Es bien sabido que los gatos detestan el agua, pero en Gatos viejos este elemento acompaña de cerca a la protagonista principal, la anciana Isidora (Bélgica Castro). Hay tres momentos en que la vemos en relación íntima con el agua. En el primero aparece una ducha corriendo y cuando se amplía el plano no encontramos a alguien bañándose, sino a Isidora extasiada ante el chorro. El segundo momento tiene lugar al aire libre frente al edificio del departamento de Isidora y su segundo marido, Enrique (Enrique Sieveking), en el cerro Santa Lucía: atraída por la cascada de una pileta pública Isidora entra en el agua, cruza la cascada, queda semi oculta detrás de la cortina de agua. El tercer momento sucede en un tramo de la escalera, de regreso al departamento después de la aventura en el cerro, cuando Isidora rememora un recuerdo de infancia en el que cruza un río y vence su miedo a ser arrastrada por la corriente gracias a los gritos de su madre.
La escena de la ducha es una cita de Psicosis, de Hitchkock, pero Gatos viejos no es una película de terror, ni siquiera de misterio sino un drama familiar con guiños de comedia. En ese primer momento de agua Isidora está siendo presa de un ataque de demencia senil, que la devuelve a una cierta forma de inocencia; su mirada es la de una niña fascinada y desvalida.
Lo que sabemos hasta ese momento es que la anciana se siente atrapada en el departamento, de octavo piso, porque el ascensor está descompuesto y ella es incapaz de bajar a la calle por las escaleras. Además, en horas de la tarde ‒la película transcurre en un solo día‒ vendrá a visitarla su temida hija Rosario con una “sorpresa”.
Gatos viejos está centrada en la relación madre hija y todo lo que esta película tiene de comedia darmática, bastante amarga, gira en torno a Rosario (Claudia Celedón), personaje genuinamente sobreactuado: todo en ella, cada gesto, cada frase, cada mirada es un exceso actoral, pero lo que en otra actriz hubiera resultado caricaturesco en Celedón es personaje. Rosario es una mujer agresiva pero se quiebra ante esa madre anciana que le confesará sin perder la compostura que cuando la tuvo ya era mayor y no “estaba preparada” para tener otro hijo, esa madre que no tiene ni siquiera un recuerdo de ellas dos juntas. Su fragilidad emocional cuenta además con una aliada mortal, la cocaína, que la sensibiliza al punto de la histeria y el anonadamiento.
Rosario ha venido a ver a su madre para sacarle la firma de un documento notarial que le permita disponer del departamento, herencia de su padre, para financiar un negocio de productos de belleza: a todas luces este negocio ‒la “sorpresa”‒ es un pretexto, pero su verdadero propósito es a la vez incierto; vacila entre el deseo de ayudar a su madre a tener una vejez protegida en un asilo y la necesidad de conseguir dinero, a cualquier precio. Rosario es un ser contradictorio, sufriente e incapaz o por lo menos no dispuesto a reconocer que sufre, y toda la violencia acumulada en la prolongada serie de fracasos que ha sido su vida se volcará sobre la madre en una conmovedora mezcla de amor odio.
La novia de Rosario, Hugo (Catalina Saavedra), cumple un eficaz rol secundario. Ama sin condiciones a una cocainómana histérica y su motivación para ser su cómplice en el intento de arrebatarle el departamento a la anciana no parece ir más allá de su esperanza de seguir siendo su pareja. Hugo viene de un mundo muy distinto al de Isidora y Enrique. Su lenguaje y gestualidad son propios de los barrios marginales de Santiago donde el lesbianismo, cuando es abierto, para sobrevivir exige rudeza: en un mundo de violencia y discriminación, Beatriz, que ama a mujeres, se viste como un muchacho y exige que la llamen Hugo.
“Yo la amo”, le confía en algún momento a Isidora, hablando con ternura de Rosario, y la anciana, fiel al ordenamiento burgués de los sexos, responde “qué saben ustedes de amor”. Isidora acepta que una lesbiana entre a su casa, pero las relaciones homosexuales no le parece que tengan algo que ver con el amor. El diálogo entre Isidora y Hugo queda así descartado antes de comenzar. Solo más tarde, cuando el agua fría de la pileta del cerro Santa Lucía le ha despejado un poco el corazón a Isidora, Hugo oirá de ella un tembloroso “gracias por amar a mi hija”. En la misma secuencia Isidora le pide a Rosario perdón por una vida entera de incomprensión y desencuentros. Es el momento de sinceridad de una Isidora que, sin embargo, como ya veremos, volverá a ser la de antes a medida que sube los escalones de regreso a su departamento. Hugo no está directamente involucrada en el drama pero se relaciona activamente con los roles principales ‒Isidora y Rosario‒ y no menos con su par secundario, Enrique, sin perder nunca su aire acertivo y sincero. Catalina Saavedra, que hace no mucho mostró su talento en el rol principal de La nana, prueba en Gatos viejos que no necesita estar siempre en primer plano para hacer su trabajo con maestría.
