(De las películas)
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En su Investigación sobre la moral, David Hume iniciaba su primera lección sosteniendo dos tipos de disputas (discusiones) improcedentes: aquellas con hombres pertinazmente obstinados en sus principios, y aquellas con personas de entera mala fe, que sólo argumentan por el placer de estar en contra de los otros y demostrarse superiores. Por estos días, se me han reprochado, indirectamente, ambas imposturas intelectuales. Sin embargo, tengo la doble impresión de haber sido malentendido y, a veces, simplemente tergiversado. ¿Por qué digo esto? He tratado de generar un debate que se aparte de las pretensiones dogmáticas y de la peligrosa seducción de un reduccionismo del conflicto. No por ello, en cambio, abandonar la posibilidad del disenso, la confrontación y el desacuerdo, condiciones básicas para cualquier intento de construir un discurso sobre el mundo (sociedad). Pero al parecer se nos ha hecho demasiado pesada la carga de años desacreditando el espacio político de los sujetos civiles para transformar su entorno. Basta la confianza ciega en que las instituciones funcionan (y no en cómo funcionan), para creer en la realización fehaciente de la democracia, escenificación obscena de lo que en el fondo sigue siendo un control oligárquico y plutocrático. En la representación de esta mala tragedia, el diálogo sólo resiste una postura orgánica, las voces deben ser al unísono y en comparsa, de talante suave y apegadas el texto oficial; los actores secundarios y el malestar del público, son alejados del proscenio. Después de todo, resulta paradójico comprobar entonces, que bajo estas condiciones no son sino precisamente aquellos que prescinden del debate, los insignes fanáticos del dogmatismo, y los mismos que conciben la diferencia como su enemigo a extinguir, los reacios partidarios de la mala fe. Bajo la marca de este intuitivo camino trazado por el filósofo empirista inglés, sorprende que no se escuchen razonamientos y se privilegien, en cambio, esos afectos de los que Hume tanto desconfiaba.
Pero esta referencia al empirista fundador de la sospecha sobre los principios de causalidad y necesidad, no es un mero uso retórico. La marca del pragmatismo utilitarista en el que derivaba su Investigación sobre la moral sigue una vertiente colindante con nuestro tema: en vez de ese discutible marco ético definido por un equilibrio entre lo bueno para mí mismo y lo bueno para los demás, así como lo útil para mí mismo y lo útil para los demás, la herencia del utilitarismo se impregna de un actual pensamiento instrumental que no asume posturas y que concibe los puntos medios, o los usos de partes de distintas visiones, como su validez estratégica. Esta es la médula de un debate crítico que ensayamos aquí en adelante.
El placer de la estatuilla
Aún cuando una dedicación efímera a un Festival no permite ver toda la programación necesaria para hacer un balance final, en Viña intenté cubrir una serie de films que consideré prioritarios para el debate, además de un par de destacados de los que estuve informado a través de diversos contactos. Paradojalmente, al final logré ver todos los films premiados, a excepción de Frío sol de invierno (2004), de Pablo Malo, del cual me salí aproximando la media hora (y aunque no me impresionó para nada, no haré mayores comentarios); sólo porque recordé que en ese horario iban a exhibir la notable Obreras saliendo de la fábrica (2005) de José Luis Torres Leiva (que increíblemente no obtuvo ningún premio en la sección de cortometrajes). Pues bien, como ya sabrán, en categoría de largos ganó En la cama (Matías Bize, 2005), que muchos méritos no tenía, pero que al lado de una de las peores competencias que he visto en mucho tiempo, no parece ser sólo un galardón para aumentar la egolatría de las exigencias nacionalistas de la prensa y del público (la discusión periodística de si hay que premiar al cine chileno porque está “dando que hablar”, es una turbadora preocupación tercermundista que necesita de reconocimientos esporádicos y que continúa valorando las estatuillas por sobre las propuestas).
