Federico Galende

"En el comunismo del hombre solo la comunidad es lo que debe ser, una forma de experimentación"

Por Iván Pinto Veas

Biografía +

Crítico de cine, investigador y docente. Doctor en Estudios Latinoamericanos (Universidad de Chile). Licenciado en Estética de la Universidad Católica y de Cine y televisión Universidad ARCIS, con estudios de Comunicación y Cultura (UBA, Buenos Aires). Editor del sitio http://lafuga.cl, especializado en cine contemporáneo. Director http://elagentecine.cl, sitio de crítica de cine y festivales.


 
 

Comunismo del hombre solo. Un ensayo sobre Aki Kaurismäki (Catálogo Libros, 2016) es el título de un libro breve firmado por Federico Galende dedicado al cineasta finlandés.  Galende es  investigador y docente, autor de varios libros entre ellos uno dedicado a la obra filosófica de Walter Benjamin (Walter Benjamin y la destrucción. Ediciones Metales Pesados, 2009) y otro a Jacques Rancière (Rancière: una introducción. Quadratta: 2012), además de diversos textos dedicados a las artes visuales chilenas. Sobre los dos primeros, no es de extrañar que Galende haga converger algunas de sus discusiones hacia la lectura del cine de Kaurismäki. Comunismo del hombre solo  se trata de un ensayo lleno de ideas en torno a la obra del cineasta, menos un análisis erudito y de rigor formal que una invitación a pensar su cine en un diálogo generoso que se abre a una condición contemporánea de lo político en filiaciones históricas profundas que Galende se encarga de echar a andar. En un tono abiertamente ensayístico, el libro resulta atrapante y disparador dejando espacio al lector pensar por sí mismo. Nos servimos del libro como excusa para establecer un diálogo con su autor en torno a las ideas propuestas en el libro.

 

Iván:  La idea es conversar del libro que acabas de publicar en torno a Aki Kaurismäki, que creo presenta dos constelaciones juntas (el cine, el comunismo), cada una disparando para distintos lugares muy ricos. El mismo libro tiene muchas ramificaciones interiores en el relato, casi como una novela. Pero quizás un buen punto de partida es simplemente saber qué te llamó la atención del cine de Kaurismäki  ¿Cuándo dijiste “Acá yo quiero escribir un libro porque veo que me va dar materiales para algo que yo estoy pensando”? ¿Dónde viste eso, en qué momento..?

Federico: No lo ví ni en el comunismo ni en el cine de Kaurismäki, sino en un cruce entre ambas cosas. O sea que conjugué los ingredientes, traté de cocinar algo, puesto que sentía que a Kaurismäki sin el comunismo le faltaba un elemento, así como le faltaba al comunismo, al menos como a mí me interesa pensarlo, un elemento sin el cine de Kaurismäki. No sé, eso creo. Y entonces la superposición, curiosa porque en realidad sucede solo en la cabeza de quien escribe, o incluso en el proceso mismo de la escritura, me llevó a una estrategia expositiva en la que Kaurismäki y el problema del comunismo se cruzaron. Es decir que traté de extender el impulso de un encuentro: el encuentro entre el problema político del comunismo, una palabra muy querida para mí por infinitas razones, el del cine de Kaurismäki, por quien sentí siempre una fascinación, y un disponible de escritura que le debo al roce entre ambas cosas. 

Iván: Una de las imágenes recurrentes del libro tiene que ver con el cielo. El cielo, el color azul. El ensayo parte con esa imagen del color del mar, del cielo, y luego está la cita de Auguste Blanqui, “tomar el cielo por asalto”. Entonces, pareciera que esto se invierte, el cielo por asalto, más bien es el cielo que se cae. Y yo  pensaba que pasaba entonces por invertir el comunismo (radicalmente utópico hacia el futuro), y pensar un comunismo a ras de suelo.  

