Livio Delgado, uno de los camarógrafos clásicos del cine cubano, comenta sobre los primeros años de la carrera de Guillén Landrián como documentalista en el ICAIC. Livio hizo el trabajo de cámara en cinco documentales de Guillén Landrián: En un barrio viejo (1963), El morro (perdida, filmada en 1965), y la llamada trilogía del Toa (1965) que incluye Ociel del Toa, Reportaje y Retornar a Baracoa. Entre los muchos otros filmes de Livio Delgado se encuentran sus trabajos con Humberto Solás, Cecilia (1982), Un hombre de éxito (1987) y El siglo de las luces (1992).
Julio Ramos: ¿Cuándo viste a Nicolás Guillén Landrián por última vez?
Livio Delgado: Debe haber sido en 1989. Un día fui al aeropuerto de La Habana a buscar a mi mujer al aeropuerto y lo vi. Lo vi en la puerta de casualidad, le pregunté qué hacía ahí, y me dijo que se iba para Miami. Me dio una gran tristeza enorme, porque no debió irse de Cuba en aquel estado.
J.R.: ¿Cuándo se conocieron?
L.D.: En el año 61, cuando empecé en el ICAIC. Nicolás era un hippie adelantado, era un hombre totalmente distinto a todo el mundo. Era un bandido cineasta o un cineasta bandido, porque si le prestabas dinero más nunca lo veías (risas). Era un negro de una voz muy fuerte, de una intuición extraordinaria para el cine, natural. Desde el primer momento se vio que tenía una firma, un estilo, que es la base, si eso no está, no hay nada. Él editaba con la peor editora, la editora no hacía nada, él decidía todo. Nicolás, con aquella intuición fabulosa, tenía una facilidad enorme para que la gente lo aceptara, tenía una risa muy buena y casi siempre andaba con un trajecito todo arrugado y unas sandalias hechas de goma de automóvil que usaban los vietnamitas, que después se popularizaron mucho, pero eso en el año 63–64 era inaudito. Por ejemplo, un momento inolvidable fue cuando íbamos por la Habana Vieja haciendo el primer documental que se llamó En un barrio viejo.
J.R.: Sería una de las primeras películas que filmaste en el ICAIC…
L.D.: Yo hice tres documentales educacionales primero, de temas dificilísimos como inseminación artificial de las vacas. En el ICAIC había una idea genial: los viernes citaban obligatoriamente a directores, fotógrafos, editores y productores para ver todo lo que salía, y todo el mundo opinaba, realmente había una libertad extraordinaria, aunque muchos documentales se guardaron y nunca fueron exhibidos porque no tenían la calidad requerida. Cuando se expuso En un barrio viejo tuvo un impacto muy grande porque era un documental muy redondito, a pesar de ser sencillo en cuanto a su realización pues se hizo con cámara en mano caminando por la ciudad durante tres días, muy libre.
J.R.: ¿Filmaron en 16 mm?
L.D.: No, en 35 mm.
J.R.: ¿Cámara en mano?
L.D.: Sí, pero una cámara pequeña. Ese documental tuvo su impacto, porque Julio García Espinosa, el Vicepresidente del ICAIC, quien tenía mucho conocimiento porque había estudiado en Cinecittà un tiempo, sabía ir empujando al que poseía talento y aguantando al que no mostraba. Muchos se fueron…de ahí botaban con mucha facilidad, porque había un contrato de seis meses y a los seis meses se cerraba el contrato de quienes no mostraban ese talento en ciernes. Cuando se acabó el documental, Julio le dijo a Nicolás: “Negro, esto es precioso”. Había entonces una relación de amistad muy fuerte con Julio.
J.R.: ¿Nicolás mantuvo esa amistad con García Espinosa?
L.D.: Sí. Porque Alfredo Guevara, el director del ICAIC, era otro personaje, era el shogun, había un respeto enorme hacia él, era un hombre muy seco y Julio era lo contrario. Era el binomio exacto: uno era el poder y la ley, y el otro era muy popular, nosotros le decíamos el rumbero del teatro. Con ese documental de Nicolasito, Julio me descubrió, recuerdo que se viró y preguntó quién lo había hecho…
J.R.: ¿Qué edad tenías cuando filmaron En un barrio viejo?
L.D.: Eso fue en el año ‘62, ‘63, tenía 23 años. Después un día Nicolás se aparece con un periódico de unos balseros en el Toa y fuimos allá con un productor para conocer la zona y el alojamiento.
J.R.: ¿Qué les atrajo de aquella noticia sobre la vida campesina?
