Roger Koza

"Es la vía más sensible y radical, una cinefilia que puede ser concebida como una vía de conocimiento del mundo"

Por Iván Pinto Veas

Biografía +

Crítico de cine, investigador y docente. Doctor en Estudios Latinoamericanos (Universidad de Chile). Licenciado en Estética de la Universidad Católica y de Cine y televisión Universidad ARCIS, con estudios de Comunicación y Cultura (UBA, Buenos Aires). Editor del sitio http://lafuga.cl, especializado en cine contemporáneo. Director http://elagentecine.cl, sitio de crítica de cine y festivales.


 
 

La presencia de Roger Koza en el ámbito de la cinefilia latinoamericana los últimos años es fundamental para comprender las transformaciones del campo en un marco de circulación transnacional y la idea de una cinefilia que se pueda postular “desde acá” en un diálogo profuso con las tradiciones locales, europeas y norteamericanas. Festivales de cine, blogs, cine clubes, estrenos en cartelera, son todas a los ojos del blog de Koza, Ojos abiertos, una oportunidad para plantear discusiones, coyunturas y reflexiones de la más diversa índole, asumida a su vez inmersivamente en una actividad que lo lleva a hacer clases, programar en Festivales, llevar un programa de televisión, entre otras ajetreadas tareas. Más que una ideología el postulado de Roger se sitúa en el orden una creencia en el objeto cinematográfico y todos estos espacios como verdaderos dispositivos de transformación de una realidad que a todas luces parece negativa (más abajo se le leerá en torno a su “pesimismo activo”).

Roger, a su vez, estuvo de visita durante enero del 2016 en el marco del Festival de Cine UC (las fotos que acompañan el artículo son de su concurrido seminario), pero la entrevista fue realizada a mediados del 2015 en la ciudad de Córdoba. Agradecemos a Constanza Flores por las fotografías.

 Nuevas cinefilias

 Iván Pinto: Hola Roger, nos conocemos desde hace un par de años y he seguido tu recorrido en diversas áreas que van de la crítica a la programación y la docencia. Para mí es evidente que tu trabajo cristaliza un fenómeno reciente, de los últimos diez años, de cierta revitalización de la cinefilia. Pero esa revitalización es una pregunta fuerte relativa al estatuto de la cinefilia (en contextos varios como pueden ser el de circulación de películas, los festivales, la desaparición y reaparición de la crítica, los contextos nacionales y locales) y del cine mismo (lugar para pensar ciertas pertinencias, filiaciones, historicidades, vínculos con el mundo contemporáneo). ¿Cuál crees que sea el motivo de esta revitalización? ¿Qué crees que es lo que vuelve de “el cine”?

 Roger Koza: Son muchas cosas. Mirá, en principio creo que el cine es un régimen de luz, o también un sistema de visibilidades, y justamente en una época donde todo está expuesto a la mirada no significa que esa condición de exhibición expandida permanente permita entender lo que es visto o está dispuesto a la mirada. El cine puede operar como una máquina de contrainformación; es decir, una forma de organización sobre lo dado en la que se ilumina a través de la puesta en escena algo que es visible pero que sin ese reordenamiento no se llega a ver.

