Un cine-monstruo para un territorio monstruoso

Un análisis de dos audiovisuales sobre la Patagonia chilena

Por Maia Gattás Vargas

Biografía +
1986, Argentina. Es licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA) y es doctoranda en Arte Contemporáneo Latinoamericano (UNLP) con una beca doctoral de CONICET. Trabaja en el Instituto IIDyPCA, Bariloche, investigando sobre la representación del paisaje patagónico en el cine, video-arte y la fotografía contemporáneos.
 
 

Resumen:

En este trabajo nos proponemos indagar sobre la construcción audiovisual del territorio patagónico chileno el cual, en tanto espacio fronterizo, posee una identidad abierta, monstruosa. Analizaremos cómo se retrata este territorio en dos ejemplos del cine contemporáneo chileno: El Botón de nácar de Patricio Guzmán (2015) y El viento sabe que vuelvo a casa de José Luis Torres Leiva (2016). Siguiendo a Jean-Louise Comolli consideramos que “El cine nació monstruoso. Un arte impuro, decía Bazin.” (Comolli, 2007, p. 211) entendemos a estos documentales/ensayo como una forma monstruosa de representar un territorio que es, a su vez, monstruoso.

 

Introducción: consideraciones para una Historia de las representaciones de la Patagonia como territorio de frontera

En este trabajo nos proponemos analizar el territorio de la Patagonia chilena en tanto frontera, partiendo de la hipótesis de que, en su conformación, los Estados-Nación han delimitado una frontera política que ha sido construida con ayuda del arte institucional (mapas, gráficos, fotografías, videos institucionales, etc.). Se propone una particular construcción del paisaje, que tiene sus estéticas dominantes: el Naturalismo y el Cientificismo, estos implican la posición estético-política de la neutralidad y objetividad. A estas lógicas subyace una concepción filosófica de la naturaleza como otredad, como objeto y como recurso. Pero, a partir de los años setenta, acontece un cuestionamiento y una crítica de esta forma de representar, los postulados de la Geografía Crítica crean un nuevo marco teórico conceptual y metodológico que abre el camino para generar nuevas estéticas, entre ellas consideramos que está la del cine documental-ensayo, al cual consideraremos como un género monstruoso. Dentro de esta corriente tomaremos dos películas de la actualidad que retratan la Patagonia chilena, para a través de ellas, analizar las diferencias respecto al arte institucional en tanto al modo de construir dicho territorio.  

Consideramos que en el proceso de representación tenemos distintas etapas, una primera puede ser el vínculo entre el territorio y/o la naturaleza como entidades sin la mediación cultural (si es que acaso esto sea posible), las cuales posteriormente, según qué cultura las analice, serán convertidos en paisaje. Para George Simmel, el proceso por el cual la naturaleza se convierte en paisaje implica recortar una parte del continuo indivisible que es la naturaleza, y es por esa misma vía que deja de ser natural. “La naturaleza, que en su ser y sentido profundo nada sabe de individualidad, es reconstruida por la mirada del hombre que divide y que conforma lo dividido en unidades aisladas en la correspondiente individualidad -que llamamos- paisaje” (Simmel, 1996, p.370). Es decir, es la operación de disección e individuación lo que caracteriza al paisaje en oposición a la naturaleza. Y este paisaje es muchas veces entendido o confundido con ella. Es decir, en esta construcción hay una violencia sobre la naturaleza y una mitificación y naturalización de la misma.

La construcción de la Historia no sólo se hace con relatos, con palabras, sino que también (y a veces fundamentalmente) se hace con imágenes. El historiador Peter Burke (2001) propone considerar a la imagen con la misma jerarquía que otras fuentes comúnmente utilizadas por los historiadores. Las imágenes son objetos “a través de los cuales podemos leer las estructuras de pensamiento y representación de determinada época” (Burke, 2001, p.13). En este sentido consideramos la importancia de analizar las imágenes que retratan el territorio de la Patagonia argentino-chilena a través del tiempo, ya que de ellas se puede desprender la construcción política que se hace del paisaje. Haciendo un relevamiento de las representaciones dominantes sobre este territorio, es clara la predominancia que se da por aquellas formas estéticas provenientes de las primeras exploraciones europeas: desde Fernando Magallanes en el siglo XVI, pasando por FitzRoy y Darwin, lo que vemos es un recorrido que va desde lo monstruoso a la idea de la ciencia neutral. Es en este período donde aparecen los dibujos de Diego Gutiérrez en el mapa realizado en la exploración del español Fernando Magallanes de 1562. Los patagones son retratados como gigantes caminando sobre el mapa, es la primera vez que el territorio patagónico aparece en un mapa europeo. En esta instancia inicial aparece la figura del monstruo para retratar la otredad. Lo desconocido, que aún no tiene forma definida, categoría, es puesto en una zona no-humana, frontera con lo animal. El “nuevo” paisaje “descubierto” y sus habitantes son registrados, definidos, representados.