Federico: Yo creo que el comunismo es el asunto del libro, pero es el asunto del libro porque es también un asunto de Chile, un asunto de lo que nos está ocurriendo. Ocupé el azul, que es el color de Kaurismäki pero también el de Salminem, su director de fotografía, porque se trata de un color que no es ni el rojo clásico de una vanguardia demasiado dogmática e iluminista ni tampoco el amarillo, el otro color primario, del que se da vuelta la chaqueta y se torna moderado, cauto, arrepentido. Me parecía que el azul ubicaba el problema en donde también se quería ubicar la escritura del libro y el conjunto disperso de sus materiales: el de un comunismo que rompe con el círculo maníaco-depresivo de la academia y el mundo letrado, donde o bien sacrificamos nuestra singularidad par seguir el trazado del dudoso pastor que descifra el futuro o bien quedamos obligados a aceptar la tesis biopolítica de que todo en nosotros ya está configurado. Por decirlo de alguna manera: me pareció bien hacer el intento de pensar entre Carl Schmitt y el Che Guevara, o entre Foucault y Trotsky, o entre Agamben y Lenin. Soy de los que piensan que el problema no va por ninguno de los dos lados, y al cine de Kaurismäki le sobran escenas e imágenes, más que ad hoc, para dar cuenta de esto. Porque Kaurismäki no se ubica a ninguno de los dos lados. Incluso su propio concepto de lo que es el cine no está de ninguno de los dos lados: no es un cine estrictamente de autor ni un cine de sala comercial. No es un cine completamente experimental ni tampoco un cine de carácter puramente lineal en el que hay una trama, una intriga, un desenlace, sino un cine que se despliega haciéndose trampas a sí mismo y que se sitùa por eso al margen o al medio de esa división clásica alta y baja conematografía. En este Chile me parece que es muy importante pensar ese entre, esa hibridación, algo que nunca dejo de agaradecer a lo que pasó en el 2011. Nos dividíamos hasta ese momento entre una estrategia masificadora de la memoria (que en realidad acontecía en buena medida al interior de círculos académicos que veían ahí también un negocio) y una manera demasiado tímida de construir, propia de los personajes de la llamada Concertación. Y de pronto llegaron los chicos e hicieron saltar todo en pedazos, como si con esto nos estuviesen diciendo que en este país la memoria estaba tran trabada y alamabrada que al final quienes no habían sido testigos del pasado tenían gracias a eso mejor memoria.

Iván: En su recorrido el libro presenta una especie de arqueología histórico-política del comunismo a partir de dos ideas que particularmente me gustan mucho: por un lado la del derecho al ocio,  una especie de comunismo ocioso podríamos decir; y  por otro una querella dentro de las matrices más doctrinarias del marxismo vinculadas a la clase obrera y lo que podríamos llamar como el lumpen proletariado. Y es al interior de estas dos configuraciones- entre la errancia del trayecto del lumpen proletario y este derecho al ocio-  donde la imagen de Kaurismäki  se cruza con muchas errancias del cine contemporáneo. Y eso es algo  donde una arqueología de lo político y una arqueología del cine, donde está confluyendo en ambos dos niveles, un punto de encuentro.

Federico: En Kaurismäki eso es muy interesante, en parte porque no hay que olvidar que es un cine de citas, tanto en lo referente al uso de la imágenes, como en relación a los diálogos. Y el atractivo que veo en este modo de trabajar con las citas es que las citas tocan en lo más hondo a la política. ¿Por qué? Porque la política consiste también en poder hablar la lengua del otro, en salir de uno mismo, en huir y en desconocerse. La recurrente pregunta acerca de cómo podemos cambiar la historia cuando es la historia la que nos hace a nosotros, tiene en Kaurismäki una respuesta: no hay que cambiar la historia, hay que dejar de complacerse con ser siempre el mismo, subirse a otros trenes, dejar de preguntarse tanto por el “proyecto”. Deleuze decía algo que me gusta mucho, que hay que saber escapar de los sueños de los otros. Es cierto, nuestra identidad es siempre de alguna manera una encarnación de ese sueño que no nos es propio, que no es el nuestro. Hablar la lengua del otro no significa ser él, significa pasear, darse una vuelta por otros lugares. De modo que hay que escapar de esos sueños, pero también hay que saber traicionar la identidad en la que quieren estacionarnos.   

