Los sueños del castillo

Por Catalina Donoso Pinto

 
 

Vi por primera vez Los sueños del castillo cuando se estrenó en el FIC Valdivia 2018. Antes de tener esa oportunidad de visionarla había escuchado que René Ballesteros estaba trabajando en un documental que se centraba en los sueños de un grupo de niños del SENAME. Yo conocía La quemadura, su primer largo, y me había cautivado la aspereza de sus imágenes y la capacidad para crear, a partir de un objeto –en este caso los libros familiares de la editorial Quimantú- un torrente de flujos entre el espacio personal y el colectivo, ambos quebrados (o quemados si atendemos a la particularidad de su título), ante los que el director se atrevía a indagar. Con este antecedente era innegable mi deseo por conocer su más reciente trabajo; pero no sólo su trayectoria lo hacía atractivo para mí, sino que especialmente el interés por asomarse al mundo onírico de niños y niñas a quienes parece habérseles arrebatado su derecho a soñar. Y no lo digo sólo usando la acepción que define sueño como un proyecto futuro, un ideal de vida, sino que también la posibilidad de considerar la vida psíquica inconsciente como algo valioso y posible de ser atendido. El derecho a un inconsciente, por decirlo de alguna manera.

El documental de Ballesteros toma además otra decisión que lo hace particular. Elige explorar el género del terror para presentar las vidas de un grupo de jóvenes recluidos en un centro de detención para infractores de ley menores de edad, dependiente del SENAME. Esta perspectiva, que es formal a la vez que ética, contribuye a desarmar ciertos prejuicios respecto de sus protagonistas a partir del juego con el cine de género. La posibilidad de escuchar y atender a estas historias reales desde un modelo de relato que tiene una tradición reconocida, no sólo desafía los límites de lo documental, sino que potencia la irradiación de estas historias desde las orillas de la ficción. La idea de hacer este cruce con el género del terror es parte constitutiva del mismo proyecto –según relató el propio director en una conversación personal- y surgió al enterarse de las pesadillas recurrentes que asolaban a los jóvenes reclusos y la historia de un supuesto cementerio mapuche ubicado justo debajo de la edificación. La película se construye entonces en base a conversaciones con y entre los jóvenes, en que ellos relatan estos sueños oscuros y también en torno a las atmósferas que habitan los espacios en los que se desarrolla la película. Voces sin cuerpo recorren pasillos y salas y exponen la opresividad del encierro institucional, donde traspasar los límites impuestos puede costarte la vida. Para crear este ambiente perturbador el documental recurre a la dimensión sonora como lugar de experimentación, tanto el diseño sonoro como la música original (a cargo de Simón Apostolou y Alexandre del Torchio, respectivamente) promueven la inmersión en ese lugar que es a la vez físico e intangible, como los sueños. Como una pesadilla dentro de otra, viajamos por los relatos de los jóvenes suspendidxs como espectadores en un territorio incierto y amenazante.

Hablar de los sueños se vincula en la cultura occidental con el espacio psicoanalítico, cuyo interés en el mundo onírico permitió además otorgarle un nuevo estatuto a esta vida fantasmal que protagonizamos diariamente, y que corrientes artísticas recogieron más radicalmente para poner en jaque el ordenamiento de la vigilia vigilante. En la película, esta relación se cruza con la de la tradición mapuche y la relevancia dada a los sueños como señales o mensajes que atraviesan mundos. Ballesteros, oriundo de Temuco, se ubica a sí mismo en una posición mestiza, recuperando la tradición familiar de compartir los sueños al día siguiente con lxs seres queridxs, y reforzar así una suerte de espacio liminal en el que la oposición sueño/vigilia se desvanece. La película se instala la mayor parte del tiempo en ese limbo incierto, en el que cuesta reconocer los límites de aquello que ha ocurrido estando despiertxs y lo que acontece cuando nuestra consciencia se apaga. La atmósfera, en la que vuelvo a destacar el aporte del diseño sonoro, es de un desasosiego marcado por la incerteza. El uso particular de la cámara de vigilancia, especialmente en una de las escenas finales, destaca como un recurso que resignifica este aparato de control como una manera de poner en imágenes la textura de las pesadillas.

La película Mis hermanos sueñan despiertos de Claudia Huaiquimilla, estrenada en 2021, utiliza algunos audios de la casa de reclusión de Los sueños del castillo, como estrategia de ambientación de un centro de detención similar al del documental, en el que ocurre la historia ficcional que el film de Huaiquimilla presenta. Pienso en qué medida este gesto es mucho más que una decisión práctica/estética y nos pone frente al cruce de límites entre ficción y documental y entre distintas obras (como si el discurso cinematográfico dialogara de manera autónoma), y al mismo tiempo frente a la continuidad de una deuda social con esta infancia vulnerada, en la que la insistencia en la palabra sueño no parece una pura coincidencia.

 

 
Como citar:
Donoso, C. (2022). Los sueños del castillo, laFuga, 26. [Fecha de consulta: 2024-10-15] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/los-suenos-del-castillo/1109