El proceso de colonialismo en América es acompañado por el dominio de determinadas estéticas, dentro de ellas puede considerarse al Naturalismo moderno. Este posee una fuerte influencia sobre las primeras exploraciones en el territorio patagónico. La corriente estético-filosófica del naturalismo sostiene que la naturaleza está formada por la totalidad de las realidades físicas existentes y, por lo tanto, es el origen único y absoluto de lo real. De este modo, se destaca a la naturaleza como el primer principio de la realidad, no existiría realidad posible por fuera de los límites de ella. La doctrina aristotélica del arte como mímesis de la naturaleza puede verse precisamente como una primera forma de naturalismo. La concepción naturalista crea imágenes descriptivas, el dibujo que un botánico hace de una hoja constituye un análisis de la misma. Pero debemos considerar que la idea misma de Naturaleza es ya mitológica. Los valores estéticos naturales son objetivos pero no son características absolutas de la Naturaleza, sino que forman parte del espacio antropológico. La concepción –cultural- sobre la naturaleza choca entre las visiones de los colonizadores y los colonizados

A esa primera forma de representación literalmente monstruosa de Magallanes y Gutiérrez, la continúa el dominio del mandato de figuración y mimetismo que sobreviene en los años posteriores con los naturalistas, que son al mismo tiempo científicos-dibujantes. El dibujo juega un rol central como herramienta para conocer, inventariar y difundir la América postcolonial. Alexander Von Humboldt y Aimé Bonpland en Centroamérica,  Charles Darwin y FitzRoy en el sur son algunos de sus máximos representantes. Allí, la creencia en el valor de la descripción técnica y la posibilidad de que el humano narre a la naturaleza objetivamente. Se comienzan a coleccionar especies con un fin de posesión, control y entendimiento. La existencia de los herbarios, atlas, islarios, y botánicos son un claro ejemplo de esto. Explorar lo desconocido, poseer para conocer, conocer para poseer. Estas ideas, amparadas por el colonialismo y el cientificismo, son las que van influenciar a las primeras representaciones del paisaje patagónico, incluso al interior de los países que lo componen. Encontramos algunos ejemplos de esta estética en Chile, como el Atlas de la Historia Física y Política de Chile realizado por el naturalista francés Claudio Gay (1854) y el Atlas de la Geografía Física de la República de Chile del geólogo francés Amado Pissis (1875), ambos fueron contratados por el gobierno chileno para tal fin y sus obras son consideradas como piezas fundamentales de la cultura nacional. Dentro de Argentina está el caso del ornitólogo Guillermo Hudson con su libro Días de ocio en la Patagonia (1870).

Toda imagen singular evoca un universo de imágenes. Siempre que vemos una imagen vemos una parte de una totalidad ausente. Las imágenes engendran otras imágenes, crean herencias. Consideraremos aquí la estrategia metodológica propuesta por el historiador de arte Aby Warburg quien, con su proyecto de Atlas Mnemosyne propone tomar las imágenes como constelación. Para el filósofo Giorgio Agamben, el valor de su propuesta radica en que consigue “transformar la imagen (…) en un elemento decididamente histórico y dinámico” (Agamben, 2001, p.51). Su concepción de la imagen es considerarla como un fotograma de una película perdida e invisible. Esta noción dinámica de la imagen nos lleva a reflexionar sobre esta posible historia de las representaciones de la Patagonia: podemos pensar en tramas de influencias, Magallanes y Gutiérrez nos llevan a Von Humboldt y Bondplan, que engendran a Darwin y FitzRoy, y posteriormente a Gay, Pissis y Hudson. Cadenas de imágenes que se invocan, todas ellas fruto de la unión entre Ciencia, Estética y Conquista. Una gran constelación de relaciones, dentro de la cual se encuentran también aquellas imágenes que no salieron nunca a la luz, aquellas que no fueron dominantes o fueron desestimadas. Estas son las que se retoman en los films que analizaremos más adelante.