Entonces en Kaurismäki están esos personajes que son obreros que no hablan el idioma del obrero, sino el de los príncipes, el de los bohemis empedernidos, el de los paseantes distraídos que están en el imaginario de Baudelaire o que asoman con un revólver como si fuesen los protagonistas de un film de John Ford. Los gestos Kaurismäki los planta en la cara del actor en una relación de descalce con lo que este actor debiera supuestamente representar. Bueno, aunque parezca raro, ahí detecto una idea de comunismo, la que me interesa a mí, por supuesto: la idea de un comuniso como algo que vive en el desenfoque libre respecto del trajín o de la identidad como una atribución que me da el otro (el simbólico, diría Lacan). Es decir, el comunismo como un descalce en relación al trazado tiránico de la historia. En ese sentido, creo que el comunismo es mucho más una no-coincidencia con lo que se espera de uno, que una trascendencia del uno hacia el otro. Los padres de la historia, los padres de las ideas, los padres que nos muestran el camino por el que nos salvaremos, nada de eso me interesa. En realidad, no nos debiera interesar ningún padre. Lo importante son las relaciones que no tienen ninguna razón de ser, un tema central del arte y de la política. Ese es el comunismo del hombre solo: una relación que no se funda en ninguna necesidad y que a causa de esto transforma la idea previa que se nos quiere imponer acerca de la comunidad. En el comunismo del hombre solo la comunidad es lo que debe ser, una forma de experimentación: ahí están los pequeños sueños de amor, las ilusiones perdidas, las mujeres, los hombres y los animales que arman entre sí redes colaborativas al margen de los explotadores y los vendedores de pomadas. En Kaurismäki los pobres no son piadosos ni solidarios, no se sienten obligados a eso: son seres que ponen sus deseos y sus penas en común, se regalan lo que no tienen y experimentan con anudamientos que transforman de modo inmanente las reglas de la comunidad.     

Iván: Creo que hay un hilo delgado que se sostiene en todo el libro, un hilo afectivo básicamente, que tiene que ver con la palabra “solidaridad”, pero sin la carga histórico-compensatoria si no desde una no-épica, que está simplemente presente…

Federico: Es lo que te decía, claro, la comunidad de seres que se miran, se tantean, se rozan, conviven e implican también a los animales. Hay algo de metempsicosis en todo esto. Con los animales tenemos siempre una relación, partiendo por el hecho de que son cuerpos que nos levantan la mirada, cuerpos que nos miran y de los que no nos consta que no carguen con mortificaciones que no comprendemos. También lo hacemos nosotros con ellos, les contamos a veces que las cosas no van tan bien. En fin, nos miramos, hay una comunidad de ojos, una simpatía. Pero la simpatía no es un atributo personal, como en general se piensa; es un nudo afectivo impensado, una dote de nuestro ser en común que nos arranca del tacaño cuidado de sí. Mal que mal, hay que saber perder. Los personajes de Kaurismäki son perdedores, en el sentido de que son seres que tienen el encanto de luchar por pequeñas causas de las que están previamente convencidos que no les darán ningún lugar. O sea, no luchan por causas perdidas, luchan por causas que les confirmarán una vez más que son perdedores. Eso me encanta.

Iván: Hay elementos comunes que parecieran estar presentes en tu libro sobre Walter Benjamin (2009). Particularmente el de un paisaje en ruinas,  un paisaje de la posthistoria