 Se trata de una posibilidad de observar una práctica cualquiera o un fenómeno específico a partir de otra disposición de la materia visible. Naturalmente, esto no significa que todo el cine funcione de ese modo, puesto que el cine a su vez está sitiado por una cierta voluntad de espectáculo que nunca le fue ajena. En la misma lógica del espectáculo existen huecos y desvíos. Siguiendo el nombre de tu sitio, podríamos decir que en todo sistema visual existen fugas inadvertidas: los signos toman desvíos y contradicen inesperadamente la propia lógica del espectáculo. Pensaba un poco en la última película deEl hombre araña (2014); en un momento determinado del relato el personaje que representa el mal se siente expuesto frente a la mirada de todos los presentes en Times Square. Es visto porque es filmado y transmitido simultáneamente a todas las pantallas de la ciudad. Eso habilita algo fascinante: él puede ver cómo lo ven y verse a la vez; todos los ojos lo ven y él ve cómo lo ven. En la apoteosis de la lógica misma del espectáculo y el entretenimiento absoluto se desnuda el mecanismo y se produce un hiato en el que la fragilidad de un sujeto es reconocible; un señalamiento extraño en un film destinado al consumo. Dicho de otra manera: esa escena es como un breve relámpago en el que se divisa la filigrana de la subjetividad contemporánea, siempre mediada por la pantalla como una extensión de sí y de los otros, que es una forma concebir lo especular. Somos una figura mirada en el espectáculo; no una mirada solamente de nosotros mismos sino de nosotros en tanto que sujetos que somos en la medida en que se nos ve porque nos mostramos creyendo que en ese acto se confirma el núcleo identitario. En síntesis, el cine tiene este potencial magnífico para intervenir sobre lo dado y para hendir así un régimen discursivo bastante homogéneo que suele reproducir el statu quo y que cada tanto admite imágenes que comportan alteridad y diferencia; son ligeras interrupciones de un estado de cosas que resguarda una imagen fija de las cosas.

 Naturalmente, en ciertas películas esto sucede con mayor fuerza, porque existe una conciencia de que así debe ser; un cine de esa índole puede ser el de Pedro Costa y el de Nicolas Klotz; las películas que sigue haciendo Jean-Marie Straub trabajan en un sentido diametralmente opuesto a la cultura del espectáculo. Pero al mismo tiempo en las propias películas de Hollywood se puede rastrear esta dimensión extraña a la naturaleza del espectáculo.

 En todo este contexto sitúo la importancia del cine. A la hora de pensar la cinefilia, hay que recordar que su constitución casi siempre estuvo ligada a diversos fenómenos relacionados con la represión o con ciertos períodos totalitarios, como puede haber sido la ocupación nazi en Francia, como pasó luego en Latinoamérica con la censura característica ejercida por los gobiernos de las dictaduras militares. En esas coordenadas tan particulares se constataba justamente el poder que tenía el cine. ¿Por qué prohibir películas? ¿A qué se debía esa meticulosa tarea de censurar películas y en ocasiones desaparecerlas? Se sabía: el cine estimula el deseo y abre los ojos; es una secreta actividad de resistencia. Ese tipo de experiencia colectiva con y en el cine siempre estuvo asociado a la conformación de cineclubes. La pregunta es entonces: ¿cuál es el régimen totalitario de la actualidad, puesto que no vivimos en un tiempo institucional de esa naturaleza?

 Una primera hipótesis es suponer que estamos frente a un régimen abierto de control, en donde el mercado funcionaría en cierta medida como un legislador disperso y difuso que organiza visibilidades y ocultamientos; no porque haya alguien que está escondido y desde las sombras orquesta todas las prácticas sociales. No hay un Gran Hermano que dice “Vamos a ver qué podemos hacer para que la gente piense o no piense esto o aquello, o que pueda ver o no pueda ver tal cosa”. Me parece que hay que desestimar esa versión de un Gran Hermano literal dirigiendo todo y decidiendo qué es lo que se tiene o no que conocer, mostrar y pensar. Tal vez es todavía más ominoso que un dictador que se mueve desde las sombras. El Gran Hermano, de existir, está introyectado en la propia lógica con la que se piensa, y en esa lógica anónima con la que se piensa, que es una lógica vinculada al capital y a su acumulación, se incita a pensar las imágenes de determinada manera: una imagen nos piensa, o más bien somos pensado en ella. La uniformización de los gustos cinematográficos y las predecibles reacciones del público constituyen una prueba suficiente de una heteronomía aplicada a todos los órdenes: el del saber, el afectivo, el material, el de la imaginación.

