En más de una ocasión, he intentado describir este libro en una sola frase: todo él sobre autobiografía en el cine y en video. La autobiografía, como se define en los estudios literarios, es una forma de escritura personal que es referencial (es decir, imbuida con la historia), principalmente retrospectiva (a pesar de que la temporalidad de la enunciación puede ser bastante compleja), y en la cual el autor, narrador y protagonista, son el mismo (Lejeune, 1989). La práctica autobiográfica en occidente es tan antigua como la escritura confesional de San Agustín (fines del siglo V), aún como una memoria, un diario, un ensayo personal o testimonial. Actualmente disfruta de una popularidad y una prominencia crítica nunca antes alcanzada.
Pero siempre he sentido inquietud con una descripción tan autónoma como la de la autobiografía en el cine y video. Ésta asume demasiado y, a no ser que sea cuidadosamente conceptualizada e historizada, ofrece poco. Para comenzar, ¿no debiera la frase plantearse en la forma de una pregunta más que de una afirmación o un hecho? Como afirmación, implica un simple injerto de un conjunto de prácticas mediáticas (cine/video/Internet) en otro (literatura) con muy poca consideración por los debates, las nuevas relaciones sociales, y las transformaciones tecnológicas que son las meras condiciones de existencia de estas nuevas formas de auto-inscripción. Ésta propone una forma cultural relativamente naciente como un hecho consumado (fait accompli), más que como un fenómeno que aún se está desplegando.
Cuando publiqué un ensayo sobre la nueva autobiografía en cine y video en Afterimage en 1989 1, la mayoría del trabajo discutido en esas páginas todavía no se había producido; el Internet estaba aún lejano en el tiempo de realizar su potencial como un vehículo autobiográfico de masa y de culto. ¿Qué sentido puede haber en imaginar este modo dinámico de cultura visual como una extensión de las prácticas literarias tradicionales? Por otra parte la autobiografía ha sido siempre una línea divisoria desafiante. Las teóricas literarias feministas Sidonie Smith y Julia Watson describen el caso de manera sucinta: “La escritura autobiográfica nos rodea, pero mientras más nos rodea, más desafía una estabilización genérica, mientras más rotas son sus leyes, más se desvía hacia otras prácticas, las que anteriormente fueran prácticas “fuera de la ley” derivan hacia su dominio”2 (Smith & Watson, 1992, p. xviii). ¿Pero qué pasa cuando una práctica literaria fuera de la ley se mueve más allá de la literatura?
Al menos un crítico literario ha discutido que no hay un equivalente cinematográfico para el acto autobiográfico; todavía más se dice, que la preeminencia cultural del cine puede ser un signo claro de la desaparición de la autobiografía (Bruss, 1980, pp. 296-297.) 3 Veinte años después de este pronunciamiento, es claro para mí que, por el contrario, las películas de 16mm, el video a nivel de consumidor, y el Internet han entregado plataformas únicas cada vez más accesibles para la expresión del yo, al mismo tiempo que abren nuevas fronteras en cuanto a la audiencia. Dado el extenso afianzamiento del cine en el largo siglo en la imaginación popular y su hoy establecido nicho en la academia, no siento necesidad de defender el caso por la legitimidad del cine. Las nuevas formas culturales siempre se construyeron sobre y reinventaron a sus antecedentes. E igualmente, aunque este libro y otros similares puedan terminar al final expandiendo lo vernacular de los estudios autobiográficos, no quiero reivindicar ningunas nuevas ortodoxias. Estoy menos preocupado con (re) definir la autobiografía en el sentido estricto propuesto por Philippe Lejeune y otros, que con examinar una diversidad de prácticas autobiográficas que se involucran con la subjetividad y su performance. Señalado simplemente, quiero preguntar cómo y en qué efecto las versiones viables del ser llegan a ser construidas a través de estas prácticas mediáticas del siglo XX tardío. Pero incluso en el cómo articulo esta pregunta esencial, buscando tal vez por una poética de la autobiografía audiovisual, me llama la atención la inestabilidad de los términos más básicos.
La palabra “autobiografía” está compuesta de tres partes principales: “auto”, “bio” y “grafía” que componen los ingredientes esenciales de esta forma representacional: el ser, la vida y la práctica de escribir. Como veremos, este ser es bajo ningún principio un término indiscutible. Pero tampoco es del todo claro qué se significa por una vida. Seguramente cada acto autobiográfico no puede ser tomado responsable por la totalidad de una vida, entonces ¿qué gestos de ésta son estimados como emblemáticos o al menos evocativos del todo?
Si el “auto” y la “bio” son cuestiones para cada una de las especies de la autobiografía, no obstante es la dimensión grafológica la que debe ser el punto focal recurrente para una examinación de la autobiografía fílmica, electrónica o digital. La auto-inscripción necesariamente está constituida a través de sus prácticas significantes. Tal como Jerome Bruner ha expresado, “la autobiografía es la construcción de la vida a través de la construcción de un “texto”” (Bruner, 1993, p. 55). Dada la disponibilidad de estos relativamente nuevos vehículos para la auto-expresión, es claro para mí que la cuidada atención debe dársele a las nuevas —de hecho, transformativas— posibilidades de la construcción textual autobiográfica.
La contribución más sorprendente de la colección de Sidonie Smith y Julia Watson, Getting a Life: Everyday Uses of Autobiography, es finalmente su nivelador de la jerarquía que ha separado a la autobiografía literaria tradicional de todas las otras (presumiblemente corruptas) formas. Ahora podemos ver más que nunca antes que los registros médicos, currículum vitae, y arte performance son actos autobiográficos de un tipo más profundo y podría decirse más pertinente para nuestras experiencias vividas que sus primos de pedigrí literarios. Este libro está también dedicado a un rango de prácticas de auto-inscripción más allá de los límites de la literatura. La parte III titulada “Modos de la Subjetividad”, vigila las especificidades de las películas autobiográficas, el video confesional, el ensayo electrónico, y la página Web personal. Pero la especificidad del medio no es el único objetivo que preocupa aquí. Como se discutió en el capítulo sobre la etnografía doméstica (capítulo 14), estos modos de práctica autobiográfica parecen estar menos definidos por su aparato tecnológico que por la red de relaciones sociales que los rodean. La etnografía doméstica, una forma de autorretrato en la cual el ser está atado con su otro familiar, toma como su precepto tácito “la etnografía comienza en el hogar”. El ser supone el otro; el otro se refracta a sí mismo.