Federico: Bueno, ese asunto de la posthistoria es todo un problema. Y sí, creo que está en el libro, que trata fundamentalmente sobre el hecho de que ya no hay nada que esperar de la historia. El problema está en que del hecho de que no haya nada que esperar no se deriva un fracaso, o solo un fracaso, sino también una liberación. No hay nada mejor que liberarse de aquellos que nos ponen a esperar, casi siempre a título de un horizonte que solo ellos supuestamente conocen. Por lo tanto, no hay que lamentarse como si se estuviese ante algo irremediable. Hay que hacerse cargo también de que nos hemos quitado de encima a todos aquellos que nos presentaban la historia como les gustaba a ellos, pero para la que teníamos que trabajar nosotros. Que el futuro se teja por fin despojado de toda esperanza, como despliegue libre de una potencia, de un afecto, de nuestra manera suelta y autónoma de definir los modos en que queremos estar juntos. Y no solo el futuro, también el pasado puede dejar de ser el objeto encriptado de nuestra nostalgia. Se puede estar triste, por cierto, pero con la tristeza se pueden hacer grandes cosas. De Aristóteles a Freud, pasando por la patrística y los doctores de la iglesia, a la tristeza se la exorcizó de una forma muy violenta, entre otras cosas porque se le suponia una inmovilidad, una detención, una pereza, lo que explica la fusión clásica entre melancolía, aburrimiento y desesperación, entre otras muchas que no vamos a tratar aquí. Pero perfectamente se puede pensar que lo que hubo siempre detrás de este ataque a la melancolía, y esto tiene que ver con Benjamin, que fue un defensor acérrimo del saber melancólico, fue, como por lo demás lo notó Baudelaire, un control del ocio, que se puede pensar como una manera de tomarse los plazos de la historia, ¿no? En fin, se trata de un viejo prejuicio que pasó de los griegos y la medicina hipocrática al mundo de la patrística y, de la patrística, al del psicoanálisis y la vida burguesa. Pero cabe la posibilidad de pensar que el ocio o el aburrimiento son interrupciones que operan sobre el circuito de la vida productiva. No se trata del ocio como algo que pertenece a una determinada clase, sino como algo que pone en jaque la retórica de la vida útil.

Iván: Hay otra zona que está enunciada en el libro y que es el elemento del rock and roll. Está la música, el punk,  los rockabillies…

Federico: Pero en Kaurismäki los rockabillies están al lado de Gardel, al lado del tango, al lado de un valsecito austríaco. Esa es su oreja: la oreja de un gran cineasta que tiene infinitos conocimientos de música.

Iván: Muy melómano, tiene mucho vínculo con Jarmusch, con esa oreja rockera.

Federico: Exactamente, puesto que Jarmusch es capaz de ir de Tom Waits a Wu-Tang Clan, o de John Lurie a Iggy Pop, en diez o quince segundos. 

Iván: Y lo contracultural.  Hay una historia que se toma gran parte del libro que va de Bob Dylan a Bertold Brecht…es una historia que desvía, pero cuando vuelves al cine es súper iluminador para entender esa sensibilidad, lo cual no es fácil de entender ya que no es literal

Federico: Sí, se trata de la conmoción que producen personajes que no son buenos. Un asunto de perdedores, también. Ahora salió el documental de Jarmusch sobre Iggy Pop, que todavía no veo, pero lo cito porque sí vi el que dedicó a los Crazy Horse. Los Crazy Horse eran unos tipos musicalmente malísimos. Uno de los productores de Neil Young decía: “a estos cuatro habría que haberlos fusilado cuando nacieron”. Lo decía porque lamentaba profundamente que Young se empecinara en tocar con estos tipos. Considera que en el 69 Young se hizo millonario con el disco que sacó con Crosby, Stills, Nash, tenía el mundo por delante, tocaba con esta banda espectacular, y sin embargo no quería abandonar a los Crazy Horse. Todo el mndo le preguntaba ¿hey, Neil, por qué tocas con estos idiotas? Y él decía: porque son adorables, simplemente por eso. Yo encuentro increíble que dijera eso: funciona como un pequeño gesto contra la latera profesionalización de todo, contra este mundo fetichista y puro en el que hay que profesionalzarlo todo. En el campo de las humanidades, la profesionalización del conocimiento en la universidad nunca produjo más porquería que hoy. Tu le puedes preguntar a un filósofo por Spinoza, por ejemplo, y te dice: “no lo trabajo”.

Iván: Absolutamente. Bueno, y ahí vamos a la historia del cine. Leerla no como una  especie de organización constructiva, de la adquisición de elementos y recursos que van hacia un lugar (a lo Bordwell), si no como Rancière, es decir, de forma contradictoria, con desplazamientos en su interior…

