Durante el 2018 se publicaron dos libros por la editorial Metales Pesados que se alejan del formato tradicional y apuestan por constituirse como objetos que conjugan la lectura con la percepción sensitiva, la contemplación y la interpretación visual. Me refiero a Los Durmientes de Enrique Ramírez y La Casa Lobo de Joaquín Cociña y Cristóbal León, ejemplares que surgen como ejercicios de traducción –o más bien de desplazamiento– de las obras homónimas de orden artístico y cinematográfico que los autores han exhibido en museos, galerías de arte y cines alrededor del mundo.
Ticio Escobar se lo pregunta al abordar la obra Los Durmientes de Enrique Ramírez: “¿cómo nombrar lo real, en términos lacanianos: aquello que no puede ser cubierto por el lenguaje?” 1Enrique Ramírez ed. Los Durmientes. Santiago: Ediciones Metales Pesados, 2018, p. 31 Esquiva y exigente, una eventual respuesta a esta interrogante (presente en gran parte del arte chileno contemporáneo que aborda como eje problemático nuestro pasado reciente) requiere, en primer lugar, remecer aquellas miradas que frente a lo histórico se escudan en el dato duro como sinónimo de verdad y en el paso del tiempo como agente de reparación natural. Asimismo, y estrechamente vinculado a lo anterior, se vuelve necesario explorar formas de producción y circulación de las obras que conjuguen responsabilidad política con estrategias creativas que permitan reactivar el pasado en el presente y entregar mayores y más atrevidas herramientas de resignificación.
El largometraje en stop motion La Casa Lobo de Joaquín Cociña y Cristóbal León, así como la instalación multimedia Los Durmientes de Enrique Ramírez son obras que abordan episodios particularmente sombríos de la Dictadura chilena. En el caso de la película de León & Cociña hablamos concretamente de Colonia Dignidad, mientras que la obra de Ramírez se centra en los llamados “vuelos de la muerte” con los que se lanzaron cientos de cuerpos de detenidos desaparecidos al océano Pacífico. En ambos casos, la aproximación hacia tales episodios se hace desde una posición contemporánea que a mi juicio busca, ante todo, volver incómodo –y a ratos insostenible– el reposo del que parecen gozar las brutalidades que han tejido aquellas historias hasta hoy. De esta forma, las motivaciones de los autores son menos autobiográficas y de denuncia que de exploración poética y rastreo simbólico de las vibraciones que mantiene el pasado en nuestros días. Su relación no es directa con los contextos que investigan, no son familiares cercanos de víctimas ni victimarios; sus aproximaciones nacen más bien del desconcierto, la intranquilidad e incluso la curiosidad, motores que se suman, claro, al inevitable deseo de iluminar lo que aún en este país permanece quebrado y entre tinieblas.
Los dos libros que nos convocan emergen directamente de estas piezas artístico-cinematográficas y, a pesar de que no ambicionan independizarse de ellas, poseen una especificidad objetual que complejiza la recepción de las obras a las cuales remiten y permite nuevos alcances y posibilidades interpretativas.
De esta forma, los libros La Casa Lobo de León & Cociña y Los Durmientes de Enrique Ramírez se ubican en el amplio terreno de propuestas que hacen converger el trabajo editorial con las artes visuales (y, en este caso, también con las cinematográficas). Siguiendo la línea de aquellos formatos mixtos de larga data, radicalizados durante las vanguardias históricas y retomados en la década de los cincuenta haciéndose cada vez más heterogéneos, estas publicaciones logran expandir la experiencia tradicional del lector, por un lado, y multiplicar las modalidades de la recepción artística, por otro. Así, independientemente de la nomenclatura que decidamos utilizar (si son libros de artista, libros ilustrados, libros-objeto, catálogos expandidos, etc.), la apuesta particular de estas dos ediciones bilingües está en no solo realizar una traducción intelectual o narrativa de la obra a la cual aluden, sino también en entablar una relación espacial y experiencial con quien habría de adoptar el rol compuesto de lector-espectador.
La Casa Lobo de Joaquín Cociña y Cristóbal León es un libro que nos inserta en las fases de creación de la película del mismo nombre estrenada en 2018, proceso de cinco años que estuvo marcado por la instalación, intervención in-situ y registro de escenarios montados en dieciséis espacios de arte en Chile, México, Holanda, Alemania y Argentina. Los únicos cuerpos de texto del libro corresponden a tres relatos cortos que abarcan las primeras dieciséis páginas –uno aparentemente verdadero y los otros dos ficcionalizados– y que cuentan supuestos momentos claves del proceso de creación de la película. Ideas, hallazgos, motivaciones y anécdotas en clave literaria infantil nos adentran luego a una multitud de imágenes donde abunda el plano cerrado y que colman las hojas sin dejar espacio para márgenes, pies de foto ni contextualizaciones de ningún tipo.
