Adiós Antonioni

Por Iván Pinto Veas

Biografía +

Crítico de cine, investigador y docente. Doctor en Estudios Latinoamericanos (Universidad de Chile). Licenciado en Estética de la Universidad Católica y de Cine y televisión Universidad ARCIS, con estudios de Comunicación y Cultura (UBA, Buenos Aires). Editor del sitio http://lafuga.cl, especializado en cine contemporáneo. Director http://elagentecine.cl, sitio de crítica de cine y festivales.


 
 

Para lo que da a llamarse cinefilia (en esa hermosa acepción filial del término que siempre es bueno recordar) la muerte de Antonioni significa no sólo la muerte de un gran cineasta sino la de toda una concepción del cine.

Y, claro, llega el momento para el que, tarde, surgen los textos, los recuerdos, las recapitulaciones; aunque ya hacía mucho que se le veneraba como una figura extinta del pasado y nada de sus últimas realizaciones hacía ver alguna esperanza, su huella es posible de ver hoy en distintas obras y tendencias. En nombres que van desde Tsai Ming-Liang a Lucrecia Martel, ciertos sabores, ciertas políticas de la puesta en escena nos resultan familiares: crisis de los vínculos, lugares del cuerpo, disoluciones narrativas y dramáticas, metáforas crípticas y visuales. Antonioni, quizás, fue el último de los modernos o el primero de los posmodernos (discusión estéril, ni hablar) y se resumen en él los vaivenes, (des) esperanzas, y sinuosidades de un camino pavimentado por los largos ensayos, debates que generó el cine en las décadas sesenta y setenta.

Heredero directo del neorrealismo, en lo que en su momento dio a llamarse neo-neorrealismo, (vía Guido Aristarco y seguidores), en compañía de nombres como Pier Paolo Pasolini o Federico Fellini; Antonioni, de los “terrenos en disputa” de la crítica cinematográfica, debe haber sido uno de los que más textos, teorías, lecturas debe haber inspirado.

Qué cantidad de cosas se dijeron de sus películas (qué-no-se-dijo); en pleno auge del estructuralismo Antonioni satisfacía tanto a los “autonomistas” del cine, como a los que creían ver en el cine de posguerra cierta crítica profunda a la sociedad contemporánea (de manos de una búsqueda sintética del freudo-marxismo). “Crítica” y “realidad” (realidad crítica, crisis) son palabras caras a su cine, o a todo lo que se le intentó ligar. Antonioni tampoco era ingenuo; ahí están también sus entrevistas, completamente asumidas dentro de un lenguaje propio de la época, en constante comunicación con la crítica de cine, sus lenguajes, sus exigencias, sus prescripciones (es interesante ver hoy las acusaciones de Pasolini acerca de la neovanguardia “distanciada y agónica”, así como las eternas acusaciones de la crítica marxista).

A su vez fue muy criticado, por lo que se suele criticar a los grandes modernistas: su cine parecía un cine de elite (craso error: constataba y sintomatizaba sus crisis), se le acusaba de “lento” (y ese tipo de acusaciones va acompañada de otra pregunta ¿de acuerdo a qué?), y sobre todo de pretencioso y burgués (quizás la más plausible de las acusaciones).

Posiblemente, Antonioni fue un factor crucial (por contraste, claro) para las posteriores reivindicaciones del pastiche (de Sergio Leone en adelante) y del retorno a los “tiempos fuertes” en el cine de todo el mundo (toda una moda Antonionesca por ejemplo, en Argentina, con películas como Tres veces Ana (1961) de David José Kohn o Intimidad de los parques (1965) de Manuel Antín que llevaba esas atmósferas decadentistas, post-burguesas, urbanas a la adaptable Buenos Aires hacía, en un punto, detestar a su mentor, pero ¿qué culpa tuvo Antonioni de fundar un estilo?).