Federico: Que arme, si te entiendo bien, tensiones como las que Raul Ruíz fue capaz de esablecer acá: tensiones que se juegan entre la intriga como vedette pobre del cine rico y la experimentación como riqueza de un cine deliberadamente en apuros. Pero lo que te decía antes: en Kaurismäki no hay una opcion por una u otra cosa. No le interesa esa tensión. Su cine está lleno de tonterías, de chistes malos, de finales felices, de cuentos de hadas, en parte porque seguramente juzga que para experiementar hay que también poder no hacerlo. Eso de alguna manera desarma la tendencia a leer el cine desde la imagen-movimiento o la imagen-tiempo, o a leerlo desde la teoría del conflicto central o desde el tedio y el aburrimiento, o desde el cine de culto y el cine de grandes salas, etcétera. En Kaurismäki, Hitchcock y Ozu conviven sin ningún problema, así como podrían convivir un Tarkovsky o un Antonioni con un Scorsesse o un Tarantino. ¿Cuál es el problema? Esa es la hibirdez que le importa. Todo es cine.   

Iván: Y aparece, uno podría decir, el cine en su potencia máxima. En sus poderes afectivos, sus poderes de comunión y encuentro. Yo creo que ahí hay una idea que también la plantea Rancière,  que me parece que el crítico Serge Daney también la planteaba, que es que el cine es un arte de la base, en el sentido doble de la “base perceptual” y las “bases” sociales…y ahí hay como un comunismo implícito…

Federico: Claro, tienes razón, donde los elementos viven en estado de transfusión. A propósito de Rancière, recuerdo lo que dice sobre Chaplin cuando corrige las tesis de Shklovski y la de no me acuerdo quién más, creo que Epstein: la tesis de que a Chaplin se lo debe leer desde el teatro o desde el cine. No, no se lo debe leer desde ninguno de esos géneros como tradiciones que son en sí mismas, precisamente porque el medio del arte no es un disponible estético, un aparato o un grupo de materiales, el medio del arte es un tejido sensible heterogéneo que no puede ser devuelto a una teoría que se funde en la autonomía de un género determinado. El estatuto de la teoría del arte, si por esto en lugar de entender un modo experimental de poner en común ideas que no estaban en común, entendemos el desciframiento estético de una producción, es puesto así en crisis. Es el motivo por el que no comparto en absoluto la idea de Déotte de que hay un aparato estético. El aparato estético puede existir, pero todo arte inevitablemente lo sobrepasa porque su medio es una telaraña de afectos que no están completamente determinados. En este aspecto, el disponible técnico de una obra no es el mismo cuando este disponible pasa por el complejo mundo de los afectos. El arte es siempre más que un arte o menos que un arte, nunca coincide en sí, y desde luego que es siempre algo más o algo menos, también, de lo que la teoría dice sobre el arte. Y eso que yo dirijo en la Universidad de Chile una carrera que se llama justamente así: teoría del arte (risas).

Iván: No claro, es desafiante para eso, para pensar justamente los campos contaminados. Yo creo que, desde el lado del ensayo, de la crítica me parece que hay más posibilidades qué desde los campos disciplinares que ya se plantean cómo especializados

Federico: Sí, por eso era bueno pensarlo como novela, porque tampoco se sabe si esto es un ensayo novelado o es una novela que ensaya con elementos de no-ficción. A mí me parece que escribir es algo en sí mismo, que los géneros son siervos de las ideas y que a veces es mejor ir al ensayo y otras a la novela o a lo que sea. Bueno, también pienso que uno escribe novelas cuando no se le ocurre ninguna idea. Si uno tiene algo que decir, no escribe una novela, ¿no?

Iván: Está presente en el libro, que es este asunto de la relación entre la escritura de la historia y la novela. Una especie de traslape que sucede entre fines del siglo XIX e inicios del XX, donde la novela se encarga de algo así como de narrar su presente y la historia de novelar su pasado. Y eso habla de una heterogénesis histórica, de un tipo de arte- pongámosle experimental- que está entre medio de muchas disciplinas, de muchas áreas, pero que sería finalmente a lo De Certeau, una especie de escritura de la historia, una escritura permanente de la historia