Para la concepción de la época la ciencia es belleza, y la idea de belleza del momento es el equilibrio, lo medido, lo apolíneo que definió Nietzsche en El origen de la tragedia (2012). Lo europeo como paradigma y grado cero desde donde mirar. Con el Naturalismo aparece una voluntad taxonómica de aprehender la desmesura del Nuevo Mundo: medir, cuantificar, enumerar, diseccionar, analizar y catalogar son algunas de las operaciones principales que se establecen a la hora de vincularse con el “nuevo” paisaje. El mandato cientificista de la modernidad, –representado por Francis Bacon y su erradicación de la experiencia como parte misma del proceso científico– generan un dilema y contradicción en estos exploradores quienes, por un lado, poseen una visión romántica de la (nueva) naturaleza, como escribía Darwin en su diario respecto de Von Humboldt, donde observaba esa rara unión de “poesía con ciencia”, pero, al mismo tiempo, con la exigencia de dominar ese universo caótico y poético y convertirlo en paisaje apropiable, reconocible. Romanticismo y cientificismo ilustrado conviven como pulsiones opuestas que se retroalimentan. Aunque parezcan antagónicas, ambas son funcionales a los objetivos coloniales. La naturaleza de América se representa exótica, salvajemente bella, América india, otra, y en este sentido, monstruosa.1Posteriormente, en la conformación del Estado-Nación argentino dominará la visión sarmientina de la Patagonia argentina como “desierto”, el vacío bárbaro que se resiste a ser civilizado, y en este sentido también, monstruoso Pero la idea de monstruosidad, también está presente en el cientificismo. “El sueño de la razón produce monstruos” advertía en el mismo período el pintor Francisco Goya en su grabado de la serie Caprichos de 1799. El humanismo y cientificismo, son una negación del aspecto monstruoso que, al mismo tiempo, genera nuevos monstruos.2Pensamos, por ejemplo, en los postulados presentes en el libro “Dialéctica del iluminismo” (1944) de Theodor Adorno y Max Horkheimer Se pretende esconder los monstruos que nos constituyen, pero éstos, tarde o temprano, emergen.

La concepción misma de lo monstruoso cambia históricamente. Desde una genealogía del término, Andrea Torrano (2009) nos muestra cómo lo monstruoso se puede inferir el señalamiento de una ruptura, una transgresión o una excepción a la normalidad y a la norma. Torrano indica que en lo monstruoso hay dos valoraciones que se entrecruzan: por un lado lo estético y por otro, lo moral. Retoma de Michel Foucault dos claves para reconocerla monstruosidad, desde la Edad Media al siglo XVIII se considera incluido en esa categoría a todo aquello que viola la naturaleza y la normativa, es decir que biología y ley se reconocen atacadas desde una ruptura que transgrede límites en ambos ámbitos. Desde el siglo XVIII, lo monstruoso apela al comportamiento y a las desviaciones, tomando un cariz moral que se vincula con ciertos tipos de criminalidad, particularmente la criminalidad política forma parte de los desórdenes de lo monstruoso. En el siglo XIX, el término se liga con la anormalidad, pero arrastra el carácter político disruptivo precedente como riesgo de esa monstruosidad. El proyecto colonial, ilustrado, científico construye en América una naturaleza y una cultura monstruosas, riesgosas, que deben encajar estética y moralmente en los parámetros de los colonizadores, y estar disponibles para ser civilizadas y explotadas. Con el ingreso en imaginario del Viejo Mundo, la aparición de la Patagonia en los mapas, de sus especies en el diccionario de ciencias naturales, se da el inicio de una nueva etapa, donde las representaciones se condensan y establecen.

En el mismo sentido, Etiene Balibar considera que “las fronteras son instituciones históricas: su definición jurídica y su función política, que determinan las modalidades de su trazado, de su reconocimiento, de su franqueo, con sus ritos y formalidades prescritas en puntos de pasaje determinados, han sido ya transformadas muchas veces en el curso de la historia” (Balibar, 2005, p.7). Es decir, van cambiando según el proceso histórico. Esto se ve claramente en la definición de la frontera entre Argentina y Chile que tuvo distintas etapas, negociaciones y modificaciones a lo largo del tiempo. Uno de los momentos claves para pensar la redefinición de la frontera patagónica es la fundación de los Parques Nacionales en ambos países que, luego de varias aproximaciones, se consolida en la década del treinta.3Consideramos que las estéticas que prevalecen con la creación de los Parques Nacionales son una continuidad de las iniciadas en la época de la colonia, por cuestiones de extensión no desarrollaremos las mismas pero pueden consultarse lo trabajos de Piccone (2012) Nuñez (2016) entre otros

 

Cartografías heterotópicas: Patagonia en revisión, una mirada a través del cine-monstruo