 Existe, además, una intuición de que el cine también puede ir por otro camino, y creo que la cinefilia de ayer y hoy entendió esa vía virtuosa y rebelde. El renacimiento de la cinefilia en la era digital está en parte asentada en un período de total accesibilidad a la información (películas y textos) tan extraño como inimaginable unas dos décadas atrás. Esto remite, como ha señalado en alguna ocasión Slavoj Zizek, a una vieja idea marxista: el intelecto común. Internet destituye amable y velozmente una forma de relacionarse con lo que entendemos como propiedad privada. Es muy difícil prever cuál será el camino que se tomará en el futuro, porque existe una tensión irreconciliable entre una radicalización obsesiva del concepto de propiedad en el orden de lo material y una liberación absoluta de la propiedad intelectual en los medios virtuales. De pronto, los cinéfilos encuentran en la red todos los materiales que antes había que ir a buscar a lugares físicos y, si conseguían películas inhallables, además, había que ver cómo hacer para proyectarlas. La experiencia clandestina de antaño ha sido completamente superada.

 Me parece que en un marco donde todo parece imponerse desde una accesibilidad inmediata, es fundamental pensar el hecho de que la cinefilia pase por un lugar colectivo, de reunión, pero también de debate, comentario y reflexión, que esté la posibilidad de armar estas otras temporalidades desde lo social.

Lo que decís es lo que define la cinefilia. Se viaja hasta una ciudad, se visita un territorio desconocido y, si se encuentra una pieza maravillosa, de inmediato se desea socializarla. Es el gesto cinéfilo por excelencia: ver algo que nadie había visto y dar cuenta de que eso existe en alguna parte, y tratar de inmediato de que eso que uno vio sea visto por otros cuanto antes. Desde las primeras experiencias cinéfilas hasta la actualidad existe esa urgencia de socialización; es una tradición en la cinefilia. En ese sentido vivimos en una etapa importante y crucial porque la privatización de la cinefilia es uno de los riesgos de nuestro tiempo. La accesibilidad total y su inmediatez puede pasar por alto a los compañeros de sala. Por eso sigue siendo importante los espacios de encuentro que suscitan los festivales. Allí se vuelve a recuperar o a reinstalar, o eventualmente a refundar, el espacio público que propicia el encuentro en el cine. Pero hasta ahora me parece que ha habido una dialéctica tensa entre la privatización y el deseo de socialización. No creo que la experiencia de intercambio con otros se satisfaga en los encuentros virtuales que tienen lugar en blogs, foros y páginas similares. Me parece que ese tipo de vínculo tiene un límite. El encuentro cara a cara, persona a persona, es fundamental, y si hay algo saludable que ha pasado en los últimos 20 años en la cultura de la cinefilia es que muchos de nosotros que sabíamos de los otros a través de la web, tarde o temprano nos encontramos. Los camaradas de La Fuga se encuentran finalmente con sus hermanos de Desistfilm o Con los ojos abiertos; esa hermandad o afinidad a distancia entre los escritores de blogs tarde o temprano también lleva a que se cultive el deseo real de un encuentro.

No sabemos muy bien qué significa esa hermandad casi telepática, porque no sabemos estrictamente cuáles son los valores que sostenemos en conjunto, pero se tiene la impresión de que existe un impacto común sobre la sensibilidad. A todos nosotros ciertas películas nos parecen relevantes y sabemos que en cierta medida nos han cambiado nuestras vidas. No se trata de organizar conversaciones triviales acerca de si tal título es una gran película o una obra maestra, sino algo mucho más decisivo: lo que compartimos es una experiencia que hacemos con esas películas porque entendemos que en estas se descifra algo de nuestra experiencia contemporánea de estar en el mundo. Yo creo que eso es lo que nos pasa cuando vemos The World (2004) de Jia Zhangke, Juventud en Marcha (2006) yCaballo Dinero (2014) de Costa. Ventura adquiere una importancia para todos nosotros por la que ese personaje ha dejado de pertenecer solamente al universo diegético de un film.

