“Aquí estamos construyendo algo…
y todas las piezas tienen importancia.”
Detective Lester Freamon, The Wire
Lo juro: no ha sido nunca una serie con policías. Y aunque había polis y gánsteres en abundancia, nunca ha sido del todo apropiado clasificarla como ficción criminal, aunque la espina dorsal de cada temporada haya sido sin duda una investigación policial en Baltimore, Maryland.
Pero haber dicho eso hace —ya casi— una década, cuando la HBO estrenó The Wire, habría sido rayar en el ridículo. Habría sido cómico, por no decir también pretencioso, esgrimir la proclama de Lester Freamon. Como medio para contar historias serias, la televisión tiene pocos títulos que la avalen, o al menos así ha sido durante la mayor parte de su historia. ¡Qué otra cosa se podría esperar de un marco en el que, durante muchas décadas, el momento álgido del relato ha venido siendo la pausa para la publicidad, esa quíntuple interrupción cada hora en la que se pide a guionistas, actores y directores que manipulen el relato de manera que una visita al frigorífico o al cuarto de baño no signifique un alejamiento real del televisor o, peor aún, el cambio de canal pulsando el mando a distancia!
En tales condiciones, ¿cómo puede pretender un narrador hacer algo realmente ambicioso? ¿Dónde pueden quedar a salvo los relatos si no es en los paradigmas simples del bien y el mal, de héroes, villanos y parecidas caracterizaciones? ¿Dónde si no es en tramas que resulten asequibles a los espectadores más ignorantes o indiferentes? ¿Dónde si no es en la bobería inane y apaciguadora, en las narrativas auto-asertivas y auto-tranquilizadoras que reconfortan a los americanos acomodados mientras hacen la vista gorda ante los americanos más desgraciados, para así vender mejor furgonetas Ford y comida rápida, cerveza y zapatillas de deporte, iPods y productos de higiene femenina?
Tengamos en cuenta que, durante varias generaciones, el lustre de los rayos catódicos de nuestro campamento nacional y el reflejo televisado de la experiencia americana —y, por extensión, de las democracias occidentales de libre mercado— nos han llegado desde arriba. Las películas del Oeste, las policíacas y las judiciales, las telenovelas y las comedias de situación, todo ello concebido en Los Ángeles y Nueva York por profesionales de la industria y posteriormente configurado por distintas entidades corporativas, están destinadas a aplacar y sosegar al mayor número de telespectadores posible, infundiéndoles la idea de que su futuro será mejor y más brillante de lo que es en la actualidad y de que nunca como ahora ha habido un momento tan propicio para comprar y consumir.
Hasta época reciente, la televisión no ha tenido otro objetivo que el de vender. No vender historias, por supuesto, sino las intermediaciones con dichas historias. Y, por lo tanto, se ha emitido poca programación —y pocas cosas en forma de teleseries— que pudiera interferir con la misión de tranquilizar a los telespectadores respecto a su estatus, divinamente conferido, de consumidores agradecidos. Durante medio siglo, las cadenas de televisión han centrado sus programas alrededor de la publicidad, y no al revés, como podrían pensar algunos.
Lo cual no significa afirmar que la HBO no sea un brazo importante, y muy beneficioso, de la compañía Time Warner, la cual es a su vez un parangón del monolito de Wall Street. Los desastres en 35 mm de The Wire —por muchas pretensiones de iconoclastia que se le puedan atribuir— no dejan de estar patrocinados por un conglomerado mediático sumamente interesado en vender el producto a los consumidores.
Y, sin embargo, en el canal de pago por cable de dicho conglomerado, el único producto que se vende es la programación como tal. Esta distinción marca toda la diferencia.
Empezando con Oz y culminando con Los Soprano, las mejores obras de la HBO expresan nada menos que la visión de unos guionistas muy personales, secundados por el talento de directores, actores y demás miembros del equipo. Pocas cosas más entran por esta rara ventana en la historia de la televisión.
El relato lo es todo. Si nos reíamos, nos reíamos. Si llorábamos, llorábamos. Y si pensábamos —y no existe ninguna prohibición de semejante acto por el mero hecho de esgrimir un mando a distancia—, pues pensábamos también. Y si, en determinado punto —como hicieron muchos de los primeros espectadores de The Wire—, decidíamos cambiar de canal, pues estupendo también.
Pero en la HBO sólo se vendían las historias como tales y, por tanto —ausentes como están las furgonetas Ford y las zapatillas deportivas—, no hay nada que sirva de paño caliente respecto de una historia triste, una historia airada, una historia subversiva, una historia perturbadora.
