Para el cine, la pregunta sobre cómo representar la muerte supone la problemática de buscar en imagen la encarnación de un fenómeno invisible, algo que rebasa nuestra capacidad sensorial. Cuando se está frente a ella, la muerte no tiene rostro, forma o figura que podamos sostener como único y atemporal, y ahí es donde yace su fuerte dimensión inasible.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos de José Luis Torres Leiva viene a ser un caso de resistencia a formas conocidas que se han dado en torno a la muerte. El director forja una narrativa interesante que explora imagen y sonido para dar con una visión sobre aquello invisible. Frente a la complejidad de aproximarse al tema, Torres Leiva nos permite observar la muerte como un síntoma de la fragilidad de la vida, concentrando el foco de lo vital en el amor generado en los vínculos humanos. Es por eso que la película es capaz de construir o articular una mirada inestable sobre la vida a la vez que trascendente.
La historia trata sobre una pareja, Ana (Amparo Noguera) y María (Julieta Figueroa), quienes deben vivir un proceso de luto debido a que la última padece una avanzada enfermedad, de la cual ha decidido no responder con tratamiento. La muerte no está ubicada como un acontecimiento específico o un punto de tensión del relato, sino como un estado que desde el inicio aturde a ambas. Torres Leiva va construyendo un relato que transita entre distintos espacios y temporalidades de los cuales no se distingue claramente la correspondencia de la imágen, vale decir, si de la consciencia de las protagonistas o de una conciencia narrativa. La profunda irrealidad que trae la muerte, más que irrumpir en el mundo, se devela dentro de él, complejizando la forma en que Ana y María comprenden la relación y sus propias vidas. Las imágenes que se van dando parten de esta divagación, como si existiera una conciencia narrativa que uniera las distintas piezas que se van generando a partir del vínculo afectivo de las protagonistas y otras historias.
En la primera escena, María le pide a Ana que maneje el auto con los ojos cerrados. Un gesto que abre a mirar la imagen desde una disposición y conciencia distinta, no solamente con los ojos sino también a través de los otros sentidos, como el sonido o el tacto que constituyen parte importante del trabajo sensorial de la película. Ana maneja con los ojos cerrados y el plano se mantiene en ella, quedándonos nosotros en su mismo estado sin poder ampliar nuestra capacidad de mirada y sintiendo el desconocido vacío que rodea el entorno.
La película, más que contar una historia determinada, hace un esfuerzo constante por explorar esa forma desconocida de ver, donde vida y muerte forman parte de una misma concepción existencial, a menudo bastante holística.
Como espectadores vamos observando la historia de Ana y María como también la de otros vínculos amorosos que ellas relatan. Las otras dos historias hablan sobre aristas importantes del amor, focalizando en imagen al vínculo afectivo como un signo vital que mueve a los personajes. En todas el amor contiene una fragilidad inherente que amenaza con la extinción pero que también mueve los impulsos afectivos.
Ana y María se cuentan entre ellas dos historias a las que accedemos narrativamente mediante el recuerdo y la evocación. La relación entre estas historias y las protagonistas no es directa más que por la narración oral que ellas van haciendo, como si se contaran un cuento. La primera habla sobre una mujer que adopta a una niña del bosque, acariciando de alguna forma el mito del salvaje sin lenguaje y educación. En este caso, la adopción tiene una fuerte base afectiva que vacila entre el impulso paternal y el amor. La mujer se ve completamente conquistada por la niña al observarla, bajo una mirada que resalta el componente hipnótico que contiene el nacimiento del vínculo amoroso.
Este fuerte impulso de entrega incondicional por parte de la mujer es acompañado por una sensación de extrañeza, al venir la niña de un origen inexplicable. Llueve de noche y la niña sale a sentir el agua y el barro en su rostro, mientras la mujer observa desde adentro de la casa sonriendo. Hay claramente una brecha insoslayable entre ambas, pero el grado de entrega contiene un impulso de amor que es capaz de ir más allá de la frágil naturaleza del lazo. Lo que vemos, por lo tanto, es una historia de génesis de un tipo de amor frecuente que se basa en la desigualdad.