En fin. Antonioni, terreno en disputa. Para unos pedagogía, para otros, aquello que detestaban del cine. ¿Qué odiarían sus detractores? ¿Qué habrán visto detrás de sus películas y su figura? ¿Habrá molestado la seriedad y lucidez con que afrontaba filmar? ¿Su voluntad de estilo tan definida? Y a su vez ¿qué producía ese magnetismo de sus películas? ¿Habrá sido ese aire cool, críptico pero elegante el que hizo que se pusiera tan de moda? ¿Ese existencialismo casi demodé -que molesto nos resultaba ya en El desierto rojo (1965)? ¿O la sobriedad de los movimientos y gestos de sus personajes, siempre vestidos a la moda (Mastroianni en su apogeo, Vitti siempre divina), esa elegancia cuidada hasta el más ínfimo detalle en la que el cuerpo, nítido, a veces cansado, en sus silencios, nos hablaba?

Son muchas las escenas que cabría recordar, a las que cabría hacer justicia.

Hubo un primer momento de su cine quizás más atenido a los “descubrimientos neorrealistas”, pero fue con su famosa trilogía: La aventura (1960), La noche (1961), El eclipse (1962), donde quedó para siempre registrado su sello particular. Se ha escrito tanto sobre ellas que incluso dudo en qué pueda yo decir de nuevo.

Si se me permite una licencia, hablaré de mi experiencia: a la edad de 19 años ví por primera vez La noche en un cine club en la comuna de Providencia, mientras estudiaba mi primer año de cine. Creo que quedé tan impactado que no pude reponerme jamás de esa primera impresión. Personajes en silencio, pausas, luego dos o tres palabras, una crisis de pareja, cada uno por su lado, un momento de reencuentro, un diálogo final seco, distante.

El cine había dejado de ser para mí storytelling y había pasado ha ser un filtro con el cual ver al mundo. Lograba compartir con algunos pocos una especie de fanatismo devocional. Creo que fue mi etapa más cercana a la “cinefilia”. Cine Normandie, invierno, dos o tres amigos con quienes comentar. De la mano de Antonioni, Wenders, antes Bergman, después Bresson, Fassbinder. El A-B-C del cinéfilo de esos años (hoy, quizás ha cambiado un poco ese cánon, incluso, podríamos decir, la posibilidad de instalar tal cánon).

El final de La noche, en una madrugada, en un jardín, después de que la pareja pasa toda la noche compartiendo el espacio de una fiesta pero no sus compañías parece ser una de esas escenas que quedan registradas en la retina, difíciles de olvidar. ¿Antonioni había logrado hallar una “imagen justa” sobre la separación amorosa? ¿Qué nuevo tipo de amor era ese? (Deleuze escribe: “es el Eros el que está enfermo…”).

Ese final pareciera continuar al comienzo de El eclipse, donde una pareja que se ha pasado toda una noche discutiendo, vive sus últimos minutos juntos. Vitti, distante, camina, se recuesta, se acerca, se aleja dentro de cuatro paredes. Los objetos: un ventilador, una ventana. Vitti sale a caminar por la calle, él viene a buscarla en auto (siempre “él” y “ella”). La cámara pareciera posarse más sobre la necedad de dos cuerpos por estar juntos que sobre el “drama”. Pero es ella quien ha dicho la sentencia final: “No soy feliz”.

Idas y venidas; seguimos en una escena en la Bolsa de comercio italiana, gente, gritos, una “mezcla de casino, circo romano y oráculo”; el mercado de valores, el centro de medición del mundo. Vitti se pasea, busca a su madre, quien apuesta acciones. Y se pide un minuto de silencio por la muerte de uno de los accionistas. “Un minuto acá vale millones” le susurra el neo-rico (hoy, quizás, le diríamos “yuppie”), un joven apostador, apuesto, seductor, pero algo inmaduro. Comentario no gratuito, ni dejado por accidente. Él parece ejercer en ella algún tipo de atracción inicial (es justamente, el hecho de su potencial social, su novedad, lo que parece ser atractivo).

