Introducción
En las últimas décadas, en sintonía con la implementación en diferentes grados y modalidades del neoliberalismo en América Latina, hemos visto un aumento notable de películas que, de la mano del cine ecológico y el cine indígena, exploran la violencia social y ambiental de las industrias extractivas, así como el rol de las comunidades en la defensa de territorios amenazados por la explotación a gran escala de recursos naturales. Por una parte, esto muestra la importancia que sigue teniendo la naturaleza en la economía global y el inmenso poder de los capitales transnacionales -y los aparatos represivos del Estado que defienden sus intereses- frente a las demandas de las comunidades locales. Por otra parte, pone de manifiesto la capacidad de organización política de estas comunidades y la emergencia de saberes alternativos que desafían la pulsión extractivista del capital y las narrativas de crisis del neoliberalismo.
A través de estos apuntes quiero explorar el rol del cine en el desarrollo y denuncia de las industrias extractivas desde la perspectiva de los procesos de colonización y descolonización asociados con la imagen en movimiento. Me interesa analizar las economías materiales y simbólicas que ligan la práctica cinematográfica tanto con la práctica extractiva como con las prácticas de resistencia socioambiental. Parto de la premisa de que el cine es una tecnología visual que ocupa recursos humanos y no humanos, genera residuos y modela nuestra relación con el mundo natural en el capitalismo avanzado. Dado que los medios son infraestructuras que hacen posible el mundo material y simbólico (Peters, 2015), el cine debe estudiarse en relación con aquellas prácticas extractivas que, como la minería de metales para la fabricación de aparatos electrónicos, nos permite producir imágenes y significados y transformar nuestra realidad. Esto tiene especial importancia en la época del capitalismo digital, el que aparentemente elimina la materialidad de los medios, pero utiliza al mismo tiempo materias primas cada vez más difíciles de extraer y sintetizar, así como nuevos y más complejos modos de producción y circulación que tienen efectos duraderos en las formas de vida humana y no humana en la Tierra. En esa dirección, en estos apuntes adopto grosso modo la perspectiva geológica de Jussi Parikka (2015), quien entiende los medios no sólo como compuestos simbólicos y tecnológicos, sino que también como parte de los fenómenos físicos y químicos que tienen lugar en el tiempo profundo de los procesos planetarios. Visto desde esta perspectiva, el cine permite examinar el rol de la imagen en movimiento en la disposición y transformación de los materiales orgánicos e inorgánicos que hacen posible la expansión global del capitalismo avanzando -y su latente colapso.
1.
El extractivismo es un sistema de conversión de recursos naturales en mercancías para los mercados mundiales. Digo conversión porque, aunque el extractivismo involucra diferentes formas de trabajo, no necesariamente significa producción. Como lo pone Eduardo Gudynas (2013), el extractivismo consiste en la exportación de “materias primas sin procesar, o con un procesamiento mínimo” (4). El origen histórico del extractivismo se vincula al colonialismo europeo del siglo 16 y el despojo de las poblaciones indígenas de sus medios de subsistencia para la extracción de recursos como oro, plata, madera, alimentos y especies, principalmente desde América Latina y África hacia Europa. El extractivismo, por tanto, está íntimamente ligado a lo que Marx llama acumulación primitiva, es decir, la apropiación violenta de la tierra y los bienes naturales para la producción del capital. Autores como Rosa Luxemburgo y David Harvey han mostrado que la acumulación primitiva, o “acumulación por despojo”, es una metamorfosis cíclica de los recursos naturales que hace posible la expansión y reproducción del capital. Por esto, el extractivismo cumple un rol clave en el desarrollo de la ecología-mundo, concepto introducido por Jason W. Moore (2015) para comprender la dialéctica entre capital y naturaleza en la modernidad. Según Moore, el capitalismo es menos un sistema económico que una estrategia de reorganización de las relaciones sociales de la naturaleza para la extracción de nuevos recursos humanos y extrahumanos que le permitan continuar su crecimiento a pesar de la cantidad limitada de recursos con los que dispone. El problema de esta lógica es que mientras el capital busca reproducirse infinitamente, la naturaleza es finita y, peor aún, se encuentra en rápido proceso de degradación.
Si bien el extractivismo se suele asociar con la extracción de materias primas como metales preciosos o combustibles fósiles, hoy incluye también el agronegocio, la industria pesquera, hidroeléctricas, transporte, logística, así como todo el entramado financiero y político que hace posible que las industrias extractivas puedan desarrollarse en determinados contextos sociales (Mezzadra y Nielson, 2017). Un ejemplo notable de esto es la financiarización de los recursos naturales a través de créditos de carbono que se comercializan en los mercados internacionales y que refuerzan lo que Fernando Coronil (2016) llamó la división internacional de la naturaleza. El hecho de que el hallazgo de nuevos enclaves extractivos esté determinado por nuevas tecnologías geoespaciales de mapeo hace que la implicación entre el capitalismo digital y el extractivismo sea también cada vez más importante. Así, compañías como Apple forman parte de las industrias extractivas en la medida que extraen valor no sólo de los minerales con los que fabrican aparatos electrónicos, sino que también de la minería de datos -lo que Jennifer Wenzel (2014) denomina el nuevo petróleo.
A causa de la conflictiva relación que tiene el extractivismo con la producción, uno de sus principales efectos negativos es la generación de población excedente para explotación laboral. Por un lado, el extractivismo está vinculado históricamente al trabajo forzado de poblaciones indígenas y africanas para la extracción y transportación de materias primas. Por esta razón, Achille Mbembe (2017) entiende la trata de esclavos como una cosificación de los seres humanos para extraer la máxima ganancia y descartarlos una vez que ya no son útiles. Por otro lado, el extractivismo suele involucrar múltiples formas de explotación como resultado de los procesos de expulsión, por ejemplo, cuando los desposeídos no logran incorporarse al sector productivo y se ven por tanto empujados a las economías informales -un fenómeno que se ve intensificado con las tecnologías contemporáneas. Ejemplos de esto son los sistemas de endeudamiento de las clases empobrecidas o las economías ilegales -trabajo sexual, mercado negro, tráfico de drogas- que nacen en suburbios o al alero de minas o pozos petroleros. Así, observamos que el extractivismo involucra una serie de actividades productivas que parecen quedar fuera de la extracción de materias primas, pero que en su conjunto contribuyen a la expansión del capital (Gago y Mezzadra, 2015).