Realizaremos un salto temporal ya que consideramos que es a partir de los años sesenta y setenta con la geografía histórica, humana y crítica, representada por autores como Brian Harley o Denis Cosgrove, cuando se comienza a poner en crisis el cientificismo y la objetividad en las ciencias humanas y las historias oficiales, lo cual habilita que se revisen las nociones de “naturaleza”, “paisaje”, “mapa”, “frontera”, –entre otras– como entidades cerradas e inmutables. A la luz de este replanteo, es que revisaremos las definiciones audiovisuales del territorio de la Patagonia chilena tomando como casos dos ejemplos del cine contemporáneo: El botón de nácar (2015) del cineasta chileno Patricio Guzmán y El viento sabe que vuelvo a casa (2016) de José Luis Torres Leiva. A través de ellos buscamos respondernos: ¿Hay una identidad patagónica común que trasciende los límites  y diferencias marcados por los Estados? ¿Hay una identidad de frontera que constituye a ambos países? ¿Puede el arte dar cuenta de estas identidades? ¿Se puede, desde el campo del arte, definir un paisaje otro, por fuera de sus límites nacionales y las características adjudicadas desde lo institucional? Y en ese movimiento ¿pueden  plantear otros modos de vínculo con la naturaleza, otras definiciones de territorio, de frontera en tanto identidad monstruosa, híbrida?

Los artistas cinematográficos seleccionados, han retratado la región patagónica de un modo poético, ensayístico. Creemos que, de este modo, continúan parte de este legado de la geografía crítica, discutiendo tanto el contenido de la representación, de las historias oficiales de los Estados, como la forma misma de representar, discutiendo así la estética de la neutralidad y objetividad propuesta desde las instituciones.

Las fronteras son espacios donde se condensa la monstruosidad propia de los territorios: lo híbrido, lo negociable y móvil, lo que se redefine. Siguiendo a Michel Foucault consideramos que los paisajes de frontera son, especialmente, heterotópicos y por lo tanto son un “contra-espacio”, ya que evidencian la convención y arbitrariedad. “Por lo general, la heterotopía tiene como regla yuxtaponer en un lugar real varios espacios que normalmente serían, o deberían ser incompatibles” (Foucault, 2010, p.437). Una identidad que se resiste a ser cerrada, una identidad contaminada y en tensión constante.

¿Qué nombra la Patagonia? ¿Características geográficas, humanas? ¿Qué es lo que une esos territorios? Teniendo en cuenta que la Patagonia es una región que trasciende los límites políticos y contiene tanto Argentina como Chile. Nos adentramos entonces en un objeto de estudio que está definido principalmente por su paisaje, pero a la misma vez Patagonia es plural, también en su geografía, ya que contiene los variados paisajes de bosque, montaña, lago, desierto, estepa, mar –y por supuesto, poblados, ciudades, los humanos  que allí habitan–. Desde el Oeste, el mar Pacifico se convierte en selva, humedad, volcanes, termas, y la cordillera, considerada como una “frontera natural”, “frontera geográfica” que cambia el clima, aísla, protege, separa y une, según se quiera. Bosques y lagos, estepa y al Este el mar Atlántico. La Patagonia contiene dentro de sí todas estas geografías y dos países. Pero es uno el paisaje que se nos suele aparecer cuando nombramos la Patagonia, hay imágenes hegemónicas. Esa hegemonía no se mide en kilómetros, en tamaño, sino que es la dominancia del poder político y económico, el paisaje más turístico, más “bello” es el más rentable.

Como ya dijimos, la valoración del paisaje está mediada por consideraciones sociales y políticas. Varios autores coinciden que, en la construcción histórica de la Patagonia, a pesar de ser un territorio fronterizo,  prevalece una mirada esencialista sobra la naturaleza y las identidades (Diegues 2005, Navarro Floria, 2007, entre otros). Han dominado ciertas visiones entre las cuales podemos destacar la predominancia de su carácter de “belleza natural”, “paisaje imponente” por sobre el reconocimiento a las poblaciones. Estas visiones se asientan sobre el suelo de la historia trágica de los genocidios de los pueblos originarios habitantes de la Patagonia. En el caso chileno se realizó la denominada “Ocupación” o “Pacificación” de la Araucanía (1861-1883), que fue llevada adelante por Cornelio Saavedra Rodríguez. En el caso argentino con la llamada “Campaña del desierto” (1878-1885), comandada por el general Julio Argentino Roca, que fue el que habilitó la integración tardía de la Patagonia al territorio nacional argentino.

Nos enfrentamos siempre con la misma paradoja: necesitamos nombrar y definir, acotar y limitar, cerrar una identidad, abstraer, pero las diferencias nos desbordan, se nos escapan. No hay una sola Patagonia. Las nombramos, las definimos, es una necesidad ontológica y gnoseológica, no podemos no hacerlo, pero tampoco podemos pasar por alto que las cosas no responden a sus nombres. Las palabras, son sólo un modo de representar a los objetos. Las imágenes operan por repetición e insistencia. Se condensa así un imaginario del paisaje que prevalece ante otros. El imaginario del paisaje patagónico responde a la necesidad de visualizar qué es ese territorio inabarcable.

