Érase 1983 y por las calles chilenas fluye una voz popular que se manifiesta en contra del Estado dictatorial. Entre paros de trabajadores y cacerolazos de dueñas de casa, la ciudadanía exige el término del gobierno pinochetista. En este voluptuoso contexto, la mirada de la población deja la ciudad por un momento y nota la existencia de una localidad, cercana a Villa Alemana, llamada Peñablanca. El rumor dice que allí la Virgen María se ha aparecido y que su presencia trae consigo un mensaje de paz dedicado a todos los compatriotas: “Por favor, hijitosh miosh, no toquen más cacerolas porque enardece la sangre y no lleva a ningún acuerdo, solo a la desunión humana” 1En “Vida y milagros de la Virgen de Peñablanca”. Revista Apsi n° 163 (1985): 19-23.
Con acentuada entonación castellana, la Virgen se dirige a la nación a través de un especial vidente que ella misma ha escogido: Miguel Ángel Poblete, un adolescente que asegura que en la cima del cerro Membrillar ha mantenido contacto con la deidad mariana. La cobertura dada por la prensa y la televisión, por supuesto, resulta grandiosa: en diez años el suelo patrio ha sido tocado dos veces por la benevolencia de Dios y ello debe ser publicitado. Primero, por medio del milagro económico que durante los 70 sacó al cuerpo nacional de su agonía marxista y le dio una nueva vida neoliberal gracias a la intervención de los Chicago Boys. Ahora, a través de una Madonna que se presenta para confirmar que la privatización y externalización de los recursos nacionales no ha sido en vano y cuya palabra virginal solicita a la comunidad paciencia y solidaridad, que la economía pronto para todos va a chorrear.
La pasión de Michelangelo, dirigida por Esteban Larraín, recoge los acontecimientos ocurridos en Peñablanca y representa el fervoroso desplome de la fe que ostentaba la que fuese llamada “Dama Blanca de la Paz”. La película lleva como subtítulo “El misterioso caso del vidente de Villa Alemana” y, de esta forma, Larraín elabora una cinematografía cuya retórica resulta suspensiva e intrigante. En efecto, el film se inicia con el arribo a Peñablanca del padre Ruiz-Tagle (Patricio Contreras), sacerdote católico encargado de examinar la veracidad de las apariciones, y quien circula al interior de la trama a la manera de un detective privado. La rápida y multitudinaria fama de las visiones desborda la subjetividad del párroco y por ello, él sospecha que la nitidez de las apariciones celestiales no constituyen sino un fraude. Él observa aeroplanos sobrevolando, camionetas ocultas a la distancia y civiles no identificados que elevan nubes al cielo. Él conoce, también, la historia de orfandad y nomadismo de Miguel Ángel (Sebastián Ayala) y su carácter errático y esquizo. Estas coordenadas movilizan el conflicto fílmico, toda vez que la narración se concentrará en determinar la fidelidad de las acciones del vidente y con ello esclarecer el estatuto cierto o postizo de las apariciones.
La película es generosa con la audiencia y le da más información que al sacerdote investigador. Ella nos enseña que Miguel Ángel, a pesar de que comulgue con una hostia bajada del cielo y de que reciba un rizo que la propia Virgen recorta para él, es instruido por agentes del gobierno y durante sus trances públicos existen extras que fingen sus milagros. La cinta, asimismo, representa a Miguel Ángel como un personaje que, en privado, es arrebatado y ambiguo. Él procede de forma histérica y erotiza sus relaciones personales, entre ellas, la que mantiene con el Padre Lucero (Aníbal Reyna), sacerdote de la parroquia del pueblo. Sus ademanes femeninos son figurados de manera sugerente por la narración, que los colorea como síntomas de una personalidad psicótica. Precisamente, la exacerbación de esta feminidad y la actuación que el vidente hace disfrazado como la Virgen provocan el clímax de la película y el inicio de una catástrofe para la fe de sus creyentes. El travestismo efectuado por el joven es imaginado como blasfemo por los peregrinos y éstos, al sentirse ofendidos, lo asaltan y agreden. Luego, queman la iglesia de la aldea y junto a ella, se esfuma del cielo la Virgen. La Iglesia Católica rechaza la veracidad de las apariciones y prohíbe su culto, los casetes con grabaciones, fotografías y estatuillas se quedan sin consumidor y ya de Peñablanca desaparece todo fiel espectador.
La película no arruina, sin embargo, la leyenda popular. En su lugar, la estiliza y le da una sintaxis fantástica. El final de la trama, que parece haber resuelto el conflicto, es problematizado, sin embargo, con la incorporación de un elemento sobrenatural que vuelve extraña la resolución y hace dudar en torno a la falsedad de las apariciones. La última escena no se compromete con la tesis del montaje político e interpela al público, al otorgarle la responsabilidad de creer o no en el milagro. Al mismo tiempo, este procedimiento es amable con Miguel Ángel, en tanto le da una cuota de verosimilitud a sus alucinaciones. El vidente no es castigado por la escritura cinematográfica ni ésta le da todo el crédito de la verdad al padre Ruiz-Tagle y esa ambigüedad simboliza la pervivencia del mito. Al mismo tiempo, redime a creyentes y escépticos, toda vez que ambos solo se hallan ejecutando los roles que las circunstancias políticas les han asignado. En este sentido, el film renuncia a la posibilidad de realizar una representación totalmente realista de los hechos y opta por un final confuso para conservar un misterio que ya forma parte de la memoria televisiva de nuestra historia nacional.
Al fin, pienso que el valor cultural que posee esta cinta se encuentra allí donde no solo se representa parte del archivo de nuestra historia reciente, sino que también se simboliza cuáles son las huellas que aquel pasado reproduce posteriormente, en el presente. Así como Machuca de Andrés Wood figura de qué forma la dictadura machucó la educación chilena; o No de Pablo Larraín representa la instalación de una política que se practica a través de la publicidad durante la Transición, La pasión de Michelangelo imagina que lo que hemos heredado del pasado es la experimentación de la ciudadanía como un simulacro. En palabras de Enrique Lihn, “Las apariciones de la Virgen serán irreales no así la aparición de los agentes / de la realidad / ellos son los únicos autores terribles Ellos son los únicos sádicos cineastas” 2En La aparición de la Virgen. Santiago de Chile: Cuadernos de Libre (E)lección, 1987. En sintonía con los versos de este poeta, el film de Esteban Larraín representa que la forma de hacer política durante y después del periodo militar se hace a través de la creación de líderes mediáticos y cinematográficos. Mientras, la población se convierte en la espectadora de aquella actuación, aunque siempre reiterando la esperanza milagrosa de que los televidentes se paren de sus asientos, se movilicen y decidan intervenir aquel funesto guion.
Simón, F. (2013). La pasión de Michelangelo, laFuga, 15. [Fecha de consulta: 2024-12-13] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/la-pasion-de-michelangelo/612