Como vimos con Moore, el capital se expande a costa de la degradación de las condiciones socio-ecológicas en que viven las poblaciones humanas, especialmente aquellas históricamente marcadas por el colonialismo. Por esa razón, el extractivismo se cuenta entre las principales causas de la crisis ambiental que se arrastra desde la modernidad y que hoy se expresa de manera dramática en el Sur Global a causa de los efectos acelerados del cambio climático. Uno de los aportes más significativos de la ecología-mundo es situar el origen de la crisis ecológica global -que Moore (2016) designa como Capitaloceno para ofrecer una mirada alternativa y crítica de lo que de manera a veces universalizante y desracializada designa el Antropoceno- no en la Revolución Industrial, fenómeno fundamentalmente ligado a la historia de los países desarrollados, sino que en la conquista del Nuevo Mundo. Al mismo tiempo, dado que el extractivismo significa la apropiación de recursos que, como los combustibles fósiles, son el producto del “trabajo” del planeta, el extractivismo es también siempre una apropiación de procesos naturales que ocurren en el tiempo profundo de la escala geológica. Por esa razón, el extractivismo se debe entender no sólo como una estrategia violenta de apropiación de recursos, sino que también como una ideología de mercantilización de las condiciones que hacen posible la vida en la Tierra. De ahí que el extractivismo tenga directa relación con la extinción de mundos y de formas de vida y conocimiento, como es el caso de sociedades indígenas exterminadas por la deforestación producto de la agroindustria y la minería en el Amazonas.
2.
El cine, “el último invento del siglo 19” (Rancière), es producto de la revolución industrial tanto por el avance tecnológico que significa y las materias primas que utiliza como por la mirada colonizadora con que representa las periferias desde donde se extraen esas materias primas. Los minerales utilizados para la fabricación de celuloide, los químicos que hacen posible el proceso de revelado, así como las imágenes de lugares remotos captadas por el cinématographe en sus tempranas vueltas por el globo, son todos materiales extraídos desde las periferias del sistema mundo gracias al imperialismo del siglo XX . Un ejemplo de esto es el nitrato, un mineral que, mezclado con alcohol, ácido nítrico y otros componentes, produce una sustancia plástica conocida como nitrato de celulosa, la cual gracias a su flexibilidad y fotosensibilidad fue la base con que se fabricaron las primeras placas para fotografía y cine. El rollo de película de nitrato fue desarrollado por George Eastman, quien patentó su fabricación y la comercializó a nivel mundial a través de la firma Kodak antes de que fuera reemplazado por formas más seguras de película, como el celuloide de acetato y poliéster, debido a su alta combustibilidad. Sin embargo, la producción de nitrato de celulosa responde directamente a imperativos económicos que tienen poco que ver con la fotografía o el cine. 1Para esta sección me baso en las siguientes fuentes: The Dream That Kicks: The Prehistory and Early Years of Cinema in Britain, de Michael Chanan (1995), Nitrate Won’t Wait A History of Film Preservation in the United States, de Anthony Slide (2000) y The Cinematic Footprint: Lights, Camera, Natural Resources, de Nadia Bozak (2011).
El nitrato fue utilizado inicialmente durante la revolución industrial para la fabricación de explosivos y como fertilizante agrícola. De hecho, se convirtió en un producto de primera necesidad durante la industrialización de Inglaterra cuando se necesitó acelerar la producción agrícola para mantener a la creciente población de obreros que había emigrado desde el campo a la ciudad. El nitrato fue utilizado también para alivianar el deterioro del suelo debido a la presión ejercita por los agricultores, fenómeno que Marx analizó como uno de los desequilibrios ecológicos causados por el capitalismo. Este mineral era mayormente extraído de las minas de salitre situadas en el desierto de Atacama, el cual fue anexado al territorio chileno tras la Guerra del Pacífico de 1879, una guerra en la que Inglaterra intervino directamente a favor de Chile para monopolizar el acceso al salitre. Por otra parte, la demanda de salitre en Estados Unidos se incrementó significativamente tras la Guerra Civil de 1861 debido al declive de la producción de algodón en las plantaciones esclavistas del sur. Fue de esta manera que el nitrato circuló ampliamente en los circuitos químicos de la industrialización hasta llegar a los laboratorios fotográficos y cinematográficos.
El celuloide de nitrato, si bien altamente combustible y fácil de descomponer, fue dominante hasta al menos 1955, por lo que se estima que alrededor del 50 por ciento de los filmes anteriores a esa época, especialmente las películas mudas de los primeros años del cine, se han descompuesto o perdido en el fuego. Este tema ha sido el punto de partida de cintas como Lyrisch Nitraat (Peter Delpeut, 1991) y Dawson City: Frozen Time (Bill Morrison, 2016), las cuales son indagaciones poéticas acerca de la fragilidad de la película de nitrato y el rol que tiene el cine en la memoria del siglo 20. El caso de Dawson City es particularmente notable debido a que se centra en el hallazgo de cientos de rollos de películas en nitrato que permanecían enterrados en la región de Yukon en Canadá desde la época de la fiebre de oro de Klondike, lo que revela hasta qué punto la minería moderna y el cine -el cual cumplió un rol distractivo clave en la vida del obrero- forman parte de una misma lógica económica y cultural ligada al extractivismo. 2La relación entre el rol de la película de nitrato en la historia del cine durante la primera mitad del siglo 20 y los conflictos socioeconómicos alrededor de la extracción de salitre chileno sigue siendo un tema de investigación pendiente. Vale mencionar por ahora que este estudio debiera incluir aquellas cintas realizadas por directores chilenos vinculados al nuevo cine latinoamericano que revisaron la historia del salitre desde el punto de vista de los obreros y soldados que sufrieron con la Guerra del Pacífico y las infames masacres dirigidas por el Estado en protección de los intereses capitalistas: Caliche Sangriento (Helvio Soto, 1969), Escuela Santa María de Iquique (Claudio Sapiain, 1970), Actas de Marusia (Miguel Littin, 1972) y más recientemente Nostalgia de la luz (Patricio Guzmán, 2010)
Dawson City: Frozen Time (Bill Morrison, 2016).
3.
El cine es movimiento en un doble sentido: como imagen en la pantalla y como circulación de mercancías. En esa línea, el cine forma parte de las estrategias de compresión espacial que Marx identificó en el desarrollo del mercado mundial en el capitalismo. De ahí que la invención cinematográfica, en sí misma producto de microcosmos artificiales como el laboratorio y del estudio, sea inconcebible sin inventos como el tren, el automóvil y el avión, los símbolos de la modernidad fósil. A la vez, los medios de transporte son un tema preponderante en los primeros años del cine en parte porque la extracción y circulación de mercancías comienza poco a poco a ganar terreno sobre la producción, marcando el tránsito temprano hacia la postindustrialización. Black Diamond Express (1896) de Edison ilustra precisamente ese momento de transición del capital: el trabajo humano en primer plano, en este caso para facilitar la circulación de personas y mercancías, siendo brutalmente desplazado por el tren que proviene desde el fondo desconocido de la naturaleza. El cine emerge de ese modo como la mirada que el tren y las máquinas necesitaban para verse a sí mismas antes de transitar hacia la automatización -el cine es la cúspide, pero también el archivo de la modernidad industrial.