Lo primero que tuvimos que hacer fue enseñar a la gente a ver la televisión de una manera distinta, a hacer un alto para prestar toda su atención, a sumergirse de una manera que el medio no exigía desde hacía ya mucho tiempo.
Y tuvimos que realizar esta labor un tanto problemática utilizando un género, junto con sus tropos, que durante décadas ha sido aceptado como un terreno narrativo básico, obvio. Hace tiempo que el relato criminal funciona como un arquetipo primordial de nuestra cultura y que el laberinto urbano ha sustituido en buena parte al paisaje abierto, implacable, del Oeste americano como escenario principal para nuestras obras morales. Las mejores series criminales —Homicide y NYPD Blue o sus predecesoras Dragnet y Police Story— versaron esencialmente sobre el bien y el mal. La justicia, la venganza, la traición, la redención…, poco queda de la maraña entre lo correcto y lo erróneo que no haya sido plena, incluso brillantemente, explorado por los Friday, Pembleton, Sipowicz y afines.
Por su parte, The Wire tenía otro tipo de ambiciones. Francamente, nos aburría tanto bueno y tanto malo. En la mayor medida posible, intentamos rehuir esa temática. Después de todo, a excepción de los santos y los sociópatas, son muy pocos los terrícolas que presentan algo más que no sea una confusa y corrupta combinación de motivaciones personales, casi todas egoístas y algunas incluso hilarantes.
El personaje es esencial a una buena ficción, y la trama es igual de fundamental. Pero, en última instancia, la narrativa que habla de nuestra vida cotidiana, que lidia con las realidades y contradicciones básicas de nuestro mundo inmediato, es la que, al final, tiene algunas probabilidades de presentar una argumentación social, e incluso política. Y, siendo sinceros, The Wire no intentó solamente contar un par de buenas historias; sobre todo, buscó… pelea.
En este sentido, The Wire no versó realmente sobre Jimmy McNulty, Avon Barksdale, Marlo Stanfield, Tommy Carcetti o Gus Haynes. Ni fue tampoco una serie sobre crímenes, castigos, guerra al narcotráfico, o sobre la política, la raza, la educación, las relaciones laborales o el periodismo.
Es una serie que versa sobre la Ciudad.
Versa sobre la manera como estamos viviendo en Occidente el nuevo milenio, a saber, como una especie urbanita compacta que comparte una sensación de amor, de sobrecogimiento y de miedo ante lo que hemos producido no sólo en Baltimore, St. Louis o Chicago, sino también en Manchester, Ámsterdam o Ciudad de México. En su mejor versión, nuestras metrópolis son la suprema aspiración de la comunidad, las depositarias de los mitos y esperanzas de unas personas que se agarran a los lados de esa pirámide que es el capitalismo. En su peor versión, nuestras ciudades —o esos lugares de nuestras ciudades donde la mayoría de nosotros dejamos nuestra huella— son recipientes de las contradicciones más oscuras y de la competencia más brutal que subyacen en la manera como convivimos, o como no conseguimos convivir.
La mitología es importante, esencial incluso, para toda psique nacional. Y los norteamericanos, en particular, nos morimos de ganas por tener un mito nacional. Hasta cierto punto, esto es comprensible; recubrir una verdad elemental con el brillo del heroísmo y el sacrificio nacional es prerrogativa de todo Estado-nación. Pero perpetuar las mismas mentiras generación tras generación para que nuestro sentido colectivo del experimento norteamericano resulte mejor y más reconfortante de lo que debería resultar…, ahí es donde la mitología pasa factura, una factura no sólo para Estados Unidos, sino también para todo el mundo en general. En una nación joven y luchadora, un moderado grado de bobería autocomplaciente tiene cierto encanto de seriedad. Pero si se trata de una superpotencia en el plano militar y tecnológico —y que pretende extender sus tentáculos tanto en la esfera económica como en la política exterior—, la cosa empieza ya a rozar el ámbito de lo orwelliano.
