Hoy, cuando volvemos a ver El hombre de la cámara, con la relación cine/televisión en plena crisis, resulta muy sugestivo constatar que, ya en 1929, para salvar el cine, Dziga Vertov no esperaba nada del cine y todo de la televisión. El hombre de la cámara no es una película sobre el cine sino contra él, y en pro de la televisión. Puesto que la anuncia, la crea, la describe; hasta la prescribe como un remedio, como la sola vía que el cine tiene para existir verdaderamente, para ser un lenguaje específico, desligado de sus orígenes teatrales, de sus enfeudaciones literarias. Podemos comparar El hombre de la cámara con una obra de Julio Verne, como Voyage dans la Lune, por ejemplo, cuyas premoniciones han sido ratificadas por la Historia.
Actualmente, cuando una película se pregunta si aún es posible seguir inventando en el cine y no sólo hacer cine, frecuentemente se responde: Sí, haciendo televisión. Soigne ta droite, Mon Cas, Intervista y Las alas del deseo son cuatro films recientes que logran respirar alto y fuerte, dejando atrás todo el resto del cine sin oxígeno, sólo porque se inspiran en la televisión.
¿Qué es la televisión? Vertov ya lo había comprendido: es el cine más la electricidad. Dicho de otra manera: el directo. Por primera vez en la historia de las representaciones, es posible que una representación coincida con la acción que representa. Ya nada los separa en el Tiempo. Por esta simultaneidad, consecuencia de la física de los electrones, todas las artes se encuentran traumatizadas, en nombre de la solidaridad que las une en un Todo. El arte moderno no es más que la larga serie de actos de defensa de cada una de las artes contra esta agresión.
Cada vez que el cine se ha conectado con la televisión, se produce un salto estilístico hacia adelante, una pequeña revolución en sus formas, Moi un noir; A bout de souffle; Roma, ciudad abierta; El Evangelio según San Mateo; Adieu Philippe, toda la obra de Guitry y, obviamente, toda la de Godard: tantas etapas, entre otras, de un renacimiento de la invención cinematográfica que toma prestada tal o cual forma de la televisión.
Si la televisión no hubiera existido (o la radio, aunque nos equivocaríamos al no tomar en serio la primera definición de la televisión como radio a imágenes. Vertov la entiende como tal: así, al final de El hombre de la cámara, él materializa la figura con la ayuda de imágenes de músicos que salen por sobreimpresión de un altoparlante de radio), Jean Rouch no habría hecho Moi un noir. La genialidad de este film que tanto impresionó a Godard en la aurora de la Nouvelle Vague, radica tanto en el brío de sus personajes como en su procedimiento de interpelación de la imagen por el sonido según la lógica del directo, mostrando grandes libertades. Cuando sus personajes con nombres cinematográficos (Dorothy Lamour, Lemmy Caution, Edward G. Robinson, Tarzán), comentan a destiempo las imágenes de sus aventuras, hablan como un periodista de radio o televisión que describe un partido de fútbol o una barricada en plena acción. Un nuevo concepto del presente se muestra ante nuestros ojos, hasta ahora inaudito para el cine, pero no para la televisión. La idea es nueva de todas maneras y bastará para que Rouch pase a la posteridad, porque lo que la televisión no sabía hacer hasta ahora era aplicar este efecto a imágenes pasadas. El combinado pasado-presente preparado por Moi un noir en la coctelera del efecto directo, consiste en invertir el primer principio de la televisión, pero en invertirlo televisualmente, sin salirse del directo y de sus efectos. Donde de costumbre la imagen y el sonido se encuentran ligados indefectiblemente, Rouch proclamaba su autonomía radical antes de reunirlos a través de un efecto semejante, mucho más fuerte porque deja de ser innato y pasa a ser adquirido.