La industria del automóvil es un caso particularmente interesante para explorar este cambio en la relación entre cine y extractivismo, no sólo porque la cadena de montaje para la producción de automóviles emula el trabajo del cine, sino que también porque nos recuerda que no hay automóvil sin petróleo ni caucho, dos materias primas de origen vegetal originadas en tiempos geológicos diferentes, pero que se encuentran en el tiempo del capital y del cine. Un ejemplo de la relación estética e histórica entre cine y extracción, complicada por el muralismo y la cuestión del archivo, se puede ver en Detroit’s Rivera de Julio Ramos (2019). A partir de las filmaciones realizadas por Ford Company -que creó su propia unidad de producción cinematográfica en 1915 para celebrar la industria del automóvil- del proceso creativo de Diego Rivera durante la realización de un mural comisionado por el Instituto de Arte de Detroit para representar el proceso industrial de la ciudad, Julio Ramos (des)monta este archivo con imágenes de la pintura de Frida Kahlo, imágenes de las huelgas de trabajadores que coincidieron con la visita de Rivera y, por último, los oscuros archivos de Fordlândia, esa ciudad fabricada por Ford en el Amazonas para asegurar la extracción de caucho. Por medio de este ejercicio contra-archivístico, Julio Ramos muestra que la producción industrial depende de la extracción de recursos y que, a su vez, el extractivismo está íntimamente ligado a procesos de acumulación primitiva, incluyendo procesos de revalorización capitalista de tierras y bienes naturales en zonas ya apropiadas por el colonialismo. 3Ver el interesante artículo de Matías Di Benedetto (2019)
4.
Además de la industria de automóviles, tanto el mural de Rivera como la película de Julio Ramos resaltan la pujante industria farmacéutica de Detroit, recordándonos de la alianza que se forma entre capital y biopolítica para maximizar la productividad del cuerpo del trabajador -aun cuando, como ha demostrado Julio Ramos en sus investigaciones, el fármaco también pertenece a esa dimensión sucia, improductiva y adictiva del capital. Lo que me interesa recalcar con esto es la función del cine, en sí mismo un dispositivo de alteración sensorial, para distraer al trabajador durante el lapso de ocio que se ha ganado después de la jornada de trabajo y que le permite recuperarse para reproducir la tarea productiva al siguiente día.
En efecto, las primeras películas buscaban distraer a la clase trabajadora por medio de imágenes extraídas de la cultura popular. Se trataba de fragmentos o “novedades” de la vida moderna que atraían -de ahí el nombre de cinema of attractions- la mirada de los espectadores. La relación entre extracción y atracción, cabe agregar, se remonta a la adaptación de pasajes de obras literarias para las ferias de atracciones y el teatro popular o para antologías y resúmenes de textos populares. Esto nos muestra que una extracción siempre implica sacar algo para ponerlo en otro medio, es decir, una remediación. Esta posible acepción del concepto de extracción se puede ver operando igualmente en los primeros años del cine. Las imágenes que se mostraban en el teatro, dirigidas al entretenimiento popular, explotaban el cuerpo de los trabajadores con el consumo de las imágenes que ellos mismos fabricaban en su vida cotidiana (un obrero en la fábrica, una familia comiendo, trucos de magia, acrobacias). Se produce así una doble remediación del trabajador en la pantalla de la sala de cine, al que éste asiste como actor y como espectador. De esa manera, el cine sigue extrayendo valor del trabajador incluso cuando este no está produciendo. No por nada Adorno y Max Horkheimer (1988) definieron ir al cine como una prolongación del proceso de trabajo. De hecho, el cine temprano se ubica en el umbral entre los tiempos productivos e improductivos, como lo demuestra la película de los Lumière sobre los obreros saliendo de la fábrica. La plusvalía estético-económica del cine, en otras palabras, no se reduce sólo al montaje acumulativo de las imágenes, como pensaba Deleuze, sino que también a la extracción de valor de los cuerpos de los trabajadores.
Otro ejemplo de la relación entre extracción, atracción y distracción son las exposiciones universales, esos lugares de peregrinación capitalista, como decía Walter Benjamin, en las cuales el consumidor entraba para ser deslumbrado por el espectáculo de la mercancía. Estas exposiciones celebraban el imperialismo económico exponiendo los productos y materias primas del sistema mundo para deleite de las masas, quienes veían el planeta contraerse frente a sus ojos. La Exposición Panamericana de 1901 se destacó, además, por la presencia de cinematógrafos, los cuales a su vez captaron el desarrollo de la exposición para celebrar el fetichismo de la mercancía. Se sabe que James H. White y Edwin S. Porter de la Edison Company produjeron más de veinte películas sobre esta exposición, descubriendo con ello el poder de los entornos artificiales para la fábrica de sueños del cine (Jacobson, 2014). Sin embargo, la ilusión de que el mundo iba a converger inevitablemente en el espacio y tiempo del progreso representado en la pantalla del cine sólo iba a ser posible gracias a nuevos procesos de acumulación por despojo en las periferias neocoloniales.
5.
El cine no solo presenta el espectáculo del consumo: también es un medio de exploración de espacios desde donde obtener la energía necesaria para montar ese espectáculo. El cine, en otras palabras, es parte de la cultura neocolonial de exploración y excavación que encuentra en la periferia y en el subsuelo la energía para moverse hacia adelante. Un ejemplo clave es el uso del cine por parte de la industria petrolera. Tan temprano como en 1933, Shell creó una unidad de producción cinematográfica con la asesoría del pionero documentalista escocés John Grierson -cuyo clásico Drifters (1929) sondeaba ya una actividad extractiva como la pesca. En 1950 British Petroleum contrató cineastas de renombre como Louis Malle (Station 307, 1955) y Derek Williams (Foothold on Antarctica, 1956), para mostrar el proceso de exploración y explotación del petróleo. El documental Persian Story(Ralph Keene, 1952), producido por BP para celebrar la industria del petróleo en Irán, marca el inicio de la nueva relación extractiva entre Occidente y los pueblos de la Península Arábiga (Damluji 2012). Estas películas buscaban no sólo narrar la épica de la exploración petrolera, sino que también celebrar los beneficios y placeres de la petro-cultura e, incluso, advertir sobre la necesidad de una industria energética más limpia (por ejemplo, The Shadow of Progress, Derek Williams, 1970).
