“Hay un juego de adivinanzas -replicó él- que se juega con un mapa. Uno de los jugadores pide al otro que encuentre una palabra dada, el nombre de una ciudad, río, estado o imperio; una palabra, en fin, sobre la abigarrada y confusa superficie de un mapa. Un novato en el juego trata generalmente de confundir a sus contrarios, dándoles a buscar los nombres escritos con las letras más pequeñas; pero el buen jugador escogerá entre esas palabras que se extienden con grandes caracteres de un extremo a otro del mapa”.
Edgar Allan Poe, La Carta Robada.
Esta es una historia que se inicia con un paisaje fuera de foco y que termina con el atento escudriñamiento mutuo de dos personajes que han aprendido la importancia de mirar en detalle lo que tienen frente a sus propias narices. Ilusiones Ópticas, desde su título, es un filme sobre el mecanismo de la visión, tanto humana como cinematográfica. El acto de ver entendido como fenómeno físico (óptico) y al mismo tiempo como espacio para la mentira y el autoengaño (ilusión).
También es una historia sobre la forma en que el ojo nos permite apreciar el entorno, un tema que tiene una doble lectura tanto a nivel cinematográfico –las opciones de planos y colores que se usan registrando las escenas- como ciudadano: siendo esta una historia de relaciones entre grupos de personajes encontrándose sin cesar, es fundamental el peso de Valdivia, la ciudad donde transcurre la historia.
Valdivia, como la mayoría de los lugares de provincia, es un espacio urbano tradicionalmente mitificado por clichés y simplificaciones originados en Santiago: los chocolates, el jardín botánico, los crudos, la cerveza artesanal, el río, la bonhomía de pueblito asociada con el sur y, agreguémosle en los últimos años, el festival internacional de cine.
La mirada turística está ausente en la cinta de Cristián Jiménez, porque esta es una historia sobre los nativos, aun cuando entre ellos encontremos trasplantados de otros lugares. Esta es una Valdivia reconocible pero al mismo tiempo impersonal, una ciudad donde conviven poblaciones de casas en serie con elementos geográficos tan singulares como el propio Calle-Calle.
Ilusiones Ópticas también es una historia sobre apariencias. Las apariencias que un ejecutivo o una empresa intentan levantar sobre la realidad, pero también las apariencias que un ex –ciego (Iván Alvarez de Araya) debe aprender a leer en su nuevo mundo.
El personaje que recupera la vista sólo para descubrir que un quinto sentido puede ser un cacho es uno de los tantos ejemplos del humor negro de la historia. El hombre es convertido por el ejecutivo de una empresa de salud (Alvaro Rudolphy) en un ícono del éxito de la marca, aunque en verdad la operación sólo destruye su rutina y círculo de afectos. La esposa del ejecutivo (Valentina Vargas) se entrega a un patético romance clandestino con un guardia de mall (Eduardo Paxeco) con un desapego y falta de pasión que recuerdan más a un trámite que a un amor prohibido.
Al funcionario despedido (Gregory Cohen) los jefes lo castigan con una humillación semántica extrema: le niegan la categoría de cesante, indicándole que lo suyo es un “desplazamiento” y le dejan en una zona gris, donde su trabajo es asumir disciplinadamente que ya no tiene trabajo.
La secretaria que despierta la líbido del veterano cesante (Paola Lattus) quiere ponerse implantes de senos para estar a la altura de la imagen de mujer atractiva que la vida le ha negado. Todos están fuera de su centro, todos resisten –o intentan cambiar- las apariencias y todos lo hacen en el contexto de una ciudad que contiene bajo su lluvia y el reflejo de sus cristales más recovecos de los que uno podría imaginarse en cualquier postal foránea.
Una fila de casas de madera reflejadas en los vidrios exteriores del mall nos recuerda que en esta ciudad (como en buena parte del sur) el pasado extremo convive y negocia con la modernidad extrema. Las oficinas de la empresa, con sus computadores y sus celulares, operan en una casa antigua afuera de la cual los empleados se pasean por la tierra húmeda fumando cigarrillos.
El spot institucional que el ejecutivo organiza con el ex –ciego como protagonista casi se arruina porque su héroe se niega a asumir las ventajas de la intervención que la empresa quiere promover en primer lugar. Ilusiones Ópticas es una película que avanza sobre sus paradojas, lo que la emparenta menos con Kaurismaki (una influencia citada en algunas críticas) y más con las comedias de Kitano, donde el extremo absurdo de las situaciones choca con el distanciamiento hierático de la narración.
Se requieren considerables dosis de talento y coraje para basar una comedia en la distancia y la falta de énfasis. Decir que Ilusiones Ópticas carece de tono sería injusto, ya que se trata de una de las películas chilenas más cuidadosas y orquestadas del último lustro. Pero la afirmación es útil, ya que buena parte de sus efectos se basan en la ausencia, no sólo del punchline que clarifica el chiste, sino también de la posición desde donde se mira la situación cómica.
Bajo esa perspectiva, entonces, nadie es por completo patético ni heroico. Desde el gordo feliz que apenas habla, hasta el muchacho que chatea con un rabino buscando sus raíces fuera de las fronteras de la república, todos merecen su espacio, su pie de página, su esquina de progreso y cambio: es interesante que buena parte de los gags y alusiones irónicas de la historia estén en los bordes de los planos, como lo estuvieran en las famosas planchas grupales de Hervi en los ’80, aquella gran olvidada novela coral chilena.
Haga calor o frío afuera, dentro del mall la temperatura es siempre la misma, comenta con orgullo un viejo guardia al principio de la historia. Es una ironía, desde luego, pero también un reflejo de aquella institución tan sureña: el terror a los cambios y a los extremos, hermanado con la eterna búsqueda de una estabilidad, la que sea, por asfixiante o chata que resulte.
En Ilusiones Ópticas, los cambios son mínimos. Alguien pierde su trabajo, alguien aprende cosas sobre sí mismo que no sabía, un hombre se reencuentra con las tradiciones de sus antepasados, un romance se frustra y otro nace. La ciudad borrosa del inicio se ha hecho reconocible hacia el final, pero sus verdaderos rincones quedan invisibles incluso a la tecnología de un par de prismáticos o una operación de retina. Son los mismos rincones que un par de personajes –ambos lastimados por sendos intentos de mejorar percepciones ajenas o propias- empiezan a atisbar en la última escena, cuando la aventura de conocer el mundo natural y urbano que les rodea queda en pausa para emprender otra igual de importante: atisbar los contornos del paisaje del rostro de quien tenemos enfrente.
Villalobos, D. (2009). Ilusiones ópticas, laFuga, 10. [Fecha de consulta: 2024-12-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/ilusiones-opticas/391