A casi dos meses, so pena de quedar sepultado bajo la marea que seguramente traerá Sanfic, Fidocs reverbera todavía en nuestras cabezas. La efervescencia en retirada de la décimo tercera versión del festival, el agua aparentemente calma, y sin embargo, la presencia de corrientes subterráneas que de agarrarnos llevarían lejos.
Hay demasiada ficción en el mundo. Así se encabeza el afiche del Festival de Documentales de Santiago de este año, en cuyo fondo blanco palpitan multicolores las seis letras de la palabra VERDAD. Formando una vertical, cada letra lleva impresa una imagen: el detalle de una pintura, fotografías y fragmentos de fotogramas. ¿Qué tipo de verdad? Una que se construye de momentos de actualidad o encuadres 1El rostro de Patricio Guzman, el rostro de Salvador Allende, el rostro de Jorge Müller, y en plano general físico, seguramente extraído de alguno de los volúmenes de La batalla de Chile, el rostro del pueblo, por recortes espacio-tiempo de esa superficie extensa, casi siempre peligrosa, que tan fácilmente llamamos lo real.
Miradas, filtros, sentidos, perspectivas y modos de narrar; hay demasiada ficción en el mundo como para ir afuera a buscar otros mundos; si bien caben y se requieren otras lecturas, se trataría de un llamado a redescubrir la multiplicidad y los alcances del documental. Sus entrañas, su potencia fabuladora, subjetiva, así como su permanente vínculo con el afuera: lo político, lo antropológico, lo social.
No hicimos en este caso lecturas transversales; el hilo que se desprende de cada una de las películas vistas va enredando, en la media que pasa el tiempo, sus propios itinerarios. Nostalgia de la luz (Patricio Guzmán, 2010) en la inauguración, Kawase-san (Cristián Leighton, 2009) al cierre; una concurrida Competencia Nacional; la Retrospectiva del ya casi omnipresente Patricio Guzman; una disímil y por instantes sorprendente Competencia Latinoamericana; la muestra de documentales de Derechos Humanos; y dentro del Panorama Internacional, nombres con la resonancia de Nicolas Philibert, Alain Cavalier, Simone Bitton y Frederick Wiseman.
En esta línea -la línea huidiza, azarosa, cualquiera-, lo primero que viene al presente es Wiseman y su ecósfera de danza. Durante casi tres horas, por medio de particulares recursos estructurales, el estado de las cosas de La danza, el ballet de la ópera de París (Frederick Wiseman, 2009), se le aparece al espectador por enjambres. Si bien tiende a parecer algo dado, un universo cerrado al que accedemos sin notarnos, algo pone en duda la insularidad de lo observado. Ensayo tras ensayo, asistiendo desde el placer de la diferencia a cada una de las repeticiones, este ojo flotante, pretendidamente invisible, se pasea por el edificio del ballet de la ópera de Paris borrando a su paso los tránsitos. La cámara se planta, se enraíza en lo que dura para el espectador cada uno de esos espacios (la sala de clases, el teatro, los subterráneos, la sala de reuniones). Pero se planta para desarraigarse, para como en un salto, construir geometrías en el aire y dejar suspendidos los trazos ya esbozados de continuidad narrativa, y en vez de encadenarlos, aparecer en otro lado con la frescura de un grado cero que invita nuevamente a echar raíces, mientras la fascinación por lo ingrávido y el movimiento nos envuelve. No por nada el edificio se retrata por estratos. En la planta central: los bailarines en su ambiente, las salas de ensayo, los vestuarios, las oficinas administrativas. En la planta baja: las bodegas de utilería, los talleres, las costureras trabajando al unísono, asegurando la visibilidad del movimiento puntada tras puntada. Así como el panal de abejas zumbando con la ciudad de fondo en la punta del edificio, o los pequeños peces viviendo en silencio debajo de todo (en el charco de agua que recorre los cimientos del edificio), coreógrafos, bailarines, y quienes se ocupan a partir del detalle de producir los tejidos que abrazarán estos cuerpos para proyectar de ellos una imagen ampliada, todos formarían parte de esta especie de colmena. Frente a quienes permanecen sentados sintiendo cada vez más la rigidez del propio cuerpo atornillado a la butaca; dirigiendo intérpretes, enhebrando lentejuelas, o desafiando la gravedad y el peso, cada subgrupo trabaja a un ritmo propio y genera una cadencia. De este modo, lo filmado es el ballet de la ópera de Paris y casi como si estuviésemos ahí, los esfuerzos cotidianos de su práctica, pero también, el ritmo a un nivel estructural, y a su paso las distancias. Debatiéndonos entre la sensación de un documental hecho de trazos de movimientos o esporas argumentales siempre al borde de explotar y la transparencia supuestamente lineal de la experiencia; creo que finalmente, ganan los fragmentos. No la imagen nítida, completamente translúcida de un estar ahí calcado, sino la claridad difusa de unos espacios vividos pero en barrido. Reales pero empañados por la aceleración del tiempo. Dejándose afectar por estos niveles de intensidad que al plasmarse en las salas de ensayo, en los espejos, los pasillos, e incluso en la azotea o las cañerías de esta suerte de ecosistema de danza; nos hablarían de un acercamiento al movimiento, no sólo desde la levedad, la sutileza y la gracia, sino que desde el espacio mismo y las posibles duraciones que lo subtienden.