Después (¿o antes? no lo recuerdo con claridad), Vitti va a casa de una amiga, donde se encuentra una norteamericana que ha vivido en el congo; una italiana cosmopolita cuenta sus peripecias, el maravilloso exotismo de los animales, y el paisaje ; “en el Congo hay de todo”, y su único defecto son “los primitivos”, “que parecen aún colgar de los árboles”. En plena crítica a lo que podríamos llamar “la mirada colonizadora” (pensemos en las causas de un Fanon, pensemos en lo que se da a llamar hoy “tercer cine” o los “nuevos cines”), Antonioni mostraba con claridad su lugar al lado de los oprimidos y su descarnada crítica (¿analítica?) a la neo-burguesía italiana que operaba siempre “desde adentro” (¿cuántos pasos desde eso a lo que hoy llamamos con cierta facilidad y fluidez “de-construcción”?). Pues sí, El eclipse guardaba para sí una especie de síntesis (la famosa tríada del concepto) donde se aunaban todos los rasgos de sus dos primeras partes, pero donde no había ya duda que lo que se “proponía” no era un simple relato “naturalista” o descriptivo, si no una crítica a un modelo de vida, a sus ideologías (que no solamente a la ideología), una puesta en escena de sus mitos, sus vacíos, sus haceres. ¿Crítica a la razón instrumental? ¿Crítica a la vida cotidiana como había adelantado Lefebvre, continuado el situacionismo y llevado a la exasperación, el feminismo?

Es en la última secuencia donde el film se va haciendo opaco (y a la vez, abierto en sus significaciones). En una secuencia memorable, los personajes se diluyen, desaparecen, el drama queda inconcluso, pero la trama narrativa sigue: espacios ya vistos, una serie de detalles que han transitado en toda la película reiteradamente (un carro de caballo, una regadera que se prende y apaga, un coche de bebé, un joven cura, el agua corriendo); la ciudad, edificios; cuerpos de transeúntes (detenidos, casi posando), fragmentos de rostros, pieles. Literalmente: los cuerpos se inscriben en el espacio, la mirada “total”, ubicua y aséptica (pero a su vez en una rara conjunción de abstracción y concreción) era el punto álgido exacto de un cierto lugar que podríamos llamar hoy “cine moderno”. Modernidad que, hoy sabemos, no pudo ser conseguida sin “autonomía”, pero a su vez, sin “crítica al mundo”, “a lo real” (¿determinaciones sobre lo real?), etc.

En el punto máximo de la abstracción, es decir, de su autonomía (la posibilidad de decir algo con recursos propia y puramente cinematográficos, sin deudas con el drama y la novela), Antonioni llegaba al punto álgido de su crítica concreta, material al mundo moderno, en una operación donde no solo se trataba de mostrar los objetos, si no también de mostrar el mostrar: mirábamos una arquitectónica de la mirada, un principio de “visibilidad de mundo”. ¡Que afín sonaba todo esto en plena víspera de “la crisis del sujeto” y “la muerte del humanismo”! Sin duda que Deleuze, un filósofo especialmente preocupado por estos límites, supo captar en su libro Imagen-tiempo tal lugar asignado a su cine.

La crítica a la identidad pareciera haberse ido profundizando y explicitando cada vez más en su cine.

Si, por un lado, Antonioni había llevado al extremo los recursos del neorrealismo en cuanto al uso del plano secuencia, la fragmentación de las situaciones, la elipsis (la imagen “hecho”), mostrando en la inscripción del cuerpo toda una sintomatología (el cuerpo, entonces, como discurso), y con él, realizaba a la imagen en su deseo de concreción; por otro lado, la presencia fantasmática (como recuerda Sánchez en su artículo El cine o la voluntad de retorno), ya perceptible en el final de El eclipse (como un afuera determinante, que invadía la certeza de esa concreción, de ese mundo visible), parece ser un polo que lleva a su cine de lo real a lo virtual.

