9 Postales desde el cine de Ciencia Ficción

Por Mario Sobarzo

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Mario Sobarzo es profesor de Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es becario MECESUP y docente del Departamento de Estudios Pedagógicos de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, y de la Universidad Católica Silva Henríquez. También Investigador del Observatorio Chileno de Políticas Educativas (OPECH) de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile.
 
 

La Naranja Mecánica (1971)

Postal 1: La escritura del extranjero

Estimado Iván, gracias por la invitación. La ciencia-ficción ha sido mi género favorito de literatura desde que aprendí a leer y tu invitación me permite adentrarme hacia ella como un extranjero que visita lugares, sitios, que le son imposibles de describir. Marcel Detienne lo ha recordado a propósito de Dionisos, el Dios extranjero por excelencia, aquel que lleva máscara en sus viajes de ciudad en ciudad.

Extranjero en Grecia no era el bárbaro, aquel que hablaba una lengua incomprensible, hecha de sonidos guturales, muchas veces; sino el otro griego, aquel con el que se compartía la palabra y los dioses. Por eso Dionisos permitía esa transmisión entre unos y otros. Como los espacios públicos sólo eran para los ciudadanos, existía la obligación de utilizar máscara para acercarse a ellos en calidad de extranjero. Pero, que un dios también lo haga, recuerda la piedad necesaria al vínculo entre griegos. Incita a la hospitalidad.

Ya que la aparición de Dionisos es epidémica (es decir no es anticipable el momento, el tiempo en el cual se rinde culto), tampoco es posible saber ante quién negarse. Por ello quienes se le oponen sufren un daño terrible, como es el caso de Licurgo o Penteo.

La palabra griega para extranjero era xené, que también significa extraño, o sea aquél que tiene otras costumbres, otros ritos, otros secretos. El extranjero pertenecía a una ciudad griega, por lo tanto habitaba de otro modo la misma palabra y el mismo territorio. El extranjero era como un espejo. De este modo, estas especulaciones en torno al cine y la literatura de ciencia-ficción, más que un intento de acotar el tema, pretenden abrir aquellos paisajes experienciales que han marcado mi vínculo con la ciudad que tú habitas. La antropología cultural lo describe como perspectiva ética, es decir, que es una interpretación poco densa del territorio cultural desconocido. Se basa en las notas exteriores que puede reunir el observador y no considera aún las propias respuestas que dan los nativos del territorio a sus comportamientos.

Así, estas notas de viaje comienzan en la imbricación en mi memoria entre un libro de Clifford D. Simak, Estación de tránsito, y una película, La naranja mecánica (1971) de Stanley Kubrick.

En el primero, el protagonista, un humano de la época de la guerra de Secesión norteamericana, está encargado de una estación de viaje intergaláctica. Para poder humanizar el lugar ha construido la imagen de su mujer ideal sobre la base de los recuerdos de alguien de quien estuvo enamorado, pero que sólo aparece como un fantasma: no puede tocarla. El objeto que le permite realizar esto es como de cristal. Los antecedentes para la tragedia y su catarsis se encuentran dados magistralmente.

Acerca de la película, si algo me inquieta constantemente es que creo que supera al libro de Burgess. Al propio escritor le molestaba profundamente la comparación entre el libro y la película, aun cuando a la salida de la avant premiere, la alabara. El capítulo menos de la edición americana que Kubrick conscientemente mantuvo, en la realización de la película, la aleja de toda fantasía redentora y nos sitúa en la posibilidad del éxtasis final, junto a Alex.

La ciencia-ficción que mi memoria guarda está atravesada por las múltiples imbricaciones y misterios que representa lo dionisíaco y su vínculo con la oscuridad: la muerte, la noche, lo cerrado, el misterio, etc.

