¿Cuándo nos podemos morir? ¿Cuándo puede la voluntad aflojar el pulso y entregarse? ¿Cuándo nos está permitido quererlo, planearlo? En todo caso, podamos o no, en el sentido poético de la expresión “dejarnos ir”; caminar de motu proprio hacia el paredón –ó, siguiendo con las imágenes marítimas y porteñas que Raúl Ruiz ofrece en la La Noche de Enfrente: desfilando por propios pasos en la rampa mortuoria de un bergantín pirata hacia los tiburones–; podamos o no, lo cierto es que hemos.
Así, el chirrido abrupto de un reloj despertador se vuelve cada vez más recurrente cuando, cruzado ya gran parte del camino y finalizando la segunda mitad de la vida (en un sentido jüngueano, tan caro al difunto), el presente mismo no es más que recuerdo de recuerdos, a cuyo significado se empieza, por fin, a renunciar.
Los objetos que constituyen la memoria insisten por sobre su significado, aún por sobre su necesaria ilación con vivencias conexas en esa urdimbre existencial que llamamos “yo” y, con un poco más de afectación, “nuestra vida”; para persistir en su mera presencia, como indicios incontrarrestables de lo que ya fue. Terminado el tiempo en que éramos fundamentalmente futuro y, sin embargo, aunque el reloj despertador no deja de sonar, aún no hemos despertado a nuestra propia muerte del todo.
Si Ruiz tuvo los cojones de ser el cineasta que llevó a la pantalla grande aquel ladrillo monumental de Marcel Proust (Le Temps Retrouvés, 1998), hoy tiene también el mérito de haber dado una respuesta, si no definitiva, al menos contundente, a la gran pregunta literaria del pasado siglo. Aquella que nos heredó el poeta alemán Rainer María Rilke y que atravesó de cabeza a rabo la Analítica Existencial de Heidegger y Sartre. ¿Es posible morir de una “muerte propia”? Si la finitud y la ausencia de sentido son la última respuesta a una civilización que ha erigido y derrocado todos sus discursos postreros, desde el Reino Celestial hasta el Eterno Retorno: ¿Es, al menos, posible, apropiarnos del límite que nos separa de La Noche de Enfrente? ¿O debemos conformarnos con una muerte impersonal, venida de fuera como algo extraño?
Ruiz plantea, a nuestro modo de ver, cinco estadios o dimensiones a través de las cuales se encaminará en la búsqueda de una respuesta. Sólo la cuarta podrá considerarse como tal, verdadera premisa, si bien nunca dejará de lado la ironía como clave.
La primera fase sería la evocación. El recuento exhaustivo de la memoria. El catastro de sus objetos esenciales: El soldado de madera, el panderetero a cuerdas, la bolsa de oro, el Peneca, los veleros a escala presos en botellas de vidrio.
También los personajes ensoñados: Ludwig van Beethoven, Jean Giono, el Capitán Pata de Palo. Insertos en los paisajes de un Chile a dos bandas que no termina de fraguar su propia imagen y destino entre un pasado obsoleto y una modernidad tardía imposible de asir como propia. Tal como describió Levi-Strauss en Tristes Trópicos sobre América Latina en general, donde no existe la categoría de “lo antiguo”, sino que todo lo que alguna vez fue nuevo –piénsese en su arquitectura–, se transforma, sin mediación, en vejez y decadencia. Luego el desierto, la costa abrupta, mar adentro y cordillera: Los planos con que comienza el film junto a la brillante banda sonora de Jorge Arriagada. No es azarosa la elección de Antofagasta como locación.
Todos ellos verdaderos “objetos transicionales” –en el sentido de Winnicott: como agentes paliativos de la angustia vital ante la certeza finita que incuba nuestra sangre–, asistiendo a la memoria en su destino final de entrega al olvido.
La segunda alternativa, quizás la más dolorosa para el ego humano: la impostura de la jubilación. Cuando la vida aún no nos ha contado diez, pero los otros –nuestros queridos amigos y colegas–, nos señalan, no sin cierta complacencia, el final.
Así, en medio de seres, lugares y objetos, surge la fantasía de control omnipotente por antonomasia. La única que puede darnos la doble satisfacción de abandono al destino y autarquía vital: planificar nuestro propio crimen.
Entran en juego los arquetipos del relato policial clásico. Conspiradores, cómplices, secuaces, autores intelectuales y materiales. La escena del crimen por venir es la mismísima pensión donde se hospeda el protagonista. Seducción y avaricia: móviles archiconocidos. ¿La coartada? Innecesaria. El autor intelectual y la víctima coinciden en un mismo individuo: el jubilado Celso “Rododendro”.
De pronto, el crimen largamente elucubrado, cede su lugar a una matanza. El “yo tardío” de Celso se rebela en el minuto final y decide poner fin a sus secuaces antes que a sí mismo. La muerte como plan perfecto ha fracasado. Y si ha fracasado también el recuerdo como evocación esencial, la impostura de la jubilación, ¿qué otra opción nos queda como auténtico punto final? La respuesta es conocida por todos.
La única “muerte propia” en un sentido radical es el suicidio. Pero en el caso de Ruiz, no se trata de cualquier clase de “suicidio”. Y viene aquí lo interesante, lo verdaderamente propositivo del film. No basta con el suicidio que podría propinarse un sujeto cualquiera en la mera actualidad de su devenir. Ese suicido es, en un sentido estrictamente poético, demasiado fácil. Si para morir de una muerte propia debemos ajusticiarnos por nuestra mano, no es cualquiera de nuestras “manos” la que tendrá el privilegio y el deber de jalar el gatillo. De todos los que hemos sido, de las muchas voces y “yoes” que nos habitan, sólo uno es el escogido para acriminarse consigo mismo. El elegido es nuestro niño. Quien más se resiste a abandonarnos. El que nunca deja de preguntar por qué. El obstinado por definición. El único que no quiere dejar de ser. El que persiste jugando en nosotros con todos sus objetos a cuestas.
Sólo podemos morir de nosotros mismos si el niño que alguna vez fuimos (y que nunca dejamos atrás realmente) nos lo permite. Sólo él puede jalar el gatillo y decirnos: cierra los ojos, no tengas miedo. Sólo él está autorizado a venir por su viejo “yo”.
Esta cuarta fase de la “muerte propia” es la respuesta más honesta y rotunda a la que podía llegar Ruiz. Pero, en medio de su seriedad, no será la última alternativa. Después de decir lo más, el difunto se desdice, echa pie atrás, le quita el cuerpo a la grandeza de su descubrimiento poético, para ceder a una tomadura de pelo que ocupará el lugar del hallazgo ruiziano. ¿Solución “anti-poética”? Quizás. En todo caso, una sátira espiritista en la que vivos y muertos, invocados e invocantes, confunden roles, para, finalmente, dar lugar a la gran burla del público asistente: ¿Quiénes son realmente los muertos? ¡Ustedes los vivos! ¡Más muertos que los muertos!
Russell, G. (2013). La noche de enfrente, laFuga, 15. [Fecha de consulta: 2024-10-10] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/la-noche-de-enfrente/611