En el inicio de la transición chilena a la democracia hubo un clima de expectativas y esperanzas que, más allá de lo político, se proyectaba también al campo cultural y artístico. Se esperaba una apertura y un clima propicio para la creación, en particular para el cine y los medios audiovisuales, que fueron reprimidos y controlados durante la dictadura. Después de la derrota del gobierno militar en el plebiscito de octubre de 1988 y el triunfo de Patricio Aylwin en las elecciones de diciembre de 1989, éste asume la presidencia, liderando la Concertación de Partidos por la Democracia, coalición de partidos que continúa en el poder hasta el presente.
Durante 1990 se estrenaron en el país siete largometrajes, cifra alta para una cinematografía que mantenía una producción media de dos o tres largos por año en décadas anteriores. Aunque de los siete largos de 1990 La luna en el espejo, de Silvio Caiozzi, era un proyecto iniciado en 1985 e Imagen latente, de Pablo Perelman, permanecía prohibida por la censura desde 1987.
El proceso que se desarrolla después refleja el curso seguido por las políticas gubernamentales respecto a la cultura, el arte y los medios de comunicación. En síntesis, que aparte de la realización de eventos, promesas y discursos, no ha pasado nada, las expectativas se diluyeron por completo y el cine chileno enfrenta, en las actuales circunstancias, una crisis profunda.
La cinematografía nacional se ha caracterizado históricamente por una feble base material e institucional y por formas de producción casi artesanales. No obstante, Chile no es un país que carezca totalmente de producción fílmica. Iniciada la transición la demanda de los cineastas ha sido contar con una ley de cine que debiera tener un carácter necesariamente proteccionista, pues se trata de consolidar una actividad que no puede autofinanciarse, considerado el reducido tamaño del mercado interno. Pero ese planteamiento se ha estrellado con las políticas oficiales, que rehúsan adoptar medidas de protección en función de mantener sin excepciones el sistema de libre competencia al que se atribuye el crecimiento económico del país en los últimos años.
La aplicación de esta política ha resultado catastrófica para el cine nacional. Desde 1990 a 1996 se han estrenado 19 largometrajes realizados en el país. Las cifras de público disponibles (limitadas al Gran Santiago que, a su vez, representa más del 60% del total nacional), muestran que de esos filmes, sólo uno: La frontera, de Ricardo Larraín, puede considerarse un éxito de público, con 188 mil espectadores. Le siguen Caluga o menta de Gonzalo Justiniano, con 92 mil y Johnny cien pesos de Gustavo Graef-Marino, con 85 mil. Los restantes se sitúan bajo los 50 mil espectadores.
En cuanto a las temáticas y propuestas formales puede distinguirse, por una parte, un grupo de cintas que propone aproximaciones al proceso social y político chileno de las dos décadas precedentes. En ellas el comentario social se plantea de manera indirecta, a partir de ópticas subjetivas o metafóricas, (lo que evidencia el problema de las resistencias y censuras latentes o explícitas en la sociedad chilena frente al tema de la revisión de la historia reciente). En esta tendencia se inscriben títulos como Imagen latente y Archipiélago, ambas de Pablo Perelman, La frontera de Ricardo Larraín, Amnesia de Gonzalo Justiniano, Los náufragos de Miguel Littin y, más relativamente, Mi último hombre de Tatiana Gaviola.
Por otra parte hay un conjunto de filmes que, de distintas formas, ensayan un cine de géneros o de mezcla de géneros, con la aparente intención de acceder a un público amplio. Aquí se ubican películas que denotan a veces influencias del cine norteamericano: Entrega total de Leonardo Kocking, En tu casa a las ocho de Christine Lucas, Hay algo allá afuera de José Maldonado, La rubia de Kennedy de Arnaldo Valsecchi, Viva el novio de Gerardo Cáceres. En nuestra opinión, la obra más lograda ha sido Johnny cien pesos de Graef-Marino, que participa de ambas tendencias, logrando un equilibrio que permite, a partir de una estructura de policial urbano, proyectar una mirada crítica de gran lucidez sobre el Chile de transición y las tensiones sociales que subsisten como herencia de la dictadura.
En un intento por adaptarse al economicismo imperante se generó en 1992 la desafortunada experiencia de Cine Chile S. A., entidad gestionada por un grupo de realizadores y estimulada por el gobierno, para canalizar apoyos crediticios del Banco del Estado. Se trataba de un crédito bancario en principio ascendente a cinco millones de dólares, cifra de la que llegó a cursarse la mitad, ante la ‘inviabilidad’ financiera de los proyectos que recibieron créditos.