Sunshine (2007)

Postal 2: La consumación de la metafísica

La ciencia-ficción y el cine son particularmente cercanos en términos epocales. Ambos son hijos de la modernidad en su sentido más obvio. Pero, cuáles son las implicancias de esto y de qué modo se manifiestan y, por tanto, cómo debemos entender la amplitud de esta cercanía epocal, no es tan fácil de abordar. Si consideramos que el concepto de época se refiere a las articulaciones entre mentalidad(es) y materialidad de ella(s), podemos comprender que ninguna de las dos puede ser separada de aquello que Heidegger nombró como época de la imagen de mundo. Una compleja articulación entre positivismo, efectualismo, técnica, capitalismo y producción de formas de vida. Esto implica que ambas construcciones culturales abordan la problemática del futuro como acto en realización. El cine mediante la anticipación del movimiento que termina por engañar a la vista (persistencia retiniana), generado como una técnica. La especialización de este ejercicio anticipatorio ha conllevado un perfeccionamiento infinito en el modo en que ello se realiza: el hoy de moda 3D, la tecnología digital y otras argucias. La ciencia ficción, también lo ha logrado mediante una anticipación de lo imaginable. No por nada el verdadero inventor del cine como lo entendemos hoy, George Méliès, filmó Viaje a la luna (1902) inspirado en las novelas de los padres de la ciencia-ficción: Julio Verne y H. G. Wells.

La ciencia ficción le debe su éxito como género literario (y cinematográfico) a esta capacidad de prepararnos para lo terrible, lo inesperado, el futuro. En una sociedad angustiada con el futuro y sin vínculos más que memorialísticos con el pasado, la ciencia-ficción reemplaza los relatos épicos y trágicos del mito, le da coherencia a un universo cognitivo en expansión.

Cordwainer Smith en Los observadores viven en vano publicado en El juego de la rata y el dragón, planteaba que el viaje por el espacio era imposible de soportar para los humanos, que se enfrentaban a problemas psicológicos asociados al contacto con el vacío. En la actualidad esa problemática la ha mostrado la película Sunshine (2007) de Danny Boyle en que los humanos pierden el juicio al acercarse al sol. Si el universo es inconcebible para las categorías humanas, forjadas en dimensión terráquea, otro tanto sucede con el tiempo. La novela de Asimov El fin de la eternidad (que es un punto cero respecto a las clásicas series de los Robot y de Fundación), aborda el impacto que podría tener el manejo del tiempo para la humanidad. Lo mismo ha realizado en forma irónica Fredric Brown en Las cortas y felices vidas de Eustace Weaver, entre otras obras, en que aborda el tiempo en clave de aventura.

La ciencia también le plantea pesadillas a la humanidad actual. Desde las historias asociadas al científico loco, al síndrome de Frankenstein y a las catástrofes de múltiples tipos, está claro que la ciencia representa para el hombre medianamente informado un ámbito que con dificultad entiende, pero al que ve cambiar su mundo a una velocidad imposible de asimilar en la vida humana. Ulrich Beck ha llamado sociedad del riesgo global a esto. En este sentido la ciencia-ficción sería, como lo planteó Baudrillard, una fabulación libre de la sociedad, semejante a la que utiliza el psicoanálisis con el individuo.

Le dernier Combat (1983)

Postal 3: La formación del trinomio realidad – ciencia ficción – cine

El problema filosófico de lo real que había angustiado a los antiguos griegos se ha visto trastocado en sus horizontes desde la modernidad, lo sabemos bastante bien. En pocas áreas como en el tiempo esto es tan notorio, como diversos autores lo han señalado (Jürgen Habermas, Benjamin Coriat, por ejemplo). Por eso no es extraño que el cine sea el paradigma ejemplar de este cambio temporal. Como lo ha señalado Roman Gubern, hasta ese momento el movimiento nunca había sido posible de mostrar, a pesar de que se había hecho intentos mediante la alegoría y otras formas representacionales. El cine era la mejor expresión de que es posible copiar la vida, generar la ilusión del devenir en ella y hacerlo, mientras el espectador asume pasivamente, embelesadamente, emocionadamente, hipnotizadamente, la construcción de una realidad externa a él, que aparece fijada en un momento, en un espacio, en un lugar, en una forma de vida. Por ello el cine siempre ha sido una construcción ideológica. El ejemplo de Metrópolis (1927) de Fritz Lang es clásico en este sentido, pero también películas como Brazil (1985) de Terry Gilliam (ideología new age) se comportan de esa forma. Y es que el cine por su condición determinada de control del tiempo expresa ese ideal de la modernidad de ser capaz de amarrar a Kronos. Y aquí, sí ocurre una función de desconexión entre el cine de ciencia-ficción y la literatura de ciencia-ficción. Esta última no puede hipnotizar.