Hay algunos planteos fundamentales de la Geografía histórica crítica que nos resultan útiles para redefinir esta identidad territorial. Esta disciplina se propone el estudio de las geografías del pasado, realizado siempre desde el presente, desde una concepción actual de la geografía. Para el geógrafo Brian Harley (2005) vivimos dentro de la “cultura de la técnica”, realiza un replanteamiento sobre la identidad de los mapas. Este autor nos advierte que para los cartógrafos lo que está valorizado es la ética de la precisión y el sometimiento mimético al referente, lo que genera una “retórica de la neutralidad”. Es decir, cuando se diseña un mapa lo que se busca es disciplinar el paisaje, crear medidas y valores universales, estandarizarlo. El mapa es, al mismo tiempo un texto performativo y persuasivo, que propone por un lado un hacer, nos abre recorridos posibles, y por otro, un creer en él, en su descripción y configuración espacial. Esta visión crítica sobre la cartografía nos anima a desconfiar de ella y ser conscientes del entramado de poder que posee todo mapa subterráneamente. En este sentido nos preguntamos ¿puede existir un mapa heterotópico? ¿Puede este construirse desde lo audiovisual?

Denis Cosgrove es otro pensador fundamental para la corriente de la geografía histórica, con su trabajo busca romper los supuestos epistemológicos, metodológicos e ideológicos que suponían la correspondencia directa entre la realidad y las representaciones, ya sean paisajísticas, fotográficas o cartográficas. Este autor reflexiona sobre el concepto de paisaje, entendiéndolo como la porción del espacio que ve el observador y que puede representar. Es, de hecho, la representación plasmada en una tabla, en un papel, en un lienzo, un artificio que combina naturaleza y cultura. El paisaje es un mapa a escala local. Se supone que el enfoque paisajístico nos permite evaluar el espacio sin desintegrarlo. Los enunciados de Cosgrove nos permiten entender que el paisaje no es una realidad territorial objetiva sino un modo de ver y representar el mundo que nos rodea. Al ser una construcción cultural-ideológica su construcción cruza esferas tales como la religión, la política, la estética, la geografía. Por ejemplo, el hecho de considerar al territorio como mercancía es en parte consecuencia de cómo entendemos al paisaje, desde una mirada eurocéntrica, colonialista y burguesa.

Hay una doble tensión existente en la concepción del paisaje: una es como representación (como mirada) y la otra como experiencia (el hacer). Tal como observábamos en los mapas, hay un aspecto performativo y otro de creencia que se retroalimentan. No sólo debemos considerar entonces el campo de lo visual en lo representacional, sino que también vale preguntarse por la experiencia que se tiene del espacio. Esto es lo que se ha estudiado desde la fenomenología del espacio, el ver y el hacer, como parte de un relato que construye el espacio.

Desde el ámbito de los relatos cotidianos del espacio, Michel de Certeau en su libro La invención de lo cotidiano (1996) señala al deslinde como lo que estructura el espacio. Sostiene que hay dos formas coexistentes de relatar el espacio: como itinerario (por ejemplo “fui a tal lugar a tal lugar”) y como mapa (“al lado de Chile está Argentina”). El primero relata la experiencia, el hacer; el segundo, el ver. En ambos casos, según de Certeau crear deslindes es lo fundamental: “toda la espacialidad habla de la determinación de fronteras. Delimitar significa fijar fronteras, pero al mismo tiempo dar con las formas para traspasarlas: la frontera y el puente son entonces las figuras centrales para hablar de espacio” (de Certeau, 1996, p.135). La frontera, límite constitutivo de todo espacio y de toda identidad, demarcando un adentro y un afuera. Por un lado, necesitamos marcar la frontera entre países, entre regiones, creamos herramientas de definición y medición: los hitos, los mapas, las leyes dan cuenta de eso. Pero al mismo tiempo, estos lindes son constantemente traspasados: los habitantes de la Patagonia de ambos países tienen más vivencias en común entre sí que con los habitantes de sus propios países.

Nos preguntamos ahora, ¿Cómo es representado el paisaje de la frontera patagónica en producciones artísticas cinematográficas respecto de las representaciones institucionales? Entendemos que esta construcción no es inocente en un doble sentido: ni en el dispositivo que la vehiculiza, en este caso la cámara cinematográfica, la cual es muchas veces vista como “neutral” u “objetiva”, como mera herramienta, y tampoco lo es en tanto toda representación, toda construcción –en este caso del paisaje– habilita cierto modo de vincularnos con él, es decir, una posición y una acción política. ¿En la construcción de la imagen de la frontera de Patagonia, el arte sigue el discurso y las representaciones que se hacen desde lo institucional? Si pensamos que las imágenes son una fuente valiosa para la historiografía, amerita no sólo tener una visión amplia y abierta de las posibles fuentes, sino también pensar de qué otros modos podemos abordar el estudio de nuestra historia y construir nuestras identidades, más allá de las definiciones estatales y nacionales, de historia colonial que nos atraviesa, con este fin es que tomamos dos casos del campo del cine.