 La experiencia y la ascesis

 

En una entrevista televisada a Serge Daney (Itinerario de un cinéfilo), él dice una frase que a mí siempre me gustó mucho sobre el tema de su labor como crítico, y habla de él como una especie de pasante, de puente. Viendo tu trabajo en diversas áreas –de docente en un cineclub a crítico en medios y programador– pienso que hay una especie de inquietud por generar esos pasajes. Generalmente en el ámbito del pensamiento y la reflexión, llevarlo incluso, aunque sea un diálogo subterfugio, a la literatura, a la filosofía, al psicoanálisis. Y en ese tramo hay como una fusión y una especie de constante intento de vinculación en el proceso. Entonces te quería preguntar un poco por eso, por esa cualidad del pasante…

 La entrevista a la que te remitís, de Daney, la he visto naturalmente, pero antes de llegar a esa entrevista había leído un libro que para mí fue clave en su momento. Yo trato de evitar hablar y citar los grandes nombres, acaso por pudor; solamente lo hago cuando entiendo que es pertinente hacerlo. Un libro que debo haber leído fácil unas diez veces, quizás más, es Conversaciones de Gilles Deleuze, un libro que reúne entrevistas y algunos textos sueltos. En ese libro se incluye un texto que es extraordinario. Deleuze habla sobre tenis, sobre las posiciones egipcias de McEnroe, lo que para mí es una forma indirecta de lectura cinematográfica sobre un dominio que no lo es. En vez de ver el partido, Deleuze ve posiciones, las figuras de los tenistas y sus movimientos; indirectamente se adquiere una forma de aprender a ver (las películas), no por sus argumentos (el juego) sino por sus figuras (los movimientos autónomos del cuerpo). Pero más allá de eso, en ese texto Deleuze concibe una figura que denomina “intercesor”, que tiene cierta reminiscencia a la idea del pasante. Yo leo ahí una función de la crítica y también de la programación. La manera gráfica que tengo de imaginar ambas actividades es la siguiente: la película se ubica en un círculo, por otro lado está el espectador (o los lectores, o los cinéfilos), quienes están ubicados en otro círculo; el intercesor es quien los junta inventando un tercer círculo que surge prácticamente en la intersección; solamente puede existir en ese entre que separa y une un círculo al otro. La figura es la que aprendíamos de muy niños en matemática, la fascinante y simple enunciación de relación de conjuntos que se establece en el aprendizaje del diagrama de Venn.

Recuerdo alguna vez haber hablado con Kent Jones acerca de una película que a mí me parecía espantosa y que a él lo emocionaba profundamente, El extraño caso de Benjamin Button (David Fincher, 2002). Él la defendía diciendo algo más o menos así: “Si hay algo en una película que yo percibo que afirma lo viviente o una posibilidad de vida, la apoyo”. Creo que esa forma de mirar fue lo que selló mi amistad con él. Hay un ejercicio de la crítica sostenido en el desprecio y la degradación. Es más fácil escribir enfadado, en contra de, que escribir a favor de; la inspiración de la indignación produce buenos textos. Cuando una película merece ser atacada, lo hago; trato, de todas formas, de situarme en otro espacio de lectura, no de combate. Yo creo que hay críticos que han hecho toda una carrera en torno a la indignación e irritación. El crítico irritado, indignado, o lo que alguna vez Adrian Martin denominó “el crítico ofendido”, existe. A veces siento que hay críticos que solicitan la castración del entusiasmo y sospechan y se ofenden frente a esa jovial experiencia de sus pares. Yo no estoy dispuesto a renunciar a mi entusiasmo por las películas en las que veo una posibilidad de vida; sé que mis desmedidos entusiasmos constituyen en ocasiones la debilidad de mi trabajo. El superlativo fácil es mi punto débil. Pero prefiero escribir apasionadamente sobre algo que apelar a la presunta racionalidad distante y fría, que protege al emisor de involucrarse a fondo. Es un camino de la crítica que no me interesa en principio y que además parece sostener una misión secreta: decir qué debe ser el cine y que no.