La ideología del consumo que profesa el cine de Hollywood, cuyo auge coincide con la expansión de la industria del petróleo, es parte de esa cultura de los combustibles fósiles. Tanto Hollywood como las compañías petroleras nos enseñan que no podemos vivir sin automóviles ni viajes en avión y que el mundo, “like cinema itself (…) could be reworked, remade, or, to use the language of oil, refined” (Jacobson 2020: 282). Esto se expresa principalmente en la obsesión de Hollywood por el cine de aventuras en lugares exóticos como el Amazonas, África o el Medio Oriente, en donde la narrativa de exploración funciona como mecanismo de racialización del sur global y proyección de una naturaleza prístina explotable. Como veremos a continuación, el uso del cine por parte de la industria petrolera ha sido ampliamente cuestionado en décadas recientes por documentales como A Crude Awakening (Basil Gelpke and Ray McCormack, 2006), Crude: The Real Price of Oil (Joe Berlinger, 2009) y H2OIL (Shannon Walsh, 2009), los cuales examinan, desde estéticas muy diferentes, la dependencia de la sociedad global contemporánea hacia el petróleo, así como los efectos de la explotación petrolera en comunidades indígenas.
6.
El uso del cine por parte de compañías extractivas nos permite ver hasta qué punto el medio cinematográfico reproduce lo que Macarena Gómez-Barris (2017) llama la “mirada extractiva”, aquella lógica visual que “facilita la reorganización de territorios, poblaciones, vida animal y vegetal en recursos naturales para la acumulación material e inmaterial” (5, mi traducción). Esta mirada ha sido clave para la constitución de América Latina en una “zona extractiva” de materias primas para los mercados mundiales, lo que ha puesto a la región históricamente en una relación de dependencia y subordinación con respecto al sistema del capital global. Durante el período de consolidación de los Estados independientes latinoamericanos a fines del siglo XIX , el extractivismo fue una importante estrategia modernizadora, de modo que el cine estuvo inicialmente vinculado a discursos que celebraban la naciente industria de los países exportadores de caucho o salitre, como es el caso de No país das Amazonas (Agesilau De Araujo and Silvino Santos, 1922) y El mineral El Teniente (Salvador Giambastiani, 1919). 4Ver el interesante estudio de Mónica Villarroel, “Poder y producción de riqueza en el documental silente en Chile y Brasil” (2015)
Al mismo tiempo, desde muy temprano el cine sirvió también para cuestionar el extractivismo desde una postura antimperialista. La película muda de origen colombiano Garras de oro (Alborada de justicia) (Alfonso Martínez Velasco, 1926), por ejemplo, denunció la influencia de Estados Unidos en el proceso de separación del Istmo de Panamá para la construcción del canal, el cual aceleró significativamente la circulación de mercancías a principios del siglo 20. 5Ver “Space, politics, and the crisis of hegemony in Latin American film” de Geoffrey Kantaris (2017). Influenciado por la teoría de la dependencia y los procesos de descolonización, el Nuevo Cine Latinoamericano de mediados de los cincuenta va a cuestionar brutalmente el discurso del desarrollo en la región -la que para entonces experimenta una severa crisis de acumulación y deterioro ambiental. Cintas como Tire Dié (Fernando Birri, 1956), Las callampas (Rafael Sánchez, Chile, 1958) y Chircales (Marta Rodríguez y Jorge Silva, 1972) buscaban mostrar la realidad de la pobreza tal como es, desmontando con ello las falsas imágenes de progreso con que las élites representaban a las sociedades latinoamericanas. Aunque La hora de los hornos (Fernando Solanas y Octavio Getino, 1968) sigue siendo el intento más significativo de subvertir por medio del cine el neocolonialismo económico y cultural en América Latina, será en los filmes más realistas de la primera etapa del nuevo cine latinoamericano donde encontraremos una representación detallada del extractivismo como modo de producción predominante de los países subdesarrollados. Estos filmes, alejados de la estética militante del Tercer Cine, fueron mayormente documentales de carácter etnográfico sobre las periferias suburbanas y rurales de América Latina y sus modos de producción. Entre estos documentales cabe destacar Araya (Margot Benacerraf, 1958), Carbón chileno (Pablo Petrowitsch, 1944), Salitre (Pablo Petrowitsch, 1946), Acero (Patricio Kaulen, 1950) y Petróleo chileno (Armando Parot y Fernando Balmaceda, 1955).
En esta línea, el caso de Araya es sumamente ilustrativo para entender cómo funciona el proceso extractivo -de ahí la importancia que le da Salomé Aguilera Skvirsky (2020) en su libro sobre el cine-proceso en América Latina- en tanto modelo semicolonial de producción. Enfocándose en la península de Araya, en la costa norte de Venezuela, el documental nos presenta una zona marcada por las ruinas de las colonizaciones española y holandesa con el propósito de explotar sus yacimientos de sal. Los restos de los fuertes militares que rodean a las minas nos revelan la relación entre imperialismo, guerra y extractivismo. También observamos que el trabajo en las minas está reducido a la recolección de la materia prima sin valor agregado para su intercambio en los mercados externos, lo que resulta en relaciones laborales precapitalistas y una baja tasa de ganancia para la comunidad local, quienes deben sobrevivir mediante tácticas de carácter ancestral en un paisaje árido y un clima adverso. Hacia el final, el documental nos muestra la llegada de maquinaria a las minas de sal, cuya infraestructura industrial viene a reemplazar la arquitectura militar de la colonia, abriendo de esa manera la interrogante de si la industrialización finalmente terminará con el subdesarrollo en Araya. De esta manera, el documental nos muestra la coexistencia entre historias coloniales y post coloniales en una zona ligada al extractivismo, recoRdándonos que este es siempre acumulación de diferentes procesos de extracción y que la precariedad que experimentan las comunidades sujetas al desarrollo desigual del sistema global es una precondición para su despliegue.
Araya (Margot Benacerraf, 1958)
7.