En sus comienzos (era Campbell en Estados Unidos) su principal función era entretener, mostrar a los seres humanos los límites a los podía llevar la ciencia, generar algunas especulaciones respecto al futuro, etc. pero con el tiempo fue adquiriendo una complejidad que estaba en relación directa con nuevas formas de subjetividad que iban surgiendo al compás de los cambios (muy reales) en la comunicación, los viajes, la híperconectividad visual, y un largo etcétera. El cine no siempre ha sido capaz de presentar la abstracción inherente a estos procesos en la subjetividad. No al menos el cine de ciencia-ficción más comercial. Y un ejemplo característico de esto es lo que sucede con la versión de David Cronenberg de la novela homónima de Ballard, Crash (1996), la que a pesar de su capacidad de mostrar los vínculos inherentes que produce la conexión entre el vehículo (recuérdese las Mitologías de Barthes) y la psiquis de quien va en él, expresado en el vínculo entre choque-cuerpo-deseo; no lo hace tan bien cuando intenta reflejar las relaciones entre el extraño grupo humano surgido en torno a los choques. Sin embargo reconozco que conocí la película primero que el libro y durante toda mi adolescencia me llevó a las novelas del autor que la escribió. Y es que, en la medida que la ciencia-ficción logra construir una imagen de la realidad externa que podemos ver cómo sucede, también somos capaces de fidelizar la percepción de nuestra propia realidad construida gracias a la ciencia y la técnica, que nos protege uterinamente. Matrix (Andy & Lana Wachowski, 1999) nos mostró la metáfora perfecta de esto, como lo ha señalado Slavoj Zizek.

Sin embargo, creo que el modo en que han avanzado otros cines de ciencia-ficción se acerca a experiencias más literarias, en tanto las acciones, metáforas de la realidad, no operan tanto en extraer al espectador de sí mismo, sino muy por el contrario hacer que el proceso reflexivo suceda fuera de la pantalla. Este espacio diegético es fascinante en la película realizada en Francia por Luc Besson, La última batalla (1983), que transcurre en un mundo donde la aridez exterior va unida a la aridez en la posibilidad de palabra, de lengua. ¿Cómo no compararlo con la imagen del nihilismo nietzschiano?

Guerra de los mundos (2005)

Postal 4: ¿Ciencia ficción o ficción especulativa?

La polémica en torno al término ha sido parte de la literatura de ciencia-ficción desde sus orígenes, lo cual no puede extrañar si consideramos que el concepto ciencia ficción es acuñado en el ámbito del periodismo. Y quizá una parte importante de la mala fama del género le viene otorgada por esta contaminación con su influencia massmediática. Los ejemplos claros son La guerra de los mundos y su transmisión por radio, realizada por ese liliputense genial, que era Welles. Pero los ejemplos sobran. No se puede olvidar que la película Día de la independencia (Roland Emmerich, 1996) se anticipó no sólo a la destrucción de las Torres Gemelas, sino que, además, los tres protagonistas de ella, en su final feliz, representan las tres principales etnias en esa nación: los WASP quienes gobiernan, los judíos quienes piensan, los afroamericanos quienes actúan (en la película). Y, por último, que el enemigo que quiere destruir a la humanidad es un alien que viene a una guerra de exterminio. Nuevamente Zizek nos recordó el sentido de la palabra al describir la figura del terrorista, el enemigo absoluto de la humanidad.

