El título propuesto para esta sesión habría sido “la cuestión del estilo”.
Sin embargo –la mujer será mi tema.
Jacques Derrida, Espolones.
Pongamos que trata allí -también- de la mujer. He aquí, sin más rodeos, la pregunta que desencadena toda la acción, escondida en -un antes de- la memoria del relato, instituyendo su origen implícito primero: ¿Por qué en un momento histórico dado se produce un ginecidio tan brutal, un asesinato masivo -y una amenaza aún más total e implacable- de mujeres en las ciudades de Europa y el mundo cristianizado, por parte de los poderes instalados como dominantes? ¿Por qué un proyecto que se pregona “civilizatorio” -pero que nunca deja de ser a la vez uno de barbarie, y acaso esto sea lo que la película denuncia más en profundidad- viene a ejercer una violencia tan brutal como para amenazar de muerte -casi de exterminio- a, virtualmente, la mitad de la especie humana –y, con ella, por cierto, a la totalidad de su eventual continuidad?
Pongamos que ahora hay, ya, en nuestros días, un cierto saber instituido –que responde “normalizadamente” a esa pregunta (y sobre ese saber allí, en el film, se trata). Él dice: tal ginecidio es, fue, reflejo y epítome de estructuras de poder que articulaban las arquitecturas básicas de la organización social -dentro del proyecto civilizatorio cristiano-moderno- bajo dinámicas patriarcales, de tal modo que la estructura del poder público que detentaba el discurso dominante en cuanto a la producción de lo simbólico -la Iglesia y sus narrativas promisorias en el caso originario- se hace cómplice -y gesta su propio poder a través de ello- de una organización también sistemática de lo privado, de la vida de la intimidad, que se acoge y reformula bajo tal misma lógica de dominación de género, redoblándose entonces en una regulación exhaustiva de los afectos -fundada en el eclipsamiento del deseo de la mujer y su consagración domesticada al amor conyugalizado- engranada con perfección milimétrica a la arquitectura económica misma (en gestación) de la unidad de vida capitalista –alrededor del modelo de la “sagrada familia”, en la fórmula engelsiana.
Ella -el personaje actuado por Charlotte Gainsbourg- no hace sin embargo propio ese saber, no se reconoce en él ni lo encuentra suficiente -lo que, de entrada, le impide llegar a terminar su tesis, y consiguientemente a obtener el reconocimiento institucional de su saber propio, particular- y resiste inflexible a su imposición –una que parecería querer redoblar aquella violencia brutal y física con una nueva, ahora en el orden epistemológico. De tal modo que su resistencia viene entonces a reduplicar también la forma de la rebeldía: la histórica de las brujas contra el orden establecido -simultáneamente simbólico, económico-político y deseante-afectivo- con otra actual, en perspectiva, contra la voluntad de suficiencia de un saber que ahora pretende normalizar el conocimiento que tenemos sobre todo aquello –para devolverlo una vez más a un orden aún más domesticado, diría. En su identificación con los sujetos objeto de aquella violencia, Ella vine a entender que toda la casuística y simbología que allí operaba -desde la disposición calculada del principio del mal en la economía del deseo inagotable y la entrega a la lujuria, hasta la apelación a una lógica de naturaleza que se confronta de modo violento e inconciliable con la de la cultura, la civilización, y sus intereses- parece apelar como horizonte explicativo a un fundamento -o el requerimiento de una “tesis” más potente sobre el ginecidio- para el que la aplicación del estereotipo interpretativo traído por los estudios culturales y de género fallan, resultan insuficientes.