L.D.: Primero, el Toa es un río precioso. Cuando está la seca, tiene las chorreras, luego en época de lluvia no se puede pasar. Fuimos allá y descubrimos al que estaba en el periódico, Ociel, un muchacho de 16 años, y entramos con las canoas aquellas y a dormir en casa de los campesinos y, por supuesto, nos enamoramos ferozmente.
J.R.: ¿Tuvieron desde el principio el apoyo del ICAIC?
L.D.: Claro que sí. Nosotros todos estábamos convencidos de que estábamos haciendo el mejor cine del mundo porque era el inicio de la Revolución, era la esperanza total, estábamos convencidos de que teníamos que hacer el cine mejor, y lo podíamos hacer, porque gozábamos del privilegio de tener una industria detrás, con todo, con un equipo de iluminación enorme, con cámaras y con una apertura artística formidable.
J.R.: ¿Qué relación tuvieron con los campesinos del Toa? ¿Fueron receptivos a la llegada de un equipo de filmación que venía de La Habana?
L.D.: Después regresamos ya con cámara y trabajábamos como yo creo que se tiene que trabajar un documental, viviendo en casa de los campesinos, el productor venía con la cayuca llena de puerco asado, arroz. Y el día que no teníamos ganas, no teníamos ganas, y el día que por la noche queríamos dar una fiesta, dábamos una fiesta en casa de Tomás… y así, trabajamos con ese sentido, que creo es el que debe ser, ese sentido de aventura que se tiene producto también de la edad. Yo ahí dije una frase que se quedó, “Esto es como jugar a las casitas cuando niño, pero carísimo”, porque tienes detrás una industria.
J.R.: ¿En qué consistía el equipo de trabajo, qué otros técnicos lo formaban?
L.D.: Había un productor, un asistente de producción, Nicolás, yo, el asistente de cámara, un sonidista y un utility, un hombre que siempre lo llevábamos, se llamaba Napoleón Chávez. Siempre estaba haciendo fotos para venderlas, para buscar dinero. No era fotógrafo, era un hombre que, por suerte, tenía esa camarita y se dedicaba a hacer fotos de boda. Yo no tenía cámara fotográfica, no tenía salario para comprar una.
J.R.: ¿Cómo era Nicolás como director, había un buen diálogo entre ustedes?
L.D.: Muy espontáneo. Recuerdo que En un barrio viejo, yo andaba con la cámara en la mano y él me indicaba en el mismo instante lo que quería que filmara, por ejemplo, recuerdo la escena del anciano que la sugirió en el momento en que estaba pasando.
J.R.: Bellísimo ese plano largo, el de la carretilla, muy lento.
L.D.: Él fue el primero que puso gente estática frente a las paredes.
J.R.: Quería preguntarte sobre esto, hay una tendencia en el trabajo de cámara de aquellos años a la foto fija. ¿Cómo interpretas eso hoy, qué sentido tenía en aquel momento?
L.D.: Es un homenaje al individuo, que no tiene que estar en sus labores, está parado ahí , estático, mirando a cámara, esto no se usaba. Nicolás cambió mucho el lenguaje del cine. Las primeras veces que se vio eso había gente que lo criticaba. Se cuestionaba qué hacían aquellas personas mirando a cámara, y Nicolás decía: “Porque están mirando a cámara, cuál es el problema, señores, quítense toda esa mierda de la cabeza, sean ustedes mismos, que es la base fundamental de todo”.
J.R.: Esos planos me recuerdan los debates (europeos) de los años cincuenta contra el artificio del montaje, discusiones en que surge la idea de que el plano continuo es capaz de captar lo maravilloso de la realidad sin necesidad de gran pirotecnia o montaje ¿Cómo ocurre eso? Me refiero, por ejemplo, al plano largo del cruce del río con que abre Ociel del Toa (1965).
L.D.: Creo que ocurre cuando son generalidades extraordinarias. No te puedo decir por qué está encuadrado así. En ficción puedo explicarte más dónde va la cámara, pero cuando tú estás con un documental, el emplane es automático, el ritmo de la cámara es automático.
J.R.: Es curioso, porque estás sugiriendo que en el documental el elemento poético es más fuerte que en la ficción.