La escena de máxima tensión entre madre e hija tiene lugar en el balcón del departamento. Están solas y Rosario puede finalmente gritarle a su madre que (intentar) sacarle dinero es una forma de compensar una infancia y juventud de abandono. No hay solución entre ellas. El desencuentro, que incluye el descubriento por parte de Rosario del truco de Enrique para evitar que Isidora firme el documento notarial, concluye con una bofetada de la hija a la madre, que hace entrar a ésta en un nuevo lapsus de desvarío senil: una bofetada que en lugar de despertarla, la adormece y paradojalmente la hace más valiente.
Las escaleras del edificio ‒otra cita a Hitchcock, acentuada de manera extraña por la ausencia de banda sonora en Gatos viejos‒ cobran un valor dramático de transición. Rosario huye hacia abajo e Isidora, venciendo su terror y dolor físico, comienza a bajar peldaño a peldaño. La cámara registra de manera minuciosa los movimientos vacilantes de sus zapatos negros, sus manos y gestos, sus gemidos. Isidora desciende las escaleras, por encima de sus dolores, en busca de su hija. Pero cuando se encuentran a mitad de camino ésta no entiende o desprecia su esfuerzo y huye de nuevo, esta vez hacia arriba. Isidora, en los límites de sus fuerzas, continúa bajando, hasta llegar a la calle y cruzar, de manera un tanto milagrosa, hacia el cerro Santa Lucía.
Las secuencias filmadas en el Santa Lucía, paseo público de gran concurrencia en las tardes soleadas, conducen a una Isidora niña anciana hacia la fuente de agua, con pasitos a punto de perder el equilibrio, mientras Enrique, Rosario y Hugo la buscan por terrazas y senderos, cada minuto más desesperados. Isidora entra a la fuente, cruza la cortina de agua, y cuando Rosario la rescata logra dejar hablar sus sentimientos.
Si bien los dos primeros momentos de agua están marcados por el temblor de la demencia senil, el tercero es de total lucidez: desgreñada y descalza, asistida por los otros tres protagonistas, Isidora va subiendo peldaño a peldaño de regreso al departamento y de pronto, en una pausa, asegura que “si tiene un recuerdo” con su hija y narra una breve historia destinada a compensar la ausencia de memoria común: Isidora cuenta una escena de su propia infancia cruzando un río, como si la niña fuera Rosario. Unos peldaños más arriba toma y comunica una decisión que compensa, con la verdad, su mentira: firmará el documento de traspaso del departamento a Rosario.
La demencia senil, si bien aterradora para la protagonista, es también un territorio al que regresa para recuperar la inocencia y la sinceridad, particularmente en relación con su hija. Isidora tiene conciencia de que transita por los aledaños de la demencia ‒sus últimas palabras en la película, con sus gatos en la falda, son “yo ya no estoy aquí”‒ y si bien ha volcado su afecto sobre sus dos mascotas, su hija fracasada y cocainómana no le es indiferente. Sabe que probablemente gastará mal el dinero que consiga por el departamento, pero ante la inminencia de la oscuridad prefiere otorgarle lo que le pide a ahondar el distanciamiento.
Fiel a su condición de esposo, Enrique, consciente de las jugadas sucias de Rosario, ha hecho lo posible para evitar la firma de un documento que lo obligará a mudarse sabe Dios adónde con su mujer, pero termina por aceptar la voluntad de ésta y resignarse, literalmente, a lo que venga.
Dramaturgo y actor ocasional, Enrique Sieveking es en realidad el esposo de Bélgica Castro y la película fue filmada en el departamento donde vive el matrimonio. Después de dos semanas de invasión del equipo de rodaje, las palabras de Enrique que cierran la película, dirigidas a Rosario y Hugo que están intentando bajar de Internet una copia del documento notarial para que lo firme Isidora, bien podrían ser un irónico grito de cansancio de los dueños de casa: “ya es suficiente, ¡vuelvan otro día!”.
Dicho todo lo anterior, no creo probable que Silva y Peirano vuelvan a codirigir una película. Tendrían que hacer una verdadera comedia o quizás entrar a fondo en un universo desquiciado, inmoral, como el de Alfred Hitchkock, insinuado en momentos de Gatos viejos sin ir más allá de la cita puntual. La fuerza de la obra que ya habían hecho juntos ‒La nana‒ refleja una clara división de tareas: Peirano escribió el guión, Silva lo llevó a la pantalla. En la estructura de Gatos viejos hay un cruce entre comedia y drama, cruce como síntoma de que ninguno de los dos asumió realmente el mando de la película. Isidora, Rosario y Hugo son caracteres con historia, voz y gestualidad propias, mujeres que representan mundos y submundos de la sociedad chilena, que puestas en contacto bien podrían haber causado un terremoto. No fue así. El tono y resultado de Gatos viejos es más parecido a la medianía de Enrique que a la potencia de los tres caracteres femeninos. ¿Quisieron, Silva y Peirano, hacer una película liviana con un tema pesado? Lo dudo. Creo más bien que cometieron un error estratégico al no mantener separadas las tareas de guionista y director, que por lo demás ya les había dado un resultado tan excelente como La nana.
Cuadros, R. (2012). Gatos viejos, laFuga, 14. [Fecha de consulta: 2024-10-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/gatos-viejos/553