El “premio especial del jurado” fue entregado a Buenos Aires 100 km (Pablo José Meza, 2005), una historia de adolescentes provincianos que alternaba comedia y drama. Su sencillez banal pareció cautivar a la audiencia viñamarina, pero estaba lejos de ser un film al que alguien recordará luego de un par de años. Lejos también de las orientaciones de muchos de los cineastas jóvenes que han dado en llamar “nuevo cine argentino”, algunos incluso recalados este año en el festival a través de una muestra especial de cine del otro lado de la cordillera (Trapero, Martel, Acuña). En realidad, era una especie de teleserie infantil que giraba en los conflictos domésticos de cinco personajes, todos amigos, inmersos en este contexto pueblerino. Atravesado por una mirada nostálgica, en ciertos instantes daba la impresión de observar una referencia autobiográfica no resuelta. Demasiada importancia a las rivalidades adolescentes y al fútbol. Lugares comunes sobre el periodo de crecimiento juvenil. Un superfluo tratamiento del conflicto originado por la presencia de secretos que terminan por quebrar sus relaciones. Al final de la función, una sensación de no estar frente a ninguna propuesta fílmica definida. ¿Esto fue lo quiso premiar el jurado? Curioso.
El reconocimiento a la mejor dirección también recayó en un discutible lugar: Jayme Monjardim director de Olga (2004), un film brasilero que venía con la sospechosa atribución de ser el más caro de la historia de ese país. Olga es un film épico pseudo progresista espantoso, que recuerda las peores elaboraciones del cine soviético stalinista. Una mujer judía se revela de sus padres burgueses y se enrola en los servicios secretos rusos, para luego ser encomendada a la defensa de un agitador revolucionario de Brasil (Luis Carlos Prestes), del cual, por cierto, se enamora. Luego de fracasar la revolución en Brasil, Olga es deportada a la Alemania nazi, donde llega embarazada de su enamorado y debe tener a su hija en prisión. Separada de la niña meses después, es llevada a un campo de concentración en el cual al parecer muere. Esta historia está narrada con todos los elementos excesivos y sobrecargados de una película épica hiper producida: demasiados planos trepidantes que agotan cualquier mirada, series de acontecimientos límites plagados de diálogos y discursos rígidos para el bronce, una constante música extradiegética usada para crear ambientes y llevar el hilo narrativo, que sin ningún silencio se vuelve un artificio vulgar, casi un tormento. Soportar esta película es todo un mérito, sobre todo porque no parece ir hacia ninguna parte, cuando intenta emocionar es burda y trivial, cuando esboza recursos técnicos están tan mal elaborados (lo de la plumavit hecha nieve es grosero), que pasa a ser el uso por el uso, todo sobre amplificado, personajes toscos unilaterales sin complejidad, escenarios y vestuarios sacados de un manual de estereotipos. Más aún, en el momento de tramar un montaje que le diera sentido, se privilegió la sucesión irreflexiva de miles de planos para evitar pensar, en vez de un ejercicio autoral. Una increíble falta de creatividad de un director mediocre que no se entiende cómo puede haber sido premiado, que no crea ningún modo expresivo propio y que no sabe construir un film fuera de los márgenes industriales de un relato épico. Pero el jurado tampoco sabe lo que hace. Menos aún el público, que la eligió como su favorita.
En la cama v/s La sagrada familia
No se trata de un combate a doce rounds. Hay ciertos puntos en común, y ciertas diferencias, entre estas dos recientes cintas estrenadas en Viña. Ambas adolecen, cada una a su modo, de esa condición dominante del actual panorama del consenso normativo chileno: la precariedad de sus definiciones y la falta de potencia (en palabras de otros, una ausencia de “compromiso” o de “tomar partido”); en el fondo, magras soluciones intermedias para llenar el gusto de la audiencia. Esto fue lo que algunos no entendieron, o no se dieron el tiempo de entender, cuando me referí a La sagrada familia (Sebastián Lelio, 2005). Y si de polémica se trata, ese compromiso definido es precisamente todo lo que sobraba (y a veces ahogaba) al manoseado cine chileno de fines de los años 60, por si cabe alguna duda.