Un ejemplo de reflexión audiovisual sobre este tema es el ensayo documental, El botón de nácar (2015). En este film Patricio Guzmán continúa la saga iniciada en Nostalgia de la luz (2010), y pronto será una trilogía, cuando se estrene su nueva película La cordillera de Los Andes. Este director trabaja con imágenes metafóricas y poéticas para hablar de historia política del país. En estos films trabaja con metáfora del desierto y el cielo, considerado bajo el paradigma de la astronomía en el primero, y la metáfora de las aguas del sur en la segunda, en ambas aparece una fuerte conexión y reflexión sobre la dictadura chilena, vinculando la geografía chilena con los genocidios cometidos en dicho territorio, desde el exterminio del pueblo Selknam a la dictadura de Pinochet. 

En El botón de nácar el eje conductor es el agua: “Se dice que el agua tiene memoria. Yo creo que también tiene voz”, narra Guzmán en voz en off, mientras una cámara muda recorre los paisajes chilenos. Por momentos grandes silencios que dejan hablar a la naturaleza. Poco a poco se conforma una polifonía, distintas voces van emergiendo en el documental: las “protagonistas” de las distintas historias, como la sobreviviente de la etnia Kawéskar, Gabriela Paterito, y Cristina Calderón de la etnia Yagán, y las voces las “expertas” como el historiador Gabriel Salazar y el periodista Javier Rebolledo, a lo que se suman las experiencias personales del realizador, quien aparece siempre en sonido desincronizado, fuera del campo visual. Los poemas del artista chileno Raúl Zurita emergen como espacio poético que invoca lo fantasmal, dando cuenta de los cementerios ocultos que son el desierto de Atacama y las aguas del Pacifico. La voz en off, ensayística, va hilando los testimonios con imágenes de paisajes, sin pretender jerarquizar unas sobre otras.

En este documental/ensayo aparecen citados los mapas y dibujos de  Richard FitzRoy y en particular el ejemplificador caso su vínculo con Jemmy Button, un nativo de la etnia Yagán o Yamana que, a cambio de un botón de nácar, es llevado, junto con dos nativos York y Fuegia  de la tribu vecina Kawésqar, a Europa, para ser “educados”, “civilizados” y posteriormente devueltos a su tierra natal. Jemmy fue quien “mejor” se adaptó a las costumbres británicas. Registro de esto es uno de los retratos realizado por FitzRoy (cabe aclarar que es la primera vez que los indígenas son retratados con rostro humano), el dibujo muestra dos momentos: 1832 y 1834, a modo de comparación entre un “antes” y un “después” o una situación de “barbarie” y otra de “civilización”. En este dibujo vemos claramente cómo funciona la narración del otro, el dominante narra al dominado desde una idea humanista, paternalista y de una temporalidad ascendente bajo la idea de “progreso”. Al volver a su tierra, Jemmy se reencontró con su madre, sus dos hermanas y cuatro hermanos; casi había olvidado su lengua materna y, vestido de gentleman, según cuentan los diarios de Darwin, resultaba cómico oírle hablar en inglés a su hermano “salvaje”. Así como los Estados Americanos toman los modos de representarse y definirse ilustrados europeos, así como las imágenes naturalistas influencian el modo de representar nuestra naturaleza, así Jemmy transmite la nueva lengua impuesta. La embarcación parte unos días, dejando al nativo con los suyos, al regresar se encuentran con que en él quedaban pocas huellas de “civilización”. Darwin, cuenta en su diario este reencuentro con “un salvaje” flaco, huraño, con la cabellera en desorden. Finalmente Jemmy se niega a volver a Inglaterra.

Podríamos pensar en el devenir de esta historia de Jemmy como un posible devenir de nuestra identidad como región. Luego de un primer momento de colonización, de ser representados y narrados por Europa –como podemos pensar que sucedió en la historia de las representaciones patagónicas con el naturalismo y cientificismo dominantes– y la posterior identificación, incorporación y apropiación de ese discurso, llega otro momento de independizarse e identificarse con aquello que alguna vez fue violentado y oculto, tal como hace la geografía crítica y estas películas. Al citar este caso, Guzmán toma la posición crítica propuesta por Harley y Cosgrove, la del revisionismo histórico, la sospecha sobre las historias dominantes y la recuperación de otras memorias. También, esta posición de revisionismo crítico aparece respecto a lo geográfico. Hay una escena donde una artista plástica desenvuelve una larga maqueta de papel del territorio de Chile. Allí se ve claramente que este largo país, con 4.200 km de costas al Pacífico y que, sin embargo, niega su identidad marítima. Vemos una imagen integrada y global de su país, donde geografía y memoria histórica van de la mano. 