Me parece que se trata del plano de la experiencia. Me parece que hay algo del crítico facilitador o mediador de las experiencias. Y ya que están todas las experiencias a mano, como que empieza ahí una nueva pregunta que tiene ver con el orden cualitativo de estas experiencias.

 Se trata de hacer una experiencia con las películas, pero no de exhibirse al hablar de esa experiencia. No importa quién tiene experiencias, sino la experiencia en sí. Haría esa salvedad a lo que estás diciendo. Es otra línea. Lo que estoy discutiendo, paradójicamente, es una suerte de giro subjetivo radical que domina el corazón de la crítica cinematográfica. Cuestiono al sujeto que cree tener el derecho a legislar sobre la verdad del cine; y también cuestiono una modalidad de ese subjetivismo radical en la que solamente la experiencia del crítico y sus propias certezas resultan más importantes que la experiencia que propone una película, y la desafío. Dada esa salvedad, el cine es una experiencia. Es una experiencia perceptiva, sensible, intelectual también. Y la idea para mí es qué se puede decir, una vez pasada esa experiencia, que invite al lector a realizar una experiencia y que de algún modo objetive qué se aprendió al tener esa experiencia. Yo tengo la sensación de que ahí hay un elemento vinculado a la transformación.

Hace poco dicté un seminario en México que se llamaba “La cinefilia como una ascesis”. Ascesis es una palabra religiosa que tiene que ver con un conjunto de prácticas que el creyente entregado a Dios tiene que hacer en función de operar una transformación de su intimidad necesaria para proseguir y profundizar su relación con ese objeto (imposible) al que se le ha entregado la vida. En un sentido absolutamente secular de la ascesis, intenté proponer una forma de relación y modulación de la intimidad a través del cine. Creo que esa es la cinefilia que inventó y radicalizó Daney: se iba al cine para ser modificado por las películas, no solamente para hablar de ellas terminada la función. Uno iba a ver una película de Bresson para después darse cuenta de que algo se había modificado en relación con el orden del tacto. Se trata de un trabajo consciente sobre la configuración subjetiva a través del impacto que tienen las películas. Es la vía más sensible y radical, una cinefilia que puede ser concebida como una vía de conocimiento del mundo, de lo que se predica además una vía de construcción del yo a través del conocimiento del mundo.

Te voy a hacer dos preguntas más. Una está vinculada a todo lo anterior. Yo doy clases en un montón de lugares, tengo la sensación de que hay una tensión permanente entre la enseñanza y la institución, estos elementos vinculados a esta ascesis o transformación cualitativa parecen lejanos a los intereses de las escuelas de cine o las disciplinas. Tampoco es algo que podríamos decir que está en ciernes, que va a crecer, porque más bien tiene la dimensión de un saber secreto que se filtra. Como una institución sin institución. Entonces quiero preguntarte por esto, quizás por cierta dimensión fragmentaria de un saber, que se encuentra disperso en libros, conversaciones de pasillo fugaces, una película, pero que no es algo estable si no que parece transformarse constantemente…

 Roger: La impresión que tengo es que esta forma de saber y praxis que pienso cercana a la cultura cinéfíla no es del todo institucionalizable. A veces pasa en alguna cátedra, a veces pasa en un cineclub, en un curso, en un festival: la impresión es que hay una suerte de resistencia en el propio ejercicio que no permite del todo ser institucionalizado, ¿no? Y menos académicamente o, en particular, en una escuela de cine. Quizás está bien que sea así. Lo que sí está bien al mismo tiempo es reconocer que existe una experiencia de esa naturaleza y que a veces se pueda dar hasta en un programa televisivo o en una emisión radial. En una emisión radial puede aparecer esta dimensión del cine como un saber, el cine como experiencia de conocimiento. Pero eso no sé si se puede institucionalizar; francamente lo dudo.

Por otra parte, no todo el mundo está obligado a hacer este tipo de experiencias. Y a su vez no sé si esa experiencia, eventualmente, es susceptible de ser transmitida como un teorema matemático. Lo que no me resulta imposible de pensar es que existan espacios mínimos en las universidades donde los profesores pueden transmitir en un seminario algunas de estas ideas. Eso no me parece imposible, pero que ese corpus se institucionalice como tal me parece casi del orden de lo imposible, e incluso de lo no deseable.