Claro está que esa resistencia a reconocer como válido un saber instituido -que al mismo tiempo se ejerce sobre Ella como poder, al reduplicar Él su función primera de objeto de amor con la de Sujeto Supuesto Saber, dominando a la vez sobre el caso histórico-genérico (por su posición políticamente correcta en relación con la interpretación académica sobre el ginecidio) y sobre el particular (por su imprudente im-posición esta vez como psiquiatra)- repercutirá de modo trágico sobre la estabilidad su vida privada, provocando su derrumbe y haciendo resonar tanto el efecto de identificación con su objeto de estudio como la violencia del castigo social dispensado contra Ellas –como enfermas principalmente de no sometimiento a un saber que orienta la construcción de la vida psíquica y afectiva (y social y económica y política) al respaldo de un orden civilizado (o digamos lo que cierta construcción cultural quiere hacer de él bajo la predominancia de unos intereses específicos, bien determinados bajo la doctrina cristiana). La rebeldía y el castigo subsiguiente que entonces llamamos con Trier ginecidio reverbera desde una economía política que castiga inicialmente -casi diría iniciáticamente- a un colectivo en rebeldía sobre el orden de la vida singular, particular, individual –la vida justamente de quien pretende indagar en el saber que allí estaba en juego, sin querer conceder que él fuera espurio o el mero trazado de una economía de intereses en liza en el que lo que menos importa(ba) es (era) la consistencia misma de su contenido.
Ahora: esta reverberancia es de doble índole –o está movida por una doble razón. La primera es del orden del retorno que -como por una clásica compulsión de repetición- hace que la escena originaria de un trauma pueda reproducirse en el espacio del análisis: Ella de alguna manera revive la violencia para la que pide explicación, pero no lo hace ya en el puro territorio del análisis (académico-ensayístico, en el que fracasa por no poder aceptar el dictado institucional del saber dominante, políticamente correcto),sino encarnando en cuerpo propio -haciendo en él síntoma, podríamos decir- lo que en el trauma originario se viviera en un cuerpo disperso, colectivo, como una cuestión pública, de tal manera que lo que fue abordado, y “tratado”, como desorden moral retorna ahora como, ya únicamente, enfermedad psíquica individual (una enfermedad que en todo caso tiene tanto su causa como su posible cura en su relación con un saber -el de las brujas- y la resistencia que él opone a otro: a las narrativas dominantes de lo simbólico en el discurso cristiano administrado por la iglesia, de entrada, y a la de los estudios de género y culturales administrada y recordada ahora por el amante-supuesto-saber constituido simultáneamente en voz de la academia -de la verdad de toda hipótesis sobre el objeto analizado- y de la salud psíquico-moral del objeto que lo reproduce y encarna, su amada).
La segunda de las razones de esa reverberación hace que nada en todo el juego de transferencias que ahí se verifica pueda ser percibido como meramente casual: lo que está en juego en el contenido mismo -digamos en el objeto del que trata ese saber que está en disputa- impone el movimiento, el desplazamiento de escala -que ya hemos visto- que lleva de lo social y colectivo a lo individual. Pues ello es, en última instancia, la dinámica misma de la constitución de una vida psíquica en cuanto tal –y esto desde luego se dice por la relación que lo comunitario tiene con lo particular y la vida del individuo. Así, el gozne doliente de ese engarzarse litigado (sobre el que los saberes del Cristo y las brujas se oponen como diametralmente dispares, contrapuestos) cobra cuerpo y trauma precisamente en el hijo, en el que las dinámicas de reproducción de la vida no sólo pronuncian la exigencia de una biología invocada desde y para otro régimen, sino la fuerza de una biopolítica que intenta traducir y proyectar esa dinámica otra en el curso mismo de la génesis de la vida que reconocemos como humana.
Entregada a una economía de la producción de espíritu que -en el caso de la bruja- pivota sobre la sobreabundancia misma del deseo y la entrega desbordada a una lujuria en la que se afirma una potencia de gozo que rechaza toda regulación, es la dinámica misma de la reproducción de la vida la que se ve amenazada, suspensa implacablemente -pero justamente en la forma que le otorgaría su construcción cultural bajo el imperio de la narrativa dominante: en efecto, en la forma de la sagrada familia como nucleadora de una dinámica que tiene al estado y al individuo como formas polares de un mismo programa para el darse de la vida psíquica, para su constitución psicobiopolítica diríamos. El de una tradición que encadena sus eslabones a lo largo de una implacable sucesión que lleva desde el cristianismo a la nueva normación activa de las subjetividades impulsada en el horizonte del capitalismo identitario-afectivo –en curso de consagración en nuestros días.