Pero, más allá de los ejemplos, la problemática es central. Asimov lo señaló así: el término es una contradicción en sí mismo, pues mientras la ciencia opera con el principio de la objetividad, la ficción obviamente no. En su lugar propuso utilizar la imagen compuesta ficción especulativa. Si seguimos el hilo de lo propuesto por este autor de ciencia-ficción, no podemos distraernos del hecho de que la especulación tiene su raíz en los espejos, esos objetos que han fascinado a la humanidad desde que tenemos memoria. Es bien conocido que el psicoanalista francés Jacques Lacan le atribuyó una función central en la formación psico-motora del niño y su posterior expresión en términos del pensamiento y el yo. Pero, mucho más antiguo, los Cátaros los consideraban instrumentos del dios creador de este mundo de falsedad, debido a que multiplicaban la realidad y debido a ello, los prohibían. Otro vínculo célebre con los espejos son las novelas de Lewis Carroll dedicadas a Alicia. Pero, ¿qué tienen de fascinante los espejos?

La duplicación del mundo para comprenderlo es uno de los actos que condena a Fausto, en la versión de Goethe. La especulación para el romanticismo está indefectiblemente unida a la trascendentalidad de la mirada divina. Esto es insoslayable. No se puede especular sin ser presa de la ambición del conocimiento que siempre desea más. La ciencia-ficción en cuanto especula respecto a lo que puede suceder y lo hace fantasiosamente opera como fármacos, es decir, como veneno que entregado en las cantidades adecuadas, cura de la míasma (la enfermedad, la impureza, la contaminación). Ficción especulativa en tanto nos permite jugar con fuego, sin quemarnos. O, al menos, eso creemos.

Maquiavelo/Sr. Spock

Postal 5: Carácter de la modernidad e ideología del poder

Diversos autores han remarcado que Maquiavelo sería una especie de punto cero respecto a los modos de acción de una política del poder. Y aunque parece acertada la consideración de que una política del poder no es igual a una política realista (entendiendo que Maquiavelo representaría a esta segunda), lo cierto es que este autor aparece como un filósofo inaugural respecto a los alcances de un nuevo modo de concebir la política. Isaiah Berlin llega a hablar de la originalidad de Maquiavelo para referirse a la separación tajante que realiza entre fines moralmente aceptables (normatividad católica) y las obligaciones inherentes a la preocupación por el bien de la comunidad (ética pagana). Montesquieu y Spinoza le realizaron sendos reconocimientos en su obra, por ser un defensor de la libertad. Los antagonismos en torno al nombre de este autor, a esta altura ya no resultan casuales, en cuatro años más se cumplirán los 500 años de El Príncipe y nunca ha dejado de ser tema de polémica, escándalo, defensa, admiraciones, reconocimientos y quemas. Como si el nombre fuera un síntoma de algo que aparece como un escándalo en sí mismo: la posibilidad del ser humano de prescindir de Dios, aunque no de la religión. Como lo ha señalado Ernst Cassirer, es extremadamente común encontrar en la literatura Isabelina la figura de Maquiavelo, muchas veces reemplazando al diablo. Como inventor del poder y su vinculación a un antagonismo de clase entre quienes desean dominar y quienes no desean ser dominados, no podía correr otra suerte.