Lo último: esto también es una economía, una economía muy bastarda, digamos. Tú has ido a Cannes a comprobar si las banderas flameaban. Y también has comentado desde el seno mismo toda esa dimensión problemática. La pregunta ahí es: ¿cuál es el futuro de esto? ¿Hay futuro? ¿Da para algo? Estamos en una especie de momento especial, entre la extensión de ciertas temporalidades y cierta finitud…

Roger: Nosotros tenemos la idea de que existe en ese festival un espíritu lírico, porque leímos a Truffaut, a Daney y a toda esta gente. Pero en realidad Cannes fue siempre así. El otro día me decía Albert Serra en un café en Cannes que de una revista de cine le habían pedido un artículo sobre las películas que habían ganado la Palma de Oro. Tenía que elegir una película y escribir sobre ella. Cuando lee la lista de todas películas que habían ganado en Cannes, se da cuenta de que eran terribles. Una peor que la otra a excepción de cinco o seis, según su entendimiento. Al mismo tiempo, es cierto que en ese festival, y sobre todo en una época de ese festival, había más espacios de libertad; esa otra naturaleza del cine de la que veníamos hablando tenía siempre lugar. Siguen existiendo intersticios para que ese otro cine luzca y exista: cuando uno ve Cemetery of Splendour de Apichatpong Weerasethakul o The Assassin de Hou Hsiao-hsien percibe que constituyen la excepción a la regla. Lo de Cannes es un buen ejemplo porque es el ejemplo paradigmático de que en la propia estructura del poder hay aún grietas donde todo aquello del cine que está vivo todavía insiste. Es decir que en la propia lógica del capital, en la propia geografía en donde el poder del cine está gerenciado por su peor dimensión, siguen existiendo zonas de resistencia. Digamos algo más: el pesimismo es inevitable, la evidencia de la lucidez lo instituye. Si uno piensa a fondo, no puede pasar lo mejor, jamás. Dadas las circunstancias, desde ningún punto de vista que se mire las cosas pueden mejorar. Una perspectiva económica, cinematográfica, filosófica, sensible lleva indefectiblemente a predecir y esperar catástrofes. Pero a la vez, casi como si fuese una decisión voluntaria, no puedo hacer otra cosa que unir todas mis fuerzas en función de contradecir los dictámenes de la lucidez. ¿Un pesimismo activo? Como mínimo un pesimismo paradójico: entiendo que todo va a salir mal, pero sin embargo trabajo todos los días como si eso no habría de suceder. Así, las pequeñas batallas ganadas son muy gratificantes. Por batalla ganada entiendo cosas muy elementales pero significativas: poder escribir sobre Hou Hsiao-hsien y el sonido en un diario que prioriza culos y chimentos en su sección de espectáculos.

Entonces me parece que no todo está perdido. Me concentro y trato de sintonizar con una suerte de impulso vital que está a veces en el corazón de la cinefilia. El cine a veces transmite esa vitalidad. Volviendo a Hou Hisao-hsien, recuerdo, en Milennium Mambo, la escena inicial donde el personaje Shu Qi atraviesa un túnel con los brazos abiertos. Ese gesto menor sintetiza la vitalidad del cine y en esos gestos laterales del cine pongo mi atención; prefiero sostenerme imaginariamente en ese gesto sabiendo que la razón me indica que nada bueno puede pasar en el mundo dadas las coordenadas en que se encuentra, pero mientras tanto debo insistir. Porque todos los jueves puedo escribir o hablar de Kiarostami, Bresson y Peleshyan en el diario o en la radio y contribuir a detener la marcha del embrutecimiento general al que estamos sometidos.

 

 
Como citar:
Pinto Veas, I. (2016). Roger Koza, laFuga, 18. [Fecha de consulta: 2024-10-15] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/roger-koza/805