fija, tamaño de planos, movimientos, encuadres simétricos, tiempo entre los cortes, montaje que disecciona la temporalidad (día/noche-paso de las estaciones), interrupciones por inclusión de imágenes de archivo (televisivo o de baja fidelidad), lo que redunda en la conciencia de una mente realiza el montaje y deja fuera elementos en favor de los seleccionados que finalmente la componen. Todo eso es obvio, porque así se estructura cualquier película, a lo que me refiero es que La memoria infinita deja espacio para que nos demos cuenta. Nos volvemos conscientes del régimen escópico que la película sostiene. Sin embargo, al mismo tiempo somos testigos de algo más perturbador y evidente.
Lo que sucede en la interacciones de Góngora y Urrutia involucran al espectador hasta donde lo permita su sensibilidad. Con el objeto de retratar la enfermedad el cine -de ficción y documental- ha invertido el requerimiento de la identificación positiva (piedad) o negativa (repulsa). La forma catártica que promueve evidenciar la forma manipulativa que ofrece la enfermedad aparece complementada con una pasión convocada por la película, nos referimos al lazo de amor entre Góngora y Urrutia. Mientras la enfermedad se expande, el amor se consolida. No es que al inicio falte el amor, son las pruebas de entrega al otro las que se reafirman pese a todo. La pregunta por la mortalidad es la que se va revelando de a poco, su complemento es el olvido.
Todo esto puede sonar a que la película insufla melodrama, pero no es así, las lágrimas que caen del espectador tienen que ver con la dureza de la exposición de la pareja, a la vez que se percibe el dispositivo. No hay identificación absoluta, como tampoco distanciamiento. El cine de Alberdi se maneja en ese borde, y en ocasiones -repetimos, dependiendo del espectador- se inclina más para uno u otro lado.
Como el cine es un arte fantasmático hay en él una condición espectral que está debajo -o encima- de la película, aunque más bien se encuentra al interior suyo y que va desplegándose en ella pacientemente. Ante la cámara Paulina Urrutia cumple un rol, se desdobla en tanto actriz (su actividad laboral, por la que la reconocemos) y personaje (es ella la que se interpreta a sí misma, sin disfraz, como cualquiera que sea registrado por la cámara y su inconsciente óptico); mientras que Augusto Góngora es desdoblado en tanto hombre de la imagen y la memoria, se le ve como el personaje del documental que está perdiendo la memoria a la vez que los archivos lo muestran como memoria en movimiento, en imágenes diversas (familiares, su labor en tv, alguna aparición pública).
Desde ese piso podemos expandir el alcance de la película a un discurso sobre la memoria de un nivel privado a uno social. En un nivel, la relación amorosa y la amenaza del olvido conforman un cuadro que insinúa trascendencia: el amor que no vencerá a la muerte (ni el olvido) pero es reafirmado en el tesón y la esperanza, de cuyo testimonio quedará esta película, en que nos compadecemos de Urrutia y admiramos a Góngora (afectos intercambiables, en todo caso). En otro nivel está la memoria histórica, per se trascendente (la de la dictadura y la lucha contra ella), la que parece amenazada de muerte bajo otra forma de olvido (colectivo), por lo que se convoca a Góngora como cuerpo recipiente. En cierta forma, Góngora es el fragmento que convoca, por una parte, a una generación (los jóvenes de los 80) y, por otra, a un tipo de compromiso político (fuerzas mancomunadas para acabar con la violencia dictatorial y críticas de su sistema económico explotador) que pueden desaparecer con él. La memoria infinita, de esta forma, mira al pasado desde el presente mediante el cuerpo enfermo y olvidadizo de Góngora, pero además, según nuestra lectura maximalista de la ambición última de la película, como ya empieza a ser pasado (el fallecimiento de Góngora), se encapsula como una ruina futura, para tiempos en que la dictadura y su criminalidad sin justicia sean un pasaje más en los libros de la historia chilena.
Aunque eso, sin duda, no es exclusividad de una sola película, sino que de muchas (nuestro acervo memorial va de la película monumento por excelencia: de La batalla de Chile para abajo), destaca su gesto autoconsciente en el contexto del cumplimiento de 50 años del Golpe de Estado. Quizás la esperanza de una memoria infinita sea una fantasía borgiana y esté lejos de volverse alguna vez una realidad palpable en una sociedad como la nuestra (pensemos en los contradictorios procesos constitucionales del último par de años). Pareciera que, vista con pesimismo, a La memoria infinita cada año que pase le responderá el olvido; pero podemos conjurarlo si atendemos la voluntariosa postura melancólica de quien canta un bolero: “Dicen que la distancia es el olvido, pero yo no concibo esa razón”.
García M., Á. (2023). La memoria infinita, laFuga, 27. [Fecha de consulta: 2024-12-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/la-memoria-infinita/1142