Desde A bout de souffle (y también desde su primer film consagrado, ¿por coincidencia?, a la construcción de una represa hidroeléctrica, Opération Béton), Godard nunca dejó de conectar su cine con la más impresionante consecuencia formal de la electricidad: la televisión. En A bout de souffle la televisión aparece bajo dos formas: como radio (música en directo en el plano; frase corta intencional: “Una pequeña pausa en nuestro programa para conectar con nuestras redes”… conexión) y como Diario Luminoso (en el que una seguidilla, parecida a la exploración o barrido catódico, anuncia repetidamente una acción recién perpetrada por Belmondo). Bajo estas formas el efecto directo opera. El tiempo se restringe entre lo real y la información que debe describirlo. El destiempo se acerca cada vez más al tiempo. Godard percibe desde el principio todas las consecuencias estilísticas de esta carrera de velocidad. Es curioso constatar que esta era ya una preocupación de Vertov. El hombre de la cámara crea un dispositivo que reduce al mínimo el plazo existente entre la filmación y la difusión. Lo que los espectadores ven en la sala de cine está en proceso de filmación. Todo su montaje alternado (cámara/realidad/pantalla/realidad/cámara) tiende a alucinar esta anulación: ya no hay diferido (sino que diferencia) entre el Mundo y el Film, ni retraso de la cámara sobre el ojo. El cine se desarrolla en el mismo instante. El cine sólo puede ser él mismo si se transforma en televisión. A su manera, jugando a fondo con el efecto directo, tomando en cuenta que el directo en sí le estará prohibido por definición. Puesto que hay que hacer televisión, hagámoslo mejor que ella, parecería que sin previo acuerdo lo dicen Godard, Wenders, Fellini y Oliveira. Si en el tiempo de Vertov la televisión era una hermosa utopía colmada de promesas, más tarde demostró ampliamente que era madre de grandes males.
Aun hoy lo prueba encarnizadamente al mantener al cine en una supervivencia terapéutica. Ante un film creemos estar en el cine, pero cada vez es más televisión lo que tenemos ante nuestros ojos. Una televisión en el peor sentido del término, pero a veces también en el mejor. Lo mejor y lo peor que le pasa al cine hoy proviene de la televisión. Todo lo que un film puede esperar es ser de la buena, de la excelente, de la extraordinaria televisión. Venzamos a la televisión en su propio terreno, con sus propias armas. Desde hace veinte años, el videoarte no tiene otro programa. Parece que desde hace algún tiempo (reflexionando más, parece que este tiempo comenzó hace mucho), a su vez, el cine entona el mismo canto.
Con Intervista, Fellini realiza un talk-show (o una de estas superveladas a lo Chanel) como ninguna televisión ha sabido jamás hacerlo. Jugando a la vez el rol de Presentador y de Invitado, sin hablar del de Realizador, él navega de una secuencia a otra a la velocidad de la luz (de ahí todas sus bellas reflexiones sobre la luz a lo largo del film). Lo hace todo: la publicidad, las variedades, las informaciones (una alerta de bomba), las emisiones del recuerdo (Anita Ekberg), los interludios, las entrevistas, los sketches, las sátiras (el western final). El es, como lo dijo una vez Serge Daney: “una cadena de televisión por sí mismo: la Fellini Uno”. Con un sentido inaudito del zapping: es decir, de la relatividad. Salvo que logra hacer sentir que todo lo que nos permite atrapar deslizándose graciosamente de un módulo a otro, tiene la fuerza irresistible de una necesidad. El cine no es nunca tan hermoso como cuando tiene que luchar contra la televisión con las armas de la televisión: el ataque final del equipo de rodaje del film por los indios armados de antenas de televisión no sólo significa que el cine es acosado por la televisión, la metáfora va más lejos, la escena no se detiene ahí; se puede ver también cómo el cine resiste: la gente del cine transforma su lona en caravana de pioneros y, formando el círculo, aguzan una cita, es decir: toman alegremente de la televisión su manera de satirizar el cine. La referencia al clip se vuelve un arma cortante. Y de hecho, esto les resulta. No mueren todos. Y los indios se arrancan las antenas.
La confrontación cine/televisión está tomando la punta en el eterno cara a cara del cine/teatro. Nos damos cuenta mejor aun cuando una película organiza un triplex teatro/cine/televisión. Mon Cas de Manoel de Oliveira devela in fine que todo lo que parecía que pasaba en el escenario del teatro (las tres repeticiones de la misma escena sobre el modo televisual del instant replay) se desarrollaba en realidad bajo la mirada de una cámara de televisión y que este teatro en el fondo no era más que un plató sometido a la ley del directo. Uno se desliza del teatro a la televisión porque desde ahora es ella la que se transformó en el Sistema de Representación al cual es más productivo oponerse.
