En junio de 1980, Cahiers du Cinéma publica un número especial no dedicado a, sino realizado por Marguerite Duras, novelista consagrada pero también cineasta fundamental cuyas películas forman uno de los corpus fílmicos más radicales y únicos de la década de los 70, lo cual no es poco decir. Las dos Aurélia Steiner están recientes entre otras (1979 fue un año prolífico, pero son estas dos las películas centrales en el número) y algunos pasajes anticipan la reinante pantalla negra de L’Homme atlantique (1981); de hecho el libro, que reproduce el contenido del número, incluye también algunos textos posteriores, entre ellos una encantadora nota-aviso para los posibles espectadores de dicha película, gran muestra tanto de respeto por la propia obra como por sus espectadores, así como de una peculiar mezcla de cuidado y desprecio hacia sus enemigos (les avisa para que no vayan, les desprecia por su incapacidad para encarar lo que ven, y sobre todo para no molestar). Entre otras cosas, Los ojos verdes traza una relación muy clara con los espectadores, con los críticos y con esos “profesionales” que son en el fondo “reproductores de cine como los que hacen reproducciones de cuadros” (26), y que detestan abiertamente a gentes como ella: «para ese cine, somos malhechores que robamos “su” dinero”» (26). En la Francia de 1980, como en los USA de años atrás, el fantasma del profesionalismo reemerge, y con él muchos otros aditamentos oscuros; los ve Godard, los ve Daney, los ve por supuesto Duras; quizás, ella más que nadie, pues nadie fue tan agresivo contra las componendas de cualquier tipo.
Godard, Rohmer y Rivette “regresan” por estos años al cine (ninguno se había ido, ya nos entendemos) e, incluso en el caso más oscuro de los tres (obviamente el godardiano), los nuevos pasos conllevan no poca felicidad, observable en el retorno del celuloide y la naturaleza en Godard, o en la última secuencia entre otras de Le pont du Nord (1982) en Rivette, del aire libre, la ciudad en suma en Rohmer (claves también en el retorno rivettiano). A años de excelente cine pero intenso sufrimiento sucede un sufrimiento distinto y el descubrimiento de aperturas nuevas al mundo. Duras mantiene viva la llama de su dolor hasta el último segundo, y justo cuando los outsiders franceses recuerdan la existencia de la luz apaga la pantalla, de manera además muy distinta a como lo había hecho, tiempo atrás, Debord. Y aunque sus temas se sincronicen curiosamente con la moda intelectual francesa, al contrario que Godard, cuya sincronía con la actualidad siempre fue fruto de una búsqueda activa, en el de Duras es pura coincidencia y, en todo caso, va de la mano de una nula renuncia a una aventura estética que no pide disculpas ni permiso a nadie, y un compromiso político que no camufla su dimensión libidinal: no es en este sentido la “cuestión judía” la que da un lugar al dolor de Duras sino este, indistinguible del deseo, el que acoge, da cobijo, a todo un pueblo: Aurélia Steiner (Vancouver), sin duda, ya contenía todo Shoah (Claude Lanzmann, 1985), pero sin engañarse sobre la dimensión fantasmática en ella de la cuestión judía (maticemos: quizás Duras sí se engañara; su película no).
En 1980 Cahiers du cinéma sigue recuperando al público perdido durante los años maoístas y hace las paces con la cinefilia y las películas mismas, animado por la dirección de Serge Daney, quien apunta en esos tiempos al audiovisual como el nuevo enemigo a abatir, erigido ahora el espectáculo no ya en Aparato Ideológico sino en clon devorador de la realidad misma de la que, por contra, el cine debiera convertirse en necesario garante, escudero, protector. Francia vive años oscuros bajo esa presidencia de Giscard d´Estaing que Rivette buscó retratar precisamente en Le pont du Nord, y la reacción de las clases dominantes empieza a tomar una nueva forma aún sutil pero ya visible para todos, mientras los deportes favoritos de la intelectualidad francesa del momento (capitaneada, no nos engañemos, por los “nuevos filósofos”, es decir la nueva derecha), son: la condena del comunismo identificado sin matices con el gulag soviético, la sustitución de la lucha de clases por la condena al totalitarismo y el “poder”, amén de la célebre “cuestión judía”. Uno de los textos de Los ojos verdes se titula “No hay escritores comunistas”, Duras afirmará que no odia a los comunistas sino que les desea la muerte (108), y en general el libro está lleno de una virulencia que pese a ser marca de la casa no deja de ser un excelente retrato de los más cómodos desplazamientos ideológicos del periodo, no obstante internamente coherentes, como ya se dijo.