Mis compañeros y yo empezamos a escribir The Wire cuando estaban abriéndose paso ciertas narrativas dentro de la cultura estadounidense: los escandalosos fraudes en el corazón de Enron y Wordcom, precursores de la implosión económica que aún estaba por llegar, amén del escándalo institucional de los abusos sexuales por sacerdotes y la pasividad de la rama americana de la Iglesia Católica. En 2002, a nosotros nos pareció que había algo podrido en nuestro núcleo institucional y, por lo que Ed Burns sabía del Departamento de Policía de Baltimore y del sistema educativo, y por lo que yo presencié en las entrañas del periódico de la ciudad, las corruptelas institucionales y sistémicas de nuestra vida nacional parecían tener un carácter casi universal. En el plano de la práctica, Estados Unidos estaba convirtiéndose en el país de las estadísticas falseadas, maquilladas, hinchadas: la cuenta de resultados cuatrimestral, los resultados escolares, el índice de criminalidad, las promesas electorales, el premio Pulitzer…
Fuimos buenos observadores, pero no tan vaticinadores como el estado de nuestra nación nos hace ahora parecer. O, al menos, no nos consideramos unos videntes; el escándalo de los títulos hipotecarios y de los planes piramidales de Wall Street, que han hecho naufragar la economía mundial, resultaba demasiado desvergonzado y absurdo incluso para nuestras imaginaciones enfebrecidas. Vimos que en la cultura había elementos parasitarios y autoengrandecedores, que la avaricia y rapacidad de una sociedad que exaltaba el beneficio y el libre mercado a exclusión de cualquier otro cuadro social acabarían viéndose lastradas por tamaño grado de voracidad.
Entendimos que, a lo largo y ancho de nuestra cultura nacional, había una creciente incapacidad para reconocer nuestros problemas, y por supuesto para hacerles frente con suficiente honestidad. Pero —pedimos la venia— no teníamos idea de que la avaricia se hubiera convertido en política, de que los elementos canallescos no estaban siendo dirigidos por sistemas corruptos sino que ellos mismos estaban al mando de dichos sistemas. No podíamos imaginar el Katrina ni la hueca reacción ante dicha tragedia. No podíamos columbrar las vacuas mentiras y autoengaños que desencadenaron la insensata desgracia de Iraq. Teníamos, eso sí, un buen argumento; pero al principio no supimos lo bueno que era.
Para exponer nuestra causa, The Wire empezó como un relato a caballo entre dos mitos norteamericanos. El primero nos cuenta que, en este país, si eres más listo que el vecino —si eres astuto, frugal o visionario, si construyes una ratonera mejor, si llegas antes con la mejor idea—, tendrás éxito más allá de las imaginaciones más desaforadas. Y, en virtud de los procesos del libre mercado, es del todo justo afirmar que este mito se ha cumplido más que nunca. Y no sólo vale esto para Estados Unidos, sino también para el resto de Occidente y para muchas naciones emergentes. Cada día que pasa, recibe el bautismo un nuevo millonario. O dos, o tres, o diez, o veinte.
Pero ha habido también otro mito de apoyo, que sirve de balasto contra el capitalismo salvaje que ha salido triunfante, que proclama el logro individual excluyendo toda responsabilidad social y que, por tanto, valida la riqueza amasada por los más sabios y afortunados de entre nosotros. En otra época, en los Estados Unidos nos gustaba contarnos el cuento de que quienes no eran tan listos o visionarios, quienes no se construían mejores ratoneras, tenían también un lugar reservado para ellos. Según ese mito, quienes no son ni marrulleros ni astutos pero se levantan todos los días temprano para ir a ganarse el pan con el sudor de la frente, y vuelven luego a casa para dedicarse a sus respectivas familias, comunidades y cualquier otra institución a la que se les pida servir…, esas personas tenían también un trozo de tarta para ellas.
Probablemente no conduzcan un Lexus ni coman fuera todos los fines de semana; sus hijos no tengan posibilidades de matricularse en Harvard o Brown; y, llegado el domingo, no vean el partido de su equipo en una pantalla de plasma. Pero tendrán un hueco reservado para ellos, y no serán traicionados. En Baltimore, al igual que en tantas otras ciudades, ya no es posible hablar de esto como un mito; ni siquiera es posible quedar como personas educadas si hablamos de ello. Es, en una palabra, una mentira.
En mi ciudad, los campos marrones, los muelles podridos y las fábricas oxidadas son sendos testimonios de una economía que no ha dejado de cambiar, tornando prescindibles a generaciones enteras de trabajadores asalariados y a sus familias.
El coste que esto le supone a una sociedad supera todo cálculo, y no es que nadie se haya parado nunca a calcular nada.
Nuestros dirigentes económicos y políticos muestran un gran desdén hacia este horror, e incluso cierta ridiculez frívola. La sugerencia de Margaret Thatcher de que no existe sociedad más allá del individuo y su familia, habla muy a las claras de su desprecio —a finales del siglo XX— del ideal de un Estado-nación que ofrezca a los ciudadanos algo que se aproxime a cierto sentido de la vida en común.