Cierre paréntesis. La ciudad, el frío y una serie de pequeños equívocos me impidieron llegar a la película inaugural. En cambio, sin saber mucho, voy a Irène (Alain Cavalier, 2009). Buscando las anotaciones que creía haber hecho, sólo me encuentro con esto: Irène y la piel, la escritura, las heridas; la existencia en los objetos; el tiempo en la voz, en el cuerpo, en los lugares internos o externos de la memoria. Su voz nos arrastra sin tregua hacia un dónde no por explícito menos impreciso. La muerte de Irene, su imagen ausente impresa como una herida sobre el cuerpo y el espacio de Alain, se proyecta en primer plano sobre el espectador. Son sus manos, su mesa de trabajo, su letra manuscrita, la lámpara de pajarillos que a ella le gustaba, la tapa de su diario de 1971 derritiéndose sobre una lámpara de camping. Su voz que murmurando desde ese ‘siete meses antes’, reflexiona con detalles sobre lo difícil y fuerte que pueden llegar a ser, en el tiempo íntimo de la agonía o en la exterioridad del presente recreada en cada exhibición, esas imágenes. Esto para quien mira, para sí mismo, para la Irène muerta, para el cine, para quien sea.
Siguiendo con el panorama internacional, pero sobre todo en consonancia con los lugares por los que transita hoy en día el documental, está Rachel (Simone Bitton, 2009). Así como en Irène, se trata de una mujer muerta. Ni de vejez, ni por enfermedad, muere aplastada por una bulldozer en la franja de Gaza. Asistimos a la reconstrucción de una persona desde su ausencia, pero desde las condiciones materiales, políticas, geográficas, que significaron el fin de su existencia. “Ninguna lectura, ninguna conferencia, ningún documental hubiera podido prepararme para esta realidad” escribe Rachel a sus padres intentando transmitir la experiencia de contribuir in situ con su presencia. Una presencia esencialmente problemática, si consideramos que como dice uno de los entrevistados hacia el final de la película, “resistir es vivir, es una suerte de verdad”; incluso si con ello se muere. Como la misma Rachel dice sin dimensionar el alcance reflejo de sus palabras, ningún documental hubiese sido suficiente. Se puede resistir sin esperanza, pero también sin desesperación. Es quizás en este sentido que Simone Bitton da cuerpo a esta película de cadáveres y relatos exhumados. Para entramar, con los fragmentos metastasiados de una experiencia irremediablemente intraducible, un modo de entender la ética y el compromiso, que si bien no guarda ya esperanzas, entiende la crítica, la acción política, la resistencia, como un acceso a la verdad, como modos legítimos de existencia.