La máquina narrativa estatal construye, necesariamente, un relato de Nación como identidad cerrada bajo el paradigma ilustrado europeo. Para crear una identidad se crean los límites de la misma, su afuera constitutivo. Como ya mencionamos, en la creación de los Estados-Nación de Argentina y Chile, la tensión primera es con los pueblos originarios, la primera frontera constitutiva es interna. En El botón de nácar, se da visibilidad y voz a estos pueblos: aparecen testimonios de descendientes de los pueblos Yamana y Kawéskar hablando su propia lengua, que sobrevive entre los pocos descendientes a los exterminios sucedidos en la Patagonia.

Otro caso que tomaremos dentro del campo del cine es el film El viento sabe que vuelvo a casa (2016) del director chileno José Luis Torres Leiva. Este es un documental de un falso rodaje de una ficción del conocido cineasta chileno Ignacio Agüero. Desde un inicio se nos presenta como una película sobre el proceso de producción e investigación de otra película, enunciando así su condición de meta-relato, evidenciando que el conocimiento se construye, se provoca, es inacabado. Este documental fue filmado en la isla de Meulín, frente al archipiélago de Chiloé, ubicado en el sur de Chile. La película parte de un mito de una historia de amor trágico: a comienzos de los años ochenta, una joven pareja de novios desaparece en los bosques de la isla sin dejar rastro alguno.  Torres Leiva y Agüero retratan esta isla de Meulín partida en dos: la parte norte y la parte sur, separación que es al mismo tiempo material y simbólica. En el lado llamado San Francisco, el sector norte, están los habitantes “nativos”, la población indígena, mapuche, y del otro, los “extranjeros”, la población mestiza, este es el sector sur llamado El tránsito. Si bien no hay límites visibles sí suceden impedimentos vinculares y relaciones de rivalidad históricas entre ambas partes. Agüero busca historias de amores que hayan traspasado esa frontera, huellas y costumbres que tengan que ver con esas divisiones cada vez más caducas.

Recordando a de Certau, podríamos decir que estos cineastas van en busca de los puentes. En el mismo sentido consideramos la elección de estar entre lo documental y lo ficcional, entre lo objetivo y lo subjetivo, se realiza así un gesto político, una valoración de las historias pequeñas, míticas, ficcionales, las realidades que existen más allá de la ”realidad” y hacen funcionar las vidas (y muchas veces operando más fuertemente que las identificaciones impuestas por el Estado). Las ficciones crean también realidad. Poesía y ciencia, singular y universal conviven, se contaminan. Jean-Louise Comolli muestra como la hibridez se presenta desde el nacimiento del cine: “en la errancia de esta confusión inicial con la energía que le es propia, el cine devora sus fronteras” (Comolli, 2007, p.212), desde sus inicios está presente una doble pulsión: por un lado el registro documental de los hermanos Lumiere, por el otro las animaciones fantásticas de Georges Mèliès. Un centauro de documento-ficcional. Torres Leiva y Guzmán son herederos de este legado, ya que presentan dentro de sus producciones distintos abordajes que mezclan metodologías que suelen estar escindidas.

Como reza la metáfora presente en El botón de nácar “una gota de agua contiene un universo entero”. Guzmán parece tomar el proverbio popular “para muestra basta un botón” y toma dos botones fundamentales de la historia del Chile, que nos hablan de dos exterminios fundamentales en distinto momento histórico: el de los pueblos originarios, con el caso de Jemmy Button y el de la dictadura militar del 1973, con un botón que quedó anexado a una viga encontrada en el mar-cementerio de los “desaparecidos”, botón que prueba de que allí hubo un cuerpo. Así como se crean puentes entre las partes de la isla, así sucede entre métodos que en teoría deberían estar escindidos: verdad y mentira, documental y ficción se entremezclan para demostrar que son divisiones abstractas, imposibles de sostener en la práctica. Así como Guzmán nos llevaba a reflexionar sobre las historias y geografías ocultas en el extremo sur chileno, Torres Leiva y Agüero nos demuestran el funcionamiento propio de lógicas locales que trascienden a las definiciones nacionales.