Mirando desde Sparrows Point, en los accesos sudorientales a mi ciudad, lo que queda de la otrora gran corporación Bethlehem Steel está informando a miles de jubilados que ya no queda dinero disponible para pagarles las pensiones. A estos hombres que trabajaron en los altos hornos y en los astilleros —a los descendientes de esos mismos hombres que construyeron barcos cargados de suministros para derrocar a Hitler y a Mussolini— se les está diciendo que, por mucha asbestosis que puedan padecer, ya no disponen de seguridad social ni de seguro de vida.
En los muelles de la zona que en otro tiempo fue Maryland Ship & Drydock, varias urbanizaciones de lujo se están construyendo donde antes había grandes grúas industriales, mientras que un enjambre de yates y lanchas motoras propiedad de washingtonianos motea una islita donde en otro tiempo maniobraban las grandes líneas navieras de todo el mundo. Y, como se podía prever, la gran torre y el muelle, donde antes había puestos de trabajo, y que Frank Sobotka trató de salvar en la segunda temporada de The Wire, han sido pasto de la piqueta de los constructores, que han convertido el lugar en el llamado Silo Point, salpicado ahora de viviendas de lujo.
De la Universidad Johns Hopkins —por defecto, la mayor suministradora de empleo a la ciudad actualmente— llegó la noticia de que muchas familias que vivían en el deprimido gueto al norte del Hospital Este de Baltimore, y que habían sobrevivido a muchas fases de pobreza, abandono y adicción, iban a ser trasladadas a otra parte para que la universidad pudiera derribar sus bloques y convertirlos en un parque biotecnológico.
Durante la mayor parte del siglo pasado, Hopkins y las autoridades municipales no consiguieron encontrar una manera apropiada de conectar a la gran institución investigadora con las comunidades circundantes. Al final, destruyeron lo que quedaba del barrio, con el fin de salvarlo…
En cuanto al sistema educativo de la ciudad, año tras año aumenta el fracaso escolar y la degradación, con unos índices de graduación que no superan el treinta por ciento, toda vez que estamos preparando a los niños de Baltimore a unirse a una economía que no los necesita realmente. Pero, cada vez que hay elecciones, los resultados de los exámenes suben como por arte de magia para los grados tercero y quinto, para caer en picado dos años después, cuando los mismos alumnos —tras enseñárseles a la vez la prueba y la excelencia orwelliana del eslogan: «Que ningún niño se quede atrás»—, optan finalmente por abandonar las aulas, eligiendo en su lugar la vida en la calle. Si miramos al Departamento de Policía, siguen subiendo los índices de detención toda vez que estadísticas sin procesar suplantan al verdadero trabajo de la policía y que la manipulación de los resultados permite a los mandos más incompetentes pasar por delante de quienes son realmente capaces de investigar los delitos. La tasa de resolución de casos de homicidio —el 80% hace veinte años— está actualmente por debajo del 35%.
Y, en cuanto al último diario que queda en la ciudad, toda una batería de opciones de compra y de desgaste profesional ha dejado a la institución de Baltimore encargada de vigilar a, e informar sobre, la ciudad con tan sólo ciento cuarenta periodistas cuando en otro tiempo se contó con hasta quinientos.
Pero no sólo se está hundiendo el Baltimore Sun; desde Martin-Marietta hasta General Motors pasando por Koppers y Black & Decker, se asiste asimismo a una incesante serie de despidos, reducciones de plantilla, «medios turnos» y cadenas de montaje paradas. Así, la ciudad se va vaciando poco a poco; si vamos en coche por el este o el oeste de Baltimore, contemplaremos un panorama de casas adosadas cerradas y de solares disponibles.
¿Y el nuevo Baltimore? ¿El Baltimore renacido?
Ciertamente, también se puede detectar en muchos ámbitos: nuevas tecnologías, turismo y una economía de servicios en constante expansión. Y, sin embargo, este Baltimore está demasiado alejado de numerosas personas: en los guetos del Este y el Oeste, en Pimlico y Brooklyn, en Curtis Bay y Cherry Hill, sólo se percibe como un lejano rumor. Para mucha gente de estos barrios, el nuevo Baltimore existe en forma de rumores sobre un trabajo delante de la pantalla del ordenador, mucho más allá del límite del condado, donde los ratones se deslizan por alfombrillas y los cursores hacen clic en medio de torrentes de datos. Si percibimos el cambio de marea —si fuimos suficientemente avispados para romper nuestro carné del sindicato y alejarnos de la asociación local de trabajadores a la que pertenecían nuestros padres para empezar de nuevo en algún centro de educación para adultos—, entonces tal vez estemos en ese mundo y no en éste, y tal vez todo sea para mejor.