Por otro lado, Los Durmientes documenta la obra del artista visual chileno Enrique Ramírez, la cual se compone de videos, fotografías, dibujos e instalaciones y ha sido expuesta en siete espacios de arte en Chile, México, Francia y Argentina. El libro recorre la obra a través de imágenes –frames de sus películas y vistas de sus instalaciones– y textos –de Guillermo Cifuentes, Ticio Escobar, Néstor Olhagaray, Coline Davenne, Florencia Battiti y Marie-Thérèse Champesme– que abordan los distintos gestos del artista con énfasis en lo histórico, lo estético, lo teórico y lo político. La encuadernación pulcra, el grosor y diagramado de las páginas y el protagonismo de las fotografías constituyen en conjunto un objeto de lectura que comulga con la turbadora quietud de las escenas que Ramírez nos ofrece en su trabajo y nos permiten ir enriqueciendo continuamente la lectura con la contemplación.
La traducción de una obra al formato libro, como problema y como posibilidad es, a mi juicio, el punto clave a abordar respecto a estas dos publicaciones y donde radica su principal acierto, pues en lo que ambas coinciden es en que logran mantener intacto lo que considero clave de las obras originales: el hecho de que la fuente del problema, la cara del horror o la pista que resolvería el misterio se encuentran –obstinadamente– fuera de nuestro alcance. Así, los dos libros parecen operar como vasijas rotas por las cuales continuamente se fuga su contenido, como si se apuntara constantemente a un sitio del que no estamos siendo testigos, como si la respuesta estuviese siempre detrás de nosotros o en un punto ciego imposible de descubrir. Tiene sentido, si entendemos que abordar creativamente prácticas criminales silenciadas por años y sitios de memoria negada constituye en sí mismo un trabajo sin una resolución definitiva posible. La sutileza del ejercicio editorial, entonces, me parece que reside en su particular formación como sede de una memoria errática y sospechosa en la cual las escenas de los crímenes citados parecen estar siempre –y apenas– fuera de campo, rozando los límites de las páginas, acechando los bordes de las imágenes.
En el caso de La Casa Lobo, la materialización del encierro como eje de lectura aparece infranqueable cuando uno se disponde a hojear el libro de principio a fin. Sórdidas, humorísticas e intratables, las páginas sin aire, la casi absoluta ausencia de blanco y los primerísimos primeros planos están empecinados en no dejar que la luz entre a clarificarnos nada. Bajo mi punto de vista, cuando el libro se revisa en orden la fuerza se concentra en esa insistencia, en los maskin-tape húmedos que forman muecas retorcidas por la presencia de algo que no alcanzamos a descifrar del todo, o en los personajes y animales que a ratos nos observan confundidos desde espacios que apenas se vislumbran y que no nos dejan ni orientarnos ni respirar aire puro.
En Los Durmientes, por otro lado, la figura del mar como recipiente mortífero es constante e ineludible desde su portada en adelante. Así, su silencio tan rotundo como dudoso es la materia prima de un libro cuyos textos parecen también –al igual que las imágenes cinematográficas de Ramírez– buscar respuestas sobrevolando el mar en helicóptero, encontrándose con cientos de metros de masa informe que se niegan a entregarnos algo más que su profunda e inquietante solemnidad. Incluso contando con textos de sesuda capacidad interpretativa, al lector-espectador de “Los Durmientes” no le queda otra que cerrar el libro con más interrogantes que certezas, como preso de un laberinto que lo lleva sin cesar al mismo callejón sin salida de siempre. Y acaso no es eso lo mínimo que habría de ocurrirnos, si aceptamos el rol de testigos parciales y diferidos de una búsqueda que, como decíamos, se define por su perpetua incompletitud.
Finalmente, estas dos publicaciones difíciles de clasificar y de aprehender del todo, convergen en desarrollar una aproximación a fragmentos claves de nuestro pasado permitiéndose la conjugación de vestigios históricos con visiones delirantes y alucinatorias que, más que cualquier otra cosa, le imprimen mayor realidad (volvemos a la pregunta de Escobar con que iniciaba este texto) a episodios que superan lo comprensible y que requieren, sin embargo, seguir siendo revisitados una y otra vez. Cada libro es, de esta forma, una invitación y una trampa, tal como las obras a las que remiten y los sitios históricos a los que éstas a su vez aluden: estamos ante la condena de la irresolución, justo en medio del país dentro del país del cual nadie –aún– puede escapar.
Tupper, C. (2019). Los Durmientes + La Casa Lobo, laFuga, 22. [Fecha de consulta: 2024-12-12] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/los-durmientes-la-casa-lobo/949