Sin mediación mesocrática, rompiendo con lo trinitario como fórmula de articulación en el pensamiento occidental (Georges Dumézil), estableciendo el antagonismo como fundamento de la libertad. Este horror es el origen de una disputa que en su proceso de politización trastoca los marcos conceptuales bajo los que ella misma aparece. Ejemplos en el cine y la literatura de ciencia-ficción abundan, obviamente. El problema del poder es una temática fundamental en toda novela de ciencia-ficción y muchas de ellas al ser llevadas al cine expresan ese momento de tímido rubor que va asociado al exceso de mirada. Es clásico el ejemplo de Duna (1984) que el mismo David Lynch reconoció como un fracaso, debido en gran parte a la influencia de las grandes industrias cinematográficas. Pero, ¿es posible develar de alguna forma ese secreto inherente al poder desde el mundo moderno? Pudiera ser que el cine de ciencia-ficción en la peor de sus fantasías totalitarias sólo hubiera producido la búsqueda de la redención mediante un mesías, que en el mejor de los casos termina por ser derrotado (por ejemplo, Brazil, de Terry Gilliam). Sin compartir plenamente la tesis de Baudrillard acerca de que el gran secreto del poder es que sencillamente no existe, lo cierto es que la espectacularización de él va unida a todos los fenómenos de masificación que hemos conocido en los últimos dos siglos. Quizá debido a esto es que el cine de ciencia-ficción fracasa a la hora de intentar representar el poder, pues para hacerlo tiene que disolver la realidad (simulacro). La película Piso 13 (1999) de Josef Rusnak llega a los límites, pero no alcanza a traspasar la frontera entre esta virtualidad del poder sobre el campo de constitución de la realidad: nuevamente se le cuela la moral. Si lo comparamos con la novela Candy Man de Vincent King, mucho más antigua (1971), lo que sorprende es lo naïf que resulta el análisis del problema de la virtualidad del poder, su escenificación y su trascendencia. Lo mismo sucede con Matrix. Sin embargo existe en el cine de ciencia-ficción, una imagen desgarradora acerca del poder y su aparición, se trata de La muerte en directo (1980) de Bertrand Tavernier. No sólo fue un anticipo acerca de los reality show, sino también acerca de ese carácter obsceno que representa la muerte en su proceso de desaparición del ser humano. Por ello el periodista inescrupuloso (Harvey Keitel) paga su invasión a lo sagrado con la ceguera (igual que Edipo) y termina siendo arrastrado por su propia víctima, en su camino al descubrimiento de sí.

Pero si el poder es tan difícilmente representable para el cine de ciencia-ficción, la resonancia visual de Maquiavelo en el señor Spock resulta una efigie inquietante, que palpita en la memoria de aquellos que vimos partir al Voyager y también la primera película de la zaga Viaje a las estrellas (Robert Wise, 1979) en un cine del centro de Santiago, que hoy ya no existe: manifestación muy real del secreto del poder.

Hasta el fin del mundo (1991)

Postal 6: Sucedáneo y adicción a sí mismo

El psicoanalista Erick Fromm señaló que ante la perspectiva de la libertad sin sentido ni pertenencia a contextos sociales que aseguren la estabilidad psicológica, los seres humanos tienden a configurar lo que llama sucedáneos. Éstos son fórmulas escapistas de la realidad que permiten satisfacer los niveles mínimos de dominio sobre la realidad que necesita el ego, pero que no trastocan a nivel significativo las estructuras sociales que dañan al propio individuo. Para Fromm, desde los cuarenta hasta la escritura de su libro El miedo a la libertad, la tendencia del mundo contemporáneo cada vez se acerca más a una dependencia de estos sucedáneos. Y quizá donde esto es más notorio es en el caso de los reality show. Por estos días, incluso, en Chile se aplicará una reforma al sistema judicial basada en programas televisivos que escenifican los conflictos (La Jueza, por ejemplo). Y un ejemplo cinematográfico de esto fue la película El show de Truman (1998) de Peter Weir. Más allá de que la película sea una comedia o que el desenlace reproduzca el final feliz, lo interesante de la propuesta es el nivel de dependencia psicológica que llegan a tener los televidentes (en la película), en torno a la realidad e inconciencia de ella, que posee Truman. Como si desearan empaparse de la ingenuidad, que como televidentes han perdido.