Y no es un ser singular, como lo muestra cualquier declinación; yo, mi mismo, el ego, el ser, el sujeto, el individuo, el ciudadano. El problema con el sujeto tiene bastante historia. Ha sido, en décadas recientes, cercado hacia diversos frentes. ¿Es el sujeto una categoría meramente burguesa que obstruye nuestra visión de la lucha de clases, la arena que realmente cuenta (marxismo clásico)? Si es así, estamos equivocados en nuestro foco sobre un ser desasociado. ¿Es el sujeto simplemente un efecto del sistema (estructuralista y lacaniano)? Si fuera así, debemos dedicar nuestra principal atención a los mecanismos más amplios (lenguaje, ideología, el inconsciente) que ofrece la mejor esperanza para una comprensión e intervención.
¿Ha sido el sujeto tan descentralizado, hibridado, y ahora virtualizado, que cesa de aportar a un sentido más significativo del ser (post-estructuralismo, teoría ciber)? O, ¿es esta absorción en el sujeto un síntoma del narcisismo, una defensa masiva del ego localizable en los artistas o en la sociedad en general (sicología)? ¿Es el sujeto abstracto o concreto: un constructo teórico que requiere alusiones aprendidas a cada filósofo desde Descartes o un vestigio de lo cotidiano apropiadamente arraigado en la materialidad de un género, el cuerpo performativo? ¿Somos, tal como es presumido por Neal Gabler en una de sus piezas editoriales post-milenio, “Viviendo en la Época del Ego”, un individuo que ocupa un escenario central , ya sea para mejor o para peor (“el ego, el ser, es ya una fauce para ser alimentada o un lienzo transparente a través del cual ver”)? (Gabler, 2000). Estas divergentes visiones de la subjetividad en el siglo veinte tardío, retratan colectivamente los alrededores de la teoría cultural contemporánea 4.
Hay voces compensatorias. No todos están de acuerdo con que la subjetividad es central. Un crítico cultural de renombre, conocido mío, anunció una vez con cierto orgullo que todavía no había tenido que usar los términos “sujeto” o “subjetividad” en su propia escritura. Tomando ese desafío implícito, ¿no debiéramos empezar por preguntarnos qué tan útil es la categoría de sujeto para los estudios de los medios y si nuestra atención hacia éstos es desacertada?. Tal vez la tendencia autobiográfica es una manifestación más norteamericana. (Aquí vale la pena recordar la afirmación controversial de Georges Gusdorf, de que la autobiografía “expresa una preocupación peculiar para al hombre occidental”, una afirmación que, más de cuatro décadas más tarde parece incorrecta por dos cosas, la del género y la geografía.) (Guslorf, 1980, p. 29). El sociólogo Arlie Russell Hochschild ve una vuelta a lo personal como un producto de condiciones históricas recientes en Estados Unidos. En una extendida pieza en el New York Times sobre la búsqueda obsesiva de la identidad de los norteamericanos, Hochschild escribe lo siguiente: “Los americanos que llegaron en la época de 1930, los cuarenta y los sesenta han estado marcados por grandes eventos —la Depresión, la Segunda Guerra Mundial, Vietnam— y los climas colectivos que estos despertaron. Pero desde los setenta hasta los noventa, los eventos que marcaron la historia ocurrieron en otra parte. El comunismo colapsó, pero no en los Estados Unidos. Las guerras prendieron en Ruanda, los Balcanes y otros lugares, pero tuvieron poco efecto aquí. Las fuerzas en Estados Unidos han sido sociales y económicas, y han cambiado el foco hacia asuntos personales (temas de estilos de vida que toman forma por el consumismo, los medios masivos y un sentido creciente de la inestabilidad en la familia y el trabajo)” (Hoschild, 2000, p. 10).
Este análisis ignora las incursiones realizadas por el activismo feminista durante esta era. Una cada vez mayor atención fue activamente otorgada a lo personal; el énfasis consagrado al tiempo en los “grandes eventos”, como Hochschild los llama, demostró que era el resultado de un sesgo masculino. La política incluye ahora cómo los individuos, más que las naciones-estados, se manejan a ellos mismos en el mundo 5.
Más aún, no puedo estar de acuerdo con una perspectiva exclusivamente norteamericanista, una visión que discute que el impulso autobiográfico ha crecido mejor en tierra norteamericana en una era de éxito económico y de un aumento del tiempo de ocio. Al menos en el mundo del cine contemporáneo y de las prácticas de video esto parece no ser así, como se evidencia por la emergencia del apasionante trabajo en primera persona que viene de Canadá, Europa, Asia, Australia y el Medio Oriente. Pero la cuestión se mantiene: ¿Debiera el tema de la subjetividad ser uno central para los que trabajan con los medios y los académicos? o, ¿es el actual interés en lo personal, un affaire de corta vida, local e intrascendente?
Mi primera respuesta es intuitiva, por mis años de enseñanza y escritura sobre el ser cómo se ha expresado en el cine y el video me dicen que la subjetividad continúa siendo un tema que importa mucho. Sé qué les preocupa a mis estudiantes, que con los años han confrontado innumerables películas personales y cintas y, más a menudo que no, han respondido desde sus entrañas con rabia y con empatía, pero raramente sólo con indiferencia. El conjuro del comienzo de Tongues Untied (1989) de Marlon Riggs continúa cautivando más de una década más tarde. La evocación de Rea Tajiri de la experiencia de su madre interna en un campo durante la Segunda Guerra Mundial en History and Memory (1991) nunca falla en provocar una respuesta apasionada. Las sesiones verbales con su padre adversario en Nobody’s Business (1996), de Alan Berliner, saca risas en todos los lugares correctos.