Al otro lado de esa tradición extendida y triunfante, el saber-deseo de la bruja -el de la mujer en tanto diferencia radical, anticristo- apunta a una economía del gozo y la sobreabundancia en cuyo espacio el devenir-sujeto no sacrifica energía alguna -ni la del gozo ni la del saber- a la consagración de la formación y la arquitectura biosocial del individuo -a la promesa del alma. Para ella no hay más verdad o sentido del existir del singular que la potenciación misma de la “especie” o incluso el trazado de un puro plan de fuerza, de expansión, de las formas del ser en cuanto entregadas a su despliegue cualitativo (ese peculiar entrecruce de materia y tecnología que da curso inagotable a una sucesión indiscriminada y excesiva, sin plan, de las formas del mundo, del ser). Un trazado que no negocia con nada, que en nada se consiente reducción, merma, sustracción. Sino derroche continuo -como esa lluvia constante con que las semillas del roble golpean ominosas el techo de la cabaña, mientras ellos se aman intimidados, sembrando el bosque de una infinitud de posibilidades de expansión que desborda con mucho los parámetros de una mera economía de reproducción.
Esa economía desbordada empuja también lo humano hacia el horizonte de su inatenuable desbordamiento, amenazando con desplazar todo su universo -todo el universo de lo humano- al seno de una mera historia natural, para la que el individuo y el proyecto que a su alrededor traza la tradición cristiano-moderna se revela no otra cosa que un endeble y casi enfermizo experimento de coyuntura, circunstancial, contingente e inane. Para esa otra (anti)economía, entonces, toda la producción de la cultura y sus narrativas, y todas las formaciones de saber y civilización que ellas encadenan al servicio de ese específico régimen de la sujeción, se desmontan y caen como castillo de naipes o vertedero de ruinas, dejando ver todo lo por ellas enarbolado como pura vanidad, como gólgota del mundo, como apenas nada: acaso sí como el anunciado acumularse de una sucesión luctuosa y fallida de episodios insignificantes, vaciados hasta el anulamiento de toda potencia de sentido, para revelarse de una condición puramente materico-técnica -acaso al abrazo mismo de lo mineral querido por Nietzsche- una que en el fondo nunca abandonaron. En ese horizonte otro, es únicamente la caducidad -frente a las nauseabundas promesas de eternidad del cristo- la que puede prefigurar para la vida del espíritu –absoluto: materia radical- un horizonte mesiánico, situando su apertura en la “pequeña puerta del instante” para rescatar de una vez, con ello, “aquellos grados del hombre que todavía son naturaleza”, y haciendo a su paso avanzar con fiereza y magnificencia estallada -como el bosque crece- aquella política mundial cuyo nombre se dice nihilismo.
Se equivocaría entonces quien pensara que aquí ocurre -algo tan simple como- una guerra de sexos, un conflicto de género, una confrontación entre, digamos, lo masculino y lo femenino (el femenino que se quiera, el eterno o cualquier otro que hubiera). Ni siquiera es tampoco una pura guerra cultural entre dos narrativas o formaciones de lenguaje instituidas y opuestas, sino si acaso una lucha entre algo mucho más profundo y originario contra algo que incluso podría serlo más, más anterior. A lo que aquí asistimos es, tal vez, a la puesta en disputa de un territorio que -de ser lo que pretende- precedería al asentamiento de toda posible tradición cultural, a todo estar -que es siempre un mal-estar- en la cultura, en la civilidad que instaura la construcción de todo devenir-sujeto en el orden de la ley -una que la mujer-en-tanto-que-diferencia-indómita, la bruja, subvierte, desobedece, niega, repudia, maledice.