Más adelante se cuenta otra historia donde un hombre transita por un bosque, similar al de la niña salvaje, y ve a lo lejos a otro hombre bañarse. La mirada del observador queda completamente dominada por lo que ve, con un rostro quieto de rasgos y ojos similares a los de la mujer de la otra historia. Ambos posan un tipo de mirada intensa con ojos oscuros y penetrantes, como si intentaran poseer al otro a la distancia. El amor de esta historia se origina desde la adoración absoluta hacia la presencia de ese otro, sin tener que haber mayor comunicación ya que reside en el encuentro, en la magnetización existente entre esas dos presencias. Luego de conocerse se genera un intenso acto sexual, vemos los rostros pegados a los cuerpos, como si sintiéramos el calor que estos generan. En cada historia, Torres Leiva se empeña constantemente en mostrar de cerca los rostros, la piel y los cuerpos que incrustados de cerca en el plano se ven exhaustos, buscando aferrarse uno al otro como un impulso vital. “Pasó el tiempo y se dio cuenta que ese siempre fue su único gran amor”, dice María terminando de relatar, pese a que fue un encuentro casual y efímero. El enamoramiento es muy breve, casi inexistente pero tan fuerte que parece habitar fuera del tiempo, más alla de él.
Pareciera ser que las historias hablan de la de Ana y María de forma alegórica, o que las tres en conjunto conformaran dimensiones y fases distintas de cualquier relación de amor. Es también desde la forma en que Ana y María narran las historias por donde podemos entender que se relaciona con la de ellas. Los diálogos de las historias suenan con las voces de las protagonistas, y la intimidad con la que relatan da cuenta de una cercanía con la experiencia del relato. Es poco lo que sabemos en términos de información sobre el pasado de Ana y María, más bien lo que se transmite se hace a través del relato de las otras historias y mostrando la fuerte conexión entre ambas.
Torres Leiva parece responder a la pregunta, ¿qué lugar ocupan los vínculos humanos viéndose tan insignificantes frente a la inmensidad del mundo y el paso del tiempo? Todas las relaciones, la de las historias y la de Ana con María, ilustran la permanencia de los lazos humanos al mismo tiempo que la caducidad que las rodea, y es en esa caducidad donde la muerte adquiere su presencia.
Cerca del final, el fallecimiento de María se vive sin mayor dramatismo ni énfasis en la agonía, observando Ana el cuerpo como si se tratara de otra entidad. Anteriormente, esa noche Ana vive su propio encuentro con la muerte topándose con una visión de una mujer senil acostada frente a ella, completamente irreconocible. Por la naturaleza evocativa de la película, podemos suponer que se puede tratar de una proyección de Ana hacia su vejez, de una hipotética María más vieja o también simplemente de una figura de envejecimiento y del tiempo. El rostro de muerte se acompaña también de la absoluta soledad, tan profunda que acarrea un fuerte grado de inexistencia.
En el final, vemos a Ana en un lago y también a lo lejos un grupo de niñas adolescentes. Ana las ve a lo lejos y nos vamos hacia ellas que se instalan en la orilla. De un general pasamos a primer plano de dos niñas muy de cerca diciéndose un secreto, repitiendo el plano de rostros constante en la película. Las niñas se unen en un baile al lado del agua en plena naturaleza, danzando en círculos y asemejando en algún grado la danza de la muerte mientras se escucha “En el amor todo es empezar” de Rafaella Carrà.
Así se da una especie de cierre a un ciclo, luego de la muerte surgiendo la vida afectiva en su expresión más pura e inocente. Tal como es inevitable la naturaleza frágil y perecedera del vínculo humano, también lo es su naturaleza permanente en el mundo. El tiempo, por tanto, contiene ambos impulsos.
Aldana, M. (2021). Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, laFuga, 25. [Fecha de consulta: 2024-12-13] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/vendra-la-muerte-y-tendra-tus-ojos/1041