Mala junta

Un "cautiverio" feliz

Por Álvaro García Mateluna

Biografía +
Álvaro García Mateluna. Licenciado en letras hispánicas por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Actualmente, cursa el magíster en Teoría e historia del arte, en la Universidad de Chile. Junto a Ximena Vergara e Iván Pinto coeditó el libro "Suban el volumen: 13 ensayos sobre cine y rock" (Calabaza del Diablo, 2016). Editor adjunto del sitio web de crítica de cine http://elagentecine.cl.

 
 

Mala junta se une a otros estrenos del año, como Los iluminados, de Sebastián Pereira, y Niñas araña, de Guillermo Helo, que realizan representaciones de la juventud escolar en diferentes escenarios sociales del país. La ópera prima de Claudia Huaiquimilla, que también es coguionista del filme, toma ambos elementos y los relaciona destacando relaciones de poder en un hábitat complejo. El primero se introduce mediante el protagonista, Tano, adolescente y delincuente juvenil, y su proceso de maduración; el otro está relacionado con el contexto donde lo coloca la película, en la comunidad de San José de la Mariquina, en medio de pleno conflicto mapuche con la Celulosa Arauco y el Estado chileno.

En la introducción, Tano participa en el atraco frustrado a una bencinera, pero es detenido cuando intenta escapar. Su madre ya no quiere hacerse cargo de él, por lo que para evitar que sea llevado al Sename, su tutela es asumida por su padre, distanciado de su exesposa, por lo que Tano parte con él al sur, a la zona mapuche antes aludida, donde vive y trabaja de mecánico. Estando allá, Tano deberá tener cuidado de no comprometer su instancia probatoria mientras espera el dictamen de la ley, asiste a una nueva escuela, se tiene que acostumbrar a la convivencia con su padre y conoce nuevas personas, en especial al que se convertirá en su amigo, Cheo.

Cheo es tímido y de origen mapuche, por lo que sufre de bullying en la escuela, sus conflictos los expresa mediante la piromanía, justo en una zona famosa por los ataques incendiarios, aunque él no participa de estos. Si bien en un principio se puede creer que Tano será una “mala influencia” para Cheo, pronto queda claro que el joven santiaguino es un “chico-malo-bueno”, en pleno proceso de madurez como cualquier adolescente. Por medio de su amistad, Cheo comienza dejar actitudes infantiles, muy ligadas a la sobreprotección maternal, y va conociendo ritos juveniles, como escaparse de clases, fumar marihuana o ir a fiestas.

A partir del relato del proceso de amistad es que la película desarrolla sucesivos encuentros y desencuentros, destacando un potencial interés amoroso entre el padre de Tano y la madre de Cheo, que van definiendo distintas correspondencias. Se trata de un paulatino juego de dobles que establecen paralelos: joven/adulto, familia/orfandad, campo/ciudad, ataque/defensa, presencia/ausencia y nación mapuche/estado país.

La película dispone tales paralelos dentro del plano, un recurso constante es el uso del fondo del campo. Sin un uso virtuosista de la profundidad, dada las posibilidades de presupuesto y uso de cámaras digitales (carentes de extensión en punto de fuga, siendo su imagen más bien plana), funciona con efectividad: correr la cortina del bus para ver desde dentro lo que sucede afuera al llegar a la zona mapuche, la luz de la camioneta acercándose desde donde se baja el padre para recoger al hijo, la llegada de Cheo a su casa sin avisar. Son tres ejemplos de un efecto de teatralidad cinematográfica clásica que establece primero la posición de cámara en la locación para de ahí elaborar el conflicto según los diálogos y poses de los personajes. A ello se suma el uso de encuadres enmarcados que reducen el espacio para delimitar el foco en momentos donde prima la conversación y la pausa reflexiva de la acción. También destaca el aspecto sombrío, hay muchos momentos nocturnos o, durante el día, situados en espacios con poca luz.

En vez de asumir el potencial dramático con cercanía se ofrece una distancia que involucra sin caer en la sobreidentificación con los personajes. Sin embargo, algunas veces su empleo confunde, se inscribe con cierto vouyerismo generando ambigüedad en el tono de la imagen por el reencuadre, la distancia y la opacidad lumínica. Asimismo, en otros momentos el vaivén de la cámara en mano se introduce afectado la sobriedad visual que queremos rescatar como el mejor logro de la puesta en escena del filme.

La aparición de naturaleza en la segunda parte, luego del asesinato de un dirigente comunal por parte carabineros (eco de los tantos que han ocurrido durante los últimos años), con variados planos de bosques y montañas, dan pie a la mayor presencia del conflicto mapuche. Nuevamente el manejo de recursos para dramatizar se sienten desequilibrados, aunque resulta propositivo para el desarrollo de los personajes se echa en menos más profundización y contextualización en este eje narrativo. Por el riesgo que suponía dejarlos de lado la trama opta por apurar el final, pero acá resalta su logro más notorio: la película adquiere un grado contingente que, desde el punto de los jóvenes protagonistas, implica una toma de conciencia. Para Cheo es la identificación con las demandas de su comunidad y para Tano saber que hay asuntos más grandes que los propios. El adolescente citadino se va al Sename con el aprendizaje de que su residencia en San José junto a su padre no fue un mero paréntesis entre sus diversos “cautiverios sociales”, y le significa un paso adelante en su madurez.

Tal vez una confluencia entre los jóvenes institucionalizados en tanto víctimas, como los mapuche, necesitase un correlato fuerte, con explicitación del relato amistad-traición que guía el proceso de Tano y Cheo en paralelo del conflicto entre empresas, Estado y comunidad indígena. Puede haber ahí una opción por la sutileza que se confunde con el pudor, ya que implica tratar un tema más complejo que hubiese necesitado de otras estrategias. Más allá de mi reparo en favor de una hipótesis que favorece la representación de una mala conciencia nacional en vez del relato del devenir de los chicos con un final abierto, no hay duda que Mala junta es una de las mejores óperas primas de cine chileno en años y que su directora debuta con señales sintomáticas de un giro social que se acerca desde el fondo del plano a ocupar un lugar evidente en la imagen. Con su película destaca la aparición de jóvenes que bajo parámetros actuales devuelven la imagen de lo nuevo contra lo viejo con el cariz particular de los agenciamientos sociales de una generación cuya interrogante histórica se relaciona al desmantelamiento del relato acerca de la postdictadura sostenida por los gobiernos de la Concertación y Piñera. Si bien este diagnóstico se puede aplicar a otros ejemplos más, el caso de Claudia Huaiquimilla asegura una cosa: que no basta con filmar.

 

 
Como citar:
García M., Á. (2017). Mala junta, laFuga, 20. [Fecha de consulta: 2024-10-10] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/mala-junta/856