La calidad del mejor trabajo de este tipo es incuestionable, pero también lo es la cantidad: lo autobiográfico es una categoría siempre en expansión en la producción en festivales, en las casas de repertorio, y en presentaciones transmitidas en televisión como las series de PBS P.O.V., las cuales desde la mitad de 1990 han entregado un foro para el apasionado, personal y frecuentemente controversial trabajo de no ficción. Lo autobiográfico no es una preocupación únicamente americana (aunque admito que estoy más atento a las películas y cintas realizadas en Estados Unidos). Por cinco años (1994-1999), la BBC Two, transmitió una serie de pequeñas piezas en primera persona producidas por una diversa muestra de individuos, cuyas identidades dispares, perspectivas y experiencias cotidianas fueron el contenido de ocasionales “reportes de campo”. Estas pequeñas auto- reflexiones (una sucesión de miniaturas autobiográficas) acumulativamente evocan la amplitud de la vida social en la nueva Bretaña. Video Nation, como el programa fue acertadamente titulado, introdujo las historias de vida de todo tipo de gente (los caballeros mayores de clase alta, la mujer asiática embarazada, el tristemente aislado gay) en miles de hogares británicos, promoviendo un tipo de contacto social improbable de ocurrir bajo otras circunstancias. Los cortos programas de Video Nation fueron concebidos como intervenciones en el horario de transmisión nacional, cápsulas entrometidas de lo improvisado y de lo corriente al fluir de la imagen profesionalmente producida.
Ahora, del repertorio de trabajo de la primera persona del cual selecciono textos para ser mostrados para mis cursos es inmenso, la mayoría es producido en los ochenta y noventa. Recientemente, el programa de producción en la Escuela de Cine y Televisión de USC (University of Southern California) ha comenzado a ofrecer un curso sobre “video personal”, nada que ver con el modelo de Hollywood, que ha prevalecido ahí por setenta y cinco años. Los proyectos de documentales avanzados hechos en la escuela tienden más frecuentemente hacia lo personal que lo que lo hacían hace una década atrás. Entonces parece que hay una audiencia para ellos ahí, y numerosos productores de trabajo autobiográfico. Pero, ¿qué tan de buena fe son sus reclamos de atención crítica? Y aquí los terrenos intuitivos y anecdóticos para mi interés reciben apoyo de otros ámbitos.
Años atrás cuando por primera vez empecé a enseñar sobre películas autobiográficas (a principios de los ochenta), Michel Foucault escribió que en el rostro de la violencia institucional y estatal y de las masivas presiones ideológicas, la pregunta central de nuestro tiempo seguía siendo: “¿Quiénes somos?” (Foucault, 1984, p. 420). Foucault reclamó que en épocas previas la lucha en contra de la dominación y explotación se había tomado el escenario central. Ahora para un creciente número de personas la lucha era contra el sometimiento, contra la sumisión de la subjetividad. En las manos de Foucault, esta circunstancia hacía relevante una interrogación rigurosa e historicista del poder, tanto ejercido como experimentado. La subjetividad —esa construcción de múltiples niveles del ser propio imaginado, representado y asignado— fue propuesta como el terreno actual de lucha más relevante.
Para un crítico cultural como yo, más en consonancia con los matices de lo cinemático, era crucial hacer preguntar ligeramente diferentes:¿cómo la subjetividad (como un carácter firme o una crítica) se expresó en el cine? ¿Qué modos de auto-inscripción han sido empleados por realizadores de películas? ¿Qué tan en deuda están estos modos con las prácticas autobiográficas literarias que tienen un siglo? ¿Qué diferencia surge cuando el auto biografiado escoge el cine, el video, o el Internet para su modo de producción? ¿Cuáles son los temas éticos que la autobiografía implica? Estas preguntas son intelectualmente muy imperiosas, pero también de sustancial relevancia política. La afirmación de “quiénes somos”, particularmente para un ciudadano masivamente separado de los motores de su representación —los comerciales, las noticias y la industria del entretenimiento— es una expresión vital de agencia. No somos solamente lo que hacemos en un mundo de imágenes; también somos lo que a nosotros mismos nos mostramos ser. Tal como se ha discutido por muchas feministas y críticas subalternas, la autobiografía ha llegado a ser un medio crucial de resistencia y contradiscurso, “el espacio legítimo para producir ese exceso que lanza duda sobre la coherencia y el poder de una exclusiva historiografía” (Sommer, 1988, p. 111). Ya sea en un cómic de Alex Rivera reescribiendo la historia de la identidad mestiza (con igual tiempo dado a la emigración de su padre Inca a Nueva York que a la explotación de los productos de papa) en Papapapa (1997) o la puesta en escena de Vanalyne Green sobre la recuperación de su personalidad como la hija de padres alcohólicos en Trick or Drink (1984), la autobiografía fílmica/video gráfica ha devenido en una herramienta para unir el testimonio público liberador y la terapia privada.
No es para nada sorprendente que mucha autobiografía actual haya sido producida al margen de la cultura comercial, por feministas, gays, gente de color, y disidentes de cada tipo. Contrario a los críticos que vieron esta lluvia como reaccionaria —el contragolpe individualista en contra del movimiento solidario o el mal comportamiento de desenfrenado solipsismo— el trabajo está frecuentemente comprometido en construir comunidad y es profundamente dialógico. Instancia tras instancia las películas y cintas construyen puentes entre un ser activamente construido y otro inscrito. Este otro puede ser la familia, como en el caso de la “etnografía doméstica”, o miembros de una comunidad ligada por la memoria racial o una afinidad elegida. Tonalmente, el trabajo es tremendamente diverso —celebratorio, elegíaco, solemne, delirante— pero es casi siempre afirmativo de un ser que es específico culturalmente y públicamente definido. Las declaraciones públicas de los seres privados han llegado a ser actos definitorios de la vida contemporánea, muchas veces infundidos con gran urgencia. Estas son las apuestas sociales de la autobiografía fílmica, pero ¿qué pasa con las disciplinarias?, ¿qué han ganado los académicos de estudio de los medios de estas nuevas modalidades autobiográficas?
