Con mucho entusiasmo hemos recepcionado la publicación del texto de María Paz Peirano, Catalina Gobantes, Luis Horta y Alonso Machuca sobre la productora Chile Films y el cine de los años cuarenta en Chile, de Editorial Cuarto Propio. En términos generales, el texto se beneficia de un análisis exhaustivo e integral: se abordan las tradiciones culturales y discursivas que posibilitaron el nacimiento de la empresa; su desempeño económico; las trayectorias autorales que confluyeron en ella; y las temáticas y valores de sus películas. Es una suerte de estudio de Chile Films en 360°. Pero, más allá, de esa institución en particular, se trata de un trabajo que versa sobre el cine chileno en los años cuarenta y sobre la formulación de proyectos de cultura nacional. La oportunidad de este trabajo es notable: a partir de su publicación podemos decir que la investigación en cine chileno ha cubierto, años más años menos, con mayor o menor profundidad, prácticamente todos los períodos o ciclos de producción cinematográfica chilena del siglo XX.
Uno de los principales aciertos del texto es darle carne, complejidad y conflicto a una época que ha sido injustamente castigada por la bibliografía nacional y por el prejuicio vanguardistoide. Muchos tienden a ver a las décadas de 1930 y 1940 como planicies culturales, como resacas post-experimentación del cine silente, como cinematografías capturadas por una burda voluntad de imitación hollywoodense. Todos en algún momento hemos repetido los epítetos proferidos por Carlos Ossa Coo en 1971 (en su Historia del Cine Chileno) cuando se refirió a estas cinematografías, tildándolas de “endémicamente débiles”, “bodrios”, “fiascos”, “mediocres”, “ridículas” y una larga lista de desprecios inoperantes. En esa matriz de vanguardia, la luz habría aparecido solo en los años cincuenta con la famosa teoría de autor, que para varios constituye una suerte de nacimiento de Cristo. En 1997, por ejemplo, Jacqueline Mouesca escribió que en los años treinta “el cine no es todavía un espectáculo de masas lo suficientemente extendido” y que las visiones críticas entre los cinéfilos chilenos habrían comenzado recién en los cincuenta, por un “atraso que tiene que ver con un problema general del desarrollo social y cultural” de Chile (El cine en Chile. Crónica en tres tiempos, p. 72 y p. 152). Gracias, entre otros, a los textos de Valeria de los Ríos, Espectros de luz: Tecnologías visuales en la literatura latinoamericana (2011) y al de Wolfgang Bongers, María José Torrealba y Ximena Vergara, Archvos i letrados (2011), afortunadamente podemos hoy desmentir a Mouesca y afirmar que la cinefilia sofisticada y crítica no es exclusiva de la segunda mitad del siglo XX. Y, sostengo, gracias al texto que aquí reseñamos, también podemos rebatir con toda confianza a Ossa Coo, y afirmar que el cine de los años cuarenta no es de ninguna manera un cine que dé la espalda a la realidad social chilena.
Sin duda la teoría de autor y sus manifestaciones sesenteras y setenteras deben ser aplaudidas por su faceta transformadora. Pero también deben ser denunciadas cuando promueven esa categoría llamada cine-arte, es decir cuando se alían peligrosamente a la alta cultura y a su centenaria cruzada contra las culturas plebeyas (sean culturas campesinas, indígenas, populares, etc.). Lo que pasó con el cine de los años cuarenta es un perfecto ejemplo de la prepotencia de esa dimensión negativa. El paradigma de autor consciente, crítico y moderno nos ha hecho creer: 1) que Chile Films fue fruto de una decisión económica irreflexiva e ingenua (fruto de la ignorancia y la inexperiencia) y 2) que el cine de los años cuarenta tomó una opción estética igualmente irreflexiva, atrasada, imitativa, acrítica, sin propuesta artística, tanto en sus géneros ruralizantes como en los cosmopolitas-urbanos. Casi como una suerte de paréntesis sin importancia que no amerita mayor análisis (pues no habría originalidad, una de las palabras clave de la teoría de autor). Pues bien, Chile Films, el Hollywood criollo permite desmantelar esas concepciones heredadas.
Gracias a este libro queda claro que en Chile Films no hay ingenuidad, nada de eso. Hay un modelo explícito, un plan bastante claro, de exportación, cosmopolita, liberal, etc., identidad propia de una empresa mixta, es decir pública y privada. Después de leer este texto, me queda claro que se trata no de incapacidad chilensis, sino de la imposición de un modelo específico, por sobre otras sensibilidades que bregaban por instalar un modelo distinto. Y me llama la atención lo articulada y bien formulada que se alzó la crítica progresista o pro-pública frente a Chile Films, advirtiendo de entrada sobre el gasto excesivo, los gerentes pulpos, la obsesión por el nombre famoso, la temática fastuosa y la poca energía destinada a la distribución y la exhibición. Esta batería coherente de críticas permite pensar efectivamente que el modelo que se eligió para Chile Films no era el único pensable en ese momento (que de hecho fue bastante impopular) y que existía masa crítica para pensarlo de diversa manera.
