La Jubilada es tan completa que se podría pensar en todo un tipo de cine social vigoroso a partir de ella. La película cuenta la historia de una joven trabajadora, Fabiola, ex actriz pornográfica, que regresa a la pequeña ciudad provinciana donde vive su familia. Más allá de la connotación moral, la cinta es básicamente sobre una joven que busca trabajo en una economía deprimida, lo consigue y luego lo pierde. La fuerza de la obra radica en la tensión fundamental que la define: instala un punto de vista trabajador, pero relativizado (socializado) al prescindir de los atributos abstractos y privados (burgueses) asociados a la idea de punto de vista en el cine clásico, como el individuo, los sentimientos y las motivaciones personales. Bajo esta premisa podría cinematografiarse la realidad social amplia de forma muy productiva, articulando una fusión entre la experiencia (dinámica) y la estructura (sistema), entre el grupo humano y la totalidad social.
Esta fórmula relacional y equilibrada de representación de los sectores populares resulta escasa en el panorama audiovisual actual. Entre el criollismo peyorativo (Rumpi y Kike Morandé), el criminalismo sensacionalista (plato principal de la TV, se asoma incluso en series como El Reemplazante), la visión empática-paternalista (escuela concertacionista de Andrés Wood) y la pervivencia de la cultura heroicista de la izquierda tradicional (Miguel Littin), un producto como La Jubilada necesariamente contribuye a introducir nuevos insumos al campo de la representación popular.
Se trata de una obra políticamente muy bien posicionada, puesto que ubica al mundo laboral-popular como el centro de referencia de la vida social. Con ello muestra de manera sencilla pero brutal cuan intenso y persuasivo resulta el atributo del punto de vista en el cine. Acostumbrados, como estamos, a ver el mundo desde la perspectiva de la clase media (el mundo como una serie de entidades privadas), nos sentimos en un planeta experiencialmente distinto cuando se lo presenta a través de ojos trabajadores. Pasa a ser un mundo de mayor densidad, donde el entorno natural no está solo para ser visto (consumo) sino para ser ocupado (hábitat). Es también un mundo donde aparece como evidente y natural la lógica igualitaria de relación entre las personas (conjunto) y no el realce particular (individuo). En este ambiente evidentemente se facilita la detección de elementos de explotación social. Así en la situación de vida de Fabiola entendemos que el factor clase entra a jugar con otros criterios que también explican la existencia social. Efectivamente en la cinta se entrecruzan tres conflictos distintos -la clase social, el género y el territorio- pues su protagonista se define por su relación con los empleadores, con los hombres y con una cultura provinciana tradicional. En ese sentido, la posición particular ocupada por la protagonista no es erigida a nivel de relato único. Hay un trabajo sistemático de relativización de aquella verdad experiencial, quizás incluso de disgregación.
Un punto crucial de este retrato social es que se ubica a medio camino entre la formalidad hegemónica (el melodrama que toma posición clara, tan replicado por el realismo socialista) y la ruptura frontal con ella (tentación presente en cualquier acto de creación post-Bertolt Brecht). Su director Jairo Boisier más bien busca torpedear esa convencionalidad desde dentro para, quizás, llegar a un punto donde se disuelvan las fronteras culturales entre ficción y realidad 1. Utilizando un término de los años sesenta, diríamos que hay una estrategia entrista 2 (transformar desde adentro) en La Jubilada: utilizar un esqueleto melodramático (mujer moderna viene a revolucionar ambiente tradicional) para instalar una estructura de relaciones sociales. Se supone que estamos viendo un punto de vista cinematográfico pero la sensación de estar viendo pedazos de la vida real es omnipresente. Lo clave es que aquí el artificio no es disfrazado o disimulado. Más bien hay un autosabotaje consciente de los elementos artísticos, en favor de elementos representativos (miméticos) de la realidad nacional. Quizás donde más se nota esta operación conflictiva es en las actuaciones. La cinta cuenta con uno de los batallones actorales más sofisticados que uno pueda imaginar: Paola Lattus, Catalina Saavedra, José Soza, Daniel Antivilo. Y sin embargo todos (salvo el personaje de Saavedra, que pasa muy binariamente de la antipatía a la simpatía) trabajan milimétricamente el registro parco, seco, indescifrable. El habla de los personajes -materia tan pendiente en el cine chileno- se encuentra en un tono preciso, local, alejado de grandilocuencias y caricaturas. Cada escena es una cátedra de actuación comedida y contenida. Lattus, con su rostro tan en la tradición chilena de Shenda Román, es una maestra en el arte de la expresión irreducible del rostro, ¿está enojada, triste, cansada, alienada? En coherencia con esta evasión del teñido y las emociones es que el montaje de la cinta está al servicio de las escenas y no de la narración o encadenamiento. Los planos son más bien largos (no en demasía), en un ritmo pausado que da espacio suficiente a la observación detenida. En los 80 minutos que dura la cinta no escuchamos ninguna vez ese recurso facilista llamado música incidental.
Y sin embago, a pesar de todos estos recursos relativizadores, no es para nada una cinta fría y distanciada. Los personajes no son parte de una máquina omnipotente (sistema) frente a la cual no haya alternativas. No han sido deshumanizados, exhaustos por la explotación laboral. Más bien son miembros de una inercia social y cultural vulnerable. Fabiola rompe con su situación de insatisfacción tomando la decisión más básica que tiene un trabajador: la posibilidad de abandonar un ambiente laboral para buscar otro mejor. Esta facultad no es políticamente inocua. Fue nada menos que la base sobre la cual se erigió uno de los sectores sociales más fuertes en Chile hasta 1930, el peonaje rural y minero, cuyo rechazo a la proletarización fue uno de los principales obstáculos que debió enfrentar el capitalismo en esta parte del mundo 3. En ese sentido la parquedad en el rostro de Paola Lattus no debe ser tomada como señal de derrota sino, quizás, del hastío que anuncia una decisión rupturista.
Notas
1 En las primeras décadas del cine no se usaba la palabra ficción, se resumía el artificio artístico en el concepto de “drama”. Tampoco existía una división tajante (esencialista) entre arte y documento. Eglantine Monsaingeon sostiene que muchas actualidades eran vendidas como drama y, a la inversa, muchas escenas dramáticas eran adornadas de epítetos como “realista” o “natural”. La principal clasificación era la proveniente del teatro, “comedia” y “drama”, basada en los efectos concretos que se esperaban del público (risa y emoción). Ver Eglantine Monsaingeon, “Les catalogues Pathé de 1900 à 1907: un registre de consignes de lecture”, en La firme Pathé Frères 1896-1914, Paris: Association Française de Recherche sur l’Histoire du Cinéma, 2004, pp. 247-252
2 En las izquierdas de los años ‘60 y ‘70, sobre todo en el Río de la Plata, se usó el concepto de “entrismo” para designar la idea que los grupos de izquierda revolucionaria debían penetrar las instancias de masas (partidos socialdemócratas, sindicatos, fuerzas armadas, etc.) para tratar de llevarlas, desde dentro, a una orientación revolucionaria. Si bien pudo asociarse el entrismo a la idea de gradualismo o cambios graduales, remite más bien a la idea de infiltración. Ver La Voluntad. Una historia de la militancia revolucionaria en la Argentina, Buenos Aires: Norma, 1998
3 Ver Gabriel Salazar, Labradores, peones y proletarios. Formación y crisis de la sociedad popular chilena del siglo XIX, Santiago: LOM, 2000
Iturriaga, J. (2013). La jubilada, laFuga, 15. [Fecha de consulta: 2024-12-02] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/la-jubilada/620