Los estudios del documental, un campo creciente y profundamente interdisciplinario de investigación, puede ser el benefactor más grande. No tengo vergüenza en decir que soy un entusiasta así como también un estudioso del documental. Creo que el ímpetu autobiográfico que estoy describiendo ha infundido a la tradición del documental con una vitalidad bien necesitada y ha expandido su jerga. (Ésta es una afirmación a la que he llegado por inducción; estos ensayos, escritos por un período de más de veinte años, entregarán la evidencia de esa animación y expansión.) En el ámbito del campo académico, la subjetividad ha sido por largo tiempo un tema en los estudios de la narrativa fílmica, de ficciones cuyo punto de vista estructurado, a menudo vía el uso de cámara en mano y narración en voz en off, podría producir el sentido de una agencia personificada y especificable, con la cual los miembros de la audiencia podrían ser temporalmente alineados. Pero el dominio de la no ficción estuvo típicamente alimentado por una preocupación por la objetividad, una creencia de que lo que era visto y escuchado debía retener su integridad como una porción verosímil del mundo social.
¿De qué manera persuadir más a los espectadores para investir la creencia, producir “evidencia visible”, e incluso inducir a la acción social? En estos días hay amplios terrenos para una activa desconfianza de esa esperada neutralidad. Los estándares periodísticos del reportaje objetivo han sido tan desgastados por los nuevos recolectores de noticias y conductores de TV de alto perfil, la emergencia de lo digital ha rebajado tanto nuestra fe en la indexicalidad de los signos, la ironía como una sensibilidad mayor de nuestro tiempo ha llegado a ser tan penetrante, que la objetividad ha llegado a ser la cáscara vacía de un constructo, que se ha mantenido vivo por una minoría que se hace oír. Dada la disminución de la objetividad como una narrativa social convincente, parecieran haber territorios amplios para una examinación más sostenida de las diversas expresiones de la subjetividad producida en textos de no ficción.
Pero los estudios de documentales, enraizados en la tradición griersoniana de mucha seriedad, aún tienden a considerar la confesión de la subjetividad como un acto ligeramente sospechoso. Bill Nichols ha escrito que las figuras estándares de la edición subjetiva, familiar desde las películas de ficción, se vuelven en el reino del documental la fundación para una “subjetividad social… (una) subjetividad disociada desde cualquier personaje único individuado.” Aquí nuestra identificación es con la audiencia como una colectividad más que con un individuo detrás de la cámara (Nichols, 1991, p. 179). Comparto la creencia que el documental puede ser un asunto serio y que mucho de su poder está derivado de un compromiso compartido con las ideas que nos pueden mover a la acción. De hecho, la Parte I de este libro, titulada “Social Subjectivity” (Subjetividad social), examina las ocasiones en las cuales las preocupaciones personales son mostradas para coincidir con, o ser superadas por, un tipo de urgencia política. ¿Pero no es también el caso de que esta noción de subjetividad social puede ocultarse, incluso, tal como se revela? ¿No estaban los filmes clásicos del grupo Grierson marcados también por los valores de clase y las sensibilidades de jóvenes cineastas educados en Cambridge? ¿No estaban en exposición las subjetividades, como el trabajo de Humphrey Jennings mejor lo ilustra, a pesar de la centralidad del “proyecto” declarado por el grupo? ¿No tiene la TV americana la cobertura de batallas peleadas desde Vietnam hasta Irak, siempre duplicadas como nacionalistas e incluso como auto-promoción personal? Las visiones privadas y las metas profesionales siempre se han combinado con los declarados propósitos sociales de los esfuerzos documentales colectivos.
La represión de la subjetividad ha sido persistente, ideológicamente un hecho arrastrado de la historia documental; aún la subjetividad nunca ha sido desterrada de los rangos documentales. De hecho, muchos de los hitos logrados de las primeras décadas de la realización de documental fueron ejercicios de auto-expresión. Aquí estoy pensando en Man with a Movie Camera (1929) de Dziga Vertov, que cataloga las correspondencias entre la percepción humana (visual y auditiva) y las potencialidades del aparato cinematográfico, a menudo de un modo vertiginoso 6. En un estilo real comunista, Vertov corrompe su propia subjetividad para que la de sus camaradas —el hermano Mikhail, el camarógrafo epónimo, cuyo punto de vista es mostrado repetidamente para ser la fuente de lo que vemos y la editora/esposa Yelizaveta Svilova—, sean opciones en el banco de la edición mostradas para llevar a la vida la grabación. La mujer de Vertov y su hermano llegaron a ser los delegados de esta subjetividad proyectada. À propos de Nice (1930) de Jean Vigo contiene varias instancias notables de montaje intelectual, cortes transversales entre turistas indolentes y cocodrilos asoleándose o entre una altanera viuda noble y un avestruz, secuencias en las cuales la perspectiva implícita está desplazada por un comentario abierto.
Rain (1929) de Joris Ivens es un filme-poema dedicado a replicar la experiencia del cineasta de la caída de la lluvia en Amsterdam. Un número de tomas evidencia una sensibilidad en primera persona no penitente, tal como Ivens describe en su autobiografía: “En ese tiempo vivía para y con la lluvia. Traté de imaginar cómo todo lo que veía podía verse en la lluvia—y en la pantalla. Era parte de un juego, parte obsesión, parte acción… Nunca me movía sin mi cámara—estaba conmigo en la oficina, el laboratorio, la calle, el tren. Vivía con ella y cuando dormía estaba en mi velador, para que si estaba lloviendo cuando me despertara yo pudiera filmar la ventana del estudio sobre mi cama. Algunas de las mejores tomas de gotas de agua junto a las ventanas inclinadas del estudio fueron en realidad tomadas desde mi cama cuando me despertaba” (1969, p. 32).