L.D.: Sí, para mí una de las obras más grandes que existe es Nanuk, el esquimal (Robert J. Flaherty, 1922). Tiene una magia extraordinaria y no tiene nada, pero es el enorme respeto que tú ves en el director y el enorme amor a los que viven ahí. En ese documental no hay malabarismo, no hay encuadres espectaculares a propósito, no hay luz espectacular, pero tú aprendes de esa gente y los acabas admirando. El director estuvo meses filmando eso y todo eso le influyó, y por suerte hizo una cosa tan sencilla. Si lo trasladamos a los documentales de Guillén Landrián… fíjate, ¿quién habla en Ociel?, en En un barrio viejo todavía menos, pues es casi silente…no le hacía falta, porque entre menos es mejor. Es que cuando tú filmas con amor, eso se refleja en pantalla. Se percibe el respeto y la admiración hacia esa gente. El viejito que viene a pedir limosna en el documental En un barrio viejo está filmado con amor, no hay crítica. Todo tiene un sentido de amor, de cubanía, de respeto al cubano, la crítica se puede hacer también así, es más difícil pero se puede hacer así.JR: En el caso de En un barrio viejo, e incluso Ociel del Toa, parece haber una relación con ciertos movimientos, con cierta técnica formal, por ejemplo, de un naturalismo estilizado y del cinema vérité.
LD: Es muy fácil de entender. El ICAIC años después funda la Cinemateca, su director era Héctor García Mesa, que era un hombre culto, inteligente, maravilloso, que hizo unas relaciones en Europa enormes y que tenía el privilegio con veinte y tantos años de ver el cine que no veíamos porque aquí lo que se veía era cine americano, mexicano y argentino. Hasta la década del sesenta el cine americano era de horror y, por suerte, en esa década empezó a entrar toda la nueva ola francesa, todo el neorrealismo, que es básico, Bergman, Kurosawa, y empezó a entrar el cine soviético que, como tú sabes, era una maravilla. Yo recuerdo el impacto, cuando vimos la copia doblada al checo pero con subtítulos en inglés, de Citizen Kane (Orson Welles, 1941).
J.R.: Cuéntanos un poco de El morro, la última película que filmaste con Guillén Landrián. Que yo sepa no se ha vuelto a ver.
L.D.: Es un documental muy sencillo. Tú tenías una meta, había que hacer películas, documentales, no podías estar seis meses sin trabajar. Ya Nicolás estaba atrasado en eso, y me propuso hacer un documental en el Morro porque es un lugar muy plástico, Entonces Nestor Almendros se apareció ahí. Yo no había hablado nunca con Almendros y él no me conocía. Y entonces hicieron el famoso plano que hacía años que no veía, y tiene una cosa interesante que a mí se me había olvidado, que es la manera de vestir del negro cubano en esa época, que iba elegantísimo a esos lugares.
J.R.: Guillén Landrián decía que Los del baile había sido la inspiración de la introducción de Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968), con Pello el Afrokán también, y hay momentos incluso en En un barrio viejo alternativos a PM (1961), o sea, a la investigación fílmica de una Habana de antes. ¿No discutieron ustedes la relación entre PM y lo que ustedes estaban haciendo?
L.D.: No sé de Los del baile (1965).
J.R.: ¿No habían visto PM? ¿No tuvo ninguna presencia PM en las discusiones del ICAIC?
L.D.: La película no dice nada. Yo creo que la respuesta de Fidel fue la manera de deshacerse de gente que ya estaba queriendo hacer cosas en contra de la Revolución.
J.R.: Después del primer internamiento de Guillén Landrián en Isla de Pinos en 1965, cuando Guillén Landrián regresa y hace Coffea Arábiga (1968), cambia el estilo de la cámara, y se intensifica el montaje. Parece haber un cambio muy notable entre la trilogía de Ociel y lo que ocurre después del ‘66–67.
L.D.: Nicolás empezó a volverse loco, estuvo ingresado.
J.R.: ¿Tú llegaste a percibir su locura en Baracoa cuando filmaban Ociel, es decir, antes del internamiento en Isla de Pinos?
L.D.: No, en Baracoa no, fue después que la gente comentaba que Nicolás se estaba volviendo loco, porque antes, a pesar de sus actos singulares, él tenía control hasta un punto, pero un día empezó a hacer cosas inauditas. Un día llegó al ICAIC con una lata de aceite vacía y me dijo que la guardara, que era importante. Después me enteré que estaba en el Hospital Psiquiátrico y lo fui a ver. Él estaba acostado, lo despertaron, se sentó y me dijo: “Tú sabes que uno de hacerse el loco, se vuelve loco”, tenía conciencia. Hablé con el siquiatra y me dijo que no había solución, tenía esquizofrenia.
J.R.: Se ha creado este mito de una figura deambulante.
L.D.: En los últimos tiempos estaba muy deteriorado físicamente, muy descuidado en la ropa. Estaba enfermo mentalmente, y es una desgracia porque era el único que tenía en esa época un sello, él y Bernabé Hernández, que no hizo tanto como Nicolás, pero también tenía un sello.
J.R.: Los otros directores contemporáneos, sobre todo Santiago Álvarez y Sara Gómez, ¿cómo lo veían?
L.D.: Sara Gómez era muy amiga de Nicolás, era una mujer de carácter fuerte, tenía su estilo también y tenía unas discusiones muy fuertes en el ICAIC.
