En el arte de los payadores -y que se sepa que en Chile hay muchos, tanto cantores a lo divino como a lo humano- existe una figura poética llamada “décima de pie forzado”. En esta, el poeta debe improvisar una décima cuyo último verso o pie forzado lo propone alguien del público. Payador, poesía y público se mezclan entonces, pierden sus definiciones, sus diferencias, y se funden en una sola forma, una sola idea, en una imagen que resuena, como las 25 cuerdas del guitarrón, (del cual son sus celosos guardianes), transformando la creación y lo social en una melodía inefable, vibrante, justa.
Cuando el payador pide un pie forzado a la gente, esta, primero tímidamente, pero luego con decisión, arroja sus razones, sus críticas y descontentos, y las frases encierran rabia, sentido y razón . Pero en otras oportunidades la gente también evoca viejos sueños y aquellos nombres que los encarnaron, y que sólo pronunciarlos permite soñar de nuevo. La película Salvador Allende me recuerda una de estas décimas, una cuya última frase, gritada digna y fervorosamente por el pueblo fue Venceremos. Con esa palabra termina el poema de Gonzalo Millán, al final de la película. Con esa palabra empezó todo. Y en ella queda suspendida la historia.
En este sentido, más que una revisión del personaje, Salvador Allende trata algo aún más profundo; como y quienes y a que precio, en cierto momento de la historia, decidieron apropiarse del tiempo, expropiándolo de quienes, antojadizamente, lo sofocaban dentro sus propios intereses inmóviles. En efecto, el Chile de 1970-1973 que revive Patricio Guzmán (un Chile que supongo es ya conocido por nosotros, los más jóvenes, gracias a su trilogía) acomete el movimiento hasta sus últimas consecuencias. Movimiento entendido no sólo como la designación política de un grupo organizado e ideologizado, sino que, más profundamente, como el acto de recorrer, como la conciencia de este acto; es la irrupción de lo nuevo , aquel proceso revolucionario que Fidel califica como “insólito” en un repleto Estadio Nacional. Revolución, movimiento y presente se convierten en sinónimos, todos alteran por igual la reacción, el espacio recorrido y el pasado.
¿Como comienza la película? Un muro blanco, actual, más bien sospechosamente blanco. Dos posibilidades entonces; proyectar sobre él o buscar, arañar las imágenes en su memoria. Esto último, sin embargo, encierra una dificultad común a todo intento por despegar desde el presente hacia la memoria, pues sabemos que la pantalla es amnésica; “la pantalla, que permite a la mirada posarse, se vuelve un objeto imposible (…) invisible, hace visible, pero una vez vista, se vuelve invisible” (Daney, 2001). Agujero e himen, muestra a la vez que parapeta (pantallea), en un proceso simultáneo de creación y borradura. ¿Qué hacer entonces, a que llamamos memoria, si las imágenes nos impiden ver lo que hay detrás, es decir el pasado, la acumulación, el blanco de la pantalla, suma cromática y cerebral de todas las imágenes?
Simple: Patricio Guzmán nos advierte, mediante el simple gesto de atacar un muro-pantalla amnésico (nunca sabemos si tras él se esconde un mural de la brigada Ramona Parra, sólo se infiere por lo que viene a continuación), raspándolo con una piedra, que su operación no consistirá en retroceder desde un presente hacia el pasado, sino que, al contrario, las propias imágenes-recuerdo acudirán a nuestro presente, actualizándose; pintaremos nuevamente la muralla.
El cine es el arte del presente
En primer lugar hablé de movimiento y luego de memoria. Digamos que lo primero remite a una serie de imágenes y lo segundo a una imagen del tiempo. El primer grupo se puede alinear bajo la famosa fórmula; “¡a la izquierda todo, a la derecha nada!”. Es Allende visitando zonas rurales, movilizado en un tren cuya locomotora lleva su rostro, ojos que cortan el tiempo, que sobrepasan durmientes , casi un futurista. Es también la imagen del cartonero volando bajo su carro, como si el peso de su faena fuera insignificante comparado con su objetivo; son los tractores ayudando a apaliar las huelgas de transporte, son las marchas de los cordones industriales, son los miles de rostros, apenas discernibles como barridos de luz y sombra, que saludan a la cámara (¡el futuro!) y a su presidente mientras pasa. Esta serie de imágenes-movimiento se organizan siempre de derecha a izquierda, como si escaparan, como si evacuaran sentido de un lado a otro, y se complementan con la total indiferencia e invisibilidad del otro lado ; sólo vemos la imagen ya clásica de la mujer fascista con lentes oscuros, que en sí no es más (ni menos) que un presagio, pues es la misma mirada opaca que luego patentará Pinochet, aquella pantalla negra contra la cual se estrella la memoria, se detiene el movimiento, cesan las imágenes.
Y cuando estas imágenes acaban, el tiempo adquiere la transparencia de un océano insondable. Y nos sentimos solos. No nos reconocemos en esa ciudad a la cual vuelve bruscamente la película, aquellos paisajes urbanos radiantes, metálicos, enhiestos y plácidamente inmóviles… ¿qué ocurrió? ¿es posible que nadie grite horrorizado?
La imagen de La Moneda incendiándose, más allá de pertenecer a la memoria, editada sin sonido esta vez, se ha convertido en una visión, una alucinación colectiva; cuesta creerla pero sabemos que alguna vez pagaremos por ella. El que no escuchemos los bombardeos ni las metrallas no nos asegura que sacaremos algo tapándonos los ojos. Sólo significa que jamás la comprenderemos en cuanto a imagen si solo nos conformamos con verla y escucharla, pues ella no es la realidad, la supera. Más aún; piensa por si sola. Trasciende la doctrina foto-lógica, (esa obstinación en confundir visión y conocimiento) y exige un diálogo a veces onírico, irracional. La prueba es que hemos visto esa imagen mil veces y aún no la comprendemos. Balmes la comprendió. Gonzalo Millán también. Ambos dialogaron con esa imagen, con una pintura y un poema.
El cine, cuando no se somete a las riendas de la fabulación o de la ficción, procede con una precariedad abrumadora; cualquier momento puede perderse, cualquier momento puede servir. La singularidad del instante cualquiera, aquel intervalo donde la vida se asoma y la historia se escribe, irrumpe inesperadamente, incluso ahí donde su asomo significa la muerte del propio camarógrafo que ha logrado atraparla. Desde las primeras fotografías de Salvador Allende que vemos en la película, carcomidas y rescatadas de un entierro de años, hay una porción de pérdida, una deficiencia visual que resta pero que finalmente suma. Como la cámara inquieta de Jorge Müller, escudriñando alrededor de los líderes, buscando aquellos detalles circundantes, veces a foco, a veces no, muecas, paradojas, signos que permitan revelar lo que habita en esas palabras, aún cuando esto significa perder el gesto del que habla.
Al igual que este cine, Salvador Allende también decidió sumergirse, hasta las últimas consecuencias, en la precariedad de un presente inefable, vibrante y justo.
E., J. (2005). Salvador Allende, laFuga, 1. [Fecha de consulta: 2024-10-10] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/salvador-allende/168