El aterrizaje forzoso del neoliberalismo en los años setenta y ochenta en América Latina vino a apaciguar el tono revolucionario con que el nuevo cine latinoamericano había querido representar el arribo de los trabajadores a los espacios de poder. Como bien sabemos, el período neoliberal se suele asociar con el capitalismo financiero, la privatización de los servicios y la desregulación de la economía, pero sus condiciones de posibilidad fueron los diversos procesos de violencia política y étnica con que los Estados respondieron a las demandas de redistribución realizadas por campesinos, indígenas y obreros, así como los nuevos procesos de acumulación primitiva de tierras y recursos facilitados por esa violencia, especialmente en zonas indígenas, fronterizas y ricas en biodiversidad. Partiendo de esta base, Maristella Svampa (2013) explica el giro extractivista de la economía en el período neoliberal como el resultado de una serie de reajustes estructurales en los sectores económicos y políticos que se realizaron para reestablecer el papel de América Latina como proveedor de materias primas para satisfacer la demanda de las voraces economías asiáticas. Así, además de la reestructuración del sistema financiero a través de la especulación y la deuda, las reformas neoliberales de finales del siglo XX allanaron el camino para un renovado proceso de extracción intensificada de recursos que va desde la hidroelectricidad hasta la agricultura a escala industrial. Cabe decir que el extractivismo ha sido estratégico también para la renovación de políticas autoritarias y populistas, incluyendo los recientes gobiernos progresistas de la Marea rosa en América Latina. Gudynas (2009) ha denominado a este proceso “neo-extractivismo progresista”, el cual se distingue en que “el Estado juega un papel más activo, y logra una mayor legitimación (social) por medio de la redistribución de algunos de los excedentes generados por ese extractivismo” (188).
La anatomía financiera extractivista del neoliberalismo ha sido examinada detalladamente por Fernando “Pino” Solanas en una serie de documentales que comienza con La memoria del saqueo (2004) hasta llegar a Viaje a los pueblos fumigados (2018). Este proyecto, inspirado por el discurso militante del nuevo cine latinoamericano, rastrea la crisis estructural que vive Argentina desde el fin de la dictadura a causa de la privatización de los servicios públicos y las brutales reformas económicas promovidas por organismos internacionales para beneficio de la inversión extranjera, cuyas consecuencias más inmediatas fueron un período de bonanza y crisis marcado por la corrupción y la deuda pública. Los documentales Tierra sublevada: Oro impuro (2009) y La guerra del fracking (2013) se enfocan en las devastadoras consecuencias de la privatización de la megaminería e industria energética en la economía nacional y las comunidades rurales, mientras que Viaje a los pueblos fumigados es particularmente útil para entender el giro extractivo de la agricultura en Argentina, conocida hoy como la república de la soja debido a las millones de toneladas de semillas de esta legumbre que exporta anualmente a los mercados mundiales. La masificación de este monocultivo ha generado una industrialización sin precedentes del campo argentino en detrimento del trabajo agrícola y las comunidades locales, que ven desaparecer progresivamente la diversidad agrícola y son forzadas a emigrar hacia la ciudad para no quedar expuestas a las fumigaciones y la escasez.
El giro extractivo de la agricultura, que se origina con la revolución verde y se consolida con la entrada de capitales transnacionales y monocultivos transgénicos en el neoliberalismo, ha sido un tema recurrente entre documentalistas que buscan denunciar la “violenta lenta” de las industrias extractivas, especialmente desde la perspectiva de comunidades indígenas y rurales expuestas a los residuos tóxicos. La “violencia lenta” (slow violence) es un término utilizado por Rob Nixon (2011) para referirse a ese tipo de violencia que “ocurre gradualmente y fuera de vista, una violencia de destrucción retardada que se dispersa a través del tiempo y el espacio, una violencia desgastante que ni siquiera es vista típicamente como violencia” (2). Un ejemplo temprano de esto es Amor, mujeres, flores de los cineastas Marta Rodríguez y Jorge Díaz (1987), el cual se centra en las precarias condiciones de trabajo de las mujeres recolectoras de flores para exportación en Colombia, quienes se ven “marchitas” por efecto de los plaguicidas utilizados en la producción de esas flores que celebran la belleza y el amor en otros puntos del globo. Este documental sondea, además, el comercio y circulación de las flores en Europa con el propósito la otra cara de la violencia agroindustrial, tropo que se ha vuelto constante de los documentales anti extractivistas.
La relación entre violencia lenta y acumulación primitiva es uno de los temas principales de los ensayos cinematográficos Nostalgia de la luz (2010) y El botón de nácar (2015) de Patricio Guzmán. Aunque estas películas no se refieren a la megaminería en el norte de Chile o los conflictos socioambientales en la Patagonia, sí se enfocan en las tramas coloniales y neocoloniales que han hecho posible la transformación de los territorios indígenas en zonas extractivas tras los diferentes procesos civilizatorios de la colonia, el Estado y las corporaciones. Para esto, Patricio Guzmán emplea un método arqueológico que consiste en desenterrar las huellas de violencia colonial y política que yacen en los diferentes estratos de la memoria inscrita en el territorio, desmontando la categoría de paisaje bajo el signo de horror que simbolizan los huesos de indígenas, obreros y prisioneros políticos. Esto nos recuerda la íntima relación entre cine, archivo y extractivismo, no sólo porque el cine es un portador de la memoria industrial, sino porque en sí mismo es un registro mineral del pasado.
8.
Las tramas coloniales del neoliberalismo observadas por Guzmán son asimismo el punto de partida de una serie de documentales realizados en los últimos veinte años acerca de la lucha entre comunidades indígenas y aquellas industrias extractivas de carácter neocolonial conocidas por su poder de destrucción de ecosistemas tanto culturales como naturales, particularmente la minería, la industria forestal, la explotación de petróleo y la hidroelectricidad. Como muestra el documental Plantar pobreza (Periódico Resumen, 2014), por ejemplo, existe una continuidad en la política colonial extractiva de los bosques del sur de Chile tanto en la dictadura como en los gobiernos de la Concertación mediante leyes que incentivan la explotación forestal en el territorio ancestral mapuche, cuyas comunidades han vivido históricamente amenazadas por la colonia, el Estado y actualmente las empresas forestales. Pero mientras Plantar pobreza sigue de manera rígida las convenciones del documental de denuncia, Mencer: Ñi Pewma (2011) de Francisco Huichaqueo explora, desde el vídeo arte y el activismo, las ecologías de violencia y extinción promovidas por el monocultivo de pinos y eucaliptos en el Wallmapu, cuyos bosques de araucaria están en vías de desaparición. Según Macarena Gómez-Barris, al centrar las narrativas de sus vídeos en los árboles, los filmes experimentales de Huichaqueo descentran la figura humana y desafían con ello tanto el discurso desarrollista como la mirada colonial que criminaliza los sujetos indígenas y sus territorios. Gómez-Barris observa el mismo fenómeno en Land of Friends. Descolonizando La Jagua de Carolina Caycedo (2014), un híbrido entre vídeo, arte y activismo que presenta el impacto de una represa para generación de hidroelectricidad en el río Magdalena en Colombia desde un punto de vista acuático, inmerso en la contracorriente del río, desplazando así la visión centrada en el progreso que no considera las formas de vida interespecie situadas en esas zonas de extracción. Esto nos ofrece una idea, no del todo explorada en el cine documental ecológico, acerca del rol que tienen las formaciones naturales en la organización social y política de las comunidades indígenas. En otro nivel, cabe señalar que Caycedo, igual que Patricio Guzmán en sus documentales recientes, también utiliza las tecnologías satelitales y los sistemas de información geográfica para expresar la escala del impacto y recursos involucrados en los megaproyectos de desarrollo.