Federico: Sí, creo que es la cuestión del realismo, que para mí es algo fundamental. Me refiero que el realismo es una cuestión central. Por eso me fui al siglo XIX (aunque el realismo, por supuesto, no se reduce solo a ese siglo), porque allí la historia, como tu sugieres, se configura como disciplina emancipándose de la retórica, y la novela al mismo tiempo surge en una pugna contra la hsitoria. Es como si cuando la historia se libera del príncipe, a cuyo servicio tenía que estar, se encuentra con el límite que le pone la novela, pues lo que la novela realista del siglo XIX le disputa a la historia es la capacidad para interpretar acontecimientos imprevisibles para los cuales ambos géneros están igualemente poco preparados. Por eso Marx hace lo que hace en El dieciocho brumario: leer el teatro de la historia desde el punto de mira de la novela realista. Su autor fundamental en ese sentido es Balzac. ¿Por qué le interesa Balzac? Porque Balzac puede abreviar todas las transformaciones de la historia de su tiempo en una escena que transcurre al interior de un hotel en el que una familia quiere educar a su hijo con reglas morales que la revolución francesa volvió ineludiblemente anacrónicas. Yo me pregunto ¿no es la historia de los historiadores esa familia anticuada? ¿No es lo que le está diciendo Balzac al historiador? Si nos pasamos al siglo XX, nos damos cuenta ya de lo que había intuido Balzac: la historia no existe, lo que existe es una proliferación infinita de historias. Quién podría creer hoy en “la” historia.      

Iván: Me parece importante pensarlo donde lo pones tú, pero en el siglo XX hay justamente una querella con el realismo, como un estilo acotado y en el cine está muy presente. Me parece que mientras más abierto está esa pregunta, también por el realismo es donde florecen digamos los estilos y las posibilidades. Pero después está el realismo  “duro”, el realismo socialista. Entonces está esta película de Ruiz, El Realismo Socialista (1973), que desclasifica eso…

Federico: Bueno, la verdad es que a mi el realismo ruso me interesa muchísimo. Me parece que fue una manera de democratizar la forma de experimentación que era excluiva de una vanguardia. Con esto, como diría Groys, aunque él lo dice en chiste y yo en serio, el comunismo logró dar estatuto público a la pregunta por la inmortalidad, que de alguna manera es la pregunta por lo que habrá de ocurrir con las cosas que hicimos. Es el problema del museo, ¿no? Tratar de responder esa pregunta. Y lo que Stalin hizo con el comunismo en la URSS fue reivindicarlo como una forma específica de responder mediante la conservación, apartando las cosas de su flujo en la interminable circulación del capital, a la pregunta de cualquiera por lo que sigue después de la muerte. Como la respuesta ya estaba dada, Stalin pensó por eso que a lo mejor no era tan grave matar, morir, sacrificar kilos y kilos de vida humana. No lo estoy defendiendo, claro; estoy diciendo que su democratización de un proyecto particular, el de la vanguardia, lo condujo a elaborar una respuesta faraonica, la del museo, y que el museo costó inumerables vidas. Bueno, ese también es un problema del arte. Que, también como dice Groys, antes y después de esa experiencia, que consistió basicamente en fundar la totalidad de una comunidad en la inutilidad del quehacer estético, el arte fue y es lo que sigue siendo hasta ahora: un pasatiempo de las clases letradas. Siguiendo esta línea, el problema que hoy tenemos no es cómo los cultores de un pasatiempo como el arte nos transfieren la totalidad autoobjetivada de la historia, sino cómo por medio del arte podemos relacionarnos con la pregunta legítima de cualquiera: la pregunta por la inmortalidad. El capitalismo esta pregunta, desde luego, no tiene cómo responderla; el comunismo la respondió de un modo macabro y despiadado.

Entre esas dos experiencias, desdichadísimas ambas, hay otra, consistente en cómo nos volvemos testigos inquietos de lo que hacen las cosas con nosotros y cómo, a partir de esa inquietud, probamos con poner, al interior de la comunidad existente, otra comunidad. Es lo que de algún modo quise hacer en este libro: mostrar que la transformación de la comunidad entre las imágenes que Kaurismaki propone en su cine no es diferente a la comunidad entre los materiales que el arte trastoca o la que definimos nosotros transformando nuesta manera de estar en común. Todo es política, todo es arte y todo es cine, al menos en este aspecto.

 

 

 

 

 

 
Como citar:
Pinto Veas, I. (2017). Federico Galende, laFuga, 19. [Fecha de consulta: 2024-04-18] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/federico-galende/818