Melinda es una mujer que por extrañas circunstancias llega a la casa de unos conocidos mientras éstos ofrecen una comida a personas a quienes quieren impresionar. Las aspiraciones de los dueños de casa son distintas porque hay dos casos, con historias, personajes y cenas diferentes. En uno, lo que se quiere lograr es que el huésped sea incluido dentro del reparto de una obra de teatro (el invitado principal es el director de la obra); y en el otro, una directora de cine busca financiamiento para su película, para lo cual agasaja a su multimillonario invitado con un fino plato de róbalo chileno. La llegada de las Melindas a las respectivas escenas viene a interrumpir las ambiciones profesionales de sus protagonistas, a obstaculizar un ritmo de producción que se ha colado en los intersticios de las relaciones sociales, y que hace tiempo ya que ha echado sus brotes.
Lo importante aquí no es tanto que una historia esté planteada como comedia y la otra como tragedia, sino ese quiebre en las aspiraciones de un grupo de gente que pone todas sus expectativas en su capacidad propositiva a pesar de que por ello sus relaciones se vayan volviendo cada vez más precarias, cada vez menos sociales. Asi, de partida “Melinda y Melinda” se hace interesante: antes de que pase nada, Woody Allen le da a la comedia y a la tragedia un origen común, los entrega en la misma cuna, hijos del mismo padre, el dios imprevisto.
Y lo que hace este imprevisto es interferir un proceso de intencionalidad. Esto es vivido con irritación, con impaciencia, o en el mejor de los casos por un sentimiento de obligación moral -por el triste estado en que se encuentra Melinda- por los personajes, mientras deciden qué hacer al respecto. Quizás el instituir con orgullo obcecado el actuar eficiente y sin errores como el canon sea lo que da vida al absurdo y le da su poder corrosivo y desalentador. Y quizás lo que vemos es a un cineasta consciente de ello y haciendo de las suyas usándolo como material. Así, mientras estos humanos demasiado humanos insisten en tratar de alcanzar ese canon, todo se va haciendo absurdamente trágico y absurdamente cómico. Pero Woody Allen está lejos de querer moralizar, y la distancia que establece con sus personajes tampoco es mucha, apareciendo poco a poco sus miedos y manías. Es difícil referirse a su mundo sin mencionar los elementos que lo constituyen, y que son casi como tics nerviosos, o como espíritus que rondan los sucesos: psicoanálisis, somníferos, alcohol, lo francés, infidelidades, jazz, magia, sueños, la confrontación de tipos ansiosos y egomaníacos con dandys autocomplacientes y pagados de si mismos. Lo bueno es que con el tiempo estos elementos se han ido haciendo más finos, más implícitos, y lo que antes era un bufón intentando seducir a una chica alardeando de su conocimiento de Lacan y Dostoievsky ahora es una inquietud sexual que se reduce a miradas, a acercamientos, a diálogos sin un sentido aparente. Y lo que antes era un cómico intentado legitimarse como autor con citas a Bergman y a Fellini (una intertextualidad que no por devota dejaba de ser simplona, básica, populista), ahora es un director que a medida que ha ido confiando en sus recursos, ha hecho que su humor gane en inteligencia y vitalidad.
Ahora los mejores chistes son cinematográficos, están dados por la misma estructura narrativa y son directo resultado de las inferencias que se van sacando de lo que pasa. Pero no todo es chiste, claro, y no por nada muchas secuencias de “Melinda y Melinda” recuerdan a Fassbinder o Francois Ozon. Con altos y bajos sigue siendo el de siempre (“Ladrones de medio pelo” podría ser un punto bajo), lo suficiente por último como para que a los que les ha gustado lo siga gustando y para que a quienes no les agrada no lo haga nunca. Al menos está lejos de ser olvidado en vida como fue el caso de su (y también a veces nuestro) querido Fellini.
Por lo demás, no comparto para nada esa apreciación de que Woody Allen está en decadencia, y que ya no es el mismo de antes. Acaso los que jubilan a los directores antes de tiempo son los mismos que se apresuran en inventar generaciones donde no las hay, tal es el caso del mentado “nuevo cine chileno” (al respecto, una digresión: el termino “generación” tiene un valor explicativo, pedadógico, expositivo, y surge siempre a posteriori. ¿Es necesario en este caso? O aún más: ¿es consistente? ¿El factor común de los cineastas que forman parte de esta “generación” se reduce a que salieron de escuelas de cine?). El sentimiento de crisis sigue siendo el mismo, sólo que ahora más depurado. Y como es casi imposible que esta crisis no alcance al narrador mismo, Allen se hace cargo de ella instalando -una vez más- una historia con varias capas en la cual una se sitúa en un nivel historiográfico (y por lo tanto generativo) en relación a las otras. Eso de enfatizar los diversos sentidos que puede adquirir una historia de acuerdo a quien la cuente lo llevó a ser uno de los pioneros del documental ficcionado con “Zelig”, inquietud que ha seguido desarrollando en cintas como “Dias de Radio” y “Dulce y melancólico”.
Otra cosa a mencionar es el cuidado que Woody Allen pone en la imagen de sus películas. Cabe señalar al respecto que ha trabajado con casi todos los mejores directores de fotografía de los últimos 30 años como lo son Gordon Willis, Sven Nykvist y, en esta oportunidad, Vilmos Zsigsmond, un tipo que junto con su compatriota Laszlo Kovacs fue parte de la renovación de la fotografía cinematográfica en los años 70. Nadie se había atrevido -entre muchas otras cosas- a que en una escena de interior (estamos hablando de una puesta en escena realista se entiende) se viera a través de las ventanas el exterior sobreexpuesto hasta la blancura (“quemado”) hasta que ellos llegaron a Estados Unidos desde su natal Hungría sin un peso en los bolsillos y, por lo tanto, sin nada que perder. En esta ocasión Zsigsmond deja escenas enteras en penumbras sin ningún complejo, introduce de manera sistemática fuentes de luz dentro del cuadro y consigue, y en esto acompaña al guión, que la atención sobre lo iluminado esté determinada por las zonas de oscuridad. Aplausos.
Lo que da origen a los destinos divergentes de Melinda es, al igual que en otras películas de Woody Allen, una conversación sostenida por un grupo de amigos en un restaurante, conversación que tiene por objeto dirimir que qué es más representativo de la vida, si la comedia o la tragedia. En esta nebulosa de opiniones -los argumentos que se esgrimen para cada opción son muy buenos- es en donde a mi juicio surge uno de los puntos fuertes de “Melinda y Melinda”: el denotar que es en este desvarío filosófico en donde tal vez se encuentra la génesis de todas las historias, de todos los caracteres y de todos los puntos de giro.
Título original: Melinda & Melinda
Director: Woody Allen
Año: 2005
País: Estados Unidos
Concha, I. (2005). Melinda & Melinda , laFuga, 1. [Fecha de consulta: 2024-10-10] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/melinda-melinda/172