Dentro de esta fórmula se realizaron cintas como Johnny cien pesos, la única con asistencia aceptable de público y Amnesia, que tuvo 32 mil espectadores en Santiago. Los otros cuatro filmes, entre ellos Entrega total y Los náufragos, no llegaron a diez mil espectadores. El último proyecto producido con créditos de Cine Chile fue el film de Tatiana Gaviola, único estreno de 1996, también con concurrencias muy bajas.
La situación actual ha sido descrita en un artículo de Gustavo Graef-Marino, publicado en El Mercurio de Santiago, en enero de este año. Las citas que reproducimos a continuación ahorran mayores comentarios. Dice el realizador de Johnny cien pesos: “Casi el cien por ciento del cine chileno de los últimos seis años fue hecho por cineastas que hoy se encuentran endeudados, embargados y con una profunda desilusión. El director Gonzalo Justiniano declaró hace poco sentirse traicionado. El primer gobierno de la Concertación nos indujo a crear la sociedad anónima Cine Chile, porque ése era, decían, el primer indispensable paso para echar a andar la industria cinematográfica nacional. Los cineastas nos agrupamos, las películas obtuvieron créditos del Banco del Estado que se suponía ‘blandos’ y de fomento, pero que terminaron siendo lo contrario. La línea de crédito fue cerrada a mitad de camino. El apoyo del gobierno desapareció y el cine chileno quebró”.
Todo esto ocurre en el contexto de una vertical caída en las cifras de público durante la última década, con su inevitable secuela de cierre de salas, fenómeno atribuible, sobre todo, a la expansión de la televisión, abierta y por cable. En estos momentos existen en el país alrededor de un centenar de salas estables (sin considerar los cines ‘de temporada’). La tendencia comienza a revertirse –aunque limitadamente– con la apertura de modernos complejos multisalas en los grandes centros comerciales urbanos. El primer grupo de nuevas salas inaugurado en la capital hace tres años ha tenido resultados estimados satisfactorios. Más relativo ha sido el funcionamiento de otro complejo en la sureña ciudad de Concepción. Para este año se anuncia la puesta en marcha de varios nuevos conjuntos en Santiago. Se trata de iniciativas de empresas extranjeras (norteamericanas, canadienses y australianas), lo que está relativizando el rol dominante, casi monopólico, que ejercía la empresa nacional CONATE sobre la exhibición.
Nada de esto, sin embargo, parece destinado a cambiar la suerte del cine chileno de cara a la exhibición. En los últimos tres años se han estrenado ocho filmes nacionales, ninguno de los cuales ha tenido una respuesta del público siquiera mediana. Al parecer, el espectador prefiere verlos en televisión. La red estatal Televisión Nacional ha programado en este período largometrajes chilenos, con buenas audiencias, elevándose los montos pagados a los productores nacionales por compra de derechos. Aún así, la suma de ingresos por recaudaciones en salas y derechos de vídeo y televisión está lejos de amortizar el costo de las producciones nacionales y menos de generar utilidades, como pretendía Cine Chile.
Aunque nuevamente se habla de estudiar una ley para el sector, varios cineastas están optando por trabajar directamente para la televisión, realizando telefilmes y miniseries. Son los casos de Silvio Caiozzi, quien ya inició esta experiencia el año pasado, y de proyectos anunciados para 1997 por Gonzalo Justiniano y Pablo Perelman, entre otros.
También en el último lustro ha habido un auge de la producción de cortometrajes, realizados por jóvenes. De todo lo producido, en su gran mayoría en 16 mm no puede rescatarse un aporte significativo. El llamado movimiento de cortometrajistas es más bien una moda y un hecho publicitario. Las limitaciones del formato, de los presupuestos, y la escasa preparación de los debutantes impiden un desarrollo profesional. Mayormente los cortos desarrollan temáticas y tratamientos subjetivistas y semiexperimentales, con evidentes limitaciones técnicas y de producción. Se configura así el fenómeno paradojal de la existencia de decenas de cortos en los últimos años, realizados por gente joven que quiere dedicarse a la realización fílmica con pretensiones autorales, en un país sin industria, sin legislación ni institucionalidad y sin mercado capaz de sustentar una producción local. El destino lógico de los nuevos cineastas será, en el mejor de los casos, incorporarse a la televisión. Pues el problema no es de carácter generacional sino de ausencia de una política cultural y cinematográfica. En tanto no existan instrumentos jurídicos y económicos que promuevan la producción fílmica, el cine chileno continuará en la situación en que ha permanecido en los años recientes, es decir, al borde de la extinción.
Publicado en: La gran ilusión Nº 7, primer semestre 1997. Universidad de Lima, Perú, Fondo de Desarrollo Editorial, Facultad de Ciencias de la Comunicación.
Salinas, S. (2013). Un cine al borde de la extinción, laFuga, 15. [Fecha de consulta: 2024-10-15] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/un-cine-al-borde-de-la-extincion/623