Para bien y para mal, con lo mejor y algo de lo peor, Duras está ahí, oliendo en el aire el apocalipsis que viene, aún superviviente digna de un 68 muy peculiar, muy personal, intempestivo e impresionantemente descrito en la extraordinaria crónica de las actividades del Comité de Acción Estudiantes-Escritores que incluye en Los ojos verdes. Como no podía ser menos, aplaudirá lo que cualquier otro condenaría: la dificultad, la cualidad “imposible” de los procesos, el castigo sistemático de la individualidad a favor de un trabajo duro, inclemente, que entrega textos casi idénticos a los individuales de partida pero ahora limpiados, depurados, regurgitados por el sudor colectivo. Duras alaba el sufrimiento del texto, la dificultad y casi tortura de este trabajo colectivo, cosa lógica por lo demás en quien afirma que “hay que desconfiar de la gente que tiene facilidad para la escritura” (137). En Duras, la sacudida del arte no puede ser como aquella educada que postulaba Hitchcock sino una que literalmente te destroce la vida en algún grado. Enemiga de formas y ficciones educadas, Duras defiende el “cine de autor” poco antes de que tal categoría termine completamente de anquilosarse aunque algo consciente ya del proceso (cfr. su descalificación de Ingmar Bergman). Lo defiende cuando en Francia ya se sabe que el lugar de la excepción se acaba y lo defiende como se defiende la labor de los seres libres, la de quienes se atreven a dejar la pantalla en negro, a hacer que en una película sea el texto y no la imagen la que se convierta en materia proliferante, a declarar sus relaciones incestuosas, a defender al suicida acusado de pederastia (André Berthaud, una entrevista con cuya esposa Duras recupera para la revista), a hacer dos películas con la misma banda de sonido, etc. El arte es extremo, o no es nada; la vida, igual. Duras es una exigencia radical. Quien no acepta el sufrimiento, la pasión de ser arrebatado en su obra y en su vida, quien se rige por el miedo, no solo no es artista: es un criminal.
Cahiers lleva años considerándola uno de los nombres fundamentales en su panteón, junto a Godard o Straub y Huillet y Los ojos verdes semeja, en cierto sentido, la culminación de algo no ajeno al orden de la amistad. Hay una proximidad evidente que se refleja en el hecho mismo de que en algunos pasajes los entrevistadores carecen de nombre y llegan a confundirse, incluso, con la voz de la misma escritora (que además tiene a su obra en lugar más alto incluso que sus interlocutores), y hay la evidencia de varios amores compartidos (Godard, Tati, Bresson) aunque la severidad, el rigorismo, la exigencia de la cineasta sea extrema y desprecie poco menos que el 99% de la producción cinematográfica mundial, caracterizada como “el mayor archivo de tonterías históricas de la época moderna” (86). La historia del cine es la de una opresión suplementaria a la laboral, la opresión del ocio del proletariado “fabricado por el mismo capitalismo que lo esclaviza” (86). Estas palabras, procedentes de un apasionante artículo de 1973 también recogido aquí y más cercanas a la impugnación general de Cinéthique que a las radicales pero más mesuradas posiciones del cahierismo (no digamos al de 1980), sintetizan el espíritu de un libro que, si bien misceláneo y desigual, ejerce constantemente una extrema exigencia sobre el arte, sobre el cine y sobre la política, es decir sobre la relación con el otro, es decir: sobre las pasiones. La pasión no se legisla y de hecho es frecuentemente ilegal; la pasión es el ejercicio por el que el cuerpo sale de sí mismo y encuentra acaso a otro en un terreno salvaje que solo ellos dos pueden conformar, al precio innegociable de siempre, siempre, ser