El posterior cambio de Ivens desde las exploraciones personales hacia estructuras más politizadas para su dirección de películas es ejemplar del momento histórico. En 1929 había sido invitado a la Unión Soviética por el renombrado cineasta Vsevolod Pudovkin, cuya película Mother (1926) había sido una de las inspiraciones para la fundación de Filmliga, un cine-club de Amsterdam, dos años antes. Cuando le preguntó por qué le había hecho la invitación, Pudovkin respondió: “Porque tus películas tienen cualidades que muchos de nuestros documentalistas carecen, cualidades de tensión y emoción que son muy valorables en películas de hechos objetivos” (Ivens, 1969, p. 50). Ivens ha narrado cómo la visita a la Unión Soviética reorientó sus prioridades, alterando para siempre el balance entre la estética y los factores sociales en su propio trabajo. Con el comienzo de la agitada economía global e intensificadas las tensiones de clases en los treinta, Ivens determinó que la obligación social superaba las preocupaciones personales y expresamente artísticas. “Durante la filmación de Borinage a veces teníamos que destruir una cierta belleza superficial no bienvenida que podía ocurrir cuando no la queríamos. Cuando la sombra bien definida de las ventanas de los cuarteles se caía en las alfombras sucias y los platos de una mesa, el efecto atractivo de la sombra realmente destruyó el efecto de suciedad que queríamos, entonces rompimos los bordes de la sombra. Nuestro propósito era prevenir los efectos fotográficos agradables que distrajeran a la audiencia de las desagradables verdades que estábamos mostrando” (1969, p. 88).
Entonces Ivens describió su adopción de conciencia como un tipo de ascetismo, una vuelta fuera de las exploraciones personales que lo llevaron a hacer The Bridge (1928) y Rain (un experimento inconcluso empleando una cámara exclusivamente subjetiva). Fue un cambio forzado por la historia 7. Luego, yo hasta cierto punto, apruebo la noción de Arlie Russell de determinismo histórico in la formación de la cultura, su sensación de que “lo que hace a una generación es su conexión con la historia” (Hochschild, 2000). En 1930, la crisis económica mundial y la gran agitación social definieron a una generación.
La iniciativa griersoniana (Griersonian) en Gran Bretaña data de este momento de la época del cambio social (La propia Drifters de Grierson fue terminada en 1929), tal como los importantes esfuerzos de los documentalistas de la era de la Depresión en América tales como: Pare Lorentz, Paul Strand y Leo Hurwitz. Las prioridades impuestas por la depresión y la segunda guerra mundial reinaron en el experimentalismo y la desenfadada subjetividad de expresión que tanta vida le ha dado a la práctica del documental en 1920. En el caso de los americanos, hay un grado de estilización aparente en el primer trabajo del documental de izquierda (por ejemplo: Pie in the Sky, 1935), aunque tiende hacia el estilo del expresionismo soviético más que a una exploración de la primera persona. Pero los esfuerzos documentales colaborativos de 1930 —la producción de la Liga de trabajadores de cine y fotografía, Nykino y Frontier Films— es lo que mejor ilustra las ambiciones colectivas de esos días. La subjetividad individual iba a ser sacrificada al bien común, los grandes imperativos históricos 8. Un estilo similar maoísta-soviético colectivista surgió en la Francia post 1968: el grupo de Chris Marker SLON, el grupo Dziga Vertov formado por Jean-Luc Godard y Jean-Pierre Gorin. El individualismo, incluso el reconocimiento de la autoría, fue rechazado por estos distinguidos cineastas, tal como lo fue por los editores del Cahiers du Cinéma, cuyos textos colectivos estuvieron en la vanguardia de la teoría del cine de comienzos de los setenta.
Un desarrollo paralelo ocurrió en Estados Unidos con Newsreel, el colectivo de documentales de la nueva izquierda (New Left) fundado en Nueva York en diciembre de 1967, discutido ampliamente en el capítulo 1. Los equivalentes de los videos de Newsreel, los colectivos de la televisión de guerrilla de comienzos de los setenta como Raindance, Top Value Television, Ant Farm y Video Free America, también optaron por una identidad colectiva creativa, más que una individual 9. Dada la fragmentación o la dispersión de las izquierdas en Francia y Estados Unidos, así como también a la disidencia interna, estos colectivos estaban en declive o ya muertos a mediados de los setenta 10. Estas películas y cintas producidas colaborativamente, renunciaban al individualismo en el terreno político y por lo tanto nunca insinuaron lo autobiográfico, fueron profundamente apasionadas y lejanos de lo objetivo.
Energizado por los derechos civiles, los estudiantes y los movimientos contra la guerra, los trabajos activistas de este período estuvieron en desacuerdo con los estándares periodísticos imperantes que predicaban neutralidad, así como también con el formato documental que tenían, hacia fines de los sesenta, devinieron en ser decididamente hegemónicos, esto es, directamente cine.
A comienzos de los sesenta, profesionales como Richard Leacock, D.A. Pennebaker, the Maysles, y (un poco más tarde) Frederick Wiseman habían evolucionado hacia un acercamiento a la realización de documentales que rechazó todas las huellas de la presencia del realizador. No tenía que haber voces en off, ni entrevistas, ni dirección de los sujetos del film. Era, en palabras de Stephen Mamber: “un documental no controlado”. Agarrados por una permanente fe en lo espontáneo estos realizadores se negaron a re-crear eventos o incluso a controlar el comportamiento de sus sujetos. El director estaba para ser “un reportero con una cámara en lugar de un cuaderno de notas” (1974, p. 2). La represión de la subjetividad era ahora una virtud cardinal. El precepto es dicho más claramente por Robert Drew, el grierson de este movimiento: “La personalidad del realizador no está de ninguna manera directamente involucrada en dirigir la acción” 11.