En la cama es de las pocas películas que me ha tocado ver habiendo escuchado pésimos comentarios de casi todo quien la vio. Destruida a diestra y siniestra, sea por las poco felices invenciones de un guión con temáticas de teleserie (invasión de ovnis en “Pisagua” de por medio), sea por sus intentos de enarbolar cierta pulcritud imprecisa en el uso de la cámara, hay que detenerse y destacar que la mayor parte de estas personas reconocían como mérito, sin embargo, un logro bastante extraño: tenía el valor de entretener durante hora y media adentro de una habitación. Siendo exactos, esta es su peor decisión. Bize podrá lograr una buena boletería en su estreno. Tal vez, algo de prensa y fama. Pero de méritos artísticos, poco y nada. Un nuevo reflejo de los aires eclécticos que rondan nuestros días. Vamos por partes. Primero, es evidente que Bize centra sus esfuerzos en darle dinamismo y diversión a una historia que sencillamente no la necesitaba. Quizá por ello, el film nunca define un rumbo propio: a medio camino entre comedia de episodios y “talk show” de medianoche, parece ser una mezcla de referentes tomados sin demasiada detención. Y ya que estamos en el terreno de las comparaciones, basta recordar una de las tantas obras maestras filmadas dentro de un espacio reducido: La amargas lágrimas de Petra Von Kant (1972), película que no se sustenta para nada en la intención de entretener, y que supongo Bize debiera conocer, al menos después de su premio en Mannheim. Obviamente cito a Fassbinder no por azar, sino para entrar en un segundo ámbito hasta hace unos días también polémico: el uso de la cámara. Hay ciertos destellos de En la cama que recuerdan buenos pasajes del film aludido, o de otros del maestro alemán como Desesperación (1978), en donde una mirada somatizada de vocación espía, se oculta tras los objetos, y recorre un espacio que va perdiendo de a poco su asepsia. Estos méritos Bize los acumula al final de su película, habiendo desechado ya antes la posibilidad de un estética definida, puesto que alternaba esos planos más introspectivos y pausados, con una serie de recursos de entretención superficial, video musical incluido. Peligroso remedio. Tercer punto, un guión de conversaciones demasiado artificiales y banales como para no llegar a desear que los actores se queden callados durante un instante, el cual tampoco dura demasiado. Peor aún, ni siquiera hay una adaptación rigurosa del soporte literario, al menos para lograr algo más de credibilidad en los textos: palabras demasiado escritas para poder ser habladas por sus personajes (usual equivocación que para cualquier persona perteneciente a nuestra comunidad lingüística, no pasa desapercibida). ¿Hay alguna virtud que destaca? Pues sí, el trabajo de post-producción en imagen es increíble (no puedo hablar del audio porque como ya en muchas salas, en el cine arte de viña se saturó), al punto que debe ser de los mejores resultados que hemos visto partiendo de soporte video (creo que HDV para el caso). En fin, En la cama transparenta esa ausencia de discurso propia de un cine chileno pos-ideológico, sin propuestas, ni autonomía.
Evidentemente La sagrada familia tiene mayores méritos de por medio. Intentando poner en escena el conocido motivo de lo “siniestro familiar”, logra momentos de ácida crítica al doble standard de la burguesía progresista chilena (me gustó lo de los conejos por ejemplo). Pero hay que tener cuidado con las lecturas que pueden hacerse de este derrumbe. Como dije antes, también puede ser visto al revés: no sólo al final, sino durante todo el film, parece rondar un sesgo conservador reificante, un esencialismo a modo de lugar de verdad, lugar de pureza no contaminada. Claro está, el desenlace lo ratifica y hace un poco vano todo el ejercicio. Por otro lado, también algo de simpleza torpe en la relación padre - hijo, al punto que se vuelve redundante, además de la obvia pregunta de la trasgresión: si el lugar de la maldad está asociado al otro lado de la norma, poco queda por reflexionar de este lado. Pero hay partes que salen de este bosquejo inconformista, de pronto, con asombro presenciamos un carrete playero chistoso y casi íntimo, muy bien logrado. Lo destaco porque el hueveo es mucho más que sólo el hueveo. ¿Qué le queda a los hijos molestos de la clase acomodada? Introducirse en el aspecto festivo de la contra corriente burguesa no es un punto menor, al menos no desde Latinoamérica (pero da para otro escrito). Ahora, no deja de ser cierto que este film viene a ser una reacción algo tardía respecto de la escena global del cine en formato casero. Formalmente Campos no define un tránsito propio, más bien parece un remake de distintos referentes poco asimilados. Si quiso alternar una estética dogma, hubiera preferido un dogma de principio a fin. Si le gusta el video clip, no intenté ser irónico al señalarlo, es eso y nada más. Sin embargo, por cierto que no estamos hablando del lugar común dominante del cine chileno de los noventa, la comedia sexual picaresca barata. Pero salir de parte de ese universo no es gran mérito a estas alturas. Menos si después de todo hay un síntoma temeroso de por medio, una reinstalación del orden apropiado, una alternancia estética indefinida.