Todavía de la mano de la ausencia, aunque tras derroteros del todo diferentes, salto a la Competencia Latinoamericana y a mi recuerdo (sin duda todavía prendado) de Los jóvenes muertos (Leandro Listorti, 2010). Cerca de treinta adolescentes se quitaron la vida en el pueblo de Las Heras, en la provincia de Santa Cruz, hacia fines de la década de los 90’. No vemos nada de ellos; sus rostros, sus motivos, sus familiares al hablar de ellos, el cómo y el por qué de sus muertes, todo queda en suspenso. Pero un suspenso que es más bien otra cosa. La voluntad deliberada de borrarlos. De ir en su búsqueda, nada más que por el vaciado de sus identidades; siguiendo la huella que el paisaje absorbió de ellos. La ausencia de movimientos de cámara quizás declara esta disposición primera, la de decirnos: no son ni siquiera fantasmas, presencias que deambulan, que se pasean por este paisaje como un flujo de conciencia, sino sólo impresiones fosilizadas donde por alguna razón se respira todavía el tiempo. Un tiempo vivido por nadie, una especie de subjetividad rara, difusa, espacializada, que sin embargo decanta en diversas voces, y de paso adquiere un rostro. Y es que nos vemos sujetos, plano tras plano, a un modo fragmentado de reconstruir el espacio-tiempo, que al interpelarnos sensorialmente (el grano de la imagen, su aspecto de archivo encontrado, activando no se qué nostalgia), compromete también el cuerpo, y por medio del deseo, su capacidad de tejer historias hilando el adentro con el afuera.
Me quedo afuera de Tres semanas después (José Luis Torres Leiva, 2010), también en Competencia Latinoamericana. A sala llena, la turba entrando, justo cortan en mí. Pienso que no podré recuperarme… En cambio, atendiendo a la Competencia Nacional, voy a Lugar de encuentro (Edgar Doll, 2009) que quizás injustamente, dada la especificidad de mis expectativas, en ese minuto me parece horrenda. Esto es lo que anoté detrás de una boleta saliendo: Bello archivo basureado, los no lugares desde el lugar común, citas textuales con narrador ochentero, tipo teleduc, de Marc Augé. Hoy, no digamos que me encanta, pero creo poder salir de mi ofuscación y encaminarme a verla. El material, diverso, con el que cuentan es impresionante, y el tema, la hoy ausente piscina pública emplazada entre Viña y Recreo, resulta de sumo interés dentro de estos pasajes de presencias y ausencias que hemos ido trazando. Tal vez su principal flaqueza es la de separar, tan firmemente, temáticas de materiales, tópicos de sensaciones, información de especulación formal. Porque si algo hay de emocionante en las secuencias de distención febril y descanso veraniego rescatadas de este desaparecido ‘lugar de encuentro’, es su capacidad de sugerir por sí mismas, una reflexión no sólo sociológica, sino que estética y filosófica de dicho emplazamiento.
Tiempo después, fuera del marco del festival y con la intención de escribir algo aparte, voy de infiltrada a una proyección académica de la película de Torres Leiva. Como decía la sinopsis Tres semanas después es una meditación visual sobre el paisaje luego de una catástrofe’. La noción de paisaje, contraviniendo su acostumbrada naturaleza utópica, se implanta cartográficamente sobre una de las zonas más afectadas por el terremoto. Pero si bien ya no puede ser apacible o naturalista, el paisaje proyectado tampoco se corresponde con el imaginario catastrófico que por momentos caracteriza la identidad del cine latinoamericano. No es La frontera (Ricardo Larraín, 1991), no es La respuesta (Leopoldo Castedo, 1961). No la subjetividad discursiva conjurando las fuerzas antagónicas de la naturaleza, sino (y acá la evidencia de una idea fija), una especie de empatía sensorial hacia el espacio que operaría desde lo inatribuible. Como si la experiencia del territorio destruido no cupiera en ninguna conciencia, en ningún texto, en ningún diálogo -menos con el rebalse dramático promovido por los medios-, Tres semanas después nos adopta y propone para la tragedia una nueva mirada: la del afuera. Un afuera concreto, particular aunque no singular. Acotado territorialmente -mas no enteramente identificable-, el territorio herido se resiste a ser cifrado. Se rebela por medio de abstractos visuales, y nos dice con planos detalle sacados de Marte 2Un Marte que en realidad está más cerca de lo que pensamos, de Concepción hacia la costa: no hay narrativa posible. Quizás con suerte, y sin palabras; con largos y reposados travellings laterales, tras planos fijos ausentes que sin embargo palpitan, la poesía.
Poesía que reaparece espacialmente, por los pasillos, en Kommunalka (Françoise Huguier, 2009); que se asoma con ternura tras el vidrio en Nenette (Nicolas Philibert, 2010); y que arremete de pronto, en la parte más álgida de la incomprensión y el deseo de comprender, entre el pudor y el espacio abierto, en Kawase-san.