desbordados por él; solo hay pues pasión o totalitarismo, es decir solo en la pasión puede haber verdadera política, relación entre iguales no reglada por instancia externa alguna; la pasión desgarra o no es pasión, igual que el amor no dura, o no es amor, la pareja un modo de curar la soledad, de sobrevolar la vida, de hacer que no duela (57)… pero la vida debe doler: la pasión no es feliz, porque la felicidad es conformismo, y en verdad nada nos bendice más que aquello que nos destruye -véase, en la reveladora conversación con Elia Kazan, la “doble suerte” de haber conocido la pobreza y de no poder nunca volver al hogar natal, “separada por completo de mi infancia” (132), condición que evidentemente la vincula con la “errancia sinuosa” (149) del pueblo judío-. Para Duras, el parto es con dolor o el niño nace muerto. Y la película es “el potencial creador de la destrucción del texto” (59) para, seguidamente, serlo de la imagen. ¿La imagen ideal? La pantalla negra. ¿Cuál si no?
Pocas filmografías encontraremos más prolíficas, obsesivas y extremas que la de esos poco más de diez años en que Duras se arrojó al cine sin dejar en ningún momento de ser escritora (y soy consciente de estar dejando de lado cierto guion de cierta película capital de 1959). Pocos casos de mayor falta de “educación” por parte de un venido de fuera al campo de una nueva práctica, y de mayor éxito obtenido precisamente por ello. El texto es el protagonista de todas las películas de Duras, su sujeto central aún pese a las poderosas imágenes de India Song (1975) o la más hermosa película filmada en el Sena, Aurélia Steiner (Vancouver): “Yo le había dicho a Pierre Lhomme que el Sena en sí no significaba nada, que había que filmar sus orillas. Así fue como perdimos un día entero de rodaje. (…) Las imágenes absorbían demasiado lo que había en las orillas. Había un poco de Sena y sobre todo los muelles. Mientras que lo que hacía falta, lo que conseguimos, era el Sena lleno, en su masa, en la totalidad de su volumen” (104). En 1992 su amigo Daney declaraba ver mejor que entonces lo que se jugaba en aquellos años: “se trataba de los últimos “artesanos” del cine que pensaron que hacía falta dar cuenta de su herramienta y que el cineasta era comparable en ello a los escritores cuando se sienten los contables (y a veces las víctimas) de los malos tratos que la política inflige a su lengua (esa lengua que también es su herramienta de trabajo)” 1“Journal de l´an present”, en Serge Daney, La maison cinema et le monde, POL, 2015, p. 118.
Y en efecto, cuando se habla de “artesanos” del cine, ¿no sería más apropiado hablar de Straub o Duras que de Hathaway o Curtiz? Se tiene la impresión, leyendo Los ojos verdes (que pese a la nota de la editorial, no es en absoluto un ensayo unitario, y ahí está la gracia), de que Duras no distingue entre el celuloide y el mar, el amor y las rocas, el sexo, el dolor, las palabras, las frases, los travellings. Se entiende aquí quizás que en mejor otro sitio su enorme aprecio por Godard: como en aquel, el cine y la vida, la vida y el arte, son un único y mismo objeto, no de la manera trivial en que se suele manifestar esta fusión. Y esta indistinción es precisamente la que se da entre autor y artesano: pues solo se puede ser el primero siendo el segundo, solo se puede crear desde la conciencia y pensamiento intenso de los materiales, y solo se puede ser artista de considerar entre ellos la propia sangre, el propio deseo, la propia catástrofe. El resto, es simulacro. A nadie le costará topárselo.
García López, R. (2023). Los ojos verdes, laFuga, 27. [Fecha de consulta: 2024-10-15] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/los-ojos-verdes/1160