Por tanto, al conflicto más profundo y arcaico -en el sentido de la arqué, el origen- por un espacio de simbolicidad que en sí mismo tiene el poder de instituir la prefiguración misma de la relación originaria -la condición de posibilidad de toda forma de relación diríamos- que entre lenguaje y cuerpo, entre política (o ciudadanía) y biología, entre tecnología y materia, podamos llegar a imaginar. Digamos que se podría describir -un poco inconvenientemente hablando, pero si hablamos es inevitable que estemos ya en un después del litigamiento al que nos referimos, y por lo tanto que al hablar lo hagamos inconvenientemente- como un conflicto entre como poco dos programas civilizatorios -o acaso entre uno que lo quiere ser y otro que quisiera haberse por siempre sustraído a serlo: que precisamente resiste a toda forma de civilidad -contra el estado nudo de lo vivo- reconociendo en ella un destinamiento irrevocable al malestar, a edipo, a la castración -redoblada en el film contra cada uno de ellos, en sendos actos invisibilizados: uno por que no se muestra, el otro porque su visión no se resiste- al sometimiento, a la negación doliente de una mucho más alta potencia -acaso también de gozo, sí-, del vigor estallado de una energía arconte -previa, in-formada, pura pasión de posibilidad, potencia de ser, virtualidad…
Pongamos que de ese orden -acaso khôra- era o es el saber de las brujas: el programa que ellas -más sabias por más escépticas, por más viejas, decía Nietzsche- protegían, custodiaban. Uno que doblemente se volvía, primero, en su escepticismo, en su ateísmo radical, contra la domesticación de las fuerzas del ser-mero estalladas en su expansión, dispuestas a arrasar siempre con todo efecto de sujección y cualquier forma de economía que lo instituyera; y por otro y segundo, en su afirmatividad gaya e incontenida, hacia la invocación de un lugar origen en el que toda producción de las formas de la vida se desvela del orden intensivo de lo vivo-o-no-vivo (allí donde la diferencia entre uno y otro se desvanece y hace espuria), del puro juego de desbordamientos que invoca un entendimiento del ser como pura fuerza y puro ponerse constantemente en expansión, deriva, devenir, desbordamiento, línea de fuga…
Pongamos ahora como obligado preguntarnos por la pertinencia de ese extraño recordatorio que el film nos hace: qué sentido tiene, cuál es su oportunidad, su razón de contemporaneidad, su actualidad, a qué invocar hoy la potencia de una política -la, digamos, anticrística- que parecía hace ya tanto tiempo desterrada, vencida, despojada de toda posibilidad de reinar en la tierra -de conformar ella cualesquiera economías del espíritu, cualesquiera regímenes de fábrica de la sujección- por la triple alianza victoriosa, una vez cumplido el ginecidio, de cristianismo, modernidad y capitalismo (y su narrativa contemporánea dominante perfilada al servicio de la construcción identitaria). Podría parecer que nula, pero pactemos entre nosotros que si aquí se trata de ello es porque en efecto se le sospecha a esa política alguna opción en el marco de lo contemporáneo, de la ontología lóbrega de nuestro hoy.