Pero quizá el mejor ejemplo de esta adicción al sucedáneo de realidad lo representa Hasta el fin del mundo (1991) de Wim Wenders. En este caso no es una imagen exterior la que vuelve adictos a los protagonistas (Claire, en particular), sino los propios sueños, que son posibles de ser filmados gracias a la cámara. Si seguimos las implicancias presentadas por Wenders nos encontraríamos en un verdadero laberinto de la memoria, que no sabríamos recorrer más que como extranjeros y fantasmas de aquellos lugares que nos constituyen. Esto resulta bastante terrorífico. Asistir sin comprender ni poder cambiar el curso de las cosas, es una conciencia que los hombres contemporáneos poseen muy claramente.

En una de esas obras maestras breves (Black-Out, en Jinetes de la antorcha), Norman Spinrad muestra una situación traducible a la anterior, pero a escala social. Durante la transmisión de las noticias de la tarde se está a punto de revelar la existencia de los ovnis, o al menos así parecen expresarlo las últimas palabras del conductor, antes que todos los canales sean obligados a leer una proclama militar en que se dice que quedan prohibidos todos los noticiarios hasta que se resuelva el problema de los ovnis. Durante el cuento podemos asistir a un movimiento inusual de tropas y a la situación de angustia del ciudadano común que no sabe qué sucede, mientras ve pasar por arriba de su cabeza aviones que persiguen ovnis. Nuestra perspectiva como lectores nos permite darnos cuenta que nuestra realidad es tan absolutamente dependiente de la información que nos entregan los Mass Media, que si ella no nos llega, volvemos a la ignorancia medieval. El cuento termina con algo aún más temible: después de un par de días los noticieros vuelven a dar las noticias y terminan diciendo que lo que originó el Black-Out ya está resuelto: los ovnis no existen.

Solaris (1972)

Postal 7: Divinidad y contemplación

La relación entre la mirada divina y la humana es totalmente inconmensurable. Este es un punto de partida absoluto para entender el problema de la Divinidad en el cine. Obviamente este no es un problema teórico: no es cuál autor muestra a Dios (al modelo de Zefirelli). Dios es absolutamente irrepresentable. Esto las artes clásicas lo saben desde siempre y en el cine aunque se demoró en aparecer, lo hizo.

Un astronauta es llamado a restablecer el orden en una estación espacial circundante a un planeta donde se supone ha aparecido algo de naturaleza incomprensible científicamente: hay un océano que es capaz de recrear lo existente. El enfrentamiento del hombre frente a eso sólo puede ser entendido como divinidad (obedece a los mismos modelos de irrepresentabilidad que en el Romanticismo se proponen acerca de ella). Aunque, obviamente lo que aparece ahí no es Dios (no puede aparecer nunca), aparecen las características de lo que el hombre puede entender como Dios. La película obviamente es Solaris (1972) de Andrei Tarkovsky, basada en la extraordinaria novela de Stanislaw Lem, del mismo nombre. El impacto de la llegada al espacio, en la Unión Soviética, fue muy bien representado en esta película. El protagonista, Kris, es incapaz de explicar científicamente lo que sucede en la estación y ante esto se entrega directamente a lo que el océano le puede construir. La culpa se une a la conciencia del límite y la felicidad al abandono de la propia voluntad. El año 71 esto parecía imposible: el socialismo era eterno y la ciencia despejaría las brumas de la irracionalidad.

Distinto es el caso de 2001, una odisea del espacio (1968) de Stanley Kubrick, basada en la novela de Arthur C. Clarke. También ella juega con los silencios y está atravesada de misticismo, pero el modo de resolver el enfrentamiento al espacio es completamente distinto. Mientras el viaje de Kris en Solaris, es acompañado de su redención, gracias al amor; en 2001 este viaje es solitario y conlleva el nacimiento de la voluntad, expresada como potencia. Esto es más radical en la descripción final del libro, pero en la película no sólo se plantea como un enigma, sino también como una verdadera perversión: el ego humano orientado hacia la exterioridad y con capacidad de intervenir potentemente en ella.

Mientras en Solaris la contemplación del océano nos invita a la fruición en una manifestación externa de belleza y armonía, en 2001 la figura del feto y el planeta tierra, con música de Richard Strauss de fondo, nos acercan al asco kantiano.