En Viajo porque necesito, vuelvo porque te amo (Marcelo Gomes, 2009) -parte de la competencia latinoamericana al igual que Tres semanas después y Los jóvenes muertos-, diríamos que el documental sigue contrariando su supuesto principio informativo; pero en este caso, no sólo asumiendo las hebras de ficción abducidas, sino que cuestionando también las delimitaciones entre prosa y poesía. Vuelvo a leer la sinopsis del catálogo del festival, y me doy cuenta de que lo que yo vi es enteramente otra cosa. No la historia de Renato, un geólogo de 35 años enviado a una expedición a los pajonales del Sertao, con la misión de evaluar las posibles rutas para la construcción de un acueducto; sino una especie de road movie, una historia de amor epistolar proyectada en el paisaje. A partir de lo filmado, se construye a posteriori una ficción. Quien maneja el camión narra, administra las vistas reales (la carretera, lo que aún queda del río, los pajonales) como postales para enviar lejos. A través de la envolvencia de la voz, la irrupción de músicas melosas y la textura porosa, a ratos sobreexpuesta de las imágenes, se activaría la conciencia fáctica, pero también emotiva de otros lugares y tiempos, así como de la nostalgia por este mismo paisaje en vías de desaparecer.
Aunque muy a lo lejos, algo de esto se advierte en 9 meses, 9 días (Oscar Ramírez, 2009): el traspaso -estético, ético- de ciertos límites; no sólo de ficción en el documental, sino que de lo falso. No sé bien qué quise decir en su minuto, en mi libreta sólo anoté: Truculenta, pura banda sonora. Tres pescadores mexicanos naufragan en el océano Pacífico durante nueves días y nueve meses. Irrumpe con fuerza una música extraña, irónica y entusiasta, espectacularizada. Casi como parte de esta orquesta invisible, de la nada aparecen en la costa de Estados Unidos. Se habla de un milagro, de montaje, de la posibilidad de hacer una película, de contratos millonarios. De todo menos de las condiciones en las que desaparecieron y luego aparecieron (para volver a desaparecer) estos sujetos. Se juega en definitiva con lo real, con lo posible, con los límites de nuestra credibilidad, en el marco de una diégesis que se desdobla para exculpar sus culpas, que se plantea como una provocación pero blindada.
En este sentido, más allá de vulnerar o no lo cierto, o como plantea el afiche de Fidocs, la Verdad; el asunto estaría, quizás, en asumir formal e ideológicamente los materiales con los que se cuenta. Por este sector se sitúa Kommunalka. Hay artificios y puestas en escena a nivel del montaje (sin ir más lejos, el abordaje audiovisual de un ya realizado proyecto fotográfico) pero esto se traduce en un modo de orquestación que no recurre para generar sentido a sonidos implantados con violencia. Justo en la dirección contraria, diríamos que son las voces mismas de quienes habitan estos departamentos colectivos, las que, desde la seguridad que otorga el pequeño espacio privado, van cada una articulando desde sus habitaciones como particulares cajas de resonancia, el espesor compartido de este relato. En primer término invisible, la cámara se adentra pudorosa en un lugar que finalmente se revela como familiar. Percibimos sutilmente entre esta ciudad de interior, sus habitantes y quien observa, el clima afectivo de un reencuentro; es la realizadora que vuelve al lugar de los hechos a confrontarlos desde otro tiempo. Cada uno una partícula, son ellos, los inquilinos, los personajes de esta película, pero también el espacio mismo. El mobiliario, la luz, la música, el murmullo, o incluso los olores que imaginamos los enmarcan. Laberíntica, oscura, guardando entre sus frágiles paredes infinidad de secretos, esta especie de “cité rusa” hace de sus pasillos calles, de sus habitaciones mónadas, y del baño o la cocina parques públicos. Volviendo al catálogo de Fidocs, hablamos de “una ciudad encerrada”, audiovisualmente autónoma, que puede filmarse –narrarse, retratarse, explicarse- sin salir nunca al exterior. En este sentido, lo interesante sería entrever, en las junturas en este caso condensadas, hacinadas, de la domesticidad, las fisuras por donde se infiltra el aire y los discursos del afuera. Ejecutando con insistencia sus labores diarias ante la cámara, los personajes resuenan con el recinto que los envuelve. Así, si bien dialogan con el espacio común que los acoge, esto ocurre dentro de la complicidad del primer plano. Es lo político, lo social, lo económico, visto desde lo micro; quizás porque desde la noción del rumor y el murmullo agujereando las paredes, activarían en el espectador una particular sensibilidad para lo que excede sus propias ecósferas, en definitiva para lo contiguo.