Pongamos que ella se pone justamente allí donde la conversión del capitalismo contemporáneo en impostora megafábrica de subjetividades promueve una creciente y amenazadora desregulación de toda la economía de los afectos, subvirtiendo contra su propio orden -chaos reigns, proclama la zorrita sonriente mientras devora sus propias tripas- la estabilidad prefabricada para su unidad nuclear -la sagrada familia en su arquitrabamiento de un modelo de producción identitaria, una economía y una triangulación de las lógicas del deseo. De ese auto-socavamiento o subversión inmanente se sigue un cada vez más intenso efecto desusbjetivizador, que tanto desvirtúa la rigidez originaria de las estructuras de producción de identidades particulares como, sobre todo, las aboca a una dinámica de turbulencias desatadas en el trazado de sus prácticas afectivas que, de algún modo, reinstituye el desorden lujurioso de desbordamientos para entonces apuntar, más bien, al horizonte de desrregulación activa que el ser-no-sujeto de la bruja -de la mujer en tanto que sujeto-diferencia-pura- prefigurara, custodiara, protegiera…
Puede que entonces en efecto la ocasión de aquella extraña política anticrística -orientada al delirio de una producción de subjetividades que no fuesen-una-identidad, de sujetos que no fueran un individuo, de pensamientos que no fueran un logos o energías de gozo y afirmación que no consintieran su regulación bajo la prefiguración del orden familiarista y su economía burguesa- pudiera reeditarse hoy bajo el proceso de desubjetivación creciente que la captura por el capital de los procesos de construcción identitaria y regulación de las economías de los afectos instituye en los mismos márgenes –acaso a su otro lado ya- de la maquinación cristiana. Pongamos que en ello la inversión de su teología cumpliría tal vez únicamente su destino … en la pantalla de su espejo invertido: realizándose precisa y únicamente como radical ateísmo, y que ello en efecto formara parte de la victoria pírrica del nihilismo -como culminación y acaso rebasamiento de la propia lógica de la metafísica occidental. Ella estaría entonces -habría estado entonces- en todo este proceso en obra, como la deconstrucción misma en el avance siempre triunfante del logocentrismo, como el fracaso del proyecto individualista en el seno del propio despliegue del capitalismo en cuanto alcanzara su actual fase “identitaria” -de la que tanto podríamos decir que es procuradora de sujección como devastadoramente des-subjetivizadora.
Acaso eso nos explicara lo inexplicable: que, de una u otra forma, las brujas hubieran consentido con su ginecidio, lúcidas de que en la victoria del decir que sobre ellas triunfara -el del cristo- habría de cumplirse a la larga y en secreto su destino de realización -pírrica, pero al contrario- posible. Pongamos que es de esto -de cómo ese saber específico del que la mujer fuera (o acaso todavía es) portadora, acaba por ganar su batalla perdiéndola- de lo que aquí se trata. Por decir lo mismo de otro modo: de cómo en la apropiación por el capital de las fuerzas del deseo y los afectos bajo la simbólica amparada en el cristianismo institucionalizado no se asegura el asentamiento de un modelo orgánico de trazamiento del modo de todo devenir-sujeto bajo el orden familiarista, sino al contrario una promesa de des-asentamiento, de in-estabilidad, de desubjetivización creciente -en el contexto irradiado de un devenir-mujer que ahora ya no dice sino la política de un cierto devenir-diferencia-indómita, devenir diferencia incluso de sí: el libre y fugitivo recorrer del ser que es conciencia de ser la cadena eventualmente completa de las cualidades posibles de cada inmanencia, de cada marcación de un alto o un bajo- de las intensidades.
Allí, el programa moderno-cristiano no deja de estar autosaboteándose en permanencia, como si a la postre el único sentido del mensaje del cristo no pudiera ser otro que -el anticrístico- la propia única proclama redentora de la muerte de dios, con todas sus consecuencias, de modo tal que en el ginecidio se cumple como aparatoso contrasacrificio simbólico por el que la mineralidad misma de la potencia indomeñable de la naturaleza -esos grados de lo ser-humano que todavía son naturaleza, habría dicho Benjamin, de nuevo- triunfa por encima -o por debajo- de la victoria entonces ella sí pírrica del programa civilizatorio cristiano-moderno.
Y acaso el decir eso -que donde parece que aquel saber, y sobre todo aquella economía de la constitución de las formaciones de subjetividad- pareció haber perdido su guerra para ser por siempre desalojada de la historia de la humanidad -sin embargo lo que estaba ocurriendo es que ella sancionaba su -más secreto- triunfo a perennidad.
O que no habría nunca triunfo del capitalismo -y su asentamiento actual- de no darse éste bajo la forma feminizada -en profundidad- en que, como imposibilidad de un darse estable del ser un yo, representa tanto más que ninguna otra cosa la realización cumplida y lograda del nihilismo…
Luis, J. (2012). Ginecidio y anticristo, laFuga, 13. [Fecha de consulta: 2024-10-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/ginecidio-y-anticristo/516