Mi lectura de este libro estuvo acompañada por muchas murmuraciones. A medida que avanzaba, me escuchaba murmurar: ‘trata sobre el espacio, sobre el abrirse-paso de la espacialidad en el flujo sonoro’. Poco a poco, otras murmuraciones parecían hablarme desde el interior del oído. Recuerdo muy bien una voz impertinente que solía plegarse con el fin de punzar en otro lado y dictaminar: ‘trata sobre la obra de arte. No necesita gritarlo a los vientos. Habla bajo. El libro no alza la voz para decir que la obra abre ruta a los sentidos haciéndolos virar y contorsionarse’. Me permito volver a escuchar, con ustedes, algunas variantes de esa misma voz: ‘El alegato de Szendy: cada obra es un eje, no, una elipsis, por la que los sentidos se enrutan saliéndose de la ruta programada. Toda obra es un fuera de ruta y una eco-locación de rutas posibles. La visión, el oído, se rozan y se sustraen, amotinados por la obra: ese doble movimiento podría llamarse ‘drama’. Toda obra es un ‘drama’’. En un momento dado, retumbaban demasiadas voces al unísono y se metía incapaz de sintetizarlas o de oírlas simultáneamente. No estaban trenzadas, ni armonizaban como acordes; parecían enjambres animando argumentos que emergían por un instante y luego continuaban alejándose. Llegado a ese punto, me obligaba a detenerme.
Era inútil. Este libro –cosa extraña- tiene la textura del rumor. Magnífico ejemplo de mimetización: el tema que aborda, repercute (este verbo no es inocente) sobre su efecto de lectura. No es su único efecto, por supuesto, y es probable que el autor ni siquiera lo haya buscado. En mi caso, al menos, pasó que me sentí envuelto en reverberaciones multiplicadas; mi lectura se prolongaba en los imaginarios puntos suspensivos de las voces aledañas que Szendy dejaba arrimarse a la ribera de su texto. Muchas voces arreciaron en continua proliferación y fueron enhebrando sensaciones, tonos, ecos de ideas. He tenido la fortuna, gracias a Cristóbal que habrá impuesto sus manos en la reverberación Szendy con su oficio de traductor, de leer un libro especialmente sensible a las oscilaciones, a las entonaciones silenciosas, a los timbres sonoros de los argumentos. Szendy piensa con el tímpano –de los oídos, claro está, pero también de los ojos, del tacto, del sensorium, de los aparatos técnicos, incluso: por un momento, creemos que la percusión timpánica cubre el cuerpo por entero en el proceso del pensamiento.
Cine, teatro, música, arquitectura, sonidos, radiofonías, filosofía, conforman modalidades timpánicas que el autor ausculta con rigor y perspicacia. Sé bien que tratamos, principalmente, con un conjunto de ensayos sobre estética y filosofía en esta otorruta. Pero, si oímos de cerca, notaremos algo más también. Creo que Szendy, in extremis, plantea una tesis sobre la obra de arte. Fue ésa la voz que con más fuerza pulsó para mí, sin permitirme desatenderla. En lo profundo de un oído. Una estética de la escucha (Ediciones Metales Pesados, 2015) dispone para nosotros de todos los caminos para alcanzar una pregunta central, que tal vez, por no formar parte gravitante del programa de reflexión del autor (no lo sé bien), no tuvo aquí una formulación directa. Sonará trivial, pero creo que es una pregunta de rigor: ¿No habrá una promesa inscrita en el arte, en la obra misma, promesa que es al mismo tiempo una exigencia, por constituirse en ‘esquema de la experiencia’? Notarán que es una vieja pregunta, pero, a pesar de eso, quizá sea el arte contemporáneo el que ha sabido finalmente de esa exigencia –el que ha sabido oírla: la obra de arte, esquema de la experiencia sensible. Así se explicaría la genealogía que trama Szendy, en la que el cine y lo audiovisual asumen un rol protagónico en que destacan acercamientos ejemplares a un conjunto de films. El cine, para Szendy (más aún, quizá, que la propia música), serviría como ‘esquema’ de la deriva de los sentidos en el abrirse paso conjunto – y disjunto- de la imagen y el sonido, cada uno arrastrando al otro, cada cual afluyendo y separándose del otro y de los otros. Mi conjetura es que, en lo profundo, se tratará siempre, en este lugar (el lugar del cine y de lo sonoro, para Szendy), de la pregunta por el sujeto; por el sujeto de la obra: ¿Qué sujeto se produce, si se produce, en la afluencia y desajuste de los sentidos que promueve la obra?
Dicho lo anterior, me apresuro en señalar que es evidente que esta recopilación proporciona las pistas necesarias para habérnoslas con el Szendy filósofo-auscultador y genealogista, y un poco menos con el Szendy ‘crítico de arte’. Pero la cuestión sigue resonando con fuerza: las genealogías de Szendy sólo se explican a partir de una determinada versión del arte contemporáneo. Es esa versión, enarbolada desde lo cinemático y la Cosa Sonora, la que me resulta particularmente atractiva. Me da la sensación de que Szendy es más ‘crítico de arte’ de lo que aparenta –y esto es un cumplido: es la crítica de arte que necesitamos con desesperación. Quiero decir que ha construido un marco de relaciones y problemas que conducen de vuelta a la pregunta que apuntaba un momento atrás: la metátesis de los sentidos, su tensión y pespunte, su mutuo espejeo infinito, ¿no es eso lo que queda inscrito como acontecimiento, pero también como promesa y exigencia, en la obra de arte? ¿No sería la obra de arte el único nombre propicio para la ‘ecolocación’ desenrutada de cada sentido expuesto al entre-sentidos? ¿No sería la obra la compacta reverberación de los sentidos virando entre sí, del ojo al oído, del oído al tacto, etc.?
La obra, un estrato de lo sensible; la obra, un aparato-sonda para hacer-lugar a una experiencia: en torno a este punto, la puntuación Szendy suele acumularse y regresar sobre sí. La pregunta por la obra está todo el tiempo presente, rondando y apareciendo. También, en cierta manera, evitándose: un punto y cruz en el aire. No sé si se trate de que Szendy haya optado por el ‘polo de la subjetividad’; dudo que sea el modo correcto de plantearlo. Ahora bien, la tarea de des-enrutar y re-enrutar los sentidos, de desorientarlos y relanzarlos, ¿hasta qué grado depende del sujeto, más que, digamos, de la obra, de la operación artística? Siempre me queda la duda –permítaseme insistir- sobre la manera de entender la incidencia de lo subjetivo a este respecto. En Szendy, pareciera como si la obra de arte quedara, por fin, librada a los sentidos (o sea, a su inmanencia plena, a su tejido), y por lo tanto a los cuerpos plurales que se oyen entre sí en el cuerpo de un sujeto (espectador, auditor, receptor, auscultador). Pero, ¿cómo entender la co-implicación del sujeto con sus voces, con sus cuerpos, por vía de la obra? ¿Cómo circula –en la obra- la voz de la primera persona singular, que sobre-puntúa las múltiples voces que advienen con ella –en virtud de la obra-? ¿No sería éste el problema mayor, principal, de la ‘crítica de arte’: alumbrar la reciprocidad infinita que se teje, sensiblemente, entre el sujeto y la obra de arte? Hay aquí, tal vez, una exigente y promisoria ‘teoría de la crítica de arte’ en ciernes. Y es por ello, nada menos, que debemos estar agradecidos y expectantes de la palabra de Szendy.
Zúñiga, R. (2016). En lo profundo de un oído, laFuga, 18. [Fecha de consulta: 2024-12-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/en-lo-profundo-de-un-oido/772