Land of Friends. Descolonizando La Jagua (Carolina Caycedo, 2014)
A pesar de sus enormes diferencias, los casos de Crude: The Real Price of Oil (Joe Berlinger, 2009) y Yasuní. El buen vivir (Arturo Hortas, 2012), nos permiten contrarrestar la mirada extractiva que veíamos anteriormente con el cine prospectivo producido por compañías petroleras para justificar sus actividades extractivas. El primero es un caso ilustrativo de cierto tipo de documental ecológico que centra su narrativa en la búsqueda de justicia reparatoria por parte de indígenas de la Amazonia ecuatoriana cuyos cuerpos han sido expuestos a la violenta lenta de los residuos industriales y que, ayudados por ambientalistas blancos y celebridades, se enfrentan a una poderosa compañía como Texaco/Chevron. En el segundo caso, la mirada acusatoria se mueve justamente hacia el Estado ecuatoriano como promotor de la explotación petrolera en la Reserva de la Biósfera Yasuní, un área de alta biodiversidad protegida por el tratado de Yasuní ITT. Este documental se centra en ambientalistas, así como en comunidades indígenas sumamente vulnerables a los efectos negativos del extractivismo, poniendo en cuestión la práctica del concepto de Buen Vivir introducido en la nueva Constitución ecuatoriana de 2008 para dotar de derechos a los bienes naturales.
El Buen Vivir, derivado de la filosofía quechua sumak kawsay, se propone como un modelo alternativo de desarrollo basado en la construcción eco-política de una vida próspera en equilibrio con las entidades humanas y no humanas (plantas, animales y seres espirituales) de nuestro entorno (Gudynas 2011). Esta filosofía, anclada en cosmovisiones indígenas en interrelación con movimientos sociales, ambientalistas y ecofeministas, se ha transformado en un importante referente conceptual para un creciente número de documentales que toman elementos del nuevo cine latinoamericano, el cine social y comunitario, el cine indígena y el cine ecológico, para denunciar los procesos de despojo territorial, así como la crisis ambiental derivada de las industrias extractivas (ver los interesantes trabajos de Marcone, 2015 y 2017). Esto confirma la importancia de la cultura visual en la lucha histórica de los Pueblos de Abiayala en busca de autodeterminación política y territorial.
Un ejemplo de lo anterior es La hija de la laguna, documental de 2015 realizado por Ernesto Cabellos, 6Choropampa. El precio del oro (Stephanie Boyd y Ernesto Cabellos, 2002) y Tambogrande: Mangos, muerte y minería (Ernesto Cabellos y Stephanie Boyd, 2006) quien ha desarrollado una importante trayectoria visual denunciando las industrias extractivas en Perú. Este documental se enfoca en la lucha de Nélida Ayay Chilón en contra de la corporación minera de capitales nacionales y extranjeros Yanacoga y su proyecto de explotación de un yacimiento de oro en la laguna de Conga en Cajamarca. El documental, una ventana a la nueva fiebre del oro en los Andes peruanos, explora el rol que cumplen formaciones naturales como la laguna y las montañas en la vida diaria de comunidades indígenas cercanas a proyectos mineros. Como ha notado Carolyn Fornoff (2017), al privilegiar el lugar excepcional de las víctimas, el documental de Cabellos oculta el lugar de aquellos trabajadores que quedan atrapados en la dialéctica entre capital y la lucha por sobrevivir. Quizá para remediar esa ausencia, la película inserta la historia de Bibi van der Velden, una joyera holandesa que, tras conocer las pésimas condiciones de trabajo de los mineros en la selva peruana, confiesa compungidamente que el comercio del oro está manchado de sangre, desde donde se infiere una llamada por un extractivismo más justo y sustentable. La pregunta que se hace Fornoff es si la evidencia que presenta el documental para unirse a esta llamada es suficiente para producir un cambio en la conducta de los espectadores. Dado que el comercio del oro depende de la extracción de este metal y ésta de procesos de acumulación por desposesión, tanto la posibilidad de optar por un intercambio justo como la oportunidad de reflexionar sobre la crisis ecológica parece ser un privilegio al que no tienen acceso los indígenas y mineros atrapados en su lucha por sobrevivir.
9. La pregunta por el rol de la evidencia en el documental ecológico lleva a la interrogante por la visibilidad del extractivismo en el capitalismo contemporáneo. En La cordillera de los sueños de Patricio Guzmán (2019) hay un pasaje que llama la atención en este sentido: se trata de una imagen aérea del insondable paisaje de la Cordillera de los Andes -que Guzmán utiliza recu rentemente en el documental como metáfora para hablar de la inaccesibilidad de los archivos de horror de la dictadura- en el que vemos inusitadamente un enclave minero. Guzmán se pregunta aquí por la visibilidad de los sitios de extracción, los cuales no aparecen en los mapas y están retirados del escrutinio público, como si fueran lugares sagrados de metamorfosis de la naturaleza en mercancía. Estas mismas preguntas están planteadas en In Plain Sight (Diller Scofidio + Renfro, Laura Kurgan y Robert Gerard Pietrusko, 2018), un documental geoespacial que compara datos lumínicos del proyecto Gridded Population of the World con los de la NASA para distinguir enclaves extractivos altamente iluminados, pero que no tienen mucha población, como plantas de energía y minas, de aquellos asentamientos humanos que viven desconectados de la red eléctrica, tales como campos de refugiados y zonas rurales. El documental muestra, por un lado, que la extracción es hoy una operación de capital altamente tecnificada que utiliza grandes cantidades de electricidad e infraestructura, pero necesita poca mano de obra para funcionar. Más aún, que los seres humanos, especialmente los ubicados cerca de proyectos extractivos, han sido desplazados sistemáticamente a los márgenes del capital y la oscuridad. Por otra parte, la dialéctica entre luz y oscuridad simboliza nuestro propio desconocimiento de las operaciones extractivas, las cuales tienden a quedar fuera de vista -pero ¿fuera de la vista de quién?- a causa de los lugares remotos y de acceso restringido en que se sitúan y la magnitud de sus infraestructuras.