Como recuerda Sánchez, en Antonioni ese paso se da en dos polos: de lo actual a lo virtual, y a su misma vez, de lo virtual a lo actual. Blow Up (1966) parece ser la película que con mayor claridad se ve esto. El proceso se da en varias etapas: una pareja de amantes es fotografiada en un parque (de un real a un virtual), la fotografía revelada, ampliada, y vuelta ampliar (un proceso de virtualización y abstracción), hasta que, entre medio de los granos fotosensibles de la película, en la materialidad de la propia imagen, se ve lo que aparentemente es un cadáver (indicio de lo real), para comprobar en el mismo parque que no hay nada más que el parque (un real, pero ahora trastocado por una ausencia). De aquí en más, la película ha dejado de tener imágenes-hecho, la crítica a la naturaleza del registro, pero a su vez, al mundo cerrado, construido cinematográficamente, se ha abierto a la ambigüedad; al constante paso de lo actual a lo virtual y viceversa (Sánchez recuerda el final de la película con la pelota de ping pong imaginaria y el sonido del rebote). Es posible que Blow Up no haya hecho más que seguir la máxima Baziniana de “mantener la ambigüedad de lo real” y que, en su prolongación absoluta, haya tendido a disolver todo realismo, todo principio de realidad…

En El pasajero (1975) (con Jack Nicholson), acaso su última gran película, Antonioni llevó al punto máximo su crítica a la identidad (ahora sí, en la inscripción, la ley, la institución). Locke (Nicholson), el exitoso (y por ende, aburrido) reportero, en el marco de un viaje de investigación a África, decide suplantar a Robertson el traficante de armas, a quien súbitamente encuentra asesinado en su habitación. ¿Su motivación?. Los escuetos comentarios sicológicos de Antonioni se prestan a una multiplicidad de interpretaciones (para Sánchez se trata de “un deseo de pérdida de identidad, una salida de sí mismo” presente en la obra de completa de Antonioni). Lo que llama la atención es el énfasis en el registro institucional (el pasaporte) como el pase y deslizamiento del cuerpo. De un momento a otro tal decisión ilumina toda una obra, acaso nunca expuesta con tanta claridad. El polo virtual de la imagen (su deseo de potencia), no cabe duda, está cruzado por el extrañamiento, la presencia de la muerte. Marcada como límite en la representación, le exige a la máquina cinematográfica violar sus propias convenciones descriptivas y narrativas para “salirse de sí” y mirar, ahora “de otro modo”. En un plano-récord, sin corte, absolutamente hipnotizante, Antonioni reúne proeza técnica, hallazgo poético, y reivindicación estética [El plano final de la película, que renuncio describir en su totalidad, comienza con Locke en su habitación, y en un movimiento espiral y ex céntrico, va saliendo de la habitación, dejándonos escuchar en off los minutos finales de Locke, mientras observamos cada vez más cerca el espacio exterior a la habitación, hasta que volvemos a ver a Locke, ahora, en su condición de cadáver; puede verse aquí.]; forzando hasta la exasperación el plano secuencia, pero haciendo del plano un forzamiento no sólo estructural si no replegando la máquina cinematográfica sobre sí. La salida de la cámara hacia ese afuera posiblemente logre abrir un tercer grado de abstracción en la imagen, ahí donde Locke ya había realizado una virtualidad. Como en ” Blow Up, el juego entre lo actual y lo virtual parece un espejo donde un polo da a otro; en El pasajero el momento de la muerte requiere el trabajo de virtualización de la imagen, pero ese proceso es logrado mediante el recurso realista del plano secuencia. ¿En qué consistía este último espacio? ¿Quién mira? Antonioni parecía querer dejar abiertas estas preguntas. Tanto al respecto de El pasajero como con El eclipse, ambos filmes que dejaban interrogantes que, quizás, hoy podamos ver con algo más de claridad, estableciendo líneas de lectura transversales y abiertas teóricamente hablando. Un trabajo cinematográfico que acompaña en esa dificultad al texto (y de ahí que el texto sea trabajo incompleto, permanente, siempre en deuda). Por ahora decimos: “Adiós Antonioni”.

 

 
Como citar:
Pinto Veas, I. (2007). Adiós Antonioni , laFuga, 5. [Fecha de consulta: 2024-12-12] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/adios-antonioni/29