Por último, un punto no menor a veces pasado por alto en la relación entre estas dos recientes obras fílmicas chilenas es su correspondencia a la hora de planificar la producción. Ambas se construyen desde el uso de formatos audiovisuales electrónicos y aprovechan de distinta manera sus libertades, así como sus limitaciones. Mientras Bize se sustenta en un guión férreo y se beneficia de tirar planos excesivamente hasta perder cualquier idea predefinida de lo que quiere expresar, Campos es mucho más arriesgado e improvisa en base a ciertas líneas de guión, grabando sin pensar en medio de este proceso, elemento destacado por algunos, que en todo caso se puede intuir sin dificultad. Efecto primero: toda la debilidad de los diálogos de En la cama está tan bien resuelta en La sagrada familia que llega a ser su principal fortaleza; mérito de todo un equipo que debió trabajar bajo un referente muy distinto al acostumbrado en la industria. Segunda consecuencia: Bize tiene la posibilidad de iluminar con mayor rigor, de planificar un trato de la imagen más delicado, lástima que no haya sido igual con un uso programado de la cámara, al revés de Campos, que plantea una estética sucia a cámara en mano en casi la totalidad de la película, pero que parece temer de esta precariedad, para lo cual embellece escenas con música off, sin mucho sentido. Tercer resultado: ambos culminan con gran cantidad de material, lo cual resuelven por distintas vías (ordenar / construir) con opciones masivas similares: diversión (en cuanto a ritmo sobre todo). Al final, un cine por acumulación que resuelve entretener y un cine por improvisación al que le asusta ensuciar.
“¿No hay vuelta atrás, compañero?”: la abulia de Padre nuestro
En las muestras especiales del Festival de Cine de Viña se exhibió en DvCam esta película de Rodrigo Sepúlveda, que va recién a proceso de post-producción. En palabras simples, es una comedia que alterna el conflicto de un padre moribundo sin ganas de someterse a los cuidados hospitalarios requeridos y sus tres hijos, que al viajar a Viña para intentar persuadirlo, deben suturar el pasado oculto en relación a su padre. Como comedia sería una basura si no fuera por el personaje interpretado por Jaime Vadell, quien tiene la capacidad de hacer una interpretación genial del mejor motivo del film, la contraposición de un espíritu dionisiaco en medio de la pesada formalidad reinante en su contexto. Dicho de otra forma, el alegre triunfo del gasto festivo por sobre el ahorro ascético, del ritual desbocado por sobre la mesura práctica. La tensión narrativa se centra por su puesto en el contrasentido que conlleva querer a un padre gozador de la vida para el que nada ni nadie parece tener importancia. Si volvemos a un ámbito comparativo, esta película se inserta dentro de la tradición de la comedia de los “hijos de puta” con los cuales cuesta no llegar encariñarse demasiado. La mejor de las que conozco es la ya clásica Il sorpasso (1962) (con diálogos de Ettore Scola y dirigida por Dino Rissi), cuyo mejor remake indirecto es a mi modo de ver On the run (1999), de Bruno de Almeida, un formato de historia similar con la excepción de la inversión del final de los personajes. Sepúlveda no es sin embargo tan directo a la hora de las referencias. Padre nuestro (2006) gana mucho con la inserción de esta temática, pero no demasiado respecto a lo que pierde con los lugares comunes del cine chileno: los simplismos sexuales, la estupidez picaresca, los criollismos innecesarios, la insólita mirada centralista de la provincia (un Valparaíso de postal, incluido el Proa al Cañaveral transformado en prostíbulo). ¿Si creo que la película pudo tener un mejor resultado? Haría falta mucho de lo que no es, aún cuando en principio no era una mala inspiración. En este sentido, Padre nuestro extiende los complejos de un cine chileno tramado desde la industria, modelo comercial y sin propuestas autónomas, dominado por la entretención televisiva, temeroso de la confrontación, vacilante, repetitivo, inocuo.
Lorenzo, S. (2005). El porvenir del eclecticismo I, laFuga, 1. [Fecha de consulta: 2024-12-13] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/el-porvenir-del-eclecticismo-i/65