Brian Winston ha escrito incisivamente sobre la ideología que sustenta el cine directo, las maneras en las cuales reclamó el terreno elevado de la ciencia para apoyar su superioridad hacia sus predecesores y competidores (Winslton, 1993). Los debates que rodean la presunción de objetividad de los cineastas, la construcción de la práctica del documental como “reportaje puro”, se vuelven profundamente intrincados hacia fines de los sesenta con la fuente de Wiseman. En el recuento persuasivo de Winston, la afirmación de Wiseman de hacer “ficciones reales”, versiones apropiadas de su experiencia de una institución “real” despojada aún de todas las marcas de presencia del director, fueron casuísticas, hábiles, pero falsas refutaciones de la crítica.
El predecesor desacreditado del cine directo fue la reconstrucción dramática de la tradición de Flaherty y Grierson, pero su rival real era el trabajo de Jean Rouch, el etnógrafo-realizador cuyo acercamiento al cine verité fue desarrollado contemporáneamente en Francia. Rechazando la pretensión de invisibilidad de los americanos, Rouch creía en la necesidad de reconocimiento del impacto de la presencia del director de cine. El eligió “generar realidad” más que permitir que se desplegara pasivamente ante él 12. Con ese motivo, Rouch incitó la observación participativa hacia nuevos niveles de interactividad; vio la cámara como un “estimulante sicoanalítico” capaz de precipitar la acción y revelación del personaje. El rol de Rouch como un precursor clave en las efusiones confesionales de los profesionales de video contemporáneos, es explorado en el capítulo 13. Aquí es de mayor importancia recordar la rehabilitación de Rouch de aquel dispositivo mayormente despreciado del documental, la voz en off.
Como se ha descrito por innumerables críticos, la voz en off en décadas recientes ha sido condenada como dictatorial, la voz de Dios; se impone como una omnisciencia que nos remite a una posición de conocimiento absoluto. Las actuales nociones del conocimiento como más apropiadamente “parcial” o “situado” parecen en desacuerdo con la voz en off autoral 13. Aunque en las manos de Rouch y otros tales como Marker, Michael Rubbo y Ross McElwee, la voz del director ha llegado a implicar no tanto una certeza como una presencia testimonial teñida por la falta de confianza o el desconcierto. En lugar de duplicar la imagen o de certificar su autenticidad como un hecho, este modo documental de la voz en off es tan probable para cuestionar lo que se muestra como lo es para interpretarlo con autoridad. Emergiendo primero con Rouch en 1950 (y más indirectamente en el trabajo de Marker en películas tales como Letter from Siberia (1957) y Koumiko Mystery (1965)) 14, el potencial significativo de la voz autoral se va desarrollando con una sutileza y sofisticación previamente desconocida 15. Aunque no discutiría a favor del estilo de la cámara participante y la sonorización en primera persona de Rouch como una práctica autobiográfica per se, ellos forjan una conexión histórica crucial entre las vanguardias de 1920 y el brote de lo autobiográfico de 1980 y 1990.
Muchos de los capítulos en la Parte I de este libro ayudan a llenar algunos de los vacíos que separan la subjetividad efusiva que se exhibe en la vanguardia de los años veinte y la escena actual. Estos son, en su mayoría, análisis históricos, textualmente basados en películas, en los cuales la subjetividad del realizador está expresamente definida en relación a la lucha política o al trauma histórico. Ya sean las revueltas sociales de 1960 como en los capítulos sobre Newsreel y Medium Cool de Haskell Wexler, la búsqueda por una identidad diaspórica en un New York de posguerra y dinámica (capítulo 4 sobre Lost, Lost, Lost de Jonas Mekas), o la reclamación de la identidad asiática americana (capítulo 3), estas exploraciones fílmicas o video-gráficas del ser requieren a un otro histórico. El filme monumental de Meka ofrece un ejemplo notable. Comenzando en 1949, Mekas empezó a filmar material de su vida como un emigrado de Lituania y un artista emergente en una Nueva York. Para el momento en que se estrenó Lost, Lost, Lost, más de un cuarto de siglo más tarde, Mekas había desarrollado un estilo de realizar cine profundamente personal, para el cual la película sirve como un testigo y una prueba. A pesar del modo de diario que el trabajo pueda ser, ofrece una visión de la vida complejamente arraigada en la agitación social y política de los años de posguerra. Aun a pesar de las cualidades del documental que este trabajo tan agudamente exhibe, ha sido, con ciertas excepciones, ampliamente descartado de entre los rangos de la no ficción por realizadores y críticos similares. Si no hubiera existido, la explosión del trabajo personal en los noventa quizás habría sido más fácilmente asimilada a la tradición del documental.
La parte II, “El sujeto en la teoría”, ofrece ensayos que intentan conceptualizar la subjetividad dentro del discurso documental a través de referencia a ideas que vienen del sicoanálisis, así como también como de ciertas corrientes de teoría postmodernista y filosofía ética. Mientras, quiero dejar en claro que no estoy interesado en proponer una teoría globalizadora del tema del documental aplicable a todos los casos, quiero plantear algunas preguntas en relación a las dinámicas implícitas que impulsan nuestro interés en la no-ficción (capítulo 5), así como también lidiar con ciertos asuntos éticos que puedan surgir. Hasta hace poco era raro para un documental ser comprendido en relación al inconsciente y sus procesos: deseo, fascinación, terror, fantasía. Elizabeth Cowie ha sostenido que el documental ha tenido una vocación de larga data por representar los signos visibles de la vida síquica; ella menciona los documentales británicos de la post Primera Guerra Mundial sobre la neurosis de la guerra, pero Let There Be Light (1948) de John Huston o Shoah (1985) de Claude Lanzmann son igualmente pertinentes (Cowie, 1999, pp. 19- 45).