Las alas del deseo recorre la misma trayectoria, tomando el circo como sustituto del teatro y el rodaje de un telefilm protagonizado por el intérprete de Columbo como emblema de la televisión. Salvo que Wenders no se consuela de su imposible reconciliación (y cae al final en un pacto amoroso que anula toda la lucidez inicial de sus ángeles simultaneístas), mientras que Oliveira aborda con júbilo y de frente la nueva mano entre las Artes y los Medios de Comunicación. Este nuevo juego produce, a menudo, en los films que tienen conciencia de él y lo hacen su tema, reflexiones sobre la luz. ¿De dónde viene? ¿Qué puede hacer? Oliveira hace a Dios con un proyector, Fellini hace la Luna. Godard lo acusa de un crimen (contra la Noche). Forma indirecta de hablar de la electricidad y del desafío ante el cual el cine se encuentra: producir imágenes que viajan, como las de la televisión, a la velocidad de la luz.
El cine puede vivir sin electricidad. La televisión no sólo necesita electricidad para existir, la requiere también para ser. En el cine la electricidad es sólo una fuerza de apoyo, una energía de sustitución. Para rodar, una cámara no requiere necesariamente de corriente: el molinete de operador basta. En el momento de la proyección, la lámpara no es más que una vela más potente agregada al dispositivo de la linterna mágica, no imaginamos la televisión sin electricidad. Ella es su materia misma. Y su alma.
Cuando uno ve a Fred Chichim, uno de los dos Rita Mitsouko, al principio de Soigne ta droite, instalar lentamente todos los cables de sus instrumentos, uno empieza a entender hacia qué apunta Godard cuando se plantea la pregunta sobre el destino del cine como medio de creación: no sólo hacia la música, sino también hacia la electricidad. La magia de la electricidad, su potencia, su energía, su velocidad. Esta música llevada por flujos de electrones, fluida, veloz, terca, mareante, flota como un horizonte ideal a la persecución que la televisión lanzó al cine. Soigne ta droite describe el rodaje de un film que debe ser envasado en un día y proyectado en la misma noche. Es un rodaje sin cámara: se trata de una metáfora, no de una evocación del estilo “film en el film” (como en Le Mépris o Passion). El avión es un estudio; su trayecto el tiempo de una grabación. A su llegada el film está hecho. O mejor dicho: ocurrió. Los envases están vacíos. Y si el productor mira orgullosamente su film, lo hace en pleno día, no en una sala oscura. Una imagen que se ve en pleno día es televisión. Y de hecho, mientras tanto, pasará de todo: un partido de tenis, una obra de teatro, una emisión literaria, un servicio religioso, algunos clips musicales, informaciones, una película histórica (un Shoah express vuelto a visitar por el Heysel), etc. ¡Como en la tele! Pero mejor aun. ¿Por qué mejor? Porque aquí también, como en Intervista, la relatividad de cada momento, de cada fragmento, se ve sin cesar contradicha por la necesidad cada vez más evidente de todas las parcelas, enviándose unas a otras los destellos de un sentido misterioso, simultáneamente presente en todas. Parecería que uno está frente a un inmenso multiplex: su autor no puede ser más que un virtuoso de la régie, capaz de abrazar de una sola mirada todas las imágenes de su film a la vez y deslizarse, tecleando, de una nota a la otra con una infinita soltura y medida que se graba. Si hay que ser un ángel para hacer una novela, como se dice en el film, ¿qué hay que ser para fabricar Soigne ta droite? Dios o la televisión. Los dos únicos que pueden vanagloriarse de reinar de la misma manera Sur la Terre comme au Ciel (título del film tomado de Notre Père). Puesto que Godard no es Dios, a pesar de su nombre, ocupa entonces el lugar de la televisión. No hay sombra de ninguna cámara en Soigne ta droite y, sin embargo, se trata de un rodaje. Un remake discreto de El hombre de la cámara (se necesita otro texto para demostrarlo paso por paso), el último film de Godard realiza el ideal del yo de esta cámara autónoma, sin operador, que inicia un ballet al final del film de Vertov. La televisión es el reino de la cámara automática que no encuadra nada, pero lo ve todo, siempre funcionando, siempre grabando. Soigne ta droite juega también con esta impresión de un mundo bajo vigilancia, al que agrega, por el rigor de sus cuadros, la sobreimpresión de vigilar la vigilancia.
Fargier, J. (2019). El cine más la electricidad, laFuga, 22. [Fecha de consulta: 2024-12-02] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/el-cine-mas-la-electricidad/927