Esta reseña tuvo su origen en la exhibición del último trabajo de Perut-Osnovikoff en el CAP, donde algunos asistentes se manifestaron extrañados de la ausencia de un punto de vista adversativo respecto al fenómeno pinochetista. La oposición no se encontraba explicita figurativamente en la película, por ello los autores, que estaban presentes, se refirieron a términos enjundiosos como “sátira”, “campo visual” y “desequilibrio” para definirla. La operatividad de La Muerte de Pinochet se encuentra entre esos tres términos a los que habría que sumar “materialidad”.
Queda claro que la enunciación se hace visible no solo desde la puesta en escena de los cuatro individuos que relatan su experiencia en el día que murió el dictador, también son sus bocas las que sostienen el relato. La rugosidad de labios y la fealdad de los dientes enfatizan la oralidad experiencial. Cuatro voces que generan una polifonía, pero además el cruce de visiones, opciones que hilvanan la fragmentación narrativa que da cuenta de la incapacidad de captar un fenómeno en su total complejidad. Muchas veces el jump cut en las bocas oponen y suman un discurso no solo de opiniones y recuerdos, sino que confieren un sustrato de resilencia, resentimiento, extrañeza, es decir, la emoción y la incapacidad de establecer una distancia por parte de los sujetos de saberse objetos de la cámara que elige y exije su testimonio. Tal pose y encuadre pone en evidencia la suciedad que emana de todo discurso, las palabras son materia y el enunciado nunca es límpido. De esta forma se devuelve el relato hablado a su origen, al sujeto que tiene derecho a voz. La unidad del medio verbal y la unidad del acontecimiento social vinculados por el discurso fílmico comprometen aquello que Voloshinov llama el carácter sociológico del enunciado, o sea, todo enunciado es ideológico.
La articulación de los enunciados con la puesta en escena de lo sucedido los días que rodearon la muerte del viejo gobernante confiere a la película una dimensión satírica. El discurso fílmico es descreido de aquello que representa el discurso ajeno llevado a cabo por los sujetos. La percepción activa de esos discursos los lleva a desarmarlos. Lo patético se vuelve de revés. El pinochetista de la vieja escuela y la fanática asumen una preponderancia ya que sus intervenciones tienen una potencia que desea anclarse en la moral, una que se desvive ante la magnitud que otorgan a su figura de culto fallecida. El hombre con un discurso emotivo de quien responde al llamado patriótico encarnado por Pinochet y la mujer desde una visión de clase menos privilegiada se identifica con la esposa Lucía y le confiere un álito santifico a la dictadura que ahora se ve en peligro ante su deceso. En cambio el borracho es forzado a vivir ese día por su despreocupación y acaba en medio del carnaval que celebra la muerte del general en evidente momento de ebriedad y sin comprender la circunstancia. Le otorga colorido a una manifestación espontánea y privilegiada en el sentido de que son los opositores los festejados. Él en cambio sobreviene como un superviviente de su propia existencia marginal, como el roto chileno presente en cuanto sujeto histórico transversal en nuestra historia de país, aquel que más representa al “Pueblo” , pero del que nos queremos alejar. El gordo devenido viejo pascuero encarna no solo la oposición al fascismo, el travestismo social y el residuo de políticas inoperantes,dada su condición de perdedor, también posee una capacidad fabuladora que cae muchas veces en la inverosimilitud.
La inversión implícita se encuentra en matizar los tonos de los sujetos mediante esa fragmentación y encuadre del campo visual que referimos arriba y al discurso de corrido que sueltan con sus bocas, manos y ojos y en las tomas frontales que los sitúan en sus puestos de enunciación. La crudeza reaccionaria, la soltura ebria y el discurso reivindicativo comparecen sin que la opción de los realizadores tome simpatía con ninguno o con todos. Eso no quiere decir mesura, el desequilibrio no sólo proviene de tales opciones, ni de que los pinochetistas propongan la imagen más problemática, el documental no ofrece una síntesis que cierre su discurso y lo estabilice. Temáticamente se desequilibran las fuerzas, las opciones por las que la película se desarrolla no son una tesis y una antítesis de uno y otro bando. Es una suerte de discurso indirecto libre que obliga interrogarnos constantemente por el discurso que mantiene la narración y selecciona las voces que vemos y oímos.
La vivencia de los individuos gracias al montaje construye interrelaciones sociales donde la expresión externa y la vivencia interna pasan a ser un territorio social. Si el entramado ideológico fuera únicamente expuesto por las voces de los cuatro actantes obtendríamos el empate del “vive y deja vivir” epistemológico y moral. Sin embargo la historia del documental nos ha mostrado que las cosas no son así y el dispositivo también se encuentra al servicio de la ideología. La repetición de una suerte de base social politizada personificada en esta obra de no ficción ordena la caótica ideología cotidiana de sus individuos protagónicos y cristaliza un estado superior no más desideologizado.
Las largas tomas del funeral frente al menor metraje de los festejos por la muerte, debidas a las condiciones de producción, presentan por su parte una descompensación social que debemos afrontar: si era merecido un funeral de estado, si estamos dispuestos a convivir con el fantasma del pinochetismo, si nuestra sociedad conserva rituales para los que hacen la historia y no para los ajusticiados indebidamente. Al parecer la división ideológica queda de lado ante la constitución de paranoias, manías egóticas, delirios de grandeza, sufrimientos y casualidades. Pero la tesis en su origen no es lo patético, vale decir, el padecimiento, más bien la famosilla deconstrucción del sujeto posmoderno, aquel que se ríe de su propia superficialidad ante las cámaras que le presta el espectáculo.
Por lo mismo la apuesta del espectador puede tomar como plausible cualquiera de los puntos de vista de los actantes, abogar por uno y deslegitimizar al otro. Así podemos encontrar al espectador que ve con buenos ojos la película porque muestra tipos que corroboran o comparten sus propias ideas o presunciones, ya sea “de un bando o de otro”. Pero es que los cuatro discursos o voces o personajes son de por si desequibrados y carentes de un centro. Su centro se encuentra en la mixtura. Mixtura que la película devuelve como pastiche. Entonces, ¿a qué atenernos?
Acá no hay divulgación (como tampoco se vio en la obra anterior de la dupla de realizadores, Noticias), sino que una operatividad en busca de un espectador desprejuiciado al mismo tiempo que pone en duda que algo así exista, bien pues, tenemos que atenernos a las consecuencias. La falta de pretensiones “pretenciosas” ante un tema tan polémico puede parecer una declinación por parte de los realizadores. Aunque precisamente ese sitio es de donde han partido y donde se les puede colocar como claros exponentes: retratistas del grotesco. Eso si, no hay que confundirse, no se trata de Goya o algún emulo moralista, sino de ver como asumimos los espectadores las incómodas imágenes y sonidos que han venido registrando durante su conciso trabajo.
Esta no es la obra sin perdón ni olvido que pueden reclamar los opositores al régimen militar, esa película está pendiente. La Muerte de Pinochet muestra discursos constitutivos de nuestro pasado que va dejando de ser reciente, que se esconden en el presente y asoman episódicamente. La reflexión política queda suspendida en el documento de una visión, en un plano donde un cuerpo se desvanece y en otro donde la cámara pierde al personaje para explorar el espacio del bar, ahí donde el humo se confunde con la vastedad del universo.
García M., Á. (2012). La muerte de Pinochet, laFuga, 13. [Fecha de consulta: 2024-10-15] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/la-muerte-de-pinochet/493