Las hermanas Justa, Lucía y Luciana fueron las pastoras de la etnia colla que, según la prensa roja de le época, decidieron en conjunto poner fin a sus vidas frente al abandono en el que se quedaron. En torno a la efervescencia política y social de 1974, la historia habría pasado desapercibida si la extrañeza de su muerte no hubiese generado mitos en torno a ella. Pero luego del primer impacto frente al suceso, la vida de las mujeres, la soledad y su precaria situación, se imponen como los elementos más interesantes y con los que vale la pena quedarse y reconstruir esta historia. Sebastián Sepúlveda (El Arenal, 2008) se aproxima en esta búsqueda de una manera sutil: desde la voz del paisaje, sus silencios y la rutina apacible y obligada de supervivencia.
Tomar la obra de Juan Radrigán (Las Brutas, 1980) basada en este hecho real, supone un trabajo por replantear el drama, emplear un dispositivo que permita al director exponer de la manera más fiel su punto de vista. En esa línea, pareciera que éste se propone reflejar la idea de no espectacularizar el drama humano. Sin embargo, el ejercicio no supone quitarle humanidad al hecho. La idea es que el desconsuelo y el paso a la muerte en un lugar abandonado se entienden como episodios que no cambian nada a su alrededor, que de no ser por el ojo del espectador que mira la escena, nadie presencia el dolor de los personajes viviendo física y emocionalmente apartados. En el lugar, a pesar del trabajo y la fría relación que tienen, las hermanas existen sólo como un grano de arena en un desierto inmenso que está a punto de ser habitado y removido por otros. Al final, se sospecha que no se ha querido más que privilegiarnos con esta mirada de la que no tendríamos otra oportunidad de presenciar aunque esta realidad estuviera pasando hoy frente a nosotros.
Súbitamente, nos acercamos a un relato que en sus primeros minutos contiene elementos que la integran en la línea de trabajos de ficción que juegan con el tratamiento documental. El énfasis por contemplar la naturaleza, el cielo, las montañas, los animales y su existir en un tiempo dilatado, además de la naturalidad de las actuaciones, acentúan el carácter observacional, que sin duda, es el indicado para que el espectador se instale en un universo que pareciera estar fuera de su alcance, casi al fin del mundo. En él, el paso del tiempo es completamente inusual, donde sólo el despertar caracterizado por el trabajo con las cabras, y la noche oscura, iluminada por el fuego, han de ser los únicos momentos en el que se dan pistas de un tiempo que transcurre. Y si no fuera por las referencias históricas fuera de campo, y la llegada de un visitante que intenta pasar a Argentina (Alfredo Castro), hasta el mismo espacio nos parecería anacrónico.
En esta reposada rutina, el trabajo con las cabras se convierte además en el único encuentro de diálogo entre las hermanas cuya dificultad para comunicarse se agudiza por el analfabetismo que poseen. La conversación se ve interrumpida únicamente cuando se refieren a María, quien se ha ido (y que al final nos enteramos que también ha muerto), pero que aún así esquivan para de nuevo dedicarse al trabajo.
La comunicación es oprimida, hasta el punto en que la inminente pérdida de sus preciadas cabras por una ley que las obliga a mudarse, las lleva a cuestionarse su permanencia y tener que pronunciarse. Aquí, el escueto diálogo no responde a ninguna corriente ni eje dramático sino que es parte propia de los personajes, una costumbre generada por las condiciones de orfandad física y espiritual en las que han vivido gran parte de su vida.
Las tres hermanas deben estar alerta frente al ataque de cualquier agresor, ya que saben que nadie va a defenderlas, por lo tanto deben cuidarse entre ellas. Se conocen como mujeres y entienden que sólo por ello están en peligro de ser vulneradas hasta en aquello que más esconden, su sexualidad. Sin embargo, esta característica no opaca el hecho de que las hermanas, a excepción de la mayor (y como el título de la película propone), sigan siendo niñas. A pesar de tener cierta edad, no hay signos de madurez o independencia, pues el largo tiempo permaneciendo en el mismo lugar, no les ha permitido despertar el hambre por algún cambio.
El personaje de Gavilán (Luciana), tal vez el más desarrollado, es quien representa todavía el deseo infantil por caracterizar lo femenino. En ella existe una tímida preocupación por la manera de llevar el pelo y la elección de un vestido verde que un visitante, conocido por ellas, les ofrece y que más tarde será su traje de honor para el fatal suceso. Y, por otro lado, la curiosidad de conocer otros mundos, de conexión con otros humanos y de dar un paso más allá que le permita vivir una vida normal que intuye, existe fuera. Pero a pesar de ello, su deseo de vender las cabras e irse a Copiapó se opone al de sus hermanas; la mayor absolutamente resignada y la siguiente (Saavedra) quien le sigue los pasos. Y es que el deseo de vivir no es suficiente para Luciana. El miedo no le permite enfrentarse a la decisión del suicidio, pues sabe que en ese caso se quedará sola, y como niña, no conoce un mundo en el que pueda desenvolverse. Tal parece que es mejor morir juntas que vivir sola, de cualquier forma no hay oportunidad.
En definitiva, el paisaje, la pobreza, el trabajo y la soledad no entregan ningún indicio de esperanza frente a un mundo en que las niñas Quispe no caben. Detalle interesante lo entrega Lucía, el personaje de Saavedra, quien recuerda cuando visitaron la ciudad para sacar carnet y fueron víctimas de las malas miradas de la gente. Tan clave es el episodio para las hermanas, que con él entienden que ya no se adaptaron y que tampoco desean hacerlo en un sociedad pretenciosamente moderna que no las reconoce. Eso sí, las niñas jamás acentúan el drama, sólo conocemos pinceladas de su dolor, y es que difícilmente podría ser de otra forma ya que no conocen un lenguaje con el que expresarse o internalizar lo que sienten. Éstos son personajes del silencio, de la angustia interna, de la marginalidad que representa depender de los estragos del tiempo, sin una posibilidad real que les proporcione seguridad.
Por otra parte, el desierto, yermo e inmenso, no sólo se convierte en el contexto en el que se produce la historia, éste es esencial en ella y es lo que de alguna forma va mostrando externamente lo que le sucede a los personajes en su interior; cuando cambia el paisaje, cambian ellas. Es el lugar donde se va mostrando el proceso paulatino que conducirá a la muerte, oscureciendo el afable panorama inicial: el relato de una violación que inesperadamente rebela Justa (Digna Quispe), el llanto de Luciana, las noches en la cama sin poder dormir o la alerta que provoca cualquier visitante. En esta historia el procedimiento hacia la muerte casi recuerda a las formas que caracterizan a Haneke de mostrar un hecho fatal, donde el suicidio sucede con una fría naturalidad. La preparación y el súbito deceso sólo se componen de dos planos sin música incidental, con un encuadre distanciado y donde ni siquiera nos aproximamos demasiado al rostro de los personajes subiendo al peñasco para colgarse. Nuevamente la rutina, otra vez el método, y que en todo caso, puede que este mecanismo sea sólo eso: una forma natural de responder a un problema. El suicidio efectivamente no es dramático, pero impresiona. Aunque el espectador conoce el desenlace, posiblemente lo deja perplejo porque al final era la única puerta de salida, así como la pobreza, el abandono y el dolor no son dramáticos para quienes lo viven desde siempre.
Garcés, C. (2014). Las niñas Quispe, laFuga, 16. [Fecha de consulta: 2024-10-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/las-ninas-quispe/721