Y las vacas vuelan, el primer largometraje de Fernando Lavanderos, estrenado en 2004, fue sin lugar a dudas, tanto una sorpresa como un antecedente importante de lo que sería el cine chileno de los años posteriores. Un cine (el del presente) que se distancia de ciertos temas en los que el cine chileno de los años noventa y principios de los dos mil tendía a insistir. Por ejemplo, un importante protagonismo de los sujetos marginales y un clima cargado de suspicacias políticas, acorde con la atmósfera que se respiraba en los años en que recientemente terminaba la dictadura militar.
Por el contrario, en Y las vacas vuelan, lo que vemos es una confusa y seductora tensión entre realidad y ficción, una mirada interesante hacia Santiago, sus calles y su transeúntes, acompañada por la narración en off de un interlocutor que –en danés– da cuenta de aquello que desde la calle se le devolvía: rostros de miradas perdidas en el vacío, avenidas atestadas de caminantes, predicadores, vendedores ambulantes, niños tironeados por sus madres. Entre esas vistas, Lavanderos articula la película. La voz en off le pertenece a un actor danés –el protagonista- que viene a Chile a hacer un cortometraje. Comienza con un casting, se pasea con una cámara por diversas universidades chilenas, interpela a las candidatas: “¿tú mientes?” les pregunta, y ellas responden de diversos modos. Algunas mienten orgullosamente, otras no necesitan mentir, otras sólo dicen mentiras blancas. Finalmente el director da con la chica que lo convence, una suerte de Ana Karina chilena, estudiante de arte en la Universidad de Chile, que utiliza un vestido rojo, que mira a cámara y que tiende a llegar tarde a todas las citas.
Casi diez años se toma Lavanderos para estrenar su segunda película, que posee muchos reflejos de la primera. Las cosas como son se apropia de un interesante contrapunto entre el interior de una casa, la de Jerónimo (Cristóbal Palma) –un individuo barbudo y hermético– y la ciudad que se despliega frente a los ojos del espectador. A modo de recorrido turístico, paseamos por ciertos monumentos (fuentes, esculturas), recorremos el Cerro Santa Lucía y desde su altura miramos Santiago Oriente, caminamos por calles céntricas y patrimoniales. Hay un interés tanto arquitectónico y urbanístico como antropológico en la observación que propone el plano, su intencionalidad a través del encuadre, de lo que mira y de lo que nos da a ver. La idea del despliegue de un espacio interior como modo de hacer público lo privado, en tanto un despliegue microscópico de la intimidad, la afectividad, la ociosidad (muchas veces) de los personajes en sus mundos privados. Pensemos en Metro Cuadrado (Nayra Ilic), en Lucía (Niles Attalah), en Las niñas (Rodrigo Marín), por ejemplo. Todas películas chilenas contemporáneas que operan desde la figura del encierro para proponer un mundo cambiante del otro lado de la ventana.
Esa perspectiva antropológica tiene como punto de partida la misma dinámica que su filme anterior. La inclusión de un personaje extranjero, en este caso Sanna, una joven noruega, muy sensual y simpática, que viene a Chile a dictar un taller de actuación a adolescentes de bajos recursos. Además de desestabilizar el inflexible orden en que se desenvuelve Jerónimo (solitario, antisocial, parco) permite el ingreso de una mirada extrañada frente al Chile del presente. Ese cuestionamiento es interesante, pues no es propiamente una crítica explicita, es sobre todo, una suerte de sospecha ante el funcionamiento social, frente a la distribución de la riqueza, frente al absurdo de ciertos ritos, condensando especialmente en Jerónimo, pero aplicables a una cultura más amplia, a un modo de ser, de hacer. Algo de Jim Jarmusch se cuela en ese mecanismo del punto de vista del extranjero. Recordemos a la chica húngara en Stranger than Paradise (1984) o Mistery train (1989), en que carga de un humor opaco los tránsitos de unos protagonistas separados inevitablemente de su entorno (por motivos de lengua, de orientación, de cultura).
A Jerónimo, como dijimos, un personaje de pocas migas, se le contrapone Sanna, una chica simpática, extrovertida, sobre todo amable con todo el mundo. Jerónimo piensa que peca de ingenua, incluso que su postura –el acto de viajar al tercer mundo a educar a niños problemáticos– algo tiene de paternalista, de falso compromiso o de turismo miseria que termina siempre por hacer más mal que bien. El desenlace le da la razón a Jerónimo. Él es un hombre cínico e individualista, que entiende que las cosas son tal y como son y que no hay mucho que hacer al respecto.
Urrutia, C. (2013). Las cosas como son, laFuga, 15. [Fecha de consulta: 2024-12-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/las-cosas-como-son/669