¿Exterioridad totalizante o interioridad potente? ¿Espacio como enigma o como proyección de sí? ¿Socialismo o capitalismo?

Postal 8: Antropogénesis maquínica

El concepto de antropogénesis fue acuñado por el pensador ruso Alexander Kojève para explicar el proceso por el que el ser humano adquiere la herencia social, es decir se hace parte de la comunidad, adquiriendo conciencia de sí. Este rasgo se define por su carácter dialéctico: se necesita del otro para llegar a ser uno mismo. La humanidad ha tenido distintas alteridades que ha personificado: los dioses, los muertos, los seres fantásticos del más variado tipo. Sin embargo, es interesante que lo maquínico como constitución de alteridad, sólo apareció en la modernidad capitalista. Aunque los ingenios con movilidad propia son una referencia en toda la antigüedad (por ejemplo, los trípodes de Hefesto o Talos, el guardián de la isla de Creta en la leyenda de Jasón y los Argonautas), no eran parte de la vida cotidiana. Incluso aunque la máquina de vapor pudo desarrollarse en el siglo I, no se hizo debido a la gran cantidad de mano de obra esclava.

Por ello, no es casual que la película que mejor expresó eso sea Blade Runner (Ridley Scott, 1982), basada muy libremente en el libro de Philip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Pero, mientras la segunda se centra en un Deckard casado, con afanes consumistas y ensoñaciones de un pasado previo a la destrucción atómica, por nombrar sólo diferencias evidentes a la película, la primera se construye en torno a la excelente caracterización de Harrison Ford y su contraparte Rutger Hauer. Un conflicto que parte por la vida, pero termina en el reconocimiento mutuo.

Los replicantes desean vida, pues sus programas los hacen limitados a una cierta cantidad de tiempo (los Nexus 6 duran sólo cuatro años). Pero, en el camino de búsqueda a su creador se encuentran con que el final es indefectible. Así, hacia el final de la película se da un juego macabro entre Roy Batty (Hauer) y Deckard. Mientras el primero caza al segundo y lo va dañando físicamente (le quiebra los dedos, por ejemplo), se va generando un vuelco que termina con la salvación del humano por la máquina.

¿Qué representa este cambio en el robot? Deckard lo atribuye al amor a la vida, que se habría acentuado al acercarse a la muerte. Pero, la explicación parece incompleta, sino consideramos el carácter del sacrificio como absoluto, final. Esta práctica de las economías primitivas es el articulante que constituye las relaciones y les permite operar eficazmente, pero porque rompen la eficiencia. Lo importante es el fin, no los medios ni el ahorro. De este modo, el autosacrificio de Roy le devuelve la vida al propio Deckard. Pero, es una vida en un modo y un nivel nuevo: se ha enamorado de una replicante que puede no tener fecha de caducidad. El deseo ha trastocado los límites y ha convertido a Deckard en un ser que niega el orden que él mismo habita (y ejerce, como cazador de replicantes) y lo lanza a un devenir maquínico que sólo puede terminar en la huída, en la traición. Deckard es devuelto al flujo por una máquina que desea la vida más que los propios humanos. Y mientras los recuerdos de Rachael (la replicante de que se enamora) son implantes de la propia hija de Tyrell, los de Hauer son únicos y se pierden con su desaparición. Así, el replicante se convierte en el verdadero humanizador de Deckard. La alteridad de él, trastoca los límites de una sociedad en que la diferenciación entre los humanos y las réplicas construidas por ellos, se ha disuelto. La gran máquina social, anquilosada y cansada de sí, sin otra esperanza que viajar a otro planeta (que por la cantidad de propaganda en torno a esto, no puede ser tan bueno) se ve fracturada por lo que ella misma persigue: los replicantes, como entes prometeicos se han sublevado contra la esclavitud. Su línea de fuga parte en las colonias humanas, pero no se cierra en ellos, se une con un humano para convertirlo en parte de un ‘nosotros’ renovado por la máquina deseante en su manifestación más real: el replicante.