El problema de la aparente invisibilidad de las industrias extractivas nos sitúa frente a una serie de contradicciones propias del capitalismo digital, el cual se caracteriza por un colosal despliegue de infraestructuras y tecnologías de visión para controlar territorios y mapear sus recursos con fines extractivos. En efecto, el capitalismo digital utiliza satélites, drones y sistemas de información geográfica para imponer una nueva mirada extractiva que trasciende lo nacional y lo global para volverse planetaria. Por otra parte, la creciente automatización de las operaciones extractivas producto de las tecnologías digitales apunta a la autonomía de capital, el cual parece haberse independizado técnica y energéticamente de los seres humanos y estos nos hubiésemos vuelto redundantes para la producción de valor. La invisibilidad de las actividades extractivas, en ese sentido, es una estrategia ideológica del capital para sustraerse del campo visual y político de lo humano.
En la misma dirección, la supuesta domesticación del cine en la era digital, que ha concentrado el proceso de producción y distribución en nuestra computadora portátil, instala una ventana infinita de expansión hacia nuevas fronteras y espacios virtuales. Frente a la pantalla, nos situamos entonces como espectadores pasivos, produciendo valor mientras creemos estar ociosos (Bozak, 2011). Sin embargo, la demanda global de minerales raros para la fabricación de dispositivos electrónicos sobre los cuales se yergue el capitalismo digital -computadores, tabletas, teléfonos celulares-, algunos de los cuales, como el coltán para la fabricación de IPhones, están generando conflictos armados por el control de las zonas de extracción en África, nos recuerda que el capital sigue portando la huella indeleble del trabajo humano y el trabajo de la naturaleza. Así, a pesar de ver más y más, hasta el punto de ver la superficie de otros planetas en busca de nuevos recursos, no somos capaces de ver lo importante a nuestro alrededor, a saber, los niveles de explotación a los que estamos sometidos y el resultado enormemente destructivo del complejo estatal-corporativo-militar del extractivismo en la era digital.
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Con esta idea nos vemos enfrentados a una trágica ironía: los proyectos visuales que pretenden denunciar la escala y la violencia de la extracción a menudo colapsan en las pantallas de dispositivos electrónicos producidos con materiales extraídos de sitios mineros. Nuestra capacidad de ver la extracción, y la crisis ecológica asociada a esta, depende asimismo de la extracción. De esta manera, las fantasías de transparencia y visibilidad que ofrecen documentales como La hija de la laguna acerca de las cadenas de extracción de materias primas y comercialización de mercancías, y que promueven un consumismo ético, encarnan en realidad un nuevo tipo de opacidad del sistema capitalista (Toscano y Kinkle, 2015). Ejemplo de lo anterior son aquellos documentales que, como Manufactured Landscapes (Jennifer Baichwal, 2007), dan cuenta de los residuos provocados por el capitalismo digital. Este tipo de documentales desmontan la idea de que la tecnología digital es una industria sustentable al mostrar los vastos recursos humanos y no humanos utilizados para la circulación de información, así como la basura generada por la obsolescencia digital. Las fotos de Edward Burtynsky, que son el tema del documental de Baichwal, son particularmente notables porque nos muestran, por un lado, los rellenos donde van a llegar los restos de computadores y celulares como si fueran verdaderas minas de basura electrónica y, por otro, nos permiten ver a los trabajadores que realizan el proceso de reciclaje de estos residuos para que sean nuevamente transformados y comercializados. En efecto, allí donde la tecnología pareciera haber colonizado toda forma de espacio y de mirada, surgen cuerpos que, a pesar de estar expuestos al peligro de los químicos tóxicos y la inseguridad laboral, hacen posible la reproducción del capitalismo digital. Aun así, el proyecto de fotógrafos como Berstinky o David Maisel (ver, por ejemplo, Black Maps) resulta en una estetización y mercantilización del “sublime tecnológico” del extractivismo y sus efectos negativos en el paisaje y en las vidas y cuerpos de los trabajadores.
Una reelaboración notable del problema de la estetización y mercantilización en el arte ecológico se puede ver en el documental Waste Land (Lucy Walker, 2010), el cual registra un proyecto colaborativo entre el artista brasileño Vik Muniz y los catadores del basural Jardim Gramacho en las afueras de Rio de Janeiro. Las fotos tomadas por Muniz de los recolectores de basura en sus lugares de trabajo son reconstruidas por los mismos catadores a partir de materiales reciclados, proceso que Muniz registra nuevamente con su cámara fotográfica. Los retratos finales, subastados por altas sumas de dinero en el elitista circuito del arte londinense, simbolizan una remediación tanto de los cuerpos de los recolectores como de la basura misma, los cuales pasan de ser residuos derivados de las zonas sucias de la acumulación a mercancías frescas para ser intercambiadas en el mercado. De esta manera, la película documenta el proceso mismo de reconversión capitalista de las artes que surgen de las zonas extractivas para denunciarlas.
11.
Frente a la circularidad del proceso extractivo del capital, así como su oscuridad y automatismo, ¿cómo visualizar, a través del cine, los lugares y formas de vida, humanas y no humanas, que escapan a esta lógica? Para responder a esta pregunta y cerrar estos apuntes, pienso en las cintas Viajo porque preciso, volto porque te amo (Karim Aïnouz y Marcelo Gomes, 2009) y Surire (Osnovikof & Perut, 2015). La primera, un diario visual del viaje que realiza el geólogo José Renato al sertão —la árida y aislada región del nordeste brasileño— para reconocer la vasta zona de irrigación de un proyecto hidroeléctrico, nos enseña la tensión que existe entre una mirada extractivista, que observa la geología del terreno como una oportunidad de valorización capitalista, y la mirada desesperanzada de quien presencia la devastación del entorno y las vidas de quienes lo habitan. La película empieza como un travelogue narrado desde el punto de vista del geólogo, quien reflexiona a través de su melancólica voz en off —nunca vemos su cuerpo detrás de la cámara— sobre lo que encuentra azarosamente en la solitaria ruta BR-432, mientras se lamenta por el final de su matrimonio con Joanna, una botánica. De esta manera, la película presenta una tensión dialéctica entre una mirada científica y otra melancólica sobre el paisaje, que a la vez se expresa a nivel de la forma de la película en una mezcla caótica de ficción y documental en diferentes formatos (video digital, película de 8 y 16 mm, foto fijas, entrevistas y material fílmico hallado). Como resultado, la película se desarrolla menos como un viaje de reconocimiento geológico que como un collage de reflexiones íntimas y dispares enmarcadas en vistas nostálgicas del sertão.