Cerrando mi experiencia del panorama internacional, como esperando en su jaula de vidrio, está Nenette. La última película del director de reconocidos documentales como Ser y tener (2002), El país de los sordos (1992) o Un animal, los animales (1996), nos reintroduce simultáneamente al ámbito de la animalidad, la reclusión, la domesticación, la enseñanza, y por la vía de lo especular, a la descomposición de la mirada. Nenette es una orangután famosa, nacida y criada en el zoológico municipal de París. Todos los días de su vida, desde hace ya cuarenta años, miles de personas la visitan. Le hablan como a un niño, la interpelan con gestos absurdos, la incitan a que sirva de espejo e interactúe -como ellos- con ellos. Durante los setenta minutos que dura la película, con la insistencia de un visitante obsesivo más, sólo la vemos a ella; a Nenette comiendo yogures, durmiendo, interactuando con su “familia”, u observándonos, mirando con tedio a la cámara. Es por la capacidad reflectante del vidrio, pero principalmente por el acucioso tratamiento del sonido, que accedemos a todo lo que no es Nenette, a todo lo que en teoría queda afuera. Un fuera de campo sonoro, pero también ideológico, donde se esbozarían las contradicciones de una relación con la animalidad basada en la humanización; es decir en la férrea imposición de los propios modelos alimenticios, sociales, afectivos, e incluso filiales o sexuales, a la hora de enfrentarse con un otro. Posibles cruces entre zoológicos, instituciones mentales y salas de clases, pero a su vez, el intento por transmitirnos la experiencia sinestésica de verse retratado del otro lado del vidrio.
De la competencia nacional no vi casi nada, a función llena, con suerte pude entrar a El edificio de los chilenos (Macarena Aguiló, 2010). Con Mi vida con Carlos (Germán Berger, 2009), El soldado que no fue (Leopoldo Gutiérrez, 2010) y otras, no tuve tanta suerte. Voy un poco a ciegas: la realizadora en primera persona, un edificio de chilenos en Cuba. Me siento donde puedo, a mi lado, una conocida. Me saluda afectuosamente y dice: “qué bueno que hayas venido”. Yo digo: “sí, qué bueno que haya harta gente”. Se va aplacando el ruido en la sala, sube la directora al escenario, y escucho como en susurro: “ella es la Maca, mi hermana”. No dimensionando aún lo que vendría, todavía absorbida por Kommunalka -pensando ingenuamente que quizás encontraría acá alguna otra pista sobre el protagonismo del espacio al minuto de abordar la intimidad y la memoria-, me dispongo a verla. Aunque al principio me resistía a la forma, al tono de la narración, al simulacro de simultaneidad de la secuencia inicial, a lo esquemático de las entrevistas, o al fondo ascéptico sobre el cual comparecen ya adultos los “hermanos sociales” de Macarena Aguiló; me ganan los contenidos. No sabía del proyecto Hogares, ni que una de esas niñas podía estar sentada a mi lado. Si bien el documental no ahonda demasiado en sus opciones plásticas, ni termina de construir estructuras narrativas que le sean afines (que le permitan proliferar hacia zonas no sólo históricas, psicológicas o políticas); sí se vislumbra, casi como una aparición, la sensación cromática y táctil de esos recuerdos de infancia que eventualmente sostuvieron desde el inicio la necesidad de hacer esta película. El bus escolar amarillo cruzando a lo lejos el puente, o el reflejo cortado de la niña intentando peinarse, servirían así como vistas hipotéticas, como postales íntimas destinadas a detonar el hilo que incendiará desde lo singular, las capas, a veces ignoradas, de una memoria colectiva latente.
Todavía en el ámbito de la producción nacional, saldo mi deuda con la película de clausura, así como con la inaugural, que finalmente se transforma en mi cierre. De forma más o menos esquemática, más o menos elusiva, es intentando dar con algo a sabiendas inasible, que ambas películas proliferan hacia una realidad otra. Hacia la piel o la estratósfera, tras la sombra del padre o desempolvando el desierto, independientemente de qué consideremos adentro y qué afuera, se trata de planos que se funden. Más bien de estratos contiguos y simultáneos, que como la ficción y el documental, historia, especulación teórica, paisaje y subjetividad, terminan por impregnarse.