Las palabras finales de Roy dan cuenta de esto: “Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”. Pérdida, pero a la vez victoria, en la medida que él ha sido reconocido como humano por quien debía cazarlo. El sacrificio ha liberado a ambos y los ha unido.

Aelita (1924)

Postal 9: Experiencias de redención y revolución

Esta última postal visita una inquietud y una esperanza. La primera se refiere al papel que ha asumido la redención en los últimos tiempos. La segunda a la capacidad de resistencia que poseen los conceptos y su metamorfosis en el simbolismo social.

Una excelente película es la mejor manifestación de la primera: Hijos de los hombres (2006) de Alfonso Cuarón. Aunque se puede hablar ya a esta altura casi de un subgénero, gracias a películas como Señales (2002) de M. Night Shyamalan (en que nunca entendí por qué si los extraterrestres tenían una debilidad al agua no se protegieron con trajes de algún tipo contra ella), o toda la serie de películas acerca de catástrofes de los últimos tiempos (por ejemplo El día después de mañana (2004) o 2012 (2009), ambas del insoportable Roland Emmerich). Pero el caso de la película de Cuarón tiene de distinto la ironía respecto a la conciencia del fin: un estado que no tiene problema en entregar un kit para el suicidio, pero que prohíbe la marihuana; dos ejércitos que se enfrentan en una batalla, pero que se detienen ante el llanto de un bebé; etc.

Y es que la redención va unida indefectiblemente a un agotamiento de las energías emancipatorias y la confianza en la propia humanidad. Arthur C. Clarke describió esto de un modo extremadamente complejo en El fin de la infancia, una de mis novelas favoritas de él. La humanidad, la rectitud de los súperseñores, está en directa oposición al peso simbólico de su imagen exterior. La tesis central del libro, de una memoria del futuro y las implicancias para la propia especie humana, expresan ese sentido de fatalidad que la tragedia inauguró: de nada sirve conocer el futuro, pues las acciones que nos conducen a él resultan de nuestra propia identidad, de quienes somos.

Pero así como pervive la conciencia trágica, también lo hace la idea de revolución, su inversión moderna. Aelita: reina de marte (1924) de Yakov Protazanov comparte con el Poema pedagógico de Makarenko la desconfianza en un socialismo hecho por funcionarios o burócratas. Esto el año 1924, y va en la línea del leninismo, que incluso abogaba por suprimir el contrato matrimonial y otras formas de regulación burguesa, devolviéndole el poder a las bases, organizadas autónomamente. Hacer de la revolución un ejercicio de transformación de sí misma. Para ello no basta con redistribuir la riqueza social, sino que se hace necesario el empoderamiento de la comunidad, la construcción de una nueva forma de vida y el ejercicio del poder de modo horizontal, rotativo y con cuentas a ella (la comunidad).

Y si existe una película en que esto se haya manifestado en la actualidad, bajo la imagen excesiva de lo grotesco, es en Resident Evil III, Extinción (Russell Mulcahy, 2007). Frente a la siniestra corporación Umbrella y sus investigaciones para poder volver productivos a los zombis (un gran gesto al Día de los muertos (1985), la tercera película de la zaga de los zombis de George Romero), aparece ahora una comunidad de Alice, un verdadero ejército politizado en la conciencia de sí mismo, en su conciencia-clon. No poseerá la solemnidad de las acciones heroicas del héroe trágico, pero al menos es capaz de traducir la risa que nos provoca la globalización. Aunque ella aparezca, apenas, como una mueca macabra. No es mucho, pero los tiempos tampoco dan para más.

 

 
Como citar:
Sobarzo, M. (2010). 9 Postales desde el cine de Ciencia Ficción, laFuga, 11. [Fecha de consulta: 2024-04-25] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/9-postales-desde-el-cine-de-ciencia-ficcion/403