J.R.: ¿Nicolás también?
L.D.: Nicolás tenía las agallas de hacer exactamente lo que quería y después discutir. A Coffea Arábiga tuvo que quitarle algunas cosas porque lo llevó a unos planos enormes y Alfredo le pidió que para no buscarnos problemas quitara esto y aquello. El ICAIC era un oasis, había otra sección de la cultura que estaba en la locura del realismo socialista que Alfredo no quería de ninguna manera. Y en su momento, hubo problemas entre jefes políticos y Alfredo Guevara porque Alfredo estaba muy suelto en el sentido estético, pero Alfredo era una fortaleza porque era un hombre superbrillante, con unas agallas enormes y con claridad de qué cosas hay que hacer.
Cuando tú tienes creadores con personalidades muy fuertes, tienes que ser así. Nosotros teníamos el privilegio de tener una industria detrás apoyándonos, lo que es una maravilla descomunal. A mí luego me dieron las herramientas que necesitaba para Cecilia, para Un hombre de éxito, para El siglo de las luces, filmada en Yalta, en Francia, y en La Habana, costosa producción, doce millones de dólares franceses, al ICAIC le pagaron por nosotros. Es interesante, porque yo tenía un salario de 370 pesos y me dijeron que habían pagado más de cincuenta mil dólares por mí, de los cuales no vi ninguno. También te compensa que tienes una industria detrás y la prerrogativa de hacer El siglo de las luces, con Humberto Solás, es impagable. Ya al final fue una maldición porque Humberto estuvo diez años sin filmar y a mí se me acabó la carrera.
J.R.: ¿Por qué acabó tu carrera?
L.D.: Hay directores que no les gusta que otros sobresalgan, ahora con Roble de olor (Rigoberto López, 2010) se hizo una encuesta en el cine y lo que más gustaba era la música de Sergio Vitier y la imagen, porque las actuaciones son malas. Alguna gente me han dicho que me tienen terror, porque sé demasiado. Yo no me puedo aguantar si en una secuencia le tengo que decir al director que le faltan por los menos dos planos. Si tú tienes un director nuevo, y eliges un fotógrafo nuevo y un editor nuevo la película es una novatada. El director nuevo tiene que buscarse un fotógrafo y un editor de mucha experiencia para que le aseguren esos dos renglones. También hay una generación nueva que trabaja con amigos, como yo era amigo de Humberto, como Mario García Joya era amigo de Titón.
J.R.: En un nivel más personal, afectivo, ¿qué recuerdas de la expulsión de Guillén Landrián en el 1972? ¿Había cambiado la política cultural ya?
L.D.: No, era Nicolás que no empezaba a tener claro los límites, sabes que todo el mundo tiene claro hasta donde llegar, yo en mi casa puedo decir unas cuantas cosas, en otros lugares no puedo hablar. Creo que nadie podía solucionar la expulsión de Nicolás, porque Alfredo Guevara era el director del ICAIC, tenía todo el poder justificado porque tenía que controlar a una partida de locos que hacían cine, porque era una industria del Estado en un momento dificilísimo. No vamos a hablar de lo que hizo Nicolás porque no hace falta, pero te digo que se pasó en la manera de comportarse. Se le aguantó mucho porque él también tenía discusiones, venía un día mal y podía tener una gran discusión en posfilmación por el problema de que la editora no iba a trabajar, uno puede cuestionar la ausencia de la editora pero no formar un escándalo.
Nicolás con su manera de ser se buscaba muchos problemas, porque hacía lo que le daba la gana, nosotros le llamábamos a eso un libretero, andaba libre, no tenía freno. Recuerdo un día que estábamos en la Habana Vieja y apareció una señora de esas que tienen metida en la cabeza que si no existe ella se acaba la Revolución, y cuando estábamos filmando viene esa señora, se para delante de la cámara y nos cuestiona quiénes somos y si teníamos permiso para filmar allí. Y Nicolás, que estaba vestido con su traje y su corbata, le dijo: “Señora, somos de la Agencia Central de Inteligencia, no moleste”. Y la mujer se fue convencida, a nadie se le ocurre una cosa así. Cuando hablaba en serio convencía a cualquiera, yo le decía que era el mejor actor que ha dado este país. Y tenía ese sello que es importantísimo, tenía una personalidad, un alma. Gracias a como él era, hizo el cine como tenía que hacerlo y ahora es un director de culto.
Ramos, J. (2013). Filmar con Guillén Landrián. Entrevista a Livio Delgado, laFuga, 15. [Fecha de consulta: 2024-11-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/filmar-con-guillen-landrian-entrevista-a-livio-delgado/663