Así, estas fugas discursivas, lo que en Nostalgia de la luz funciona como un engranaje: los mecanismos de la memoria al descubierto, explicitados a través del desglose pormenorizado de una metáfora; en Kawase-san discurre por otro lado, No encontramos acá metáforas sino pasajes; búsquedas que se dispersan, se enmarañan y se difunden, para proyectar sobre el espacio abierto -el espacio geográfico pero también sobre el espacio del cine-, vistas caleidoscópicas del adentro. Un entrecruce de vistas y voces, bloques audiovisuales en principio atribuibles, que a medida que la historia avanza, tienden a adoptar otras filiaciones. Fragmentos de las películas de Naomi Kawase, la voz en off confesándonos su deseo de ir tras ella, las visitas a una abuela centenaria, y la irrupción cada vez más fluida de especies de postales filmadas por Leighton alrededor del mundo; materias que desde su singularidad radical dan paso a la ubicuidad.
Frente a la voz inquisidora, siempre frontal de Kawase, la voz serena de Leighton transitando de lo directo a lo indirecto. Un pensamiento en voz alta recorriendo las imágenes, un tramado epistolar que al permear la piel de ambas abuelas va transponiendo dos enjambres familiares y dos sistemas cinematográficos; decantando finalmente en un espacio discursivo que ya no le pertenece a nadie. Un nadie que a la vez podría ser todos, y que en este sentido, fragua como un espacio íntimo o un estado de la conciencia que si bien declara pormenorizadamente sus coordenadas (un incidente en la infancia del padre en Los ángeles, su propia infancia en Laja, o bien esta pieza de asilo en algún lugar de Santiago desde donde la abuela habla), se ve permanentemente intervenido por retazos de otros lugares que tienden a desterritorializarlo. Así, por medio de imágenes visuales y sonoras que no dependen predicativamente unas de otras, sino que actúan reflexionando cada una por su cuenta, el núcleo dramático de la película, esto que de otro modo podría figurarse como un pequeño asunto privado, se transforma en una Fabulación 3La Fabulación desde Deleuze (en La imagen-tiempo), entendida como algo que no es un mito impersonal, pero tampoco una ficción personal, sino una palabra en acto. Un acto de palabra por el cual el personaje no cesa de cruzar la frontera que separaría su asunto privado de la política, permitiéndole producir, el mismo, enunciados colectivos.
De esta forma, si por un lado Kawase-san es una película elusiva, que prolifera ensayando entradas y líneas de fuga, modos de internarse y salirse de sí misma; y si remite su propio viaje a la búsqueda de una Naomi Kawase fantasma, que bien podría funcionar en la diégesis como un Archimboldi o una Cesárea Tinajero; Nostalgia de la luz, sería una película que sabe de principio a fin lo que quiere y los eslabones que faltan para producir lo que busca. A saber, ligar el pasado remoto, el tiempo de la larga duración que geólogos y astrónomos escrutan con sus instrumentos, con el tiempo histórico reciente sepultado bajo capas y capas de tierra. Esto con la metáfora de Luz intercediendo como principal mediadora. La luz que nos llega de las estrellas, captada por dispositivos técnicos, dando cuenta de un pasado remoto; y la luz emitida por todo lo que nos rodea, que al ser captada de modo indicial, activaría, siempre diferida, toda una dimensión otra, relativa no sólo al pasado, sino que al inconsciente óptico. La dimensión olvidada, oculta, desatendida de lo real, que se le aparece al documentalista epifánicamente, como un imperativo ético. Como se esboza ya en la sinopsis (hacia arriba la transparencia del cielo permite ver hasta los confines del universo; abajo, la sequedad del suelo preserva los restos humanos intactos para siempre: momias, exploradores, mineros y osamentas de los prisioneros políticos) frente a la paradoja del desierto, no cabría sólo anonadarse y contemplar a lo lejos, sino que tomar una postura y embarcarse, aunque sea simbólicamente, tras sucesivos desocultamientos.
Girardi, A. (2010). FIDOCS 2010, laFuga, 11. [Fecha de consulta: 2024-10-15] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/fidocs-2010/420