Más aún, el placer visual es más el mirar estático, no debería ser segregado del dominio de la no-ficción como lo ha sido desde que Metz y Mulvey escribieron sus innovadores tratados de 1970. Repito el sentido de Cowie en cuanto a la rectitud correspondida entre sicoanálisis y documental: “Los documentales como actualidad grabada figuran por eso en ambos discursos: el de la ciencia, como un medio de obtener lo conocible en el mundo, y el del deseo esto es, el deseo de saber la verdad del mundo, representado por la pregunta invariablemente planteada al cine de actualidad. ¿Es esto realmente, es verdad? En esa pregunta está otra, a saber, la pregunta de si finalmente, ¿existo? Una pregunta que está dirigida para otro desde quien buscamos y deseamos una respuesta. Este es el cuestionamiento que el sicoanálisis ha buscado entender” (Cowie, 1999, p. 25).
La tercera parte y final de este libro está dedicada al análisis de los varios modos de subjetividad, desde el ensayo electrónico y video confesional hasta el sitio Web autobiográfico. Aquí se encuentra la dimensión grafológica discutida anteriormente a través de sus prácticas significantes concretas. En el capítulo 11 (“Nuevas subjetividades”), ofrezco un contexto para el reciente vuelco a lo fílmico autobiográfico sugiriendo que la exploración de la subjetividad ha sido la tendencia definitoria de la práctica documental “post-verité”, que va desde 1970 a 1995. Los capítulos que siguen examinan en mayor detalle las prácticas precisas en su variación. En esta porción del libro, es el “cómo” más que el “por qué” donde se vuelve el foco.
Más allá de todos los intentos de descripción, análisis y contextualización histórica, estoy también interesado en la subjetividad celebratoria en el documental. En su crítica de muchos teorizadores contemporáneos sobre el documental, Noël Carroll ofrece una ilustración de sus puntos a través de referencias trabajos transmitidos por PBS (Public Broadcasting Television) como Wings of the Luftwaffe y City of Coral de Nova. Éstos, él sostiene son más “significantes estadísticamente” que las películas documentales sobre las que los académicos del cine tienden a escribir: The Thin Blue Line, Tongues Untied, Roger and Me, Sherman’s March, incluso Man with a Movie Camera y Chronique d’un été (Caroll, 1996, p. 293). Estas películas él las llama “documentales artísticos”, y su existencia (incluso su excelencia estética) no debiera cambiarnos de nuestra preocupación por adivinar cómo el cine de no ficción sí puede satisfacer las condiciones del conocimiento comprobable. La pregunta de la verdad o la falsedad del conocimiento de la no-ficción claramente anima los intereses de Carroll, mucho más que comprender la fuente de cualquier atractivo de una particular película. Esta es una posición viable para tomar en la academia, pero produce un argumento enrarecido más que un fortalecimiento, o una comprensión real de la cultura del cine. No es para mí. Estas películas que él selecciona no son de hecho documentales artísticos (es cosa de ir a cualquier museo para ver los discursos autorizados sobre los artistas y los trabajos artísticos más apropiadamente calificados de documentales artísticos). Más que eso, éstas son las películas que han ayudado a revitalizar la práctica del documental y ejercen una considerable fascinación sobre las audiencias. Su poder es derivado en gran parte desde su movilización y reinscripción de un ser profesional que nos muestra el mundo de nuevo.
Soy un ojo-cine 16, soy un ojo mecánico. Yo, una máquina, te muestro el mundo como sólo yo puedo verlo. Ahora y para siempre, me libero a mí mismo de mi inmovilidad humana, estoy en constante movimiento, me acerco, luego me alejo de los objetos, me arrastro debajo, me subo en ellos. Me muevo rápidamente con el hocico de un caballo galopante, me sumerjo y me levanto al mismo tiempo con cuerpos que se zambullen y vuelan. Yo ahora, una cámara, me arrojo junto con su trayectoria resultante, maniobrando en el caos del movimiento, grabando el movimiento, comenzando con movimientos compuestos de las más complejas combinaciones.
Liberado de la regla de dieciséis-diecisiete cuadros por segundo, libre de los límites del tiempo y el espacio, pongo juntos cualesquiera puntos dados en el universo, no importa dónde los haya grabado.
Mi camino lleva a la creación de una fresca percepción del mundo. Descifro en una nueva manera un mundo desconocido para ti (Vertov, 1984, pp. 17- 18).
Esto escribió Dziga Vertog en 1923. Es una afirmación eufórica de las ilimitadas posibilidades abiertas al realizador de documentales, quien está forzadamente identificado con el aparato (“Yo ahora, una cámara, me arrojo…”). Sí, Vertov disfruta en la infinita perfectibilidad de la cámara ojo, tal como cada historiador lo ha notado, pero no como un fin en sí mismo. El ojo-cine 17 es revolucionario porque puede disparar los límites adquiridos de la subjetividad humana. Las nuevas visiones del sujeto creado por el cine y los realizadores de video de los ochenta y los noventa que exploro en mi libro pueden no ser tan nuevas, después de todo.
Y todavía, al comienzo de un nuevo siglo, la vuelta a la subjetividad, a la exploración de una visión, sentimiento e incluso curación expresados cinematográficamente, está recientemente cargada. Fue sólo hace una década atrás que Bill Nichols pudo escribir, en su rompedor volumen Representing Reality, “la subjetividad y la identificación son por lejos menos frecuentemente explorados en el documental que en la ficción. Los asuntos de la objetividad, ética y la ideología han llegado a ser el sello del debate documental, tal como los asuntos de la subjetividad, la identificación y el género lo han sido de la narrativa de ficción” (1991, p. 156). Ciertamente ha llegado el momento (como Nichols mismo lo ha demostrado en su siguiente libro, Blurred Boundaries) para una reevaluación, para el reconocimiento abierto de que el sujeto en el documental ha devenido, en un grado sorprendente, el tema del documental.
Bibliografía
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Vertov, D. (1984). Kino-Eye: The Writings of Dziga Vertov. A. Michelson (Ed.). Berkeley: University of California Press.