Pero son muchos los que se quedaron en el bajío tras la marea: hombres y mujeres de Baltimore a los que cada día se les recuerda que la ola ya alcanzó su punto más alto, y que ahora, con la economía en pleno reflujo, valen mucho menos de lo que valían en otro tiempo, si es que valen algo ahora en la economía posindustrial. Los desempleados que frecuentan los comedores municipales de West Baltimore o que han encontrado un pequeño trabajo como cajeros o cajeras en tiendas con aparcamiento comunal…, son los americanos que sobran. La economía irá dando tumbos sin ellos, y sin cualquiera que considere sinceramente su desesperación.
Antiguos trabajadores del acero y de los astilleros, camellos y drogadictos, más un ejército de jóvenes contratados para perseguir y encerrar a estos últimos, putas y puteros más una legión de hombres contratados para recoger a las putas y coaccionar a los puteros…, todos ellos son considerados prescindibles e incompatibles con el modelo económico del Nuevo Milenio, que desde hace tiempo los declaró irrelevantes.
Tal es el mundo de The Wire, la América que han dejado relegada. No nos equivoquemos: una ficción televisiva por sí misma no puede —ni debería— pretender representar a todo Baltimore o, por extensión, a todos los Estados Unidos. The Wire no pretende representarlo todo de una cosa tan grande, diversa y contradictoria como es la experiencia norteamericana.
Nuestros guiones y nuestras cámaras raras veces se han aventurado a entrar en Roland Park, Mont Washington o Timonium, ni las vidas echadas a perder de nuestros episodios
son las vidas aseguradas, realizadas, de las escuelas privadas y de los parques empresariales creados con los impuestos del condado y bordeados de árboles. Ciertamente, The Wire no versa sobre lo que ha sido rescatado o ensalzado en Estados Unidos. Versa, antes bien, sobre esa porción de nuestro país que hemos desechado, y sobre el coste que ha tenido para nuestra psique nacional el hacer eso. Es, en sus temáticas más amplias, una serie de televisión sobre la política y la sociología, y, a costa de aburrir a los telespectadores con esta noción, sobre la macroeconomía. Y es, francamente, una serie cabreada, pero con un cabreo completamente sincero.
Yo estuve trabajando en un gran periódico gris de Baltimore hasta que Wall Street descubrió la industria periodística y la evisceró en busca de beneficios a corto plazo, y las grandes cadenas foráneas vieron que podían hacer más dinero produciendo un periódico mediocre que uno bueno. El culto a la cuenta de resultados, unido a la venalidad de editores transplantados y husmeadores de premios, chupó la sangre de lo que de sano había allí. El co-creador de The Wire, Ed Burns, estuvo trabajando en una institución policial de Baltimore hasta que la política organizativa y «el principio de Peter», unos mandos con el instinto de conservación muy desarrollado, acabaron socavando el trabajo de los mejores policías. Otro guionista de la serie desde la primera temporada, George Pelecanos, estuvo vendiendo zapatos y trabajando de camarero, y posteriormente pasó varios años investigando y escribiendo novelas sobre esa porción del capital de la nación que sigue pasando prácticamente inadvertida para los dirigentes de la nación, los Shaw y los Anacostia, donde la vida negra vive marginada a la sombra de los grandes edificios de la democracia norteamericana. El cuarto guionista, Rafael Álvarez, vio terminar la carrera de su padre en medio de los piquetes de huelga de los remolcadores del puerto de Baltimore, junto al McAllister Towing, y él mismo estaba trabajando como mozo marinero en un buque cablero cuando HBO fue a llamarlo para un par de episodios. El quinto, Richard Price, pasó horas y horas, por no decir días y días, en los arrabales de Jersey City para encontrar allí sus voces perdidas y trágicas, mientras que el sexto, Dennis Lehane, de Boston, plasmaba en sus páginas las penalidades y el hambre de los barrios proletarios y broncos de Charlestown y Dorchester. Sin olvidarnos de Bill Zorzi, que pasó varios años informando sobre las covachuelas oscuras y cargadas de humo de la política de Baltimore antes de unirse al equipo para ayudar a crear y a dirigir la parte política de la serie. Todos ellos son, por supuesto, escritores profesionales. Sería engañoso, además de presuntuoso, decir que los que confeccionamos el guión de The Wire somos unos perfectos proletarios.
Una cosa es servir de eco a las voces de estibadores, drogadictos, detectives y camellos, y otra muy distinta pretender que estas voces sean las nuestras. Los D’Angelo Barksdale y los Frank Sobotka viven en su mundo, mientras que nosotros sólo lo visitamos de vez en cuando con el boli en ristre apoyado en un cuaderno abierto.
Simon, D. (2012). Sobre The Wire, laFuga, 14. [Fecha de consulta: 2024-10-04] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/sobre-the-wire/582