Al analizar la obra de Aby Warburg, Georges Didi-Huberman se pregunta por este vínculo entro lo Universal/Singular, esta paradoja de la Modernidad y sus mandatos racionalistas de intentar ordenar el caos, lo monstruoso, lo experiencial y catalogarlo, inventariarlo, tal como lo hicieron las expediciones europeas sobre América, mapeando, dibujando cada especie, retratando los indígenas que allí habitaban. Retoma la obra de Wolfang Goethe, otro científico/dibujante/poeta –que podemos poner en la constelación con Von Humboldt, Darwin FitzRoy etc.– y toma de él dos figuras que dan cuenta de este doble aspecto siempre presente: el muestreo y el caos. Estas son dos pulsiones que se tensan, una vinculada a lo monstruoso y la otra a la necesidad de ordenar y abstraer. “Muestrear el caos supone reconocer la dispersión del mundo y emprender, pese a todo, su colección” (Didi-Huberman, 2010, p.94) Este sería el gesto llevado a cabo por Aby Warburg con su Atlas Mnemosyne y lo que condensa esta frase de Goethe: “¿Qué es lo Universal? El caso singular. ¿Qué es lo Particular? Millones de casos” (Didi-Huberman, 2010, p.95). y también es el gesto llevado a cabo en el retrato audiovisual que realizan estos cineastas al registrar un territorio monstruoso.

El cine habilita una otra construcción del paisaje que no sólo considera su aspecto visual sino también sonoro, ficcional, experiencial. En El viento sabe que vuelvo a casa vemos la presencia de los cuerpos de los realizadores recorriendo la isla de Meulín, dudando, construyendo relatos, de-construyéndolos. En El botón de nácar somos testigos de diferentes testimonios sobre los genocidios chilenos: desde la música, la historia, la poesía, la experiencia personal, el derecho, se crea una orquesta de voces que reflexionan sobre el valor de las memorias sepultadas. Respecto de esto, podemos decir que estas estrategias de representación fílmica se distancian de las representaciones dadas por el arte institucional, ya que no ocultan su enunciación situada, producen reflexiones desde la corporalidad que tiene toda teoría, “La teoría no es algo distante del cuerpo vivido; sino al contrario. La teoría es cualquier cosa menos desencarnada” (Haraway, 1999, p.125). En este viaje de pensamientos audiovisuales se muestra el proceso de construcción de la representación, e incluso las dudas e incompatibilidades, iniciando así el camino hacia una articulación. Podríamos decir que este tipo de producciones cinematográficas, entre lo documental, la ficción y el ensayo, son en sí mismas monstruosas, un híbrido inclasificable en su modo mismo de conocer su “objeto de estudio” y de comunicarlo. Forma monstruosa y contenido monstruoso, porque rescata esas otras definiciones de identidad, de territorio que pertenecen a los ríos subterráneos de la historia.

Para concluir deseamos tomar la propuesta del sociólogo Christian Ferrer quien en su libro Cabezas de tormenta: ensayo sobre lo ingobernable (2004) nos habla de la posibilidad de una geografía espiritual

Es una ciencia que, sin renegar de la historia o la economía, hace visibles los pasos perdidos, los senderos olvidados, las rutas desusadas, y sobre todo, permite hacer intersectar los atlas imaginarios (literarios, utópicos, legendarios) y los dramas biográficos. La imaginación se superpone e imprime sobre la materia: sirva de ejemplo la toponimia patagónica, que expone desbordante creatividad lingüística de exploradores y pioneros: el humor y el delirio se unen al santoral y la simbología estatal. (…) El buen cartógrafo aprende a desconfiar de las mediciones precisas, pues a cada espacio físico corresponde un atlas simbólico. (Ferrer, 2004, p.49)

Estos dos filmes-ensayo parecen tomar esta otra forma de geografía, ya que cartografían audiovisualmente, desconfiando de la geografía científica tradicional. Los límites políticos, demarcados de forma abstracta, están constantemente chocando con los otros límites existentes en todo territorio, los experienciales: ya sean geográficos, culturales, simbólicos, climáticos, ecológicos, etc. Por las convenciones propias de su campo, el arte en este caso el cine, habilita un modo de reflexión y conocimiento que da lugar a esas experiencias. Desde una posición situada, que da cuenta desde donde se enuncia, cruzando lo singular con lo universal, tejiendo puentes entre las fronteras, estos realizadores pueden crear, tal como lo proponían los intelectuales de la corriente crítica iniciada en los sesenta, un abordaje interdisciplinario a los objetos de estudio, donde la historia, la geografía, la política, la estética dialogan sin prejuicios.

 

Videografía:

El botón de nácar, Patricio Guzmán (2010)

El viento sabe que vuelvo a casa, José Luis Torres Leiva (2016)

 

Bibliografía:

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Como citar:
Gattás, M. (2017). Un cine-monstruo para un territorio monstruoso, laFuga, 20. [Fecha de consulta: 2024-12-13] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/un-cine-monstruo-para-un-territorio-monstruoso/849