La primera parte del filme se concentra en la geología y geografía del terreno, que se originó en el período Cámbrico y cuyas estructuras tectónicas presentan fallas producidas en la génesis de la Tierra. La segunda parte se centra en los encuentros personales de José Renato durante su viaje, en particular los habitantes de las pocas casas rurales, gasolineras y pequeños pueblos de la ruta BR-432. Entre estas dos partes, la película describe con amargura a algunas de las personas que se verán obligadas a abandonar sus tierras para dar paso a la construcción del canal que unirá la región del Xexeu con el Rio das Almas. De esta manera, la película plantea una oposición entre la mirada de un agente científico que representa el poder del capital y el Estado y ve los rasgos de los paisajes como abstracciones vacías que se pueden moldear a voluntad, y la mirada personal de alguien que ha perdido su matrimonio y realiza este viaje topográfico menos por mandato de la ley que por el deseo de huir y encontrar la capacidad de amar de nuevo, incluso en la estela de la extinción y el desplazamiento. De hecho, la película enfatiza la dimensión erótica desde el principio del viaje, destacando las parejas románticas que José Renato encuentra en el camino con el acompañamiento de baladas de amor y desesperación que suenan en la radio del automóvil. Más aún, el relato de Zé aparece marcado por una fuerte presencia de la masculinidad y el deseo heterosexual, lo que se manifiesta en la sexualización del paisaje (grietas en el suelo que parecen vaginas, por ejemplo) y en el registro de encuentros con trabajadoras sexuales. Entre estos encuentros, sobresale el de Patricia Simone da Silva, con quien José Renato comparte ideas sobre amor y soledad en la entrevista más larga que contiene la película en su aspecto documental.
El resultado de la tensión dialéctica que presenta la película entre la visión científica atribuida al Estado y la visión subjetiva del individuo melancólico es una presentación del paisaje del sertão no como una metáfora de aislamiento y abandono, como se ha visto tradicionalmente en los discursos brasileños de la modernización, sino como uno de supervivencia y aceptación de la vida a pesar de los cambios catastróficos que experimentamos tanto en nuestras vidas personales como en el medio ambiente. En ese sentido, la pérdida del amor y los lazos afectivos entre seres humanos expresa la pérdida de naturaleza y comunidad que se está produciendo a gran escala en la región. Así, la película examina cómo en el contexto de grandes cambios antropogénicos en el medio ambiente, los problemas subjetivos adquieren una dimensión geológica, conectando el tiempo personal con el tiempo profundo. El matrimonio fallido entre un geólogo y una botánica puede ser así una metáfora de la ruptura entre geos y bios generada por el capitalismo extractivo. El viaje se convierte, en conclusión, menos en un estudio geológico que en un ensayo sobre las formas de vida al borde de la ecocatástrofe. Al mismo tiempo, el final de la película podría estar presentando una solución más bien pesimista al enigma planteado por la pérdida de paisajes y comunidades como resultado de la intervención humana. Mirando el tranquilo Río das Almas, José Renato se imagina a sí mismo en Acapulco, saltando desde los acantilados para zambullirse en las profundidades del mar. Si bien esto puede leerse como una metáfora para volver a sumergirse en la vida y el deseo, uno no puede evitar pensar que también podría estar sugiriendo lo contrario y que, como escribió Jorge Manrique a fines del siglo 15, “nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar,/ que es el morir”.
Surire, por su parte, es un documental observacional que nos enseña paralelamente las operaciones extractivas en una mina de bórax en el salar de Surire y la vida cotidiana de tres familias aimara que viven cerca del salar en combinación con impresionantes imágenes del desierto de Atacama y de la rica fauna del lugar. Aunque los directores hayan insistido en diferentes entrevistas que no se trata de un documental de denuncia, no cabe duda de que Surire nos muestra la vida de una comunidad atrapada en una “zona extractiva” del capital, en donde la explotación de los recursos viene acompaña de violencia racial y ambiental. Más aún, el documental nos muestra la manera en que el capital, por medio de nuevas tecnologías, se ha ido apropiando de fronteras naturales que estaban protegidas o no mercantilizadas del todo, lo que nos habla de cómo se han ido intensificando la crisis entre capitalismo y comunidades indígenas en un momento de la historia en que ya casi no quedan reservas de naturaleza que explotar. Esta crisis se puede ver sobre todo en la representación del paisaje en el documental; a pesar de ser un paisaje sublime, captado con teleobjetivo, este siempre aparece intervenido y amenazado por las tecnologías de extracción. En este sentido, el documental registra la crisis del paisaje como forma nostálgica de ver las reservas de naturaleza, transitando en cambio hacia lo que Jens Andermann (2018) denomina inmundo, es decir, esas “zonas de exclusión/extracción donde ya tiene, incesantemente y de mil maneras, el evento del fin del mundo” (5). Así, a pesar de que los camiones y retroexcavadoras parecen coexistir en principio con la gente y los animales del lugar, al enfocarse en los gestos finales de una comunidad aimara destinada a desaparecer, el documental proyecta la imposible reconciliación entre extractivismo y comunidades humanas y no humanas. Al mismo tiempo, advierte Jens Andermann, es en el inmundo, del otro lado del paisaje del capital y sus estelas de destrucción, que nos encontramos como sobrevivientes, impulsados a la necesidad de trabar nuevas alianzas interespecie para resistir. Un ejemplo particularmente llamativo de estas alianzas que nos ofrece el documenal Surire, quizá no entre especies, pero sí entre seres humanos y objetos, es la vieja bicicleta que un par de abuelos aimara insiste en dar en parte de pago a un joven vecino que les cuidará las llamas mientras pasan la Navidad en Arica. La imagen del joven atravesando el desierto sin rumbo en la bicicleta reciclada, a pesar de que no sabe conducirla, nos hace ver que nuestra tarea, junto con representar el extractivismo y desentrañar sus operaciones, lo cual por mucho que ayude a entender el capital no necesariamente ayuda a destruirlo, es recuperar el valor de uso de las cosas sin valor. Quizá esto reafirme la lección estética que nos ha dejado históricamente el cine: interrumpir momentáneamente el circuito del capital mientras esperamos e imaginamos la próxima revolución.
Surire (Bettina Perut e Iván Osnovikoff, 2015).
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