Notas
1 Ver capítulo 6 de este libro, The Subject in History: The New Autobiography in Film and Video.
2 En relación a esto, vale la pena notar que una de las queridas de los medios de 1990 fue Sadie Benning, una adolescente de Milwaukee cuyas cintas diarias, hechas en su habitación usando una cámara Fisher-Price Pixelvision, le dio el estatus de princesa.
3 Para una discusión más extendida de la postura de Bruss, ver capítulo 15.
4 La siguiente es una lista corta de los libros que he encontrado más útiles en trazar el flujo y reflujo del debate alrededor del sujeto en el contexto del proyecto autobiográfico: J. Olney (Ed.). (1980). Autobiography: Essays Theoretical and Critical. Princeton: Princeton University Press; Smith, P. (1988). Discerning the Subject. Minneapolis: University of Minnesota Press; Lejeune, P. (1989). On Autobiography. Minneapolis: University of Minnesota Press; Smith, S. & Watson, J. (1992). De/Colonizing the Subject: The Politics of Gender in Women’s Autobiography. Minneapolis: University of Minnesota Press; Robert Folkenflik (Ed.). (1993). The Culture of Autobiography: Constructions of Self-Representation. Stanford: Stanford University Press; R. E. Boetcher Joeres & E. Mittman (Eds.). (1993). The Politics of the Essay: Feminist Perspectives. Bloomington: Indiana University Press; J. Copjec (Ed.). (1994). Supposing the Subject. London: Verso; Grosz, E. (1994). Volatile Bodies: Toward a Corporeal Feminism. Bloomington: Indiana University Press; S. Smith & J. Watson (Eds.). (1996). Getting a Life: Everyday Uses of Autobiography. Minneapolis: University of Minnesota Press. No puedo dejar de agregar que los escritos de Michel de Montaigne, Roland Barthes, Charles Taylor, Zygmunt Bauman, y Emmanuel Levinas han sido extremadamente influyentes en la formación de mi propio sentido de sujeto autobiográfico.
5 Para mayor discusión sobre este punto, ver D. Waldman & J. Walker (Eds.). (1999). Feminism and Documentary. Minneapolis: University of Minnesota Press, particularmente Waldman y el relevante ensayo de Walker, pp. 1-35.
6 Mientras Man with a Movie Camera fue un producto de la era muda y debió por derecho estar limitada a lo visual más que al registro auditivo, Vertov se las arregla para hacer la mímica de la audición en su película de 1929 a través de la imagen de las poses de escuchar. Desde que uno de los más antiguos esfuerzos creativos de Vertov fue un Laboratorio de Audición, esta atención al sonido no llega como una sorpresa.
7 Mientras Man with a Movie Camera fue un producto de la era muda y debió por derecho estar limitada a lo visual más que al registro auditivo, Vertov se las arregla para hacer la mímica de la audición en su película de 1929 a través de la imagen de las poses de escuchar. Desde que uno de los más antiguos esfuerzos creativos de Vertov fue un Laboratorio de Audición, esta atención al sonido no llega como una sorpresa.
8 Este período de realización de documentales en América es examinado con mucha claridad por William Alexander en (1981). Film on the Left: American Documentary Film from 1931 to 1942. Princeton: Princeton Unversity Press.
9 Para un recuento definitivo del comienzo y reinvención de la televisión de guerrilla, ver Boyle, D. (1997). Subjet to Change: Guerrilla Television. New York: Oxford University Press.
10 Newsreel de hecho ha sobrevivido en una manera mucho más alterada. Sus encarnaciones gemelas son California Newsreel, un colectivo basadi en San Francisco devoto en principio a la distribución de películas en diversos tópicos sociales, y Third Word Newsreel en Nueva York, una fuente líder en películas personales hechas por gente de color.
11 Citado en Ch. Taylor (1971). Focus on Al Maysles. En L. Jacobs (Ed.). The Documentary Tradition: From Nanook to Woodstock. New York: Hopkinson and Blake.
12 El tratamiento más sustentable de Rouch como un director de cine es el de Eaton, M. (1979). Anthropology/Cinema/Reality: The Films of Jean Rouch. London: BFI. Ver también el libro de Stoller, P. (1992). The Cinematic Griot: The Ethnography of Jean Rouch. Chicago: University of Chicago Press.
13 Ver en particular de Bill Nichols, Embodied Knowledge and the Politics of Location: An Evocation, en Blurred Boundaries, pp. 1-16.
14 Las voces narrativas en las películas de Chris Marker son típicamente realizadas por subrogantes y a pesar del carácter frecuentemente cotidiano-confesional, son expresiones equívocas de las subjetividad markeriana. A veces la presencia vocal es incluso femenina, como en el caso de la narración de Alexandra Stewart en la versión en inglés de Sans soleil (1982). Por cierto, “Chris Marker” es en sí mismo un nom de plume, no hay un director que haya cubierto su interioridad con mayor estilo.
15 No hay discusión de la voz en off en documental que no haga mención a Las Hurdes (1932) de Luis Buñuel, cuya voz en off narrativa ha dejado perpleja, enrabiada y ha entretenido a las audiencias desde que se estrenó el filme. Algunos críticos han alabado a la agenda supuestamente surrealista de Buñuel, mientras que otros, incluyendo el gobierno de Franco, simplemente han proscrito la película. Ya sea que es un tratamiento terriblemente insensible hacia los empobrecidos habitantes de Hurdes de España central o como un ataque velado, pero salvaje a la indiferencia de la iglesia y el estado hacia los privados del derecho a voto. Sin importar cómo se lea, la voz en off de la película (varias versiones muestran una fría y lejana voz masculina describiendo los horrores de la vida cotidiana de los habitantes del pueblo) es un brillante, acaso opaco vehículo de la subjetividad buñueliana.
16 “kino-eye”.
17 “kino-eye”.
Renov, M. (2011). Topografía del sujeto, laFuga, 12. [Fecha de consulta: 2024-12-12] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/topografia-del-sujeto/444