La obra más reciente del director japonés Akira Kurosawa fue posibilitada, en buena medida, por la gestión de dos cineastas norteamericanos: Francis Ford Coppola y George Lucas, admiradores del maestro nipón, quienes intervinieron personalmente para lograr con la empresa Fox la distribución mundial del film. Además, Ford Coppola y Lucas actuaron como productores ejecutivos y supervisores de la versión internacional de la cinta.
El hecho explica que aparezca en nuestras pantallas esta notable obra. De otro modo, es muy posible que la distribución de la película hubiese corrido la misma suerte de casi toda la producción anterior de Kurosawa, de cuya creación sólo escasísimos títulos se conocen en nuestro país y ello hace ya muchos años. Kurosawa será probablemente recordado con admiración por Rashomon o Vivir, por el público adulto. Para la generación más joven es un ilustre desconocido.
El estreno de La sombra del guerrero nos confirma que nos encontramos ante uno de los grandes creadores del cine de post-guerra. El paso de los años no ha hecho mella en su capacidad de expresión a través de las imágenes. Sólo puede advertirse, tal vez, una evolución hacia un tono más reposado, más reflexivo. El dinamismo y la violencia de Rashomon o Los siete samurais son reemplazados aquí por una narración de majestuosa serenidad. Aunque la anécdota argumental del film haría pensar en un característico relato bélico sobre las luchas intestinas del Japón de hace algunos siglos, Kurosawa centra su visión mucho más en los personajes y sus procesos interiores que en la mostración de la acción.
La cinta narra la historia del jefe de un poderoso clan, en el Japón del siglo 16, a punto de convertirse en el señor de todo el país. En el curso de un combate, Shingen Takeda es herido de muerte. Ante el temor de que su fallecimiento propicie el ataque de los enemigos, Takeda dispone que su muerte sea mantenida en secreto durante tres años, tomando su lugar un doble (el ‘Kagemusha’). Este doble es un bandido de asombroso parecido físico con el noble a quien reemplaza. El eje de la película es el proceso de paulatina adaptación del doble, hasta llegar a identificarse con su modelo, para culminar con su repentina caída, la que será seguida por la decadencia del clan.
De la anécdota del film se desprende un planteamiento de ideas que gira sobre dos motivos: el del doble y el del sentimiento de la precariedad de los actos humanos. La perfección con que el bandido llega a posesionarse del rol del señor, induce a una reflexión sobre la relatividad de los condicionamientos sociales y morales. En determinado momento, el ‘Kagemusha’ llega a desempeñarse con la sabiduría y nobleza del líder fallecido. Su comportamiento contrasta con el del hijo desplazado del poder, quien al acceder finalmente a él, muestra todo el resentimiento y obnubilación del ambicioso frustrado, para terminar provocando el desastre que lo arrastrará a él, a su familia y a todo el clan.
Por otra parte, la compleja intriga involucra, en su desarrollo, una idea cara a Kurosawa: la de la fugacidad de la condición humana, la pequeñez del hombre empeñado en conquistar el poder y la gloria, al contrastar su accionar con el transcurso inexorable del tiempo y los giros imprevisibles del destino.
Es en este sentido que el film instaura un tono reflexivo, teñido de un sentimiento crepuscular, melancólico, que inevitablemente trae al recuerdo las grandes obras de un cineasta admirado por Kurosawa: el americano John Ford. Como él, el cineasta japonés nos hace participar por igual de la grandiosidad épica y del sentido de su precariedad. Kurosawa sitúa al espectador como testigo de una sucesión de hechos que culminan la obra en forma trágica y grandiosa: la expulsión del doble del palacio, una vez descubierto el engaño; la derrota del clan, conducido con dignidad impresionante por los generales, conscientes de que enfrentan una muerte segura; el heroísmo del bandido, sacrificándose en un acto que no tiene sentido para nadie más que para él mismo. Nuevamente como en Ford, el director privilegia en ese final al personaje marginal, al olvidado por todos, para extraer de su conducta el testimonio de una inolvidable lección moral.
El estilo de Kurosawa se basa en la construcción rigurosa de imágenes de gran belleza plástica que restituyen una época con exactitud documental. Estas imágenes se van articulando en una narración pausada, minuciosa, para desembocar en las dos grandes secuencias de las batallas en un tratamiento sorprendente: el montaje en ellas opera sobre todo por omisión, sugiriendo más que mostrando. Las batallas no son descritas en su integridad, sino significadas a través de acciones secundarias o por sus efectos sobre los personajes. Especialmente notable en este sentido es el combate final, cuyos momentos culminantes son expresados por primeros planos sobre el rostro del bandido que asiste, impotente, a la derrota del clan de Shingen.
Esta opción revela que lo que importa para Kurosawa es el hombre y su destino, más que el registro externo de los hechos, por espectaculares que estos sean. Podría decirse que en este film el maestro nipón ha logrado en plenitud su antigua aspiración, revelada en esta declaración suya, de la época en que realizó Los siete samurais (1954): “Una película de acción puede ser sólo una película de acción. ¡Pero qué cosa más maravillosa si puedo intentar al mismo tiempo pintar la humanidad! Ha sido mi ilusión desde la época en que era ayudante. Desde hace diez años deseo volver a replantear el drama antiguo bajo este nuevo punto de vista”.
La Tercera de la Hora, página Cine-Visión. Santiago de Chile, domingo 12 de julio de 1981. Programación Cine Arte Normandie y Cine Arte Viña del Mar.
Salinas, S. (2013). Kagemusha, laFuga, 15. [Fecha de consulta: 2024-11-08] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/kagemusha/624