Lo que más me entusiasma del texto es su retrato de la pugna cultural y de estilos que se desarrolla en la década, entre cosmopolitas y localistas. Tachadas desde la vanguardia, respectivamente, de apuestas imitativas y tradicionalistas, alienadas las dos, este libro permite trascender a esa categorización paternalista. Es cierto, Chile Films promovió una construcción identitaria colonialista, en el sentido de presentar a los chilenos de manera que fueran validados en el espacio noratlántico (incluso con fines explícitos de propaganda turística). Pero el punto central de estas narrativas, me parece, y así lo leo en el artículo de Alonso Machuca, no es tanto su impronta extranjerizante, sino su impronta mesocratizante. La comedia urbana de clase media no es un cine hueco que habla de cosas que no pasan en Chile: es, como dice el autor, un llamado a la clase joven urbana profesional a hacerse cargo de los asuntos del país. En ese sentido, noto en este libro una saludable traducción social de la oposición cultural entre cosmopolitismo y nacionalismo. Es evidente cómo aquellos que defienden el cosmopolitismo (característico de Chile Films) estaban básicamente defendiendo el proyecto liberal empresarial de las clases media-altas y cómo aquellos que apostaban al criollismo (característico de otras cinematografías) estaban apostando a la construcción de lo que, no muy lejos, en la Argentina peronista, denominaron como cultura “nacional y popular”. Dicho de otra manera: en el crecimiento hacia afuera predomina la higiene y el brillo; en el desarrollo hacia adentro, la tierra, los animales y los pies descalzos. Por ahí puede entenderse el enconado rechazo de ciertos críticos a las imágenes criollistas, como el comentarista de la revista Ecran en 1947: “hasta ahora solo el paisaje de tierra adentro ha preocupado a los productores” (Peirano & Gobantes, 2015, p. 200).
Donde mayormente empatizo con el libro editado por María Paz Peirano y Catalina Gobantes es en su reivindicación de los géneros populares: la comedia campera y la comedia citadina popular. Por supuesto, y ahí tiene un punto la crítica vanguardista, no se trata de obras fílmicas que incluyeran resistencias colectivas a la dominación económico-social (que es un indicador legítimo para el análisis, en mi opinión). Por esa y otras razones, todos en algún momento hemos recelado de estos géneros que exudan obediencia y conformidad. Sin embargo ello no debe obstruirnos un punto clave, que es que ahí se manifiestan no solo elementos replicantes o legitimantes de la cultura dominante (por ejemplo el peón honesto y silencioso), sino también una profunda alteridad y radicalidad (por ejemplo, una concepción de vida presentista y colectivista), un momento popular autónomo, ese nivel irresoluble de conflictividad interna que Antonio Gramsci, Raymond Williams y Jesús Martín-Barbero trabajaron tanto para instalar en la teoría cultural.
Creo que que por el solo hecho de incluir o fabricar perspectivas populares estas obras merecen nuestra atención y grados de valoración. Por dos razones: 1) porque las películas no solo eran observadas por las masas populares, sino también por sectores de clase media que de esa manera, seguramente sin esperarlo, estaban incorporando perspectivas y valores populares (pensemos por ejemplo, que la izquierda socialista es una construcción genuinamente de abajo, que durante todo el siglo XX pasó a contaminar a los ambientes de clase media, en gran parte gracias a los medios masivos). No perdamos de vista que el surgimiento de la cultura de masas es un proceso en dos direcciones: por una parte difunde entre los sectores populares valores hegemónicos, pero por otra masifica y multiplica valores populares en la cultura burguesa. 2) Porque este cine populista es radicalmente distinto al curso que tomará la industria audiovisual dominante a partir de los años ‘50, con la matriz televisiva estadounidense, que es la serie o teleserie meritocrática, protagonizada por sectores recién llegados a la clase media, que dan la espalda a su pasado proletario y que se construyen un mundo protegido, donde no existen ni la etnia, ni el género, ni la clase (para ello ver el documental estadounidense Class Dismissed. How TV frames working class de 2005). En los años cuarenta estamos en una situación muy distinta a la contemporánea: la narrativa con protagonistas populares era cosa común y, dato no menor, eran obras que resultaban taquilleras (aún a pesar de las críticas fruncidas). Así estamparon sus nombres en el imaginario popular actores como Lucho Córdova, Eugenio Retes y Ana González. Si la comedia popular fuera tradicionalista e inocua, como se nos repitió durante décadas, no se entendería entonces la siguiente queja sobre la película La historia de María Vidal (dirigida por René Olivares) de 1947: “Los huasos juegan a la rayuela y beben mucho vino. Ninguno tiene inquietudes. Ninguno vibra. Ninguno expresa sentimientos nobles” (Peirano & Gobantes, 2015, p. 200). Suerte de etnografía distanciada (que me hizo recordar el subversivo anti-sentimentalismo de las cintas de Cristián Sánchez), el comentarista sentía esa película como un pinchazo a la cultura dominante, por cuanto no mostraba cosas que valieran la pena.
En fin, leo Chile Films, El Hollywood criollo como una invitación a pensar, antes que sobre el rol del Estado en la construcción de culturas nacionales, primero sobre la reivindicación de los géneros populares y criollistas. Es que, de alguna manera, no se puede ser cinéfilo sin ser populista. El cine nos emparenta con prácticas culturales que desde siglos han venido caracterizando a los sectores populares: llámese carnaval, folletín, circo, teatro de tandas, linternas mágicas, películas policiales, chueca, fútbol, cuentos de peones, nómades y Martín Fierros. No por nada la Iglesia Católica le hizo la guerra al cine en Chile sistemáticamente hasta fines de la década de 1950: seguramente porque conectaba a los públicos con eros y no con tanatos.
(2016). ChileFilms, el Hollywood criollo, laFuga, 18. [Fecha de consulta: 2024-10